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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (18 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Los nubios seguían a la diosa rubia; cargados de oro, soñaban con conquistas y victorias, al mando del egipcio, más fuerte que el escorpión. Franquearon una barrera de granito tomando estrechos senderos, caminaron por el lecho de un ued seco, mataron alguna pieza para alimentarse, bebieron con cuidado y anduvieron sin queja alguna.

El rostro de Suti había recuperado su belleza y el héroe su ardor. Era el primero en levantarse y el último en acostarse, se hartaba del aire del desierto y era infatigable. Pantera lo amó más aún; el joven estaba convirtiéndose en un auténtico jefe guerrero, cuya palabra imponía y cuyas decisiones nadie discutía.

Los nubios le habían fabricado varios arcos de diversos tamaños y los utilizó para matar algunos antílopes y un león. Con certero instinto, como si siempre hubiera recorrido aquellas pistas inexploradas, condujo a su pequeño ejército hasta los manantiales.

—Se acerca un escuadrón de policías —le advirtió un guerrero negro.

Suti los identificó en seguida: «los de la vista penetrante» recorrían el desierto para garantizar la seguridad de las caravanas y detener a los bandidos beduinos. No solían aventurarse por aquellos parajes.

—Ataquémoslos —dijo Pantera.

—No —replicó Suti—; escondámonos y dejemos que se alejen.

Los nubios se agazaparon en un roquedal y los policías siguieron adelante; los perros, sedientos y fatigados, no advirtieron su presencia. Finalizada su misión, el escuadrón se dirigía al valle.

—Los habríamos exterminado sin dificultad —masculló Pantera tendida junto a Suti.

—Si no hubieran regresado, el puesto de Elefantina habría dado la alarma.

—No quieres matar egipcios… ¡Y yo no hago más que soñar con ello! Tú, el paria, mandas un grupo de nubios disidentes cuyo único oficio es la guerra. Pronto tendrás que combatir; está en tu naturaleza, Suti, y no podrás escapar a ello.

La mano de Pantera acarició el torso de su amante; ocultos por dos bloques de granito, olvidando el peligro, se abrazaron en el calor del cenit. Cubierta de joyas de oro procedentes de la ciudad perdida, con la piel tornasolada y ardiente, la libia utilizó su cuerpo como si fuera una lira y cantó una inflamada melodía de la que Suti apreció cada nota.

—Allí es —dijo Pantera—; reconozco el paisaje.

La libia apretó la muñeca derecha de Suti como si quisiera rompérsela.

—Allí está nuestro oro, en aquella gruta. Para mí es más precioso que cualquier otro. Mataste a un general egipcio para apoderarte de él.

—Ya no lo necesitamos.

—¡Al contrario! Con él serás el señor del oro.

Suti no pudo apartar la mirada de la gruta donde se ocultaba el tesoro de un general felón, a quien la ley del desierto había condenado a muerte. Pantera había tenido razón arrastrándolo hasta allí; negar aquel episodio de su vida y sumirlo en el olvido hubiera sido una cobardía. Como a su amigo Pazair, a Suti le apasionaba la justicia; si su brazo no hubiera golpeado al fugitivo, no se habría hecho justicia. El cielo le había concedido el oro del traidor, destinado a comprar su tranquilidad al libio Adafi.

—Ven —dijo la muchacha—. Ven a admirar nuestro porvenir.

Avanzó, soberbia. De su collar y sus brazaletes brotaron cegadores reflejos; los nubios se arrodillaron, fascinados por la lenta marcha de su diosa de oro dirigiéndose a un santuario que sólo ella conocía. Los había conducido tan lejos, en territorio egipcio, para acrecentar su poder mágico y hacerlos invencibles; cuando penetró en la gruta, acompañada por Suti, los negros cantaron la melopea inmemorial que saludaba el regreso de la novia lejana, dispuesta a celebrar sus bodas con el alma de su pueblo.

Pantera estaba convencida de que aquella toma de posesión sellaría su destino uniéndolo al de Suti; aquel instante sería una promesa de mil mañanas de tornasolados colores.

Suti recordaba la ejecución del general Asher, aquel vil asesino seguro de escapar al tribunal del visir y poder vivir una feliz vejez en Libia, donde habría fomentado disturbios contra Egipto. El joven no lamentaba su gesto; en su interior estaba inscrita la rectitud de las áridas extensiones, donde la mentira no podía florecer.

La gruta les pareció fresca; unos murciélagos importunados revolotearon en todas direcciones antes de agarrarse de nuevo a las paredes, cabeza abajo.

—Era aquí —lamentó Pantera—; pero ¿dónde está el carro?

—Sigamos.

—Es inútil, recuerdo el lugar preciso donde lo ocultamos.

Suti exploró en vano el menor recodo; la gruta estaba vacía.

—¿Quién ha podido averiguar…, quién ha osado…?

Loca de rabia, Pantera se arrancó el collar de oro y lo arrojó contra la roca.

—¡Destrocemos esta maldita caverna!

