El ladrón de cuerpos (18 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
10.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No es nada; ya pasó. Me fui a un lugar desierto... quería ver lo que ocurría...

— ¿Querías ver lo que ocurría? —Se puso de pie, dio un paso atrás y me miró indignado. —Querías autodestruir te, ¿verdad?

—No, no. Me quedé tendido a la luz un día entero. A la segunda mañana, no sé cómo hice, pero debo haber cavado y me enterré en la arena.

Permaneció un largo instante mirándome como si estuviera por reaccionar con desaprobación; luego volvió a su escritorio, se sentó en forma bastante ruidosa tratándose de alguien tan delicado, acomodó las manos sobre el libro cerrado y me miró con expresión perversa y llena de furia.

— ¿Por qué lo hiciste?

—Louis, tengo algo más importante que contar te. No hablemos más de ese asunto. —Hice un ademán señalando mi cara. —Ha sucedido algo notable y tengo que contártelo todo. —Me levanté sin poder contenerme y comencé a pasearme con cuidado para no tropezar con las abominables pilas de basura que había por todas partes, además de sentirme levemente enloquecido por la luz de la vela, no porque no me alcanzara para ver sino porque era tan tenue y a mí me gusta la luz.

Le relaté todo: que había visto a ese tal Raglán James en Venecia y en Hong Kong, después en Miami, y cómo él me había enviado el mensaje en Londres y luego me siguió hasta París, tal como supuse que haría. Ahora habíamos quedado en encontrarnos al día siguiente en la plaza. Le expliqué lo de los cuentos y su significación. Mencioné lo que le encontraba de raro al muchacho, le dije que el cuerpo donde ese tipo estaba no era el suyo y que, en mi opinión, era capaz de hacer el cambia.

—Estás loco —me dijo.

—No te apresures.

— ¿Me dices a mí las mismas palabras que él a ti? Destruyelo. Termina con él. Búscalo esta noche y elimínalo si puedes.

—Por el amor de Dios, Louis...

—Si ese hombre puede encontrar te a voluntad, Lestat, significa que sabe dónde te entierras. Lo has traído hasta aquí y ahora sabe dónde me entierro yo. ¡Es el peor de los enemigos! Mon Dieu, ¿por qué siempre buscas la adversidad? No hay nada sobre la tierra que pueda destruir te; ni aun los Hijos de los Milenios tienen fuerza para hacerlo. No te destruyó ni el sol del mediodía en el desierto... y provocas al enemigo que tiene poder sobre ti. Un. mortal que puede caminar a la luz del día. Un hombre capaz de lograr un dominio total sobre tu persona cuando estás sin una pizca de conciencia o voluntad. No, aniquílalo; es demasiado peligroso. Si lo veo, lo destruyo yo.

—Louis, ese hombre puede darme un cuerpo humano. ¿No escuchaste todo lo que dije?

— ¡Un cuerpo humano! ¡No podemos convertirnos en humanos simplemente apoderándonos de un cuerpo! ¡Tú no eras humano cuan do vivías! Naciste monstruo, y lo sabes. Cómo diablos puedes engañarte así,

—Si no te callas, voy a llorar.

—Llora, que me gustaría verte. He leído mucho sobre tu llanto en tus libros, pero jamás te vi hacerlo personalmente.

—Ah, con eso demuestras ser un perfecto embustero —me indigné—. ¡En tus miserables memorias describes mi llanto en una escena que tú y yo sabemos que no existió!

— ¡Lestat, mata a ese ser! Es una locura que lo dejes acercarse para hablarte.

Me sentía aturdido, totalmente aturdido. Volví a desplomarme en el sillón y quedé con la mirada ausente. Afuera, la noche parecía respirar con ritmo suave y encantador; la fragancia de las flores era apenas un toquecito en el aire frío y húmedo. Una tenue incandescencia emanaba del rostro de Louis, de sus manos plegadas sobre el escritorio. Se hallaba

envuelto en un manto de silencio, aguardando mi respuesta, supongo, aunque yo no sabía bien por qué.

