Read El juez de Egipto 3 - La justicia del visir Online
Authors: Christian Jacq
Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga
—Me opongo —intervino Bel-Tran—; el coste sería enorme.
—Los jefes de provincia financiarían la construcción; el servicio de salud les atribuirá médicos competentes y asumirá el funcionamiento. No necesitaremos ayuda de la Doble Casa blanca.
—¡Pero afectará al pago de los impuestos!
—Según el decreto del faraón, los jefes de provincia pueden elegir: o pagar a vuestra administración o mejorar los equipos sanitarios. Han elegido la segunda solución, de acuerdo con mis consejos, y con toda legalidad. Espero que el año que viene prosigamos.
Bel-Tran se vio obligado a aceptarlo; no podía creer que Neferet hubiese actuado con tanta habilidad y rapidez. Sin ostentación alguna, entablaba sólidos vínculos con los responsables locales.
—De acuerdo con el «libro de la protección», que data del tiempo de los ancestros fundadores, Egipto no debe desdeñar a ninguno de sus hijos; nosotros, como médicos, debemos cuidar a los que sufren. Ramsés, a comienzos de su reinado, prometió una existencia feliz a las jóvenes generaciones; la salud es, para todos, un elemento esencial de esta felicidad. Por eso he decidido formar más médicos y enfermeros, para que todos, vivan donde vivan, gocen del mejor tratamiento.
—Deseo una modificación de la jerarquía médica —declaró Bel-Tran—. Demos mayor importancia a los especialistas y menos a los médicos generales. Mañana, cuando Egipto se haya abierto al mundo exterior, los especialistas se enriquecerán fácilmente y podremos exportarlos en nuestro beneficio.
—Mientras yo sea médico en jefe —afirmó la muchacha—, preservaremos la tradición; si los especialistas tomaran el poder, la medicina perdería su visión de lo esencial: el ser humano al completo, la armonía del cuerpo y del espíritu.
—Si no aceptáis mi propuesta, la Doble Casa blanca os será hostil.
—¿Tratáis de extorsionarme?
Bel-Tran se levantó; imperioso, se dirigió a la asamblea.
—La medicina egipcia es la más famosa, muchos sabios extranjeros permanecen aquí para aprender sus bases. Pero debemos reformar los métodos y rentabilizar más esta fuente de riqueza. ¡Vuestra ciencia merece algo más, creedme! Produzcamos más remedios, utilicemos las drogas y los venenos, cuyos secretos conocemos, preocupémonos de la cantidad. Este es el porvenir.
—Lo rechazamos.
—Hacéis mal, Neferet; he venido a advertiros, a vos y a vuestros colegas, amistosamente. Rechazar mi ayuda sería un error desastroso.
—Aceptarla sería destruir nuestra vocación.
—No es un valor mercantil.
—Tampoco la salud.
—Os equivocáis, como el visir; defender el pasado no os llevará a parte alguna.
—Soy incapaz de curar la enfermedad que sufrís.
Bagey, el antiguo visir, había ido a consultar a Neferet debido a unos insoportables dolores renales y a los orines sanguinolentos. La médico en jefe lo había examinado durante más de una hora y diagnosticado una hematuria parasitaria, que curaría con una preparación magistral compuesta por semillas de pino piñonero, juncia, beleño, miel y tierra de Nubia
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, que debía tomar cada noche, antes de acostarse. La terapeuta tranquilizó a su paciente; el tratamiento sería eficaz.
—Mi organismo se desgasta —deploró Bagey.
—Sois más fuerte de lo que pensáis.
—Mi resistencia disminuye.
—La causa de esa pasajera debilidad es la infección; os prometo una mejoría rápida, seguida de una larga vejez.
—¿Cómo está vuestro esposo?
—Le gustaría veros.
Pazair y Bagey caminaron a la sombra de los grandes árboles del jardín. Feliz por aquel imprevisto paseo,
Bravo
los acompañó, husmeando de paso los arriates de flores.
—Bel-Tran ataca en todos los frentes, pero consigo frenar su acción.
—¿Os habéis ganado la confianza de los principales responsables de la administración?
—Algunos me aprueban y desconfían de Bel-Tran; afortunadamente, su brutalidad y su ambición, demasiado visibles, molestan a algunas conciencias. Muchos escribas son fieles a la antigua sabiduría que creó el país.
—Os noto más sereno, más seguro de vos mismo.
—Es sólo una apariencia; cada día resulta para mí un combate, y no puedo prever de dónde vendrán los golpes. Me hace falta vuestra experiencia.
—Desengañaos; yo ya no tenía la energía necesaria. Eligiéndoos, el faraón tomó la decisión adecuada. Bel-Tran lo ha comprendido; no esperaba semejante resistencia por vuestra parte.
—¿Cómo es posible traicionar de ese modo?
—La naturaleza humana es capaz de lo peor.
—A veces me siento desalentado; las pequeñas victorias que obtengo no frenan el transcurso de los días. La primavera ha empezado, va se habla de la próxima crecida.
