El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (15 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—¿Dónde está mi esposa?

—En la reserva de trigo —respondió el intendente.

De rodillas, Neferet hundía en una esquina dientes de ajo, pescado seco
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y natrón.

—¿Quién se oculta ahí?

—Tal vez una serpiente; estos ingredientes la asfixiarán.

—¿Por qué esta limpieza?

—Temo que el asesino haya dejado otras huellas de su paso.

—¿Sorpresas desagradables?

—Hasta el momento no; no hemos olvidado ningún lugar sospechoso. ¿Qué ha dicho el faraón?

Pazair la ayudó a levantarse.

—La actitud de sus consejeros le ha sorprendido; le demuestra que la enfermedad del país es grave. Temo no ser un terapeuta tan eficaz como tú.

—¿Qué responderá a los cortesanos?

—Yo debo ocuparme de sus peticiones.

—¿Han exigido que te vayas?

—Una simple sugerencia por su parte.

—Bel-Tran sigue haciendo correr sus calumnias.

—No carece de debilidades; nosotros tenemos que descubrirlas.

El visir no pudo contener un estornudo, seguido de un estremecimiento.

—Necesitaré un médico.

La gripe quebraba los huesos, destrozaba el cráneo y vaciaba el cerebro. Pazair bebía zumo de cebolla
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, se desinfectaba la nariz con zumo de palma, se descongestionaba con inhalaciones y absorbía tintura de madre de brionia para evitar complicaciones pulmonares. Satisfecho al tener en casa a su dueño,
Bravo
dormía a los pies de la cama, aprovechando una cómoda manta y, de paso, alguna cucharada de miel.

Pese a la fiebre, el visir consultaba los papiros que le mostraba Kem, único autorizado para servir de intermediario entre Pazair y su despacho. Cuantos más días pasaban más dominaba el visir su oficio; aquellos momentos de distancia le resultaban benéficos, en la medida en que comprobaba que los grandes templos, de norte a sur, escapaban del control de Bel-Tran. Regulaban la economía de acuerdo con las enseñanzas de los antiguos y velaban por el reparto de las riquezas almacenadas; gracias a Kani y a los demás sumos sacerdotes, plenamente de acuerdo con el superior de Karnak, el visir preservaría la estabilidad del navío del Estado, al menos hasta la fatídica fecha en que Ramsés tendría que abdicar.

Una inhalación de sulfuro de arsénico, que los médicos denominaban «el que ensancha el corazón», alivió a Pazair; para evitar la tos, absorbió una decocción de raíces de malvavisco y coloquíntida fresca. El agua cobriza acabaría de curar la infección.

Cuando el nubio se palpó la nariz de madera, el visir comprendió que tenía informaciones importantes.

—Primero, una noticia preocupante: Mentmosé, mi predecesor de triste recuerdo, ha abandonado el Líbano, donde sufría una pena de exilio.

—Enorme riesgo… Cuando le echéis mano, será condenado a penal.

—Mentmosé lo sabe; por eso su desaparición no presagia nada bueno.

—¿Una intervención de Bel-Tran?

—Es posible.

—¿Una simple huida?

—Me gustaría creerlo; pero Mentmosé os odia tanto como Bel-Tran. Los fascináis, tanto al uno como al otro, porque no comprenden vuestra rectitud ni vuestro amor por la justicia. Mientras erais un pequeño juez, no tenía importancia. Pero como visir… ¡Es inaceptable! Mentmosé no desea terminar apaciblemente su vida; quiere vengarse.

—¿No hay nada nuevo sobre el asesinato de Branir?

—Directamente no, pero…

—¿Pero?

—A mi entender, el hombre que intentó mataros varias veces es el que suprimió a Branir; surge de la nada y en la nada se refugia, más rápido que un lebrel.

—¿Intentáis hacerme admitir que se trata de un aparecido?

—Un aparecido, no… Un devorador de sombras como nunca había conocido otro. Un monstruo enamorado de la muerte.

—¿Ha cometido por fin el error que esperabais?

—Tal vez se equivocó al atacar a mi babuino, lanzando contra él otro simio. Es la única ocasión en la que recurrió a un aliado y, por lo tanto, se puso en contacto con alguien. Temía que la pista quedara cortada, pero uno de mis mejores informadores, un tal Patascortas, tiene ciertos problemas. Un juez acaba de aumentar el montante de la pensión alimenticia que debe pagar a su anterior esposa. Por ello ha recuperado la memoria.

—¿Conoce acaso la identidad del devorador de sombras?

—Si es así exigirá una enorme recompensa.

—Concedida. ¿Cuándo lo veréis?

—Esta noche, detrás de los muelles.

—Iré con vos.

—Vuestro estado os lo impide.

Neferet había convocado a los principales proveedores de sustancias raras y costosas utilizadas en los laboratorios. Aunque las reservas no se hubieran agotado, consideraba prudente aumentarlas en seguida, dadas las dificultades de cosecha y entrega.

