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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (14 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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Mientras caminaban de regreso en la oscuridad, Jacques dijo:

—¿La cerdita podrá descubrir la trufa para vos, señora?

—Es muy aventurado asegurarlo —admitió Adelia—, pero la nariz de Bertha puede ser nuestro mejor detector. Si reconociera en otra persona el aroma de la anciana, se trataría de alguien que compra jabón extranjero y eso puede decirnos quién es su proveedor, lo cual, a su vez, podría proporcionarnos una lista de clientes.

—Muy inteligente —comentó el mensajero con admiración.

Después de unos instantes, preguntó:

—¿Creéis que la reina está involucrada?

—Alguien desea que lo creamos.

Capítulo 5

E
n la colina que dominaba un valle apacible, cuatro jinetes que habían partido desde Godstow acompañados por un perro detuvieron los caballos para observar la construcción ubicada en la cima de la colina que tenían enfrente y sus anexos.

Después de unos instantes de silencio, Adelia hizo una pregunta imprudente:

—¿Cómo demonios logran entrar allí los proveedores?

—Unas flores y una linda sonrisa solían ser efectivas en mi época —dijo el obispo.

Adelia oyó el bufido de los dos hombres que la flanqueaban.

—Me refiero al laberinto.

Rowley guiñó el ojo.

—También yo.

Se oyeron nuevos bufidos.

Oh, vaya, insinuaciones sexuales. No podía culparlos. Desde allí la vista de Wormhold Tower y aquello que la rodeaba era, en fin, grosera: en el centro de un laberinto —que para los hombres tenía la apariencia de la mata de vello púbico femenino— surgía una torre delgada, muy alta, coronada por una cúpula ceñida. Una diminuta pasarela rodeaba esa cúpula, acentuando la semejanza con un pene. La figura habría podido ser garabateada en la cima de la colina por un pícaro gigante adolescente: era como un dibujo obsceno que se recortaba en el horizonte.

El obispo los había guiado hasta allí a medio galope, por temor a que el temporal pudiera detenerlos. Pero la torre ya estaba a la vista, de modo que su ansiedad disminuyó y, obviamente, les dio tiempo de entretenerse con bromas obscenas.

A decir verdad, el viaje hacia el norte había sido tranquilo. Habían avanzado por el sendero que bordeaba el río desde Godstow y terminaba media milla antes de llegar a la torre. De hecho, la serena travesía había animado a Adelia, que ya no temía que el clima le impidiera regresar junto a su hija.

Los barqueros que habían encontrado les habían advertido que en el camino les esperaban nuevas nevadas, pero no se veía indicio alguno de ello. El día era despejado, y si bien el sol no había fundido la nieve caída durante la noche anterior, habría sido imposible no regocijarse al ver el campo que, como una sábana blanca, se extendía hacia el claro cielo azul.

Más hacia el sur, los soldados del obispo, un par de hombres de Godstow y Mansur, remontaban el río que los jinetes acababan de bordear, en una barca donde —una vez que el obispo Rowley lo hubiera recuperado— llevarían el cuerpo de Rosamunda al convento.

Sin embargo, antes debían atravesar el laberinto que rodeaba la fortaleza donde se encontraba la mujer muerta, una perspectiva que estimulaba la malicia de los compañeros de Adelia.

—Os lo dije —comentó Rowley, dirigiéndose a Adelia, aunque guiñando el ojo a Walt—. ¿No os había dicho que era el cinturón de castidad más grande de la cristiandad?

Él trataba de provocarla. Ella decidió ignorarlo.

—No creí que fuera tan grande. —Tras responder, suspiró. El nuevo doble sentido provocó más risas ahogadas en los hombres.

Adelia había dicho la verdad. El laberinto de San Giorgio, en Salerno, era considerado una maravilla, cuya complejidad y dimensiones simbolizaban el recorrido del alma a través de la vida. Pero el que tenía delante era colosal. Rodeaba la torre formando un anillo tan ancho que ocupaba un amplio sector de esa ladera de la colina y desaparecía detrás de ella. El muro exterior tenía casi tres metros de alto, y desde esa distancia el interior parecía lleno de lana blanca.

La priora de Godstow se lo había advertido antes de la partida.

—Espinos —había dicho con disgusto—. ¿Podéis creerlo? Muros de granito y espinos plantados junto a ellos.

Adelia observó la ondulación inmóvil de las piedras y los arbustos serpenteantes. Pensó que no era un cinturón, sino una víbora, una enorme y opresiva serpiente.

—Hay que ser muy hombre para entrar allí —dijo Walt. Al oírlo Rowley estuvo a punto de caerse del caballo. Jacques sonrió ampliamente al ver a su obispo distendido.

Havis había anticipado esas reacciones y había alertado a Adelia. Le había dicho que un nigromante sajón había construido el laberinto para rodear la fortaleza. El hombre que lo desalojó de allí —un normando, uno de los caballeros de Guillermo el Conquistador—, igualmente insano, lo amplió con el fin de impedir la entrada de sus enemigos y la salida de sus mujeres. Los descendientes de los normandos habían sido a su vez desalojados por Enrique Plantagenet, quien lo había considerado un lugar conveniente para instalar a su amante, dado que lindaba con el bosque de Woodstock, donde el rey tenía una cabaña de caza.