—¿Cuál es la actitud de Ramsés?
—Me incita a trabajar. Al no ceder ni una pulgada de terreno a Bel-Tran, tengo la impresión de retrasar el plazo.
—Habéis conquistado incluso parte de su territorio.
—Es mi única razón de esperanza; tal vez debilitándolo lo haga dudar. Tomar el poder sin los apoyos necesarios lo llevaría al fracaso. Pero ¿tendré tiempo suficiente para derribar los pilares sobre los que descansa su edificio?
—El pueblo os aprecia, Pazair; os teme pero os ama. Cumplís vuestra función de modo impecable, de acuerdo con los deberes que el rey os ha indicado. Y en mi boca, no se trata de un halago.
—¡Bel-Tran compraría de buena gana mis servicios! Cuando pienso en sus demostraciones de amistad me pregunto si fue sincero alguna vez o si desde el primer momento estuvo representando un papel, con la esperanza de incluirme en su estrategia.
—¿Por qué va a tener límites la hipocresía?
—No os hacéis muchas ilusiones.
—Prescindo del entusiasmo; es inútil y peligroso.
—Me gustaría confiaros ciertos expedientes referentes al catastro y a la agrimensura; ¿querríais comprobar si algunos datos han sido modificados?
—De buena gana, además se trata de mi verdadera especialidad. ¿Qué teméis?
—Que Bel-Tran y sus aliados intenten robar legalmente algunas tierras.
El anochecer era tan hermoso y suave que Pazair se concedió cierto descanso junto al estanque de recreo. Sentada en el borde, con los pies en el agua y los párpados apenas maquillados con un trazo verde, Neferet tocaba un laúd, cuyas cuerdas, afinadas al unísono, estaban anudadas en la base del mango. Su melodía, ligera y afrutada, arrobaba al visir. Armonizaba con el estremecimiento de las hojas, mecidas por la brisa del norte.
Pazair pensó en Suti, a quien semejante concierto habría encantado; ¿por qué pistas vagaba, qué peligros corría? El visir contaba con su heroísmo para borrar sus faltas, pero chocaría con la ferocidad de la señora Tapeni. Según Kem, la mujer cada vez se ocupaba menos del taller de tejedoras para correr por toda la ciudad. ¿De qué modo intentaba perjudicarlo?
La voz del laúd apaciguó sus inquietudes; con los ojos cerrados, Pazair se abandonó a la magia de la música.
El devorador de sombras eligió aquel momento para actuar. En los parajes que rodeaban la mansión del visir sólo quedaba un puesto de observación, una gran palmera datilera, que estaba plantada en el centro del patio de una casita perteneciente a una pareja de jubilados. El asesino se había introducido en la casa, los había dejado sin sentido y, provisto de su arma, había trepado al árbol.
La suerte estaba de su parte. Como esperaba, en aquel anochecer, mientras el sol declinante acariciaba la piel, el visir había regresado a casa antes de lo acostumbrado y descansaba, acompañado por su esposa, en un lugar abierto.
El devorador de sombras asió el curvo bastón arrojadizo que utilizaban los especialistas en cazar pájaros. El babuino policía, encaramado en el tejado de la mansión del visir, no tendría tiempo de intervenir. El arma, temible cuando era manejada con precisión, rompería la nuca de Pazair.
El criminal adoptó una posición estable, sujetándose a una rama con la mano izquierda; se concentró y estudió la trayectoria. Aunque la distancia era grande, no fallaría; desde muy joven había dado pruebas de excepcionales cualidades en aquel ejercicio. Destrozar la cabeza de los pájaros le divertía mucho.
Traviesa
, la pequeña mona verde de Neferet, tenía la mirada perpetuamente alerta, dispuesta a recoger un fruto maduro que cayera del árbol o a jugar con el primer mirlo de la palmera.
Cuando el brazo soltó el proyectil, lanzó un grito de alarma.
En el cerebro del babuino, la coordinación fue fulgurante. En un instante tradujo el grito de la mona verde, vio el bastón arrojadizo cruzando los aires, adivinó el blanco y saltó de lo alto del tejado.
En una prodigiosa pirueta,
Matón
interceptó el arma del crimen y cayó a pocos metros del visir.
Estupefacta, Neferet soltó el laúd;
Bravo
, adormilado, se despertó con un respingo y saltó sobre el vientre de su dueño.
Con el torso rígido, sus ensangrentadas patas sujetando firmemente el bastón arrojadizo, el oficial de policía
Matón
miraba con orgullo al primer ministro egipcio que, una vez más, acababa de escapar a la muerte.
El devorador de sombras corría ya por una calleja, con el espíritu turbado; ¿qué divinidad habitaba el alma de aquel babuino? Por primera vez en toda su carrera, el asesino dudó de su capacidad. Pazair no era un hombre como los demás; una fuerza sobrenatural lo protegía. ¿La diosa Maat, la justicia del visir, lo hacía invulnerable?
