El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (16 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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No había nadie en el lugar de la cita. Kem, apacible, se sentó junto al babuino. ¿Habría renunciado Patascortas? El nubio no lo creía. El informador necesitaba urgentemente ayuda material.

Transcurrió la noche. Poco antes del amanecer,
Matón
tomó a su colega de la mano y lo arrastró al interior del almacén. Sólo había cestos abandonados, cajas despanzurradas, restos de herramientas… El mono se abrió paso en aquel caos, se detuvo ante un montón de sacos de grano y emitió el mismo lamento de unas horas antes.

El jefe de policía apartó rabiosamente los sacos.

Patascortas estaba apoyado en un pilar de madera. Había acudido a la cita, pero el devorador de sombras le había roto la nuca para que no revelara su nombre.

Pazair tranquilizó a Kem.

—Soy el responsable de la muerte de Patascortas.

—Claro que no; fue él quien se puso en contacto con vos.

—Debería haber ordenado que lo protegieran.

—¿De qué modo?

—No lo sé, yo…

—Dejad de atormentaros.

—El devorador de sombras se olió las intenciones de Patascortas, lo siguió y lo suprimió.

—O tal vez intentara extorsionarlo.

—Era lo bastante venal como para cometer esa locura… Y la pista se ha interrumpido de nuevo. Naturalmente, mantendré vuestra protección.

—Tomad disposiciones; mañana nos marchamos al Medio Egipto.

La voz de Pazair se había ensombrecido.

—¿Algún incidente?

—Varios informes inquietantes, debidos a los administradores provinciales.

—¿Sobre qué?

—El agua.

—¿Teméis que…?

—Lo peor.

Neferet había realizado una delicada operación: un joven artesano, herido en el cráneo, con las vértebras cervicales lesionadas y la sien derecha hundida. El hombre había caído del techo de una mansión, pero gracias a que había sido trasladado en seguida al hospital, sobreviviría.

Agotada, la joven se había dormido en una de las salas de reposo. Uno de sus ayudantes la despertó.

—Lo siento, pero os necesitan.

—Recurrid a otro cirujano; no me quedan fuerzas para operar.

—Se trata de un caso extraño; vuestro diagnóstico es indispensable.

Neferet se levantó y siguió al ayudante.

La paciente tenía los ojos abiertos, pero fijos. Debía de tener unos cuarenta años de edad y llevaba un lujoso vestido; sus cuidados pies y manos demostraban que pertenecía a una familia acomodada.

—Estaba tendida en una calleja del barrio norte —explicó el ayudante—; los habitantes no la conocían. Parece que acaben de anestesiarla…

Neferet escuchó la voz del corazón en las arterias, luego examinó los ojos.

—Esta mujer está drogada —concluyó—; ha absorbido extracto de amapola rosa, una sustancia que sólo debe utilizarse en el hospital
[11]
. Exijo que se abra inmediatamente una investigación.

Ante la insistencia de su esposa, Pazair había retrasado su marcha al Medio Egipto y había pedido a Kem que investigara sobre el terreno. La mujer, que no llegó a salir del coma, había muerto por el abuso de la droga.

Gracias al simio, las lenguas se desataron. La infeliz había acudido tres veces a la calleja donde la aguardaba un mercader griego que estaba instalado en una hermosa mansión. Cuando Kem se presentó en su casa, el sospechoso estaba ausente; una sirvienta rogó al jefe de policía que se instalara en la sala de recepción y le sirvió una cerveza fresca. El comerciante había salido a tratar un asunto en los muelles y no tardaría.

Alto, flaco, barbudo, el griego puso pies en polvorosa en cuanto vio al jefe de policía. Kem ni se movió, confiando en la vigilancia de su colega. De hecho, el mono le hizo una zancadilla al fugitivo, que cayó cuan largo era.

Kem lo agarró de la túnica y lo levantó.

—¡Soy inocente!

—Has matado a una mujer.

—Vendo recipientes, nada mas.

Por un instante, el nubio se preguntó si no habría dado con el devorador de sombras; pero le pareció que el personaje había caído en la trampa con excesiva facilidad.

—Si no hablas, serás condenado a muerte.

La voz del griego se hizo lacrimosa.

—¡Tened piedad! Sólo soy un intermediario.

—¿A quién le compras la droga?

—A unos compatriotas que cultivan las plantas en Grecia.

—Ellos están fuera de mi alcance, tú no.

Los enrojecidos ojos del babuino reforzaban la afirmación de su colega.

—Os daré sus nombres.

—Dame los de tus clientes.

—¡No, eso no!

La velluda mano de
Matón
se posó en el hombro del griego. Aterrorizado, habló con abundancia, citando a funcionarios, mercaderes y algunos personajes nobles.

Entre ellos estaba la señora Silkis.

