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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (12 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Puf… —se quejó el joven.

Adelia sintió lástima por él. Los mensajeros tenían un trabajo poco envidiable, y muy solitario. Se pasaban la vida recorriendo el país con un caballo como única compañía. Sus amos eran severos con ellos: las cartas debían llegar con rapidez; las respuestas, aún más rápido. Si el clima era adverso, se caían del caballo, el terreno era difícil o perdían el rumbo, no eran excusados, se sospechaba que habían desperdiciado tiempo y dinero en alguna taberna.

Y pensó que Rowley era particularmente severo con este mensajero. No había motivo para que el joven no fuera incluido en la discusión. Sospechaba que el pecado de Jacques consistía en que, aun cuando vestía la sobria librea de Saint Albans, compensaba su baja estatura usando botas con tacones y una larga pluma en el sombrero, por lo cual concluyó que se sumaba a la tendencia —introducida por la reina Leonor y su corte, para hombres y mujeres por igual— de estar atento a la moda; una idea bien recibida por los jóvenes, aunque hombres como Rowley, Walt y Oswald, que siempre habían elegido el cuero o la cota de malla para su vestimenta, la consideraban afeminada.

Se decía que Walt había descrito al mensajero —y su descripción no había sido inexacta— como un tallo de apio con raíces. Y Rowley había comentado con Adelia su temor de que el mensajero fuera «muy fino», «un vulgar inglés-normando», calificativos que reservaba a los hombres que consideraba afeminados. «Tendré que despedirlo. Incluso usa perfume. No puedo permitir que mis mensajes sean entregados por un petimetre», había dicho el obispo.

Adelia pensó que así hablaba un hombre que tardaba media hora en vestirse con sus deslumbrantes prendas ceremoniales. Decidió interceder.

—¿El señor Jacques nos acompañará mañana, cuando vayamos a la torre de Rosamunda?

—Por supuesto —dijo Rowley, todavía irritado—. Tal vez necesite enviar mensajes.

—En ese caso sabrá tanto como nosotros, Ilustrísima. En realidad, ya sabe lo mismo que nosotros y cinco cabezas piensan más que cuatro.

—Oh, muy bien.

Desde el altar situado detrás de la cortina que lo separaba de ellos, seguía llegando el incesante murmullo de la oración por los muertos. Diferentes monjas se sucedían para continuar la tarea que se prolongaría durante toda la noche: «De tu misericordia, el alma de Thomas Hookeday, guardián de esta parroquia, por los seis peniques que donó…».

Rowley mostró el hato que había pertenecido al hombre muerto.

—Aún no he tenido tiempo de mirarlo. —Dicho esto, desabrochó las correas y lo depositó en el suelo para desplegarlo. Jacques permaneció de pie detrás de él. Los demás se sentaron a su alrededor y examinaron su contenido.

Resultó ser escaso. Una cantimplora de cuero con cerveza. Medio queso y un pan cuidadosamente envueltos en un paño. Un cuerno de caza, extraño equipamiento para un hombre que no viajaba acompañado por perros. Una capa de repuesto con borde de piel, sorprendentemente pequeña para un hombre de su estatura, también muy bien plegada.

Dondequiera que se dirigiese, el joven confiaba en que encontraría comida y cobijo en el lugar de destino. El pan y el queso no lo iban a alimentar demasiado.

Y había una carta. Aparentemente había sido guardada debajo de la solapa, entre los broches de las correas de cuero que aseguraban el rollo. Rowley la sacó de allí, la alisó y la leyó:

A Talbot de Kidlington.

Que el Señor y Sus ángeles os bendigan en este día, en el que os convertís en hombre, y que os libre del camino del pecado y todas las injusticias es el sincero deseo de tu afectuoso primo, Wlm Warin, caballero de las leyes, quien aquí envía: 2 marcos de plata como anticipo de vuestra Herencia. El resto será Exigido cuando nos reunamos.

Escrito el día de Nuestro Señor, el 16 anterior a las Calendas de Enero, en mi Lugar de trabajo vecino a San Miguel, en el Portal Norte de Oxford.

Rowley miró al grupo.

—Bien, eso es todo. Ahora sabemos el nombre de nuestro cadáver.

—Ya… —murmuró Adelia, asintiendo lentamente.

—¿Hay algo fuera de lo común? El chico tiene un nombre, veintiún años y un primo afectuoso con un domicilio. Más que suficiente para que vos podáis trabajar. Lo que no tiene son sus dos marcos de plata. Supongo que los ladrones se los llevaron.

Adelia prestó atención al «vos»: ese era su trabajo, no le correspondía al obispo.

—¿No os parece extraño? —preguntó—. Si el escudo de armas de su bolso no permitiera descubrir quién era, he aquí una carta que lo dice. Nos da demasiada información. ¿Qué escritor cariñoso denomina a su primo «Talbot de Kidlington» en lugar de llamarlo simplemente «Talbot»?

Rowley se encogió de hombros.

—Es una forma habitual de encabezar una carta.

