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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (13 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Adelia se obligó a seguir adelante.

El olor acre del hierro candente y un vestigio de calor en el aire le dijeron que pasaban cerca de una fragua, cuyo fuego amainaba durante la noche. Y después, el olor a estiércol de caballo y, más adelante, de vaca les indicó que habían llegado.

Jacques empujó una de las hojas de la puerta, dejando a la vista un corredor amplio y sucio con varios compartimentos, en su mayoría vacíos: pocos animales sobrevivían a la matanza de San Miguel, el forraje nunca era suficiente para conservar el ganado a lo largo del invierno. Pero, al adentrarse por el pasillo, el farol iluminó el recio espacio trasero y la cola de las vacas que se habían conservado para obtener leche.

—¿Dónde está?

—Dijeron que estaba aquí. ¡Bertha! —gritó Jacques—. ¡Bertha!

En la oscuridad, desde el extremo más lejano del establo, llegó un chillido y el rumor de la paja, como si un ratón gigantesco entrara en una cueva.

Jacques avanzó por el corredor con el farol e iluminó el último compartimiento. Luego lo colgó del gancho de una lámpara.

—Creo que está aquí, señora —anunció, y retrocedió para que Adelia pudiera revisar el interior.

Contra la pared trasera del compartimento se veía un gran montón de heno. Adelia fue hacia allí.

—¿Bertha? No os haré daño. Por favor, quiero hablar con vos.

Fue necesario que repitiera varias veces esas palabras. Por fin algo surgió del montón de heno y fue posible distinguir una cabeza. A la luz del farol que caía sobre ella, Adelia pensó que se trataba de un cerdo. Luego comprendió que pertenecía a una chica con la nariz tan respingona que solo se veían las fosas nasales, por lo cual parecía más bien un hocico. Unos ojos pequeños, casi desprovistos de pestañas, se fijaron en el rostro de Adelia. La boca ancha se movió y emitió un sonido agudo.

—Non cúlpame —pareció decir—. Non cúlpame.

—¿Es francesa? —preguntó Adelia a Jacques.

—No, señora. Según me ha parecido entender, dice que no fue su culpa.

El balido cambió.

—No dejencontrar.

—No permitan que me encuentren —tradujo Jacques.

—¿La señora Dakers? —preguntó Adelia.

—Conviertenraton —respondió Bertha, encogiéndose aterrorizada.

—Me convertirá en un ratón —dijo servicialmente Jacques.

Adelia no pudo evitar la idea de que, lamentablemente, en el caso de esa chica, la señora Dakers no tendría que esforzarse para demostrar sus poderes.

—Yatrapa.

Bertha estaba perdiendo el miedo. Más confiada, se asomó, dejando ver el cuello y el cuerpo delgado que continuaban debajo de la cabeza y el pelo, del mismo color del heno que lo rodeaba. Su mirada se clavó en el cuello de Adelia.

—Y la hará caer en una trampa.

Adelia comenzó a comprender el idioma de Bertha. Y también se disgustó, como siempre lo hacía, al oír hablar de magia. Se indignó al pensar que habían aterrorizado a esa chica apelando a oscuras supersticiones.

—Levantaos —le dijo.

Los ojitos porcinos parpadearon y Bertha se puso inmediatamente de pie, desparramando paja. Estaba acostumbrada a que la intimidaran.

—Bien —dijo Adelia, con más suavidad—, nadie os culpa por lo ocurrido, pero debéis contarme cómo sucedió.

Bertha se inclinó hacia delante y miró el collar de Adelia.

—¿Qué es eso tan bonito?

—Es una cruz. ¿Habéis visto alguna?

—Lady Ros tenía una parecida, aunque más bonita. ¿Para qué sirve? ¿Es mágica?

Aquello era terrible. ¿Nadie la había instruido en los principios del cristianismo?

—Tan pronto como pueda os compraré una y os lo explicaré —prometió Adelia—. Pero ahora vos debéis explicarme algunas cosas a mí. ¿Lo haréis?

Bertha asintió, sin apartar la mirada de la cruz de plata.

El interrogatorio comenzó. Para Adelia fue sumamente trabajoso y agotador. Bertha repitió evasivamente que no era su culpa, hasta que la médica logró animarla para que dijera algo importante. La chica era muy ignorante y muy fácil de engatusar, tanto que Adelia tuvo una impresión muy desfavorable de Rosamunda. Ningún sirviente debía ser privado de educación. ¡La hermosa Rosamunda! No había sido muy bonito por su parte descuidar a esa triste criatura.

Era difícil calcular su edad. La propia Bertha no la sabía. Adelia estimó que tendría entre dieciséis y veinte años. Al igual que todas las personas de su nivel social, estaba mal alimentada e ignoraba cómo funcionaba el mundo. Jaques había deslizado discretamente un banco de ordeñar hacia los talones de Adelia, para que pudiera sentarse y quedar a la misma altura que Bertha. Él permaneció de pie a sus espaldas, en la oscuridad, sin pronunciar una palabra.

