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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (7 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Diría que fue deliberado —decía el obispo—. La vieja, quienquiera que fuese, subrayó que eran para Rosamunda y solo para ella. Desde entonces, no la han vuelto a ver. Desapareció. Entre las setas incluyó algunas venenosas con la esperanza de que envenenaran a la pobre mujer, ¿comprendéis?, y solo gracias a la misericordia de Dios…

—Ella ha muerto, Rowley —le interrumpió Adelia.

—¿Qué?

—Si esta muestra de hongos es similar a la que comió Rosamunda, ella está muerta.

—No, os lo dije: se recuperó. Estaba mucho mejor cuando me marché.

—Lo sé —respondió Adelia, súbitamente apenada por él. Si hubiera podido modificar lo que iba a decir, lo habría hecho—, pero me temo que es así como sucede —explicó, ensartando al hongo homicida con el cuchillo para levantarlo de la mesa—. Es característico de esta seta, la persona que la ha comido experimenta una aparente mejoría durante un tiempo.

Su apariencia era inocua: el pie era blanco, el sombrero, ya marchito, había adquirido un vulgar color castaño. Pero aún conservaba un aroma bastante agradable.

—La llaman «el sombrero de la muerte». Crece en todas partes, la he visto en Italia, en Sicilia, en Francia, aquí en Inglaterra. He visto su efecto. He trabajado con los cadáveres de quienes las comieron, que han sido muchos. Siempre, siempre es fatal.

—No —dijo él—, no es posible.

—Lo lamento. En verdad lo lamento, pero si ella comió uno de estos hongos, aunque fuera una porción minúscula… Primero, vómitos y diarrea, dolor abdominal. Después, durante un día o dos, hay una aparente recuperación. Pero, entretanto, el veneno ataca el hígado y los riñones. No hay cura, Rowley. Me temo que ella ha muerto.

Capítulo 3

N
o tenía sentido que el obispo viajara de Inglaterra a Normandía para calmar a un rey desasosegado. La amada del rey estaba muerta y el mismo rey regresaría a Inglaterra, volando, como un demonio con una furia capaz de arrasar e incendiar, de matar a su propia esposa si lograba encontrarla.

Por lo cual, al amanecer, también el obispo salió volando —otro demonio suelto en el mundo—, para adelantarse al rey, encontrar a la reina y ayudarla a huir, para estar en el lugar, para encontrar al verdadero culpable, para poder decir: señor, deteneos, este es el asesino de Rosamunda. Para evitar el Armagedón.

Junto con el obispo partieron las personas adecuadas para lograr ese propósito. Muy pocas en comparación con su habitual séquito: dos hombres armados, un mozo de cuadra, un secretario, un mensajero, un carruaje, caballos y remontas. También un médico árabe, un perro, dos mujeres y un bebé, sin que importara que no estuvieran en condiciones de seguirlo.

No obstante, lo hicieron a duras penas. Su carruaje, el «transporte» que había mencionado el padre Paton —ornamentado con espléndidas tallas, protegido del viento con un paño encerado de color púrpura y almohadones del mismo tono colocados sobre la paja—, no era apto para viajar a gran velocidad. Después de pasar tres horas en aquel vehículo, Gyltha dijo que si permanecía mucho más tiempo en el maldito carro, perdería los dientes a causa del traqueteo y el pobre bebé enloquecería. En consecuencia, montaron a caballo. La pequeña Allie fue colocada en una cesta acolchada que pendía a un costado del lomo, como una alforja; la niña parecía una larva en un capullo. Guardián, el perro, fue colocado con menos suavidad en la cesta que se encontraba al otro lado. El cambio se hizo rápidamente para poder seguir al obispo, que no los esperaría.

Jacques, el mensajero, recibió órdenes de adelantarse para preparar la residencia del obispo en Saint Albans, donde los viajeros pasarían la noche. Luego debería hacer lo mismo en el Barleycorn de Aylesbury, donde se alojarían al día siguiente.

El frío aumentaba a medida que avanzaban hacia el oeste, como si tuvieran el aliento gélido de Enrique Plantagenet cada vez más cerca de la nuca.

No llegaron a Barleycorn, porque ese día comenzó a nevar. Decidieron salir del camino para dirigirse al despeñadero de Icknieldway, donde los árboles que crecían a ambos lados y el suelo de caliza facilitaron el avance de los caballos y, en consecuencia, permitieron acelerar la marcha. Pero en aquellos caminos de altura no había posadas y el obispo se negó a que bajaran para buscar alojamiento, porque perderían tiempo.

—Podemos montar un campamento —dijo.

Por fin dio autorización para que su séquito se apeara. Los músculos de Adelia protestaron cuando trató de bajar del caballo. Miró con ansiedad a Gyltha, que trabajosamente se abría paso hacia ella.

—¿Aún vives?

La mujer de los pantanos era resistente como el cuero, pero, aun así, era una abuela y tenía derecho a recibir un trato mejor.

—Prefiero no decir qué parte del cuerpo me duele —declaró.