Adelia le quitó la nota.

—Y está escrita en pergamino. Algo caro para una nota tan breve y personal. ¿Por qué el señor Warin no utilizó papel de estraza?

—Todos los abogados usan pergamino. Consideran que el papel es
infra dignitatem
.

Adelia siguió meditando.

—Está arrugado, fue introducido bruscamente entre las hebillas. Y si lo observáis, veréis que ha sido arrancado de una de ellas. Nadie trata de ese modo un pergamino. Siempre se lo puede raspar para utilizarlo otra vez.

—Tal vez el chico tenía prisa cuando lo recibió y lo guardó rápidamente, o estaba enfadado porque esperaba más que dos marcos, o no le atribuía el menor valor a un pergamino. Y en este momento… —el obispo estaba perdiendo la paciencia— yo tampoco. ¿Cuál es vuestra idea, señora?

Adelia reflexionó un instante.

Tal vez el cuerpo conservado en la cámara de hielo no fuera el de Talbot de Kidlington, pero está claro que cuando estaba vivo pertenecía a un hombre cuidadoso. Sus ropas se lo habían dicho. También el cuidado con que había envuelto el contenido de su hato. Las personas con hábitos tan ordenados —y Adelia se contaba entre ellas— no introducen negligentemente en una abertura, con la palma de la mano, un documento escrito en pergamino.

—Creo que ni siquiera vio esta carta —dijo—. En mi opinión, el hombre que lo mató la puso allí.

—Por el amor de Dios —le dijo Rowley entre dientes—. Esto es rebuscado. Los asaltantes de los caminos no dejan correspondencia para sus víctimas. ¿Estáis diciendo que es una falsificación para desorientarnos, que ese hombre no es Talbot de Kidlington, que el cinto y la bolsa pertenecen a otra persona?

—No lo sé. —Adelia, desde luego, seguía pensando que en aquella carta había algo raro.

Se hicieron los preparativos para la expedición del día siguiente. Adelia acompañaría al obispo, el mensajero, el mozo de cuadra y uno de los soldados río arriba. Cabalgarían por el sendero que bordeaba el río hacia la torre de Rosamunda, mientras Mansur y el otro soldado viajarían por el río, en una barca que utilizarían para transportar el cadáver.

Mientras se desarrollaba la conversación, Adelia encontró la oportunidad de examinar los blasones de todos los almohadones. Ninguno de ellos coincidía con el diseño de la bolsa o el cinto del joven.

De pronto, oyó que Rowley hablaba a Gyltha.

—Debes quedarte aquí, no podemos llevar a la niña con nosotros.

Adelia lo miró.

—No voy a dejarla.

—Debéis hacerlo, no será una excursión familiar —dijo Rowley y tomó a Mansur por el brazo—. Venid, amigo mío, veamos qué clase de embarcaciones posee el convento.

Ambos salieron, seguidos por el mensajero.

—No voy a dejarla —gritó Adelia a sus espaldas, provocando una momentánea pausa en la enumeración de almas que proseguía detrás de la cortina—. ¿Cómo se atreve? —exclamó dirigiéndose a Gyltha—. No lo haré.

Gyltha presionó los hombros de Adelia para obligarla a sentarse en un almohadón y se sentó junto a ella.

—Tiene razón.

—No. Podemos quedar aislados a causa de la nieve u otro motivo. Ella debe ser amamantada.

—Si así fuera, me ocuparé de que la alimenten. —Gyltha tomó la mano de Adelia y la agitó suavemente—. Ya va siendo la hora de destetarla, muchacha. Te estás secando, tú lo sabes y la pequeña también.

Adelia estaba oyendo la verdad. Gyltha nunca le decía nada más que la verdad.

En realidad, el destete estaba en marcha, había progresado durante algunas semanas, a medida que la cantidad de leche materna disminuía. Las dos mujeres mascaban los alimentos hasta convertirlos en papilla y los mezclaban con leche de vaca para satisfacer a cucharadas a la ávida Allie.

Cuando Adelia no tenía hijos, creía que amamantar era un acto vergonzoso. Sin embargo, había comprobado que constituía uno de los placeres naturales de la vida y también había sido una excusa perfecta para tener a su hija siempre junto a ella. No obstante, la maternidad, si bien era otro motivo de felicidad, le había impuesto como carga una desgarradora e imprevista ansiedad. Sus sentidos parecían haber pasado al cuerpo de su hija y por extensión al de todos los niños. Adelia —que alguna vez había considerado criaturas extrañas a aquellas que no habían llegado a la edad de la razón, y las había tratado como tales— se convirtió en un ser sensible a su pena, al dolor más leve, a cualquier motivo de tristeza.