Desde el preciso momento en que tuvo noticia de la muerte de Rosamunda, Adelia creyó que finalmente descubriría que se había tratado de un lamentable accidente.

No lo era. A medida que Bertha se sentía más confiada y Adelia lograba comprenderla mejor, el relato demostraba que Bertha había sido cómplice involuntaria de un homicidio deliberado.

Dijo que aquel día fatal había ido al bosque que rodeaba Wormhold Tower, aunque no para recoger setas, sino ramas secas para hacer fuego. Arrastraba un trineo donde tenía previsto acumular las ramas que pudiera encontrar. Era la persona de menor rango entre los sirvientes de Rosamunda y aquella mañana no había sido buena para ella. La señora Dakers la había zurrado porque se le había caído un tiesto y le había dicho que lady Rosamunda estaba harta de ella y pensaba echarla de su casa. Bertha no tenía familia a la cual recurrir, de modo que aquello la habría obligado a vagar por los campos mendigando comida.

—Ella es un dragón —susurró Bertha, mirando a su alrededor y hacia arriba: tal vez la señora Dakers agitaba sus alas por allí, y se disponía a posarse en una de las lámparas del establo—. Nosotros la llamamos Dragón Dakers.

Desgraciadamente, por temor a la ira de la señora Dakers, Bertha había reunido demasiada leña. Después de sujetar el montón de ramas al trineo, había descubierto que era muy pesado para arrastrarlo y se había sentado en el suelo para llorar a gritos su pena.

—Y entonces llegó ella.

—¿Quién?

—Ella, la vieja.

—¿La habíais visto antes?

—Por supuesto que no —dijo Bertha, que consideraba insultante la pregunta—. No era de aquel lugar. Era la segunda cocinera de la reina Leonor. La reina, nada menos. Viajaba con ella a todas partes.

—¿Ella os dijo eso, que trabajaba para la reina Leonor?

—Eso hizo.

—¿Cómo era esa vieja?

—Como una vieja.

Adelia respiró profundamente y lo intentó otra vez.

—¿Cuántos años tenía? ¿Usaba ropa decente o estaba harapienta? ¿Cómo era su cara, y su voz?

Pero Bertha, que no era observadora y carecía de vocabulario, no era capaz de responder esas preguntas.

—Era horrible, pero buena. —Fue la única descripción que logró hacer. Debido a que la bondad no abundaba en su vida, era para Bertha una cualidad especialmente destacable.

—¿De qué manera fue buena?

—Me dio las setas. Dijo que eran mágicas, que harían que lady Rosamunda me mirara con… —la nariz poco agraciada de Bertha se frunció mientras ella se esforzaba por recordar la palabra que la anciana había utilizado— simpatía.

—¿Dijo que vuestra ama estaría satisfecha con vos?

—Sí.

Por fin, al cabo de un largo rato, fue posible reconstruir una parte de la conversación que Bertha y la anciana habían mantenido en el bosque.

—Esto es lo que hago habitualmente por mi señora, la reina Leonor: le preparo un banquete con esas setas y ella me mira con simpatía —había dicho la anciana.

Bertha le había preguntado con ansiedad si tenían el mismo efecto en personas menos encumbradas.

—Oh, sí, mejor aún.

—Entonces, si la señora estuviera a punto de despedirme, ¿no lo haría?

—¿Despediros? Seguramente os premiaría.

Luego la anciana había agregado:

—Bertha, tesoro, os diré lo que voy a hacer. Me habéis caído bien, os daré mis setas y vos las cocinaréis para vuestra señora. ¿A ella le gustan?

—Mucho.

—Entonces, aquí las tenéis. Cuando ella las coma, seréis recompensada. Pero debéis dárselas ya mismo.

Sorprendida, Adelia se preguntó si aquella era una historia fantástica que Bertha había inventado para ocultar su culpabilidad. De inmediato abandonó esa idea. Nadie se habría molestado en contarle a esa criatura cuentos de hadas donde ancianas misteriosas ofrecían a las jovencitas lo que más deseaban, o algún otro tipo de cuento. Y Bertha no era capaz de urdir una trama semejante.

Por lo tanto, aquel día en el bosque, Bertha había sumado la cesta con setas a la leña que llevaba en su trineo y, esforzadamente, lo había arrastrado de regreso a Wormhold Tower.

Al llegar, había comprobado que el lugar estaba casi desierto. Adelia pensó que ese detalle era importante. La señora Dakers tenía previsto pasar todo el día en Oxford: había ido a una de aquellas ferias donde se ofrecían trabajadores de diversos oficios, con el fin de encontrar una nueva cocinera. Al parecer, las cocineras no toleraban sus críticas por mucho tiempo y era necesario reemplazarlas constantemente. El resto del personal, libre del control del ama de llaves, se había tomado un día de descanso; de modo que, en realidad, Rosamunda estaba sola.

En la cocina vacía, Bertha se había puesto manos a la obra. La cantidad de setas era suficiente para dos comidas, por lo cual las había dividido con la idea de reservar una parte para el día siguiente. Había colocado una mitad en una sartén, con manteca, una pizca de sal y un toque de ajo silvestre; las había salpicado con perejil, las había calentado sobre la llama hasta que soltaran sus jugos y luego había llevado el plato a la sala donde Rosamunda estaba sentada a la mesa escribiendo una carta.