—Nunca esperé esto de ti —reconocí abatido—. Esperaba oír una larga diatriba filosófica, como esas insensateces que escribiste en tus memorias, pero esto...

Seguía sentado en silencio, observándome fijo; la luz brilló un instante en sus ojos pensativos. Parecía profundamente atormenta do, como si mis palabras lo hubiesen hecho sufrir. Por cierto no lo afectaba mi crítica a su libro, pues era algo que yo vivía haciendo. Eso era una broma. Bueno, una especie de broma.

No supe qué decir ni qué hacer. Louis me estaba poniendo nervioso.

Cuando habló, lo hizo con voz muy baja.

—Tú no quieres realmente ser humano. No me digas que crees eso...

— ¡Sí, lo creo! —respondí, humillado por la carga de afecto que puse en mis palabras—. ¿Cómo puedes no creerlo tú?—Me levanté y empecé a pasearme de nuevo. Hice un circuito alrededor de la pequeña casa y me interné en el jardín selvático, para lo cual tuve que despejar el camino empujando las enredaderas. Me hallaba en tal estado de desconcierto que ya no podía hablar más con Louis.

Pensaba en mi vida de mortal tratando en vano de no convertir la en mito, pero no podía desprenderme de esos recuerdos: la última cacería de lobos, mis perros muriendo en la nieve. París. El teatro del bulevar.

Realmente no quieres ser humano. ¿Cómo pudo decir semejante cosa?

Me pareció que había transcurrido una eternidad en el jardín hasta que, finalmente, para mejor o para peor, volví a entrar. Louis estaba sentado aún a su escritorio y me miró con desánimo, casi con tristeza.

—Mira —le dije—, hay dos cosas que creo. Primero, que ningún mortal puede rechazar el Don Misterioso si en verdad llega a saber lo que es. Y no me hables de que David Talbot sigue negándose, porque David no es un ser común. Segundo, que si se nos diera la oportunidad, todos nosotros querríamos volver a ser huma nos. Esos son mis principios. Nada más.

Hizo un pequeño ademán de aceptación y se recostó contra el respaldo de su sillón. La madera crujió levemente bajo su peso; luego levantó la mano derecha con gesto lánguido, sin tener conciencia en absoluto de lo seductor que era ese pequeño ademán, y se pasó los dedos por el pelo oscuro, suelto.

Me atenaceó entonces el recuerdo de la noche en que le di la sangre, cómo discutió conmigo hasta último momento para disuadirme, cómo al final se rindió. Yo ya se lo había explicado todo perfectamente, cuando él era todavía un joven hacendado febril y borracho que, en su lecho de enfermo, tenía el rosario enrollado en el poste de la cama. ¡Pero es tan

difícil explicar una cosa así! Y él, ¡tan amargo, tan consumido, tan joven!, se convenció de que quería venir conmigo y de que la vida humana ya no le atraía.

¿Qué sabía él en aquel entonces? ¿Había oído alguna vez un poema de Milton, o escuchado una sonata de Mozart? ¿Le decía algo el nombre de Marco Aurelio? Lo más probable es que lo considerara un nombre rebuscado de algún esclavo negro. Oh, aquellos dueños de plantaciones,  fanfarrones e indómitos, con sus espadines y sus pistolas incrustadas en

plata. Lo que sí apreciaban era el exceso; pensándolo retrospectivamente, eso tengo que reconocérselo.

Pero ahora él estaba lejos de aquellos tiempos, ¿no? Era autor de "Entrevista con el vampiro" (habráse visto título más ridículo). Traté de serenarme. Lo amaba tanto que no podía menos que ser paciente y esperar hasta que él volviera a hablar. ¿Acaso no lo había hecho yo de carne y sangre humanas, convirtiéndolo en mi torturador preternatural?

—Eso no es tan fácil —dijo, despertándome de mi ensueño. Su voz fue premeditadamente suave, con un tono casi conciliatorio o suplicante. — No puede ser tan sencillo. Tú no puedes cambiar de cuerpo con un mortal. Para serte sincero, no creo que sea posible, pero aunque lo fuera...