Suti recogió un jirón de tela.

—Mira.

La muchacha se inclinó sobre el hallazgo.

—Lana coloreada —indicó—; nuestros ladrones no son demonios nocturnos sino merodeadores de las arenas. Cuando sacaron el carro, uno de ellos se desgarró el vestido en un saliente de la pared.

Pantera recuperó la esperanza.

—Persigámoslos.

—Es inútil.

—No renunciaré.

—Yo tampoco.

—¿Qué recomiendas?

—Permanecer aquí y tener paciencia; volverán.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Con las prisas por explorar el lugar, olvidamos el cadáver.

—Asher está bien muerto.

—Tendría que quedar su osamenta en el lugar donde lo maté.

—El viento…

—No, sus amigos se lo llevaron. Nos esperan con intención de vengarse.

—¿Hemos caído en una emboscada?

—Algunos vigías habrán observado nuestra llegada.

—¿Y si no hubiéramos vuelto?

—Poco probable; habrían permanecido en el lugar varios años, hasta tener la certeza de que habíamos muerto. ¿Habrías actuado tú de otro modo si hubieras sido la aliada del general? Identificarnos es esencial; suprimirnos será un placer para ellos.

—Combatiremos.

—Siempre que nos den tiempo para preparar nuestra defensa. Incluso se han llevado mi arco… Les encantaría atravesarme con mis propias flechas.

Con el pecho desnudo, los espléndidos y firmes senos ofrecidos al sol, Pantera arengó a sus fieles. Les explicó que unos merodeadores habían desvalijado el santuario de la diosa de oro y robado sus bienes; el enfrentamiento parecía inevitable y confiaba a Suti el cuidado de dirigirlos a la victoria.

Nadie protestó, ni siquiera el viejo guerrero. Se sintió rejuvenecido ante la idea de hacer que la arena bebiera la sangre de los beduinos; los nubios demostrarían su valor. En el cuerpo a cuerpo nadie los igualaba.

Aunque estuviera convencido de ello, el ex teniente de carros Suti organizó un verdadero campamento fortificado, utilizando bloques de piedra para proteger a los guerreros nubios. En la gruta almacenaron odres llenos de agua, alimentos y armas. A poca distancia de su posición excavaron agujeros, distribuidos irregularmente.

Luego comenzó la espera.

Suti disfrutó de aquel tiempo interrumpido, atento a los secretos cantos del desierto, a sus movimientos invisibles y a las palabras del viento; sentado en la posición del escriba, confundiéndose con la roca, apenas sentía el calor. Temía menos el estruendo de las armas que el ruido y la agitación de la ciudad; aquí, el menor acto debía estar en armonía con el silencio, vehículo de los pasos de los nómadas.

Aunque Pazair lo hubiera abandonado, le habría gustado tenerlo a su lado, compartir aquel momento en que el vagabundeo terminaba. Sin decir palabra, se habrían alimentado con el mismo ardor, dejando que la mirada se perdiera en el horizonte ocre, devorador de lo efímero.

Felina, Pantera lo abrazó por detrás; dulce como un perfume de primavera, acarició su nuca.

—¿Y si te equivocas?

—No hay peligro.

—Tal vez a esos bandidos les baste con haber robado nuestro oro.

—Hemos interrumpido un tráfico; recuperar la mercancía no basta: deben identificarnos.

A causa del calor, de acuerdo con la costumbre que nubios y egipcios compartían, fuera de las ciudades vivían desnudos.

Pantera no se cansaba de admirar el espléndido cuerpo de su amante, que le pagaba con la misma moneda; su piel tostada no temía ya el sol, su deseo se revitalizaba. Cada día, la diosa rubia cambiaba de joyas; el oro embellecía sus curvas y sus valles, y la hacía inaccesible para cualquiera que no fuese Suti.

—Si hay libios aliados con los merodeadores de las arenas, ¿los combatirás?

—Mataré a los ladrones.

Su beso fue digno de la inmensidad, sus cuerpos unidos rodaron por una tierna arena, acariciada por la brisa del norte.

El viejo guerrero indicó a Suti que el hombre encargado del avituallamiento de agua no había regresado.

—¿Cuándo salió?

—Cuando el sol saltaba por encima de la gruta. Por su posición en el cielo, debería de haber regresado hace ya mucho tiempo.

—Tal vez el pozo estuviera seco.

—No, nos habría dado de beber durante varias semanas.

—¿Confiabas en él?

—Era mi primo.

—El ataque de un león…

—Las fieras beben por la noche; y él sabía evitar sus asaltos.

—¿Salimos a buscarlo?

—Si no está de vuelta antes del ocaso, será que lo habrán matado.

Transcurrieron las horas. Los nubios ya no cantaban. Inmóviles, miraban en la dirección del pozo, hacia el lugar por donde tenía que aparecer su compañero.

El astro del día declinó, penetró en la montaña de Occidente y bajó hasta la barca de la noche para recorrer los espacios subterráneos, en los que se enfrentaría con el enorme dragón que intentaba absorber el agua del universo y desecar el Nilo.