Allie padecía pocas de aquellas emociones, era una niña fuerte. Pero, poco a poco, Adelia había advertido que sufría por sus propias penas: por la niña que dos días después de su nacimiento había sido abandonada por un padre desconocido en una ladera rocosa de la Campania italiana, unos treinta años antes. Durante la infancia no le había importado. El incidente le parecía incluso entretenido. Por ese motivo, la pareja que la había encontrado había rendido tributo al hecho, que los tres consideraron afortunado, llamándola Vesuvia. El señor y la señora Aguilar —él judío y ella católica— formaban una pareja sin hijos, afectuosa, inteligente y excéntrica. No solo habían encontrado en Adelia una hija a la cual dedicar su amor, sino también un cerebro que superaba incluso su propia inteligencia —ambos eran médicos formados en la tradición liberal de la gran Escuela de Medicina de Salerno— y le habían dado una educación acorde con su capacidad.

El abandono no había tenido importancia, en realidad había sido el mayor regalo que su verdadera y desconocida madre —desesperada, desgraciada o desalmada— habría podido hacer a su hija.

Así fue hasta que aquella hija dio a luz a su propio bebé.

Fue entonces cuando el miedo llegó con la fuerza de un tifón. No solo tuvo miedo de que Allie muriera. Temió que, si ella moría, su hija no tuviera un destino tan afortunado como el suyo. En consecuencia, lo mejor sería que ambas murieran juntas.

Imaginaba que tal vez el envenenador no se contentara con la muerte de Rosamunda, que los asesinos del puente podían acechar en el camino, que un incendio podía arrasar de pronto el convento de Godstow.

Adelia estaba obsesionada y acababa de comprender que, si esa obsesión persistía, dañaría a su hija y a ella misma.

—Ya es hora —dijo Gyltha otra vez.

Y si lo decía Gyltha, la más confiable de las mujeres, así era.

Pero Adelia detestaba que Rowley exigiera con tanta liviandad una separación que le provocaría dolor y, aunque fuera infundado, también miedo.

—Él no puede decirme que la deje. Detesto tener que dejarla.

Gyltha se encogió de hombros.

—También es su hija.

—¿Eso crees?

Desde la puerta se oyó la voz del mensajero.

—Os pido disculpas, señora, pero Su Ilustrísima os pide que interroguéis a Bertha.

—¿Quién es Bertha?

—La sirvienta de lady Rosamunda, señora. La que consiguió las setas mortales.

—Ah, claro, la interrogaré.

Salvo por las ininterrumpidas oraciones por los muertos y los rezos de las horas canónicas, el convento estaba inactivo, sumido en la oscuridad de la noche sin luna. El haz de luz del farol iluminaba solo la parte inferior de las paredes y un corto tramo del sendero bordeado de nieve, mientras Jacques conducía a las dos mujeres hacia su habitación. Al llegar, Adelia le dijo buenas noches a su bebé y dejó que Gyltha la llevara a la cama.

Ella y el mensajero continuaron solos su camino. Atravesaron el patio exterior y salieron hacia el campo. Un leve aroma sugería que en algún lugar cercano había huertos cuyas hortalizas se estaban pudriendo a causa de la helada.

—¿Adónde me lleváis? —preguntó Adelia. En la oscuridad, su voz sonó quejumbrosa.

—Me temo que al establo de las vacas, señora —se disculpó Jacques—. La muchacha se ha escondido allí. La abadesa la asignó a la cocina, pero los cocineros se negaron a trabajar con ella, debido a que fue quien envenenó a lady Rosamunda. Las monjas han tratado de hablarle, pero dicen que es difícil comprender lo que dice, y que la pobre chica teme que el ama de llaves llegue hasta aquí.

El mensajero siguió conversando, ansioso por demostrar que merecía ser incluido en el extraño círculo privado encargado de investigar para el obispo.

—Con respecto al blasón que se ve en la bolsa del pobre joven, podría ser de utilidad que consultarais a la hermana Lancelyne. Ella lleva los registros del convento y en él se incluyen los emblemas de todas las familias que en algún momento han hecho donaciones. Tal vez…

Jacques no había desperdiciado su tiempo. Los mensajeros sabían ganarse la simpatía de los sirvientes de los lugares que visitaban, lo cual les permitía disfrutar de la mejor comida y bebida antes de volver a partir.

Nuevamente se vieron rodeados de edificios. Las botas de Adelia chapotearon en la nieve, medio derretida sobre un terreno que durante el día debía de ser un sendero muy transitado. Su olfato registró que pasaron sucesivamente por una panadería, una cocina y un lavadero, todos ellos silenciosos e invisibles en la oscuridad.

Luego, más campo abierto, más nieve medio derretida. Alguien había salido del sendero y se veían huellas dispersas en un cúmulo de nieve.

Adelia percibió un peligro invisible, inexplicable. Pero lo sintió con tanta intensidad que se encogió y permaneció quieta, como si estuviera de regreso en los callejones de Salerno y hubiera visto la sombra de un hombre con un puñal.

El mensajero también se detuvo.

—¿Qué sucede, señora?

—No lo sé. Nada.

Las huellas en la nieve eran reales, sin duda tenían explicación. Sin embargo, para ella —que recordaba las huellas en el puente— eran señal de muerte.

BOOK: El laberinto de la muerte
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