No respondí. Tuve deseos de decir: "Pero, ¿y si lo fuera? ¿Si pudiera sentir de nuevo lo que significa estar vivo?".

—Además, ¿qué pasaría con tu cuerpo? —prosiguió, conteniendo hábilmente su indignación—. No irás a dejar todos tus poderes a disposición- de ese ser, brujo o lo que sea. Nuestros compañeros aseguran que tus poderes son tan inmensos que ni siquiera se atreven a calcularlos. Oh, no. La idea es aterradora. Dime, ¿cómo hace para encontrar te? Eso es lo más importante.

—Al contrario, es lo menos importante. "Pero es obvio que, si puede hacer un intercambio de cuerpos, puede abandonar el suyo. Puede desplazar se como un espíritu el tiempo necesario para rastrearme y encontrarme. Yo debo resultarle muy visible cuando se halla en ese estado, teniendo en cuenta lo que soy. Eso en sí mismo no es un milagro, si me comprendes.

—Lo sé. O al menos de eso me entero por lo que leo y por lo que me dicen. Creo que te has topado con un ser muy peligroso, mucho peor que nosotros.

— ¿Peor en qué sentido?

— ¡Es otro intento desesperado de alcanzarla inmortalidad! ¿Acaso crees que ese mortal, quienquiera que sea, planea envejecer dentro de ese o de otro cuerpo y morir?

Debo confesar que su razonamiento me llegó. Luego le hablé de la voz de ese hombre, que sonaba culta, de su marcado acento británico, de cómo no parecía la voz de una persona joven.

Se estremeció.

—Probablemente pertenezca a la Talamasca. Debe ser ahí don de se enteró de tu existencia.

—Lo único que tuvo que hacer para saber de mí fue comprar una novela en rústica...

—Sí, pero no para creer, Lestat, no para creer que era cierto.

Le conté que había hablado con David y que él había quedado en averiguar si el tipo pertenecía a su orden, pero yo suponía que no. Esos eruditos jamás harían semejante cosa. Además, el tipo tenía algo de siniestro. Los de la Talamasca eran tan rectos que ya aburrían. Pero qué importaba: yo estaba dispuesto a conversar con el hombre para formarme mi propia idea.

Lo noté meditabundo una vez más, y muy triste. Mirarlo casi me hacía sufrir. Me dieron ganas de tomarlo por los hombros y sacudirlo, pero con eso sólo iba a conseguir irritarlo más.

—Te amo —confesó con voz queda.

Yo lo miré azorado.

—Vives buscando la manera de triunfar —continuó—. Jamás te rindes.

Pero la forma de triunfar no existe. Estamos metidos en el purgatorio, tú y yo. Y encima hay que agradecer que no sea el infierno.

—No; eso no lo creo —lo contradije—. Mira, no importa lo que digas ni lo que pueda haber opinado David: voy a hablar con Raglán James. ¡Quiero enterarme de todo y nadie me lo va a impedir!

—Ah, de modo que David Talbot también te previno contra ese individuo.

— ¡No escojas a tus aliados entre mis amigos!

—Lestat, si ese humano se me acerca, y si creo que representa un peligro para mí, ten por seguro que lo destruyo.

—Sí, claro. Pero él no se te acercaría. Me eligió a mí, y con razón.

—Te eligió porque eres despreocupado y ostentoso. No te lo digo para ofender te, de verdad. Anhelas que te vean, que te rodeen, que te comprendan; te gusta hacer picardías y armar revuelos para ver si baja Dios a salvarte por un pelo. Bueno, Dios no existe. Dios bien podrías ser tú.

—Tú y David... la misma cantilena, las mismas admoniciones, aunque él asegura haber visto a Dios y tú no crees que exista.

— ¿David vio a Dios? —preguntó con acento de respeto.

—No, no —murmuré, e hice un gesto desdeñoso—. Pero los dos me regañan de la misma manera. Igual que Marius.

—Y por supuesto, tú eliges las voces que te reprenden. Siempre lo has hecho, del mismo modo como eliges a quienes luego se vuelven contra ti y te clavan un puñal en el corazón.