—Yo también —repuso Adelia. A juzgar por el escozor que sentía, parecía haberse quemado con ácido.

El que tenía un aspecto peor era el padre Paton. Durante la mayor parte del trayecto había vomitado, entre quejidos, el abundante desayuno que había tomado en Saint Albans.

—No deberíais haber comido tanto —le dijo Gyltha.

La pequeña Allie, en cambio, había resultado ilesa. En efecto, estaba acurrucada en su alforja acolchada y aparentemente había disfrutado, a pesar de que su madre la había alimentado apresuradamente durante las pausas en el viaje que el obispo autorizaba para cambiar los caballos.

Llevando consigo a la niña, las dos mujeres se retiraron al carro y atendieron sus heridas con ungüentos que Adelia llevaba en su cofre.

—No permitiré que el cura torpe los use —dijo vengativamente Gyltha, refiriéndose al padre Paton. Se había malquistado con él.

—¿Y Mansur? Tampoco está acostumbrado a esto.

—Ese tonto… —comentó Gyltha. Le gustaba ocultar el deleite y el amor que le inspiraba el árabe—. Aunque le ardiera el trasero, no diría una palabra.

Era cierto. Mansur cultivaba el estoicismo hasta el límite de la impasibilidad. En la niñez había sido vendido a unos monjes bizantinos, que lo habían dejado estéril para preservar la belleza de su voz canora, lo cual le había enseñado que era inútil lamentarse.

Habían pasado años desde que encontrara refugio junto a los padres adoptivos de Adelia y se convirtiera en su custodio y amigo. Ella jamás lo había oído pronunciar una queja. En realidad, casi no hablaba en presencia de extraños. Los ingleses no tenían necesidad de oír su voz aguda e infantil para considerarlo un ser extraño. Era suficiente con su aspecto —Mansur era un hombre de dos metros de estatura y rostro de águila— y su vestimenta. A Oswald y Aelwyn —los soldados— y al mozo de cuadra les incomodaba tratar con él. Aparentemente le atribuían poderes ocultos. Adelia recibía de ellos un trato desconsiderado, aunque nunca en presencia de Rowley. Al principio ella había restado importancia a sus descortesías, por considerarlas consecuencia de los rigores del viaje, pero poco a poco fueron tornándose demasiado evidentes para ignorarlas. Si el obispo o Mansur no estaban cerca, nunca la ayudaban a subir o bajar del caballo, y cuando se alejaba hacia los árboles para hacer sus necesidades, la acompañaban ofensivos silbidos. Y alguna vez oyó que Guardián gemía como si le hubieran dado un puntapié.

Ella y Gyltha no tuvieron monturas con aparejos aptos para cabalgar con las piernas hacia un lado. Rowley los había encargado, pero por algún motivo, con la prisa, alguien se había olvidado de ellos, obligándolas a cabalgar a horcajadas, una postura impropia de una dama. Y si bien Adelia prefería montar de esa manera, porque opinaba que las monturas laterales dañaban la columna vertebral, de todos modos la omisión había sido desconsiderada y, según creía, intencionada.

Para esa clase de sirvientes de la Iglesia ella era una prostituta al servicio del obispo, del sarraceno o tal vez de ambos. Estaban molestos porque debían viajar a toda velocidad, bajo un clima inhóspito, para asistir al funeral de una amante del rey, y la compañía de esa otra mujerzuela no hacía más que aumentar su malestar.

—¿Para qué está con nosotros?

—Solo Dios lo sabe. Dicen que es rápida con la cabeza.

—Tal vez sea más rápida con otra parte del cuerpo. ¿Esa es la hija bastarda del obispo?

—Podría ser hija de cualquiera.

Adelia había oído ese diálogo. Pensó que podía perjudicar a Rowley. Enrique II lo había designado contrariando los deseos de la Iglesia, que habría preferido elegir a uno de sus miembros para ocupar el cargo en Saint Albans y seguía buscando un motivo para destituir al candidato del rey. Si sus enemigos se enteraban de que tenía una hija ilegítima, habrían encontrado la justificación que necesitaban.

«Maldita Iglesia», pensó Adelia. El romance entre ella y Rowley había terminado antes de que él se convirtiera en obispo.

Maldijo a la Iglesia por imponer a sus hombres un celibato imposible. Por su hipocresía: la cristiandad estaba repleta de sacerdotes que se deleitaban con diversos pecados. ¿Cuántos de ellos eran castigados? Y la maldijo por su odio hacia las mujeres —un insulto a la mitad de las personas que habitaban el mundo—, por condenar a aquellas que se negaban a formar parte de su redil, denominándolas prostitutas, herejes o brujas.

Maldijo también a los soldados que custodiaban al obispo. ¿De verdad eran tan inocentes como pretendían? ¿Todos sus hijos habían nacido dentro del matrimonio? ¿Ninguno de ellos se había amancebado con una mujer en lugar de casarse con ella?

Por último maldijo al obispo Rowley, por haberla puesto en aquella situación.

Y como estaba amamantando a Allie, los maldijo a todos otra vez porque le habían provocado un enfado suficiente para lograr que los maldijera.

