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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (17 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—No es más que un pedazo de piedra con unos dibujos, creado por una mujer estúpida —protestó Adelia—. ¿Puede tener tanta importancia?

Aparentemente la tenía. El orgullo era importante para una reina. Sus enemigos lo sabían. También los enemigos del rey.

—Mataré a esa perra si aún está con vida —afirmó el hombre de Dios—. Quemaré este lugar con ella dentro. Esto es una incitación a la guerra.

Adelia estaba desconcertada.

—Habéis estado aquí antes. Suponía que ya lo habíais visto.

Rowley movió la cabeza, negando.

—Nos encontramos en el jardín, mientras ella tomaba aire fresco. Dimos gracias al Señor por su recuperación y luego Dakers me guio a través del laberinto… ¿Dónde está Dakers?

El obispo salió precipitadamente. Dejó atrás a Jacques y a Walt, que parpadeaban en el vano de la puerta, y se dirigió a la escalera, gritando el nombre del ama de llaves. Abrió estrepitosamente la puerta de la habitación siguiente, no encontró nada allí y siguió subiendo.

Los demás lo siguieron, presurosos. En la torre resonaron pasos humanos y caninos.

De pronto se encontraron en los aposentos de Rosamunda. Dakers —si efectivamente de ella se trataba— había logrado conservarlos en todo su esplendor. Mientras se esforzaba por no quedar rezagada, Adelia tuvo el privilegio de vislumbrar al mismo tiempo los colores del otoño y el verano: alfombras persas, copas venecianas, divanes tapizados con sedas de damasco, iconos y trípticos con ornamentos dorados, gobelinos, esculturas: los caprichos propios de una reina, a los pies de la amante de un emperador.

La habitación tenía ventanas con cristales en lugar de las aspilleras para flechas de los pisos anteriores. Los postigos estaban cerrados, pero la luz de la vela que Adelia llevaba consigo reflejaba su imagen en hermosos vitrales de costoso cristal.

Y a través de las puertas abiertas llegaba un perfume sutil, pero lo suficientemente persistente para deleitar a un olfato alterado por el frío y la pelambre hedionda de un perro.

Adelia olisqueó: era aroma a rosas. Pensó que el rey incluso le llevaba rosas a su amante.

Arriba se oyó otro portazo y una exclamación del obispo.

—¿Qué es esto?

Ella se dirigió hacia el último rellano para reunirse con Rowley. La escalera terminaba allí. Él estaba frente a la puerta abierta, la mano que sostenía la vela encendida caía a un lado de su cuerpo. La cera chorreaba sobre el suelo.

—¿Qué ocurre?

—Os habéis equivocado —dijo Rowley.

—¿Por qué?

—Rosamunda está viva.

El alivio habría sido inconmensurable si el obispo no se hubiera comportado de manera tan extraña, si la habitación que tenía delante hubiera estado iluminada y él se hubiera atrevido a entrar.

—Está allí, sentada —dijo, e hizo la señal de la cruz.

Adelia entró, seguida de su perro.

Allí no había perfume. El frío intenso lo eliminaba. Todas las ventanas —al menos ocho rodeaban la habitación— estaban abiertas. Los vitrales y los postigos dejaban entrar un frío mortal. Adelia sintió que el rostro se le encogía.

Guardián se adelantó. Ella lo oyó husmear la habitación sin dar señales de haber encontrado persona alguna, y se animó a seguir investigando.

El resplandor de la vela iluminó una cama alineada junto a la pared orientada al norte. Desde una cúpula dorada bajaba un exquisito encaje blanco que se dividía al llegar a las almohadas y caía a cada lado de un cobertor con borlas doradas. Era una cama alta y espléndida. Pequeños peldaños de marfil permitían que su dueña pudiera llegar hasta ella.

Estaba vacía.

Su propietaria estaba sentada frente a un escritorio, mirando hacia la ventana, con una pluma en la mano.

A la luz de la vela, que parpadeaba levemente, Adelia vio el reflejo de una corona adornada con piedras preciosas y el cabello rubio con matices cenicientos que caía sobre la espalda de la escritora.

«Debéis acercaros, no puede lastimaros», se dijo.

Al pasar junto a la cama pisó un pliegue del encaje que llegaba al suelo; el hielo que lo cubría crujió bajo sus pies.

—¿Lady Rosamunda? —preguntó Adelia. Lo consideró una cortesía obligada, a pesar de lo que sabía.

Luego se quitó un guante para tocar el hombro de aquella silueta inesperadamente grande: lo que alguna vez había sido carne tenía la textura de un bloque de hielo. Vio una mano muy blanca, la piel que cubría la muñeca, tan suave como la de un bebé. El pulgar y el índice sostenían una pluma de ganso, con la cual —en apariencia— se acababa de firmar el documento sobre el cual se apoyaba.

Suspirando, Adelia se inclinó para observar el rostro. Los ojos azules y abiertos miraban hacia abajo; parecían leer lo que la mano había escrito.