—Sabe escribir —apuntó Bertha, admirada.

—¿Y comió las setas?

La joven asintió.

—Las tragó. Como una glotona.

La magia había funcionado. Lady Rosamunda le había dedicado una sonrisa a Bertha —algo excepcional—, le había dado las gracias y había dicho que era una buena chica.

Las convulsiones comenzaron más tarde.

Adelia descubrió que Bertha seguía sin sospechar que la vieja del bosque la había traicionado.

—Fue un accidente. No fue culpa de la vieja. Un hongo endemoniado se mezcló por error en la canasta.

No tenía sentido discutir, pero no había sido un error. Entre las setas que Bertha había guardado y que Rowley había mostrado a Adelia, el sombrero de la muerte era tan numeroso como cualquier otra especie, y estaba cuidadosamente mezclado entre ellas.

Sin embargo, Bertha se negaba a desconfiar de una persona que había sido bondadosa con ella.

—No fue su culpa, ni la mía. Fue un accidente.

Adelia se acomodó en el banco para pensar. Sin duda, era un homicidio. Solo Bertha podía creer que se trataba de un accidente. Solo ella podía pensar que los sirvientes de la reina vagaban por el bosque regalando setas mágicas a cualquier persona que encontraran. Había sido un plan minucioso. La anciana, quienquiera que fuese, había tejido una telaraña para cazar a una mosca en particular —es decir, Bertha—, en un día específico, cuando el dragón de Rosamunda —es decir, Dakers— se había alejado de su ama.

Lo cual sugería que la anciana conocía los movimientos de los sirvientes de Rosamunda o que alguien de la casa la había puesto al tanto.

Llegó a la conclusión de que Rowley tenía razón. Alguien quería matar a Rosamunda e implicar a la reina en el asesinato. Si Leonor hubiera dado la orden, difícilmente habría elegido a una anciana que mencionara su nombre. No, no había sido la reina. Quien lo había hecho odiaba a la reina aún más que a Rosamunda. O, tal vez, sencillamente quería que su esposo se enfrentara con ella y desencadenara un conflicto, lo cual era muy posible.

El establo estaba silencioso. La voz de Bertha, murmurando que no era culpable, se había desvanecido. Solo se oía el rumiar de las vacas y el crujido del heno cuando sacaban un poco más de sus pesebres.

—Por el amor de Dios —pidió desesperadamente Adelia—, ¿nada os llamó la atención en la mujer del bosque?

Bertha pensó, luego meneó la cabeza. De pronto pareció desconcertada.

—Olía bien —dijo.

—¿Olía bien? ¿Cómo era su olor?

—Bonito. —La chica fue a gatas hacia Adelia, olisqueando como una musaraña—. Como el vuestro.

—¿Ella olía como yo?

Bertha asintió.

Jabón. Olía a jabón, el único lujo de Adelia. Lo había usado dos horas antes, para quitarse de todo el cuerpo la suciedad acumulada en el viaje. Una vez al año su madre adoptiva le enviaba desde Roma barras de jabón hechas con lejía, aceite de oliva y esencia de flores. En una de sus cartas Adelia se había quejado de que en Inglaterra el jabón se fabricaba con sebo de vaca, y en consecuencia quienes lo usaban olían como si estuvieran listos para ser cocinados.

—¿Olía a flores? ¿A rosa, a lavanda, a manzanilla? —preguntó Adelia atropelladamente, aunque sabía que era inútil. Aun cuando Bertha fuera experta en esas plantas, solo sabría su nombre local, desconocido para Adelia.

Sin embargo, era un avance. Ninguna anciana corriente que recogía setas o troncos en un bosque olía a jabón perfumado, incluso suponiendo que usara jabón.

Adelia se puso de pie y dijo:

—Si olieras ese perfume en otra persona, ¿me lo dirás?

Bertha asintió. Sus ojos estaban fijos en la cruz que pendía del cuello de Adelia, como si, pese a que ignoraba su significado, el símbolo le transmitiera esperanza.

«Pero ¿qué esperanza tiene esta pobre criatura?», se preguntó Adelia. Suspirando, desabrochó la cadena que le rodeaba el cuello. La deslizó, junto con la cruz, en la sucia mano de Bertha, y cerró sus dedos sobre ella.

—Consérvala, te la dejo hasta que pueda comprar una para ti —dijo.

Le costó hacerlo, no por aquello que la cruz representaba —Adelia había estado en contacto con demasiadas religiones, no era capaz de depositar su fe solo en una de ellas—, sino porque había sido un regalo de Margaret, su antigua niñera, una verdadera cristiana que había muerto en el viaje a Inglaterra.

«Pero yo he conocido el amor, tengo una hija, una profesión, amigos».

Bertha, que no tenía ninguna de esas cosas, aferró la cruz y, lanzando un balido de alegría, volvió a sumergirse en el heno.

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