El padre Paton se había librado de sus maldiciones. A pesar de que era imposible sentir afecto por él, al menos la trataba como a todos los demás: como un gasto desafortunado y carente de sexo.

Jacques, el mensajero —un joven desgarbado, orejudo, algo impaciente—, parecía mejor predispuesto hacia ella, pero lo veía poco: el obispo lo mantenía siempre ocupado, llevando mensajes y haciendo los preparativos para el próximo tramo del camino.

Casi imperceptiblemente, Icknieldway se transformó en Ridgeway. El frío se intensificó y debilitó a las personas y los caballos por igual. Por fortuna ya estaban cerca del Támesis y de la abadía de Godstow, que se erigía en una de sus islas.

Jacques surgió del bosque que tenían delante y se reunió con el grupo. Parecía un oso polar a caballo. Se sacudió la nieve y se inclinó ante Rowley.

—La madre Edyve envía saludos a Su Ilustrísima y asegura que se sentirá dichosa de albergaros a vos y a vuestros acompañantes cuando así lo deseéis. También debo deciros que, según está previsto, el cuerpo de lady Rosamunda será transportado por el río hasta el convento en el día de hoy.

—Eso significa que está muerta —dijo gravemente Rowley.

—Eso creo, Ilustrísima, porque las monjas piensan sepultarla.

El obispo le lanzó una mirada feroz.

—Regresad al convento. Decidles que llegaremos esta noche y que llevo a un médico sarraceno para examinar el cadáver de lady Rosamunda y determinar la causa de su muerte —dijo Rowley. Luego se volvió hacia Adelia y habló en latín—. Seguramente desearéis ver el cuerpo.

—Supongo que sí —respondió ella, aunque no sabía qué secretos podía revelarle.

El mensajero se detuvo el tiempo suficiente para llenar su alforja con pan, queso y un frasco de cerveza. Luego montó otra vez su caballo.

—¿No deberíais descansar un poco antes de volver a partir? —preguntó Adelia.

—No os preocupéis por mí, señora. Duermo sobre la montura.

Adelia deseó poder hacerlo. Se necesitaba temple para seguir cabalgando. Las capas de lana que el padre Paton les había proporcionado eran de las más baratas. Gyltha, Mansur y ella se habrían muerto de frío si no hubieran llevado consigo sus ásperas mantas de piel de castor. El pantano estaba lleno de castores y esas mantas eran un regalo de un cazador agradecido a quien Adelia había cuidado cuando tuvo neumonía.

Aquella tarde los viajeros bajaron de las colinas hacia la aldea de Thame y siguieron por el camino que llevaba a Oxford. Oscureció. La nieve seguía cayendo. No obstante, el obispo dijo:

—No estamos lejos. Seguiremos adelante, nos alumbraremos con faroles.

El viaje fue terrible. Fue necesario cubrir con mantas a los caballos, aun cuando estaban en movimiento. Más tarde les colocaron también una cinta alrededor de la cabeza —habitualmente se utilizaba para protegerlos de las moscas—, porque de otro modo los grandes copos de nieve que se arremolinaban y se pegaban a sus pestañas les habrían impedido ver.

Era imposible distinguir el camino a más de una yarda de distancia. Si no hubiera estado flanqueado por setos, habrían perdido el rumbo a pesar de los faroles y habrían terminado en medio de un campo o en el río. En una encrucijada, donde los setos desaparecieron, Rowley ordenó que hicieran un alto hasta encontrar otra vez la senda correcta. Eso significaba que los hombres tenían que buscarla, llamándose constantemente para evitar que alguno de ellos se desorientara, un error que con ese clima le costaría la vida.

Las mujeres entraron de nuevo en el carruaje y permanecieron allí, por el bien del bebé y el suyo propio. El padre Paton lo hizo antes que ellas: el secretario dijo que, si permanecía en el frío, la mano con que escribía quedaría inutilizada.

Las mujeres colgaron uno de los faroles en el arco que estaba sobre sus cabezas y comenzaron a amontonar paja para hacer una cama, donde pusieron a Allie. Luego se situaron a ambos lados de ella, de modo tal que recibiera el calor de sus cuerpos. El frío punzante penetraba a través de las aberturas que dejaba la capota en los lugares donde se sujetaba a la estructura del carruaje. El viento era tan gélido que neutralizaba el olor de la paja e incluso el que emanaba del perro echado a sus pies.

Avanzaban a paso de hombre. Mansur guiaba a los caballos, pero los profundos baches del camino, ocultos bajo la nieve, hacían que el carruaje se hundiera y se inclinara súbitamente, por lo cual descansar era imposible. De todos modos, la angustia que causaba pensar en los padecimientos de los que estaban fuera impedía dormir.

Gyltha dijo con admiración, refiriéndose a Rowley:

—No va a parar, ¿verdad?

—No.

Ese hombre había perseguido a un asesino a través de los desiertos del Levante. Una tormenta de nieve en Inglaterra no iba a derrotarlo.

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