Pero Rosamunda estaba muerta, sin duda.

Y era muy gorda.

Capítulo 6

D
akers —dijo Adelia—. Esto es obra de Dakers.

Solo la señora Dakers podía negarse a que su ama fuera enterrada.

Poco a poco, Rowley se recuperaba.

—Tal como está, no podremos ponerla en el ataúd. Por favor, haced algo. No remaré de regreso a Godstow si ella está sentada y me mira.

—Un poco de respeto —exclamó Adelia, cerrando con ímpetu la última ventana—. No seréis vos quien maneje el remo y ella no viajará sentada.

Ambos se estaban reponiendo, cada uno a su manera, del impacto que les había causado la escena: él se había acobardado; ella se había desconcertado.

Jacques observaba desde la puerta. Walt había bajado presuroso la escalera después de echar un vistazo. Guardián se rascaba, impasible.

Adelia estaba habituada a ver muertos y hasta ese día ninguno le había provocado miedo. En consecuencia, se enfadó. Le disgustó que el cadáver hubiera sido manipulado. Rosamunda no había muerto en esa posición; si las setas le habían causado la muerte, el final seguramente había sido violento. Dakers había arrastrado el cadáver todavía tibio en la silla romana, lo había arreglado y había esperado hasta que se manifestara el rígor mortis o, en caso de que este ya hubiera pasado, lo sostuvo en esa posición —tal como si estuviera escribiendo— frente a la ventana abierta, hasta que el frío congelara la cabeza, el tronco y las extremidades.

Aun sin haberlo visto, Adelia tenía la certeza de que así había sucedido. Sin embargo, no podía librarse de la impresión de que la mujer muerta se había puesto de pie, había caminado hasta su escritorio y había tomado la pluma.

El mal humor de Rowley era sencillamente la manera de disfrazar la repulsión que lo había llevado a perder la compostura. Adelia, que experimentaba las mismas sensaciones, le respondió con irritación.

—No me dijisteis que estaba gorda.

—¿Es importante?

No lo era, por supuesto. Pero la novedad le había causado una especie de segundo impacto. La reputación de lady Rosamunda, el diálogo con Bertha, el recorrido por el horrendo laberinto y el descubrimiento de aquella trampa, más horrenda aún, habían delineado en la imaginación de Adelia la figura de una mujer hermosa e indiferente al sufrimiento humano: una diosa del Olimpo, consentida, distante, fría como un reptil y delgada. Indefectiblemente delgada.

En cambio, al inclinarse para observarlo, aquel rostro le había devuelto una mirada inocentemente gordinflona, característica de los obesos.

Aquel descubrimiento modificaba las cosas. No podía precisar por qué, pero así era.

—¿Cuándo murió? —preguntó Rowley.

—¿Qué? —respondió Adelia, sobresaltada. Su mente seguía vagando en torno a detalles triviales. Con ese peso, ¿cómo podía subir hasta el piso más alto de la torre? ¿Cómo había bajado para recibir a Rowley en el jardín? ¿Cómo había regresado a sus aposentos?

—Os pregunté cuándo murió.

Adelia comprendió que era hora de concentrarse nuevamente en la tarea que debía realizar.

—Oh, es imposible saberlo con exactitud.

—¿Murió a causa de las setas?

—¿Cómo podría asegurarlo? Tal vez.

—¿Podéis enderezarla?

—Lo hará por sí misma —dijo secamente Adelia. La pregunta le había parecido una verdadera grosería—. Tan pronto como esta maldita habitación se caliente un poco. —Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Por qué creéis que Dakers quería que la encontráramos en esa pose, como si estuviera escribiendo?

Pero el obispo no la oyó, estaba en el descanso de la escalera, pidiendo a gritos a Walt que trajera braseros, ramas, leños y velas, mientras empujaba a Jacques para que bajara la escalera y ayudara al mozo de cuadra y él mismo, con paso enérgico, se dirigía hacia los pisos inferiores en busca del ama de llaves. Un silencio mortal invadió la alcoba.

Adelia pensó melancólicamente en el hombre que, con su serenidad y su seguridad, siempre la había auxiliado cuando las investigaciones eran complejas, aunque aparentemente ninguna había sido tan compleja como la que tenía por delante. De todos modos, Mansur estaba en la barca, remontando el río para transportar el ataúd de Rosamunda. Y aun cuando ya hubiera llegado al embarcadero de la torre de Wormhold, que se encontraba a unas millas de allí, tenía órdenes de permanecer junto a Oswald y los hombres que los acompañaban hasta que el mensajero fuera a buscarlos.

No sucedería esa noche. Nadie estaba dispuesto a recorrer nuevamente el laberinto de la serpiente-dragón.

La habitación estaba iluminada por una sola vela —Rowley había partido con la suya—, que Adelia colocó sobre el escritorio, tan cerca del cadáver como fuera posible, aunque evitando que se quemara. Fue su modesta manera de contribuir a la descongelación, un proceso previsiblemente largo y desagradable.