La pista permaneció vacía.

—Lo han matado —afirmó el viejo guerrero.

Suti dobló la guardia; tal vez los agresores se acercaban a la gruta. Si se trataba de merodeadores de las arenas, no vacilarían en violar las leyes de la guerra y atacar durante la noche.

Sentado frente al desierto se preguntó, sin angustia, si estaría viviendo sus últimas horas; ¿estarían transidas por la apacible gravedad de las rocas olvidadas o por el furor de un último combate?

Pantera se acurrucó contra él.

—¿Estás dispuesto?

—Tanto como tú.

—No intentes morir sin mi; cruzaremos juntos la puerta del más allá. Pero antes seremos ricos y viviremos como reyes; si realmente lo deseas, lo lograremos. Sé un jefe, Suti, no malgastes tu energía.

Y como él no respondió, la muchacha respetó su silencio y se unió a su sueño.

El aire frío despertó a Suti; el desierto era gris, la luz del amanecer se enviscaba en una bruma espesa. Pantera abrió los ojos.

—Caliéntame.

Él la estrechó entre sus brazos, pero se apartó bruscamente con los ojos fijos en la lejanía.

—¡A vuestros puestos! —ordenó a los nubios.

De la bruma emergían decenas de hombres armados y carros.

CAPÍTULO 25

C
on los cabellos largos, la barba mal recortada, una tela enrollada a la cabeza, largas túnicas de rayas coloreadas, los merodeadores de las arenas formaban prietas líneas. Algunos, hambrientos, tenían salientes las clavículas, enflaquecidos los hombros y visibles las costillas; en sus dobladas espaldas llevaban unas esteras enrolladas.

Juntos blandieron sus arcos y lanzaron una primera descarga de flechas que no alcanzaron a ningún nubio. Suti había dado orden de no responder y los beduinos se enardecieron; vociferando, se aproximaron.

Los arqueros nubios estuvieron a la altura de su reputación; ni uno solo falló el blanco. Además, su cadencia de tiro fue rápida y sostenida; eran uno contra diez, pero pronto restablecieron el equilibrio. Los supervivientes retrocedieron, dando paso a unos carros ligeros, con la base hecha de tiras de cuero entrecruzadas y cubiertas con pieles de hiena; en los paneles exteriores se veía la agresiva figura de una divinidad a caballo. Un hombre manejaba las riendas, otro blandía una jabalina. Ambos llevaban perilla y tenían la piel cobriza.

—Libios —observó Suti.

—Imposible —objetó Pantera, dolida.

—Libios aliados con los merodeadores de las arenas; recuerda tu promesa.

—Hablaré con ellos, no me atacarán.

—No te hagas ilusiones.

—Deja que lo pruebe.

—No corras ese riesgo.

Los caballos piafaban. Los hombres de las jabalinas protegieron su pecho con un escudo; cuando estuvieran cerca del adversario, lanzarían su venablo.

La libia se levantó y salió de su refugio. Cruzó la línea de los bloques de roca y dio unos pasos por la extensión llana que la separaba de los carros.

—¡Tiéndete! —aulló Suti.

Una jabalina volaba, poderosa y precisa.

La flecha de Suti atravesó la garganta del lanzador cuando su gesto ni siquiera había terminado. Echándose hacia un lado, Pantera evitó la fatal herida. Reptó para regresar a la gruta.

Los asaltantes se lanzaron al ataque mientras los nubios, enfurecidos por la agresión contra su diosa de oro, disparaban flecha tras flecha.

Los conductores de carro vieron demasiado tarde los agujeros excavados en la arena; algunos los evitaron, otros volcaron, pero la mayoría cayó en la trampa. Las ruedas se dislocaron, las cajas se rompieron y sus ocupantes fueron arrojados al suelo.

Los nubios se lanzaron sobre ellos y no les dieron cuartel; regresaron del campo de batalla con caballos y jabalinas.

Tras el primer combate, Suti sólo había perdido tres nubios y había infligido grandes bajas a la coalición formada por beduinos y libios. Los vencedores aclamaron a la diosa de oro, el viejo guerrero compuso un canto a su gloria. Pese a la ausencia de vino de palma, la embriaguez se apoderó de los espíritus; Suti tuvo que forzar la voz para impedir que la tropa abandonara sus posiciones. Todos deseaban exterminar solos al resto de sus enemigos.

Un carro pintado de rojo brotó de una nube de polvo. Bajó de él un hombre sin armas, con los brazos caídos; altivo, tenía una curiosa cabeza cuadrada, desproporcionada en relación a su cuerpo. Su voz, ronca, llegaba muy lejos.

—Quiero hablar con vuestro jefe.

Suti se mostró.

—Aquí estoy.

—¿Cómo te llamas?

—¿Y tú?

—Mi nombre es Adafi.

—El mío Suti, oficial del ejército de Egipto.

—Acerquémonos; gritar no va bien para una entrevista constructiva.

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