CAPÍTULO 22

L
a mañana de la partida, Pazair recibió una invitación de Bel-Tran para un gran banquete donde estarían presentes los principales dignatarios de la corte, los altos funcionarios y varios jefes de provincias. El director de la Doble Casa blanca debía ofrecer, a fines de invierno, una suntuosa recepción que el visir honraba con su presencia.

—Está burlándose de nosotros —dijo Neferet.

—Bel-Tran sigue la tradición cuando le es útil.

—¿Estamos obligados a participar en esta mascarada?

—Mucho me temo que sí.

—La inculpación de la señora Silkis provocaría un buen escándalo.

—Intentaré ser discreto.

—¿Ha cesado el tráfico de drogas?

—Kem ha demostrado una perfecta eficacia; los cómplices del griego fueron detenidos en los muelles, al igual que todos sus clientes…, salvo Silkis.

—Es imposible emprenderla con ella, ¿no es cierto?

—Las amenazas de Bel-Tran no me detendrán.

—Lo importante es haber puesto fin a este horror.

—¿De qué serviría, hoy, encarcelar a la esposa de Bel-Tran?

Bajo la persea donde charlaban, Pazair abrazó a Neferet.

—Para hacer justicia.

—¿No es el momento en que se realiza un acto tan importante como el acto mismo?

—¿Me recomiendas que espere? Pasan los días y las semanas, y la abdicación del faraón se aproxima.

—Tenemos que luchar con lucidez hasta el último momento.

—¡Son tan densas las tinieblas! A veces…

Ella puso el índice en sus labios.

—Un visir de Egipto no renuncia nunca.

A Pazair le gustaba el paisaje del Medio Egipto, los acantilados blancos bordeando el Nilo, las vastas llanuras verdeantes y las claras colinas donde los nobles habían excavado sus moradas de eternidad. La región no tenía el carácter altivo de Menfis ni el esplendor solar de Tebas, pero conservaba los secretos de un alma campesina, replegada hacia unas modestas explotaciones dirigidas por familias celosas de sus tradiciones.

Durante el viaje, el babuino policía no había señalado peligro alguno; cada vez más tibio, el aire primaveral parecía encantarlo, sin que se atenuara la vivacidad de su mirada.

La provincia del Óryx se sentía orgullosa de su gestión del agua; desde hacía siglos aseguraba la subsistencia de sus habitantes, apartaba el espectro de la hambruna y no hacía distinción alguna entre el grande y el pequeño. Los años de crecidas débiles, unas albercas de almacenamiento, construidas con notable habilidad, bastaban para regar las propiedades. Canales, esclusas y diques eran permanentemente vigilados por puntillosos especialistas, sobre todo durante el período crucial que seguía a la retirada de las aguas de la crecida; muchos campos seguían anegados, absorbiendo el precioso limo que justificaba el calificativo de «tierra negra» atribuido a Egipto. Encaramados en las colinas, los pueblos se llenaban de cantos en honor de la energía fecundadora oculta en el río.

Cada diez días, el visir recibía un detallado informe de las reservas de agua del país, y no era raro que se desplazara, sin avisar a las autoridades locales, para verificar su trabajo. Al dirigirse hacia la capital de la provincia del Óryx, Pazair fue calmándose; diques en excelente estado, depósitos jalonando el camino y cuidadores de canales trabajando ofrecían un espectáculo tranquilizador.

La llegada del visir provocó una alegre animación; todos querían ver al ilustre personaje, presentarle su petición, exigir más justicia. No había agresividad alguna en las palabras; la estima y la confianza de la población conmovieron a Pazair en lo más hondo y lo llenaron de una nueva fuerza. Para aquellos seres, tenía que salvaguardar el país e impedir la descomposición del reino. Rogó al cielo, al Nilo y a la tierra fecundada, imploró a las potencias creadoras que le abrieran el espíritu para conseguir salvar al faraón.

El jefe de la provincia, Iua, cuyo nombre significaba «buey cebado», había reunido en su hermosa mansión blanca a sus principales colaboradores: el vigilante de los diques, el de los canales, el distribuidor de las aguas de reserva, el geómetra público y el reclutador de trabajadores temporeros; todos mostraban un aspecto sombrío. Se inclinaron ante Pazair, a quien el jefe de la provincia, un sexagenario vividor heredero de un largo linaje, cedió su lugar y la presidencia de la reunión.

—La visita me honra —declaró— y también a mi provincia.

—Unos informes me han alertado; ¿los avaláis vos?

La brutalidad de la pregunta sorprendió al notable, pero no lo escandalizó; los visires, abrumados por el trabajo, no se detenían en inútiles cortesías.

—No los inspiré.

—Varias provincias son presa de las mismas inquietudes; he elegido la vuestra por su ejemplar comportamiento desde hace varias dinastías.