Adelia recordó los cerdos con los cuales había estudiado la descomposición de los cuerpos, en una granja situada en las colinas de Salerno. Gordinus, su maestro, los había conservado adrede, para enseñarle el proceso de necrosis. De los diversos cadáveres, su memoria eligió aquellos que se habían congelado en la cámara de hielo que el maestro había construido en la profundidad de la roca. Calculó pesos, periodos de tiempo, imaginó agujas de cristal que solidificaban los músculos y los tejidos… y los líquidos que se generarían si se fundían.

Pobre Rosamunda. Sería expuesta a los ultrajes de la corrupción, aun cuando todo en su alcoba hablaba de un ser que valoraba la elegancia.

Pobre Dakers, quien sin duda había querido a su ama hasta la locura. Y había puesto una corona en su cabeza. No era una tiara o una joya similar, como las que solían usar las damas de la época, sino una antigua y pesada corona de oro, con cuatro puntas con forma de flores de lis que surgían de un borde con incrustaciones de piedras preciosas. Era la corona de la consorte de un rey, con la cual Dakers declaraba que aquella mujer era una reina.

La misma mano había cepillado el hermoso pelo para que cayera libremente sobre los hombros del cadáver y le cubriera la espalda, al estilo de una virgen.

Adelia se obligó a concentrarse. No estaba allí para fascinarse con la insondable profundidad de las obsesiones humanas, sino para descubrir el motivo por el cual alguien había decretado que esa mujer debía morir y, en consecuencia, descubrir de quién se trataba. Habría deseado que desde abajo llegara algún ruido, para aliviar el silencio mortal de aquella habitación. Tal vez el sonido no podía llegar hasta esa altura. Adelia dirigió su atención al escritorio. Los cristales de la ventana que se encontraba frente a él actuaban como la superficie plateada de un espejo. Allí se reflejaban, una junto a la otra, ella y el cadáver de Rosamunda. La imagen era fantasmagórica.

Era un bonito escritorio, muy lustrado. El cuenco con ciruelas confitadas que se hallaba junto a la mano izquierda de la mujer muerta creaba la ilusión de que ella podía introducir sus dedos sin dificultad en aquel recipiente negro y rojo decorado con figuras de atletas, similar a la vasija que el padre adoptivo de Adelia había encontrado en Grecia, tan antigua y preciada que solo él podía tocarla. Rosamunda utilizaba la suya para guardar confituras.

En el escritorio se veía un tintero cubierto por una filigrana de oro; un elegante receptáculo de cuero para las plumas; un pequeño cuchillo de marfil y acero para afilarlas; dos pliegos del mejor pergamino, alineados, totalmente escritos, uno de ellos debajo de la mano derecha de Rosamunda; un reloj de arena, también de vidrio con filigrana de oro, similar al tintero; un minúsculo mechero para fundir las dos barras de cera roja que se encontraban junto a él, una más corta que la otra.

Adelia buscó un sello. No lo encontró, pero en cambio vio un gran anillo de oro en uno de los dedos de la difunta. Levantó la vela y la acercó a la sortija: al presionarla sobre la cera fundida, quedaban impresas las dos letras grabadas en la superficie circular: R. R.

¿Rosamunda Regina?

Para Dakers era importante que Rosamunda fuera reconocida como una mujer que sabía leer y escribir, un logro nada despreciable en Inglaterra, incluso entre las mujeres de noble cuna. De otro modo, ¿por qué la habría petrificado en esa pose? Su ama verdaderamente sabía leer y escribir. Los utensilios que se encontraban en su escritorio estaban muy gastados. Rosamunda había escrito mucho.

¿Aquello indicaba simplemente que Dakers estaba orgullosa de los saberes de su ama? Tal vez su decisión tenía un significado oculto que Adelia no lograba comprender. Su atención se dirigió a los pliegos de pergamino. Levantó uno de ellos, el que estaba frente al cadáver. La iluminación era insuficiente para descifrarlo. Rosamunda podía escribir, pero su destreza no incluía una caligrafía clara. Aquello era un cúmulo de garabatos.

Adelia se preguntó dónde estaría Rowley. Necesitaba más velas y el obispo tardaba en regresar. De pronto, comprendió algo. Luego descubrió que si con una mano sostenía el pergamino sobre su cabeza y con la otra colocaba la vela debajo, peligrosamente cerca, al entrecerrar los ojos podía distinguir un encabezado. Aquello era una carta.

«A lady Leonor, duquesa de Aquitania y supuesta reina de Inglaterra. Reciba los saludos de la verdadera y única reina de este país, Rosamunda, la Bella».

Adelia se quedó boquiabierta. La carta estuvo a punto de caer de sus manos. Aquello no era una ofensa, era abierta y decididamente una traición. Un desafío.

Era una estupidez.

—¿Habíais perdido el juicio?

El susurro de Adelia se perdió en el silencio de la habitación.

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