—Comencemos por la mirra; ¿para cuándo se espera la próxima expedición al país de Punt?

El responsable tosió.

—Lo ignoro.

—¿Qué significa esta respuesta?

—No se ha fijado fecha alguna.

—Vos debéis decidirla, según creo.

—No dispongo de barcos, ni de tripulaciones.

—¿Por qué?

—Espero que los países extranjeros lo tengan a bien.

—¿Habéis consultado con el visir?

—He preferido seguir la vía jerárquica.

—Deberíais haberme avisado de ese contratiempo.

—No había ninguna prisa…

—Pues ahora se trata de una urgencia.

—Necesitaré una orden escrita.

—La tendréis hoy mismo.

Neferet se volvió hacia otro comerciante.

—¿Habéis encargado gomorresina verde de gálbano
[10]
?

—Encargado, sí; pero tardará en llegar.

—¿Por qué?

—Procede de Asia, depende del humor de los cosechadores y los vendedores. La administración me ha recomendado que no los importunara; al parecer, nuestras relaciones son más bien tensas, a causa de incidentes que desconozco. En cuanto sea posible…

—¿Y la resma oscura de ládano? —preguntó Neferet al tercer proveedor—. Sé que viene de Grecia y de Creta; estos países nunca se niegan a comerciar.

—Lamentablemente, sí. La cosecha fue escasa; de modo que han decidido no exportar.

Neferet ni siquiera interrogó a los demás comerciantes; su turbación significaba que responderían también negativamente.

—¿Quién recibe esos productos raros en suelo egipcio? —preguntó al proveedor de mirra.

—Los aduaneros.

—¿De qué administración dependen?

El hombre farfulló.

—De… de la Doble Casa blanca.

La mirada de la joven, tan tierna por lo común, se llenó de rebeldía e indignación.

—Al convertiros en sicarios de Bel-Tran —declaró con firmeza—, estáis traicionando a Egipto. Como médico en jefe del reino, pediré que se os acuse de atentado a la salud pública.

—No es ésta nuestra intención, pero las circunstancias… Deberíais admitir que el mundo evoluciona y que Egipto debe adaptarse. Nuestro modo de comerciar se modifica, Bel-Tran detenta las llaves de nuestro porvenir. Si aceptáis aumentar nuestros beneficios y revisar nuestros márgenes, las entregas podrían reanudarse en seguida.

—Extorsión… Una extorsión que compromete la salud de vuestros compatriotas

—Las palabras son excesivas. Nuestros espíritus están abiertos y unas negociaciones bien conducidas…

—Dado que se trata de un caso de urgencia, pediré al visir una orden de requisa y yo misma trataré con nuestros proveedores extranjeros.

—¡No os atreveréis!

—La codicia es una enfermedad incurable, y yo no sé tratarla. Pedidle otro empleo a Bel-Tran; ya no dependéis de los servicios médicos.

CAPÍTULO 21

L
a fiebre no había impedido a Pazair firmar la orden de embargo que permitía a la médico en jefe del reino asegurar la libre circulación de las gomorresinas indispensables para los terapeutas. Provista del documento, Neferet se había dirigido en seguida al servicio de los países extranjeros para velar personalmente por la redacción de los documentos administrativos que ordenarían la salida de las expediciones comerciales.

El estado de su enfermo favorito no le inspiraba preocupación alguna, aunque tendría que permanecer acostado dos o tres días para evitar cualquier riesgo de recaída.

El visir no se concedía ningún descanso; rodeado de papiros y tablillas de madera, transmitidos por los escribas de las distintas administraciones, buscaba los puntos débiles que Bel-Tran podía explotar. Imaginaba estrategias y adoptaba medidas para detener los golpes, pero sin hacerse muchas ilusiones; el director de la Doble Casa blanca y sus aliados sabrían encontrar otros puntos de ataque.

Cuando el intendente le anunció el nombre del visitante que quería ser recibido, Pazair no creyó lo que estaba oyendo. Pese a su asombro, aceptó.

Seguro de sí mismo, vestido a la última moda con una lujosa túnica de lino, demasiado estrecha en la cintura, Bel-Tran saludó calurosamente al visir.

—Os he traído una jarra de vino blanco del año dos de Seti, el padre de nuestro ilustre soberano. ¡Un caldo magnífico! Os gustará.

Sin que lo invitaran, Bel-Tran tomó una silla y se sentó frente a Pazair.

—He sabido que estabais enfermo; ¿nada grave?

—Pronto estaré bien.

—La verdad es que disfrutáis de los cuidados de la mejor médica del reino; sin embargo, esa fatiga me parece significativa. El cargo de visir es casi imposible de soportar.

—Salvo para hombros tan anchos como los vuestros.

—Por la corte circulan numerosos rumores; todo el mundo sabe que tenéis grandes dificultades para cumplir correctamente con vuestra función.

—Es cierto.