Se refería a Claudia, pero no se atrevió a pronunciar su nombre. Yo sabía que, de haberlo querido, podía herirlo lanzándole una maldición, diciéndole cosas como por ejemplo: "¡Tú participaste de aquello! Estabas presente cuando lo hice, ¡y también cuando ella blandió el puñal!".

— ¡No quiero oírte más, Louis! Vas a pasar te la vida entonando la canción de las limitaciones. Bueno, yo no soy Dios. Y tampoco soy el diablo, aunque a veces finjo serlo. Tampoco soy el artero Yago. No tramo situaciones espeluznantes y perversas. Y no puedo poner freno a mi curiosidad o mi espíritu. Sí, quiero saber si ese hombre es capaz de hacerlo. Quiero saber lo que va a pasar. Y no me daré por vencido.

—Y entonarás eternamente la canción de la victoria aunque no exista tal victoria.

—Pero es que existe. Tiene que existir.

—No. Cuanto más conocimiento adquirimos, más nos damos cuenta de que no existen las victorias. ¿Por qué no podemos recurrir a la naturaleza, hacer lo que se debe hacer para perdurar y nada más?

—Esa es la más indigna definición de la naturaleza que he escuchado en mi vida. Fíjate bien, no en la poesía sino en el mundo exterior. ¿Qué ves en la naturaleza? ¿Quién hizo a las arañas que se meten bajo las húmedas maderas de los pisos? ¿Quién creó a las mariposas con sus alas multicolores, que parecen grandes flores malignas en la penumbra? El tiburón del mar, ¿por qué existe?

__Me adelanté, apoyé ambas manos en el escritorio y lo miré a la cara - —Estaba tan seguro de que ibas a entender esto. Y a propósito, ¡yo no nací monstruo! Cuando nací era un niño mortal, lo mismo que tú. ¡Más fuerte que tú! ¡Con más deseos de vivir que tú! Eso que dijiste fue cruel.

—Lo sé. A veces me asustas tanto, que te ataco con palos y piedras. Es una tontería. Me alegro de verte, aunque no me atrevo a reconocerlo. ¡Me estremezco de sólo pensar que pudieras haber puesto fin a tu vida en el desierto! ¡No soporto la idea de la existencia sin ti! ¡Me pones furioso! ¿Por qué no te ríes de mí? No sería la primera vez.

Me enderecé, le di la espalda y me puse a contemplar el césped mecido suavemente por la brisa del río, los retoños de la enredadera que cubrían como un velo el hueco de la puerta.

—No me río. Pero esto lo voy a llevar adelante; de nada vale que te mienta. Dios santo, ¿es que no lo ves? Si llego a estar en un cuerpo humano aunque más no sea cinco minutos, ¿de qué no podría enterarme?

—De acuerdo —aceptó, desalentado—. Espero que descubras que el hombre te sedujo con una sarta de mentiras, que lo único que desea es la Sangre Misteriosa y que lo envíes directamente al infierno. Permíteme advertirte una vez más: si lo veo, si me llega a amenazar, te juro que lo mato. Yo no tengo tu fuerza. Dependo de la posibilidad de mantenerme

anónimo. Mis pequeñas memorias, como tú las llamas, parecían tan alejadas del mundo moderno que nadie las tomó en serio.

—No le permitiré que te haga daño, Louis. —Giré y le dirigí una mirada aviesa. —Jamás habría permitido que nadie te hiciera daño.

Dicho lo cual, me marché.

Por supuesto, eso fue una acusación, y antes de dar media vuelta e irme, vi con placer que le había clavado un dardo.

Other books

Fun House by Grabenstein, Chris
The Red Queen by Margaret Drabble
The March by E.L. Doctorow
One Daddy Too Many by Debra Salonen
The Wild One by Taylor, Theodora
After You'd Gone by Maggie O'farrell
Listen by Karin Tidbeck
Dusty: Reflections of Wrestling's American Dream by Rhodes, Dusty, Brody, Howard