—Vulgaridad arquitectónica —lo denominó airadamente la priora—, objeto de lascivia masculina. La gente del lugar está horrorizada, aun cuando es motivo de burla. Pobre lady Rosamunda. Me temo que al rey le pareció divertido instalarla allí.

—Sin duda —dijo Adelia. Conocía el sentido del humor de Enrique Plantagenet. Y el de Rowley.

—Por supuesto, puedo penetrarlo —estaba diciendo el obispo, en respuesta a una pregunta de Jacques—. Ya lo he hecho. Un poco hacia la derecha, otro poco a la izquierda, y todos contentos.

Al oír las risas, Adelia comenzó a compadecerse de Rosamunda. ¿Habría lamentado vivir en un lugar que provocaba —e incluso exigía— los comentarios procaces de todos los hombres que lo veían?

Pobre mujer. Ni siquiera la muerte le había deparado respeto.

La nieve cubría los muros y los arbustos del laberinto. Adelia pensó que la torre parecía surgir de una masa de pelusa blanca. Recordó entonces a un paciente, un anciano que había atendido su padre adoptivo, con cuyo cuerpo le había enseñado a reducir una hernia inguinal. De pronto, para su vergüenza y su asombro, el paciente había tenido una erección.

Lo que se dibujaba contra el cielo era eso mismo, el último grito vital, involuntario, sofocado de un anciano, de un enfermo.

Adelia se dirigió a Rowley.

—¿Cómo entraremos nosotros? —dijo nítidamente—. Y os ruego tener presente que allí hay una mujer muerta.

—Haremos sonar la campana —respondió el obispo, moviendo la mano como si ya la estuviese tocando.

Fascinada con la torre, Adelia no había visto la campana. Sin embargo, estaba a poca distancia, en la ladera de la colina, junto a un abrevadero para los caballos. Como todas las cosas que pertenecían a Wormold, era extraordinaria: de un trapecio de madera de más de dos metros de alto, fijado al suelo, colgaba una campana tan grande como las que albergaban los campanarios de las catedrales.

—Adelante, Jacques —dijo el obispo—. ¡Din-don!

El mensajero bajó del caballo, caminó hacia la campana y agitó la cuerda que pendía del badajo.

Adelia se agarró a su yegua, que comenzó a agitarse. Walt sujetó las riendas del caballo de Jacques para evitar que echara a correr. Los pájaros salieron de los árboles. Una bandada de grajos comenzó a volar en círculo, graznando, mientras la campana resonaba con timbre de barítono a través del valle. Incluso Guardián —no había perro más indiferente a todo— miró a su alrededor y ladró.

El eco se prolongó unos instantes y luego se hizo el silencio.

Rowley soltó un exabrupto.

—Haz sonar la campana otra vez. ¿Dónde está Dakers? ¿Es sorda?

—Sin duda. Ese ruido habría despertado a un muerto —respondió Jacques y de inmediato comprendió que su comentario había sido desacertado—. Perdón, Ilustrísima.

La gran campana sonó por segunda vez. La tierra parecía temblar. Nuevamente, nada sucedió.

—Sin embargo, puedo ver a alguien —dijo Walt, entrecerrando los ojos a causa del sol.

También Adelia vio una mancha negra en la pasarela de la torre, que de pronto desapareció.

—Respondería si viera a un obispo. Debería usar mi vestimenta episcopal —observó Rowley, que llevaba su ropa de caza—. Bien, no tiene importancia. Hallaremos el camino. Lo recuerdo a la perfección.

Dicho lo cual, dirigió su caballo cuesta abajo, hacia el valle, haciendo flamear la capa. Los demás lo siguieron, con menos precipitación.

Al llegar al muro del laberinto, la entrada los sorprendió. En lugar de un arco, dos elipses de piedra se unían en ambos extremos, superior e inferior, formando una abertura de tres metros semejante a una vulva. La sugerencia pecaminosa estaba acentuada por las tallas que la rodeaban: en la piedra se veían serpientes que entraban y salían sinuosamente de distintos frutos.

Si bien la abertura era lo suficientemente ancha, los caballos no querían pasar por allí. Fue necesario taparles los ojos. En opinión de Adelia, eran más respetuosos que los hombres que manejaban las riendas.

Una vez en el interior, la sensación no fue agradable. El sendero que tenían delante era bastante amplio, pero los espinos de los muros lo cubrían e impedían el paso de los rayos del sol. Se sintieron envueltos en la luz tenue y grisácea de un túnel que olía a hojas muertas. El techo era muy bajo, no podían montar otra vez. Tendrían que caminar guiando a los caballos.

—Seguidme —ordenó Rowley, trotando delante de su caballo.

Después de algunas curvas, ya no pudieron oírlo. Luego el camino se bifurcó y se encontraron frente a dos túneles, ambos tan anchos como el sendero que habían recorrido. Uno iba hacia la izquierda; el otro, hacia la derecha.

—Por aquí —dijo el obispo—. La torre está hacia el noreste, debemos mantener el sentido de la orientación.