—Seré claro, también. Ya no comprendemos las directrices del poder central —deploró Iua—. Por lo general, me dejan dirigir libremente mi provincia, aun exigiendo resultados que nunca han decepcionado al faraón. Ahora bien, desde que las aguas se retiraron, nos ordenan actuar de un modo irrazonable.

—Explicaos.

—Nuestro geómetra público, como cada año, calculó la cubicación de tierra que debía desplazarse y apelmazarse para hacer impermeables los diques; ¡sus cifras fueron revisadas a la baja! Si aceptamos las rectificaciones, carecerán de solidez y serán destruidos por el empuje del agua.

—¿De dónde proceden las correcciones?

—Del servicio general de agrimensura de Menfis. ¡Pero eso no es todo! Nuestro reclutador de trabajadores temporeros conoce perfectamente el número de hombres que necesita para efectuar los trabajos de mantenimiento durante la reparación y el entarquinado de los diques. El servicio de empleo le niega la mitad, sin justificación. Más grave aún: la utilización de las albercas de sumergimiento. ¿Quién respeta, más que nosotros, el tiempo de paso del agua de una alberca aguas arriba a una alberca aguas abajo, de acuerdo con el ritmo apropiado para las distintas especies a cultivar? Los servicios técnicos de la Doble Casa blanca quieren imponernos unas fechas incompatibles con las exigencias naturales. ¡Y no hablemos del aumento impositivo que esta producción acarreará! ¿Qué tienen en la cabeza los funcionarios de Menfis?

—Mostradme esos documentos —exigió Pazair.

El jefe de la provincia hizo que le trajeran los papiros. Los signatarios pertenecían a la Doble Casa blanca o a ciertos servicios que Bel-Tran controlaba más o menos directamente.

—Dadme material de escritura.

Un escriba ofreció al visir una paleta, con tinta fresca y un cálamo. Con su rápida y precisa caligrafía, Pazair anuló las directrices y puso su sello.

—Se han corregido los errores administrativos —anunció— no tengáis en cuenta estas órdenes caducas y seguid el procedimiento habitual.

Pasmados, los administradores de la provincia se consultaron con la mirada; Iua debía intervenir.

—Debemos entender que…

—En adelante, sólo las directrices que lleven mi sello serán ejecutorias.

Encantados por la rapidez de esa intervención inesperada, los administradores saludaron al visir y, con el corazón alegre, se dirigieron a sus ocupaciones. Sólo el jefe de la provincia seguía mostrándose inquieto.

—¿Tenéis otros motivos de preocupación?

—¿No implica vuestra actitud una especie de guerra abierta contra Bel-Tran?

—Alguno de mis ministros puede equivocarse.

—¿Por qué mantenerlo, en ese caso?

Pazair temía la pregunta. Hasta entonces, los asaltos habían sido más bien discretos; pero el asunto del agua sacaba a la luz las graves disensiones entre el visir y el director de la Doble Casa blanca.

—Bel-Tran tiene una gran capacidad de trabajo.

—¿Sabéis que hace gestiones con los jefes de provincia para convencerlos de la excelencia de su política? Yo, como mis colegas, me hago una pregunta: ¿quién es el visir, él o vos?

—Acabáis de obtener la respuesta.

—Y me tranquiliza… No me gustaron sus proposiciones.

—¿Cuáles fueron?

—Un puesto importante en Menfis, atractivas ventajas materiales, menos preocupaciones…

—¿Por qué lo rechazasteis?

—Porque estoy contento con lo que tengo; Bel-Tran no admite una ambición limitada. Me gusta esta región y detesto las grandes ciudades. Aquí me respetan; en Menfis soy un desconocido.

—Así pues, le respondisteis negativamente.

—El personaje me asusta, lo confieso; por lo tanto, preferí fingir que vacilaba. Otros jefes de provincia aceptaron ayudarlo, como si vos no existierais. ¿No habréis albergado una serpiente en vuestro seno?

—Si es así, yo repararé mi error.

Iua no ocultó su turbación.

—Oyéndoos, creo que el país corre el riesgo de enfrentarse a horas difíciles. Puesto que habéis preservado la integridad de mi provincia, os apoyare.

Kem y su simio estaban sentados en el umbral de aquella hermosa casa; el babuino comía dátiles, el policía observaba las escenas callejeras, obsesionado por el devorador de sombras y convencido de que el hombre de las tinieblas pensaba en él con la misma intensidad.

En cuanto el visir reapareció, el nubio se levantó.

—¿Todo va bien?

—De nuevo hemos evitado por los pelos una catástrofe; debemos inspeccionar varias provincias más.

Iua alcanzó a Pazair y a Kem camino del embarcadero.

—Olvidaba un detalle… ¿Me enviasteis vos un verificador de agua potable?

—En absoluto. Describídmelo.

—Unos sesenta años, talla media, cráneo calvo y rojizo, que se rasca con frecuencia, muy irritable, voz gangosa, tono cortante.

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