E
l babuino se dejó mimar. Neferet lavó sus patas con agua cobriza, desinfectó la herida y se la vendó. Aunque ya había tenido ocasión de comprobarla, la robustez de
Matón
volvió a sorprenderla; a pesar de la violencia del golpe, la herida no era profunda y cicatrizaría en seguida. Resistente, el babuino sólo necesitaría uno o dos días de relativo reposo, sin dejar siquiera de andar.
—Hermoso objeto —dijo Kem examinando el bastón arrojadizo—; tal vez sea un principio de pista. El devorador de sombras ha tenido la bondad de dejarnos un interesante indicio. Lamentablemente no lo habéis visto.
—Ni siquiera he tenido tiempo de sentir miedo —confesó Pazair—. Sin el grito de
Traviesa
…
La pequeña mona verde se había atrevido a acercarse al enorme babuino y tocarle la nariz;
Matón
no había reaccionado. Envalentonándose,
Traviesa
puso su minúscula pata en el muslo del gran macho, cuyos ojos parecieron enternecerse.
—Doblaré el perímetro de seguridad alrededor de vuestra casa —anunció el jefe de policía— y yo mismo interrogaré a los fabricantes de bastones arrojadizos. Por fin tenemos una posibilidad de identificar al agresor.
Una violenta pelea había enfrentado a la señora Silkis y Bel-Tran. Aunque éste admirase a su hijo, designado sucesor, quería seguir siendo el dueño de su casa; pero su esposa se negaba a reprender al muchacho, y más aún a su hija, de la que aceptaba sin reaccionar mentiras e injurias.
Considerando injustas las críticas de su esposo, la señora Silkis había montado en cólera. Perdiendo el control de sus nervios, había desgarrado telas, destrozado un precioso arcón y pisoteado costosos vestidos. Antes de marcharse a su oficina, Bel-Tran había pronunciado terribles palabras: «Estás loca.»
La locura… El término la asustaba. ¿No era acaso una mujer normal, enamorada de su marido, esclava de un hombre rico, madre afectuosa? Al tomar parte en la conjura, al mostrarse desnuda al guardián en jefe de la esfinge para que abandonara su vigilancia, había obedecido a Bel-Tran, confiando en su destino.
Mañana, ambos reinarían sobre Egipto.
Pero la obsesionaban ciertos fantasmas. Cuando aceptó ser violada por el devorador de sombras, se había sumido en unas tinieblas que ya no se disipaban; los crímenes de los que era cómplice la torturaban menos que aquel abandono, fuente de un turbio placer. Y luego, la ruptura con Neferet… ¿Era una locura, mentira o perversión querer seguir siendo su amiga? Las pesadillas se sucedían y también las noches en blanco.
Sólo un hombre la salvaría: el intérprete de los sueños. Exigía sumas exorbitantes, pero la escucharía y la guiaría. Silkis pidió un velo a su camarera para disimular sus rasgos.
La sirvienta estaba llorando.
—¿Qué te apena?
—Es horrible… ¡Está muerto!
—¿Quién?
—Venid a verlo.
El áloe, soberbio arbusto cubierto de flores anaranjadas, amarillas y rojas, ya sólo era un tallo seco. No sólo se trataba de una pieza rara, regalo de Bel-Tran, sino que también era un productor de remedios que la señora Silkis utilizaba cada día. El aceite de áloe, aplicado en las panes genitales, evitaba las inflamaciones y favorecía la unión de los cuerpos; además, extendido en las placas rojas que corroían la pierna izquierda de Bel-Tran, atenuaba el prurito.
Silkis se sintió abandonada; el incidente le provocó una atroz jaqueca. Pronto se ajaría como el áloe.
El gabinete del intérprete de los sueños estaba pintado de negro y sumido en la oscuridad. Tendida en una estera, con los ojos cerrados, Silkis se disponía a responder a las preguntas del sirio, cuya clientela se componía sólo de ricos y nobles damas. En vez de hacerse obrero o comerciante, había estudiado los libros mágicos y las claves de los sueños, decidido a calmar las angustias de algunos ociosos a cambio de una bien merecida retribución.
En una sociedad feliz y libre, los peces no eran fáciles de atrapar; pero una vez en sus redes, ya no escapaban. ¿Acaso el tratamiento, para resultar eficaz, no debía ser de duración ilimitada?
Aceptada aquella evidencia, le bastaba interpretar, con mayor o menor dureza, las fantasías de sus pacientes. Desequilibradas llegaban y desequilibradas se iban; al menos, el hombre las instalaba en su locura, más o menos grave, y aumentaba su fortuna.
Hasta entonces, su único adversario había sido el fisco, por lo que pagaba grandes impuestos para proseguir sin preocupaciones su actividad. Pero el nombramiento de Neferet para el puesto de médico en jefe del reino lo inquietaba. Según ciertos informadores serios, no se la podía comprar y no demostraba indulgencia alguna para con charlatanes de su especie.
—¿Habéis soñado mucho últimamente? —preguntó a la señora Silkis.
—Visiones horribles. Tenía un puñal y lo hundía en el cuello de un toro.