La primera duda asaltó la mente de Adelia. No habrían debido elegir tan rápido.

—Señoría, no estoy segura de que este sea…

Pero él ya se había adelantado.

Adelia se dijo que él ya había estado allí y tal vez recordara el camino. Lo siguió más lentamente. Su perro correteaba tras ella, escoltado por Jacques. Walt iba a la retaguardia. Lo oyó gruñir:

—Wormhold, buen nombre para este lugar.

Quizás venía de
Wyrmhold
. Por supuesto. En los mercados, los narradores profesionales a quienes los ingleses aún denominaban
skalds
aterrorizaban a su auditorio con cuentos de la gran serpiente-dragón —es decir,
Wyrm
— que reptaba y serpeaba por las leyendas sajonas tal como lo hacían los túneles de ese laberinto.

Adelia recordó con nostalgia que a Ulf, el nieto de Gyltha, le gustaban esas historias y en sus juegos personificaba al guerrero sajón —¿cómo se llamaba?— que mataba al monstruo.

Extrañaba a Ulf, echaba de menos a Allie. No quería estar en el nido de la serpiente.

Ulf la había descrito con deleite: «Era horrible, estaba en las profundidades de la tierra, tenía el olor de la sangre de los hombres muertos».

Al menos a ellos les habían ahorrado el hedor. Pero sentían el olor de la tierra, tenían la impresión de estar en un lugar subterráneo, atrapados, sin salida. Adelia pensó que tal había sido la intención del Dédalo que había creado ese engendro. Por ese motivo había plantado los espinos. Sin ellos habrían podido trepar por los muros para ver a dónde se dirigían, y respirar aire fresco. Pero los arbustos de los setos tenían espinas que, al igual que
Wyrm
, desgarraban la carne.

No se asustó, ella sabía cómo salir. Sin embargo, advirtió que los hombres del grupo ya no reían.

La curva siguiente los llevó hacia el sur y se abrió en tres túneles. Sin dudar, Rowley eligió el sendero de la derecha.

Después de otra curva, el camino se dividió de nuevo. Rowley soltó una palabrota. Adelia estiró el cuello para ver más allá de su caballo, tratando de comprender el motivo.

Era un callejón sin salida. Rowley había empuñado la espada y la clavaba en un enorme seto que bloqueaba el camino. El roce del metal contra la piedra indicaba que había un muro detrás del follaje.

—Que Dios maldiga al bastardo que hizo esto. Debemos retroceder —dijo, y levantando la voz, ordenó—: ¡Atrás, Walt!

El túnel no era lo suficientemente amplio para que los caballos giraran sin lastimarse la cabeza y las ancas, lo cual, por añadidura, les causaba miedo.

La yegua de Adelia no quiso dar la vuelta. Tampoco quiso avanzar. Claramente, quería permanecer en su lugar. Rowley tuvo que apretarse contra su caballo para adelantarse y tirar de la brida de la yegua con ambas manos hasta lograr que el animal regresara a la entrada del
cul-de-sac
, donde podrían reorganizarse.

—Os dije que debíamos conservar la dirección noreste. —El reproche se dirigía a Adelia, aunque ella no había elegido el camino.

—¿Dónde está el noreste? —preguntó Adelia.

Él no respondió. Irritado, partió otra vez. Para no perderlo de vista, ella se vio obligada a arrastrar a la yegua reticente y hacer que trotara.

Otro túnel. Y otro. Una especie de lana gris, cada vez más compacta, parecía envolverlos. Adelia había perdido por completo el sentido de la orientación. Y sospechaba que lo mismo le había sucedido a Rowley.

En el túnel siguiente lo perdió de vista. Estaba frente a una bifurcación y no pudo ver qué camino había elegido. Miró hacia atrás, buscando a Jacques. ¿Adónde había ido? Tal vez su perro lo sabía.

—Guardián, ¿dónde está? ¿Dónde ha ido?

El rostro del mensajero había adquirido un color ceniciento, no solo a causa de la luz que se filtraba por el techo de arbustos. Se le veía más viejo.

—¿Vamos a salir, señora?

—Por supuesto —respondió Adelia con tono tranquilizador. Comprendía cómo se sentía Jacques. El techo espinoso los mantenía cautivos. Eran topos sin posibilidad de salir a la superficie.

—¿Dónde demonios estáis? —dijo la lejana voz de Rowley.

Era imposible localizarlo. Los túneles absorbían y desviaban el sonido.

—Por Dios, quedaos allí, estoy regresando.

Adelia y Jacques continuaron gritando para guiarlo. Él respondía con otros gritos, en su mayoría, improperios en árabe. Los había aprendido en la Cruzada. El árabe era su lengua preferida a la hora de maldecir. A veces su voz parecía tan cercana que los hacía saltar de alegría, luego se desvanecía y se tornaba hueca, aunque seguía denostando los laberintos en general, y en especial aquel donde se encontraba, y maldecía a la señora Dakers y su serpiente. E incluso maldecía horrorosamente los arbustos espinosos que rasgaban su capa, y a Rosamunda y sus setas.

BOOK: El laberinto de la muerte
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