Bel-Tran sonrió.

—Incluso estoy seguro de que nunca lo lograré —añadió Pazair.

—Amigo mío, esta enfermedad os resulta muy beneficiosa.

—Aclarádmelo; puesto que disponéis del arma decisiva, puesto que estáis seguro de obtener el poder supremo, ¿cómo puede molestaros mi acción?

—No tiene ninguna importancia pero me resulta muy desagradable. Si aceptáis obedecerme y seguir, por fin, el camino del progreso, seguiréis siendo visir. Vuestra popularidad no es desdeñable; se alaba vuestra capacidad de trabajo, vuestra rectitud, vuestra clarividencia… Me seríais muy útil aplicando mi política.

—Kani, el sumo sacerdote de Karnak, me desaprobaría.

—¡Vos podríais engañarlo! Me lo debéis, puesto que hicisteis fracasar mi intento de conquistar buena parte de las tierras del templo. Esta economía sagrada es arcaica, Pazair; no debe frenarse ni regularse la producción de riquezas, sino favorecer un continuo crecimiento.

—¿Asegurará la felicidad de los hombres y el equilibrio de los pueblos?

—No importa; da poder a quien lo controla.

—No dejo de pensar en mi maestro Branir.

—Un hombre del pasado.

—Según los anales, ningún crimen ha permanecido impune.

—Olvidad esa deplorable historia y preocupaos del porvenir.

—Kem no deja de investigar; cree haber identificado al asesino.

Bel-Tran mantuvo su sangre fría, pero su mirada se nubló.

—Mi hipótesis es distinta de la del jefe de policía; he estado a punto, varias veces, de acusar a vuestra esposa.

—¿Silkis? Pero…

—Ella fue la mujer que llamó la atención del guardián en jefe de la esfinge para hacerle abandonar su vigilancia. Desde el comienzo de la conjura, ella os ha obedecido; es una excelente tejedora y maneja la aguja mejor que nadie. No hay ser más temible que una mujer-niña, afirman los antiguos sabios; la creo culpable de haber asesinado a Branir hundiéndole en la nuca una aguja de nácar.

—Vuestra fiebre es perniciosa.

—Silkis necesita vuestra fortuna, pero sois su esclavo, mucho más de lo que podéis imaginar. Éste es el mal que os domina.

—¡Basta de miserables pensamientos! ¿Os someteréis por fin?

—Haberlo supuesto demuestra una indudable falta de lucidez.

Bel-Tran se levantó.

—No actuéis contra Silkis, ni contra mí. Todo está perdido para vos y vuestro rey; el testamento de los dioses está fuera de vuestro alcance, para siempre.

El viento vespertino anunciaba la primavera; cálido, perfumado, llevaba a lo lejos el alma del desierto. La gente se acostaba más tarde, hablaba de casa en casa, se informaba de los acontecimientos del día. Kem aguardó a que se apagaran las últimas lámparas antes de aventurarse por las callejas que llevaban a los muelles.

El babuino avanzaba lentamente, volvía la cabeza a izquierda y derecha, miraba hacia arriba, como si presintiera un peligro. Nervioso, volvía a veces sobre sus pasos y luego apresuraba bruscamente la marcha. El nubio respetaba la menor de las reacciones del simio: en las tinieblas, lo guiaba.

La zona de las dársenas estaba silenciosa; algunos guardianes custodiaban los almacenes. Kem y Patascortas se habían citado tras un edificio abandonado. El informador solía tratar allí cierto número de asuntos ilícitos, ante los que el nubio cerraba los ojos a cambio de conocer ciertos detalles que los policías sedentarios no podían obtener.

Patascortas había abandonado, desde su nacimiento, el camino de la verdad; traficante espontáneo, no tenía más placer que el de robar al prójimo. La gente humilde de Menfis no tenía, para él, secreto alguno; desde el inicio de su investigación, Kem pensaba que él iba a ser el único que le procuraría una información seria sobre el asesino, pero no debía acosarlo, so pena de producir un mutismo definitivo.

El babuino, al acecho, se inmovilizó. Su oído era más fino que el de un hombre y su oficio de policía había desarrollado sus facultades de percepción. Unas nubes cubrieron el primer cuarto de la luna; la oscuridad se extendió sobre el abandonado almacén, desprovisto de puertas. El simio reanudó su marcha.

La buena voluntad de Patascortas se debía a un problema jurídico; su ex esposa, bien aconsejada, estaba despojándolo de la pequeña fortuna que había amasado. Tenía que decidirse a vender su más precioso bien: la identidad del devorador de sombras. ¿Qué exigiría a cambio? Oro, el silencio del jefe de policía sobre un tráfico más importante que de costumbre, un cargamento de jarras de vino… Kem decidiría.

El babuino emitió un desgarrador lamento. Kem creyó que estaba herido; un rápido examen bastó para comprobar que estaba equivocado.
Matón
aceptó proseguir y rodeó el almacén.

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