Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Vi por el rabillo del ojo que levantaba la mano, y a continuación sentí sus dedos sedosos contra mi mejilla. Me acarició también el cuello.
—No puedo, Lestat.
—Sí, claro que puedes —murmuré besándole la oreja mientras le hablaba, conteniendo las lágrimas, pasándole el brazo por la cintura—. No me abandones en este sufrimiento, por favor.
—No me lo pidas más. De nada vale. Ahora me voy. No volverás a verme nunca más.
—¡Louis! —Lo aferré. —¡No me lo puedes negar!
—Sí que puedo, y lo he hecho.
Noté que se ponía tieso y trataba de apartarse sin herirme. Yo lo aferré con más fuerza aún.
—No me volverás a encontrar aquí. Pero sí sabes dónde encontrarla a ella, que te está esperando. ¿No aprecias tu propia victoria? Has vuelto a ser mortal, y tan joven... Mortal, y tan bello. Mortal, con todo tu conocimiento y tu misma indomable voluntad.
Con firmeza se soltó de mi abrazo, me apartó apretándome las manos mientras lo hacía.
—Adiós, Lestat. Tal vez los demás vayan a buscarte cuando pase el tiempo, cuando crean que ya has pagado lo suficiente.
Lancé un último lamento mientras procuraba liberar mis manos para sujetarlo, porque sabía lo que él pensaba hacer.
Con un movimiento súbito y misterioso desapareció, y yo quedé tendido en el piso.
La vela estaba apagada, pues había caído sobre el escritorio. La única iluminación era la del fuego mortecino. Y los postigos de la puerta estaban abiertos, y la lluvia caía, fina y silenciosa pero continua. Y me di cuenta de que estaba totalmente solo.
Me había desplomado estirando las manos para amortiguar el golpe. En el momento de levantarme, le grité, rogando que pudiera oírme por lejos que ya estuviera.
—Louis, ayúdame. No quiero estar vivo. ¡No quiero ser mortal! ¡Louis, no me dejes aquí! ¡No quiero esto! ¡No quiero salvar mi alma!
No sé cuántas veces repetí los mismos argumentos. Al rato, quedé tan agotado que no pude continuar; además, el sonido de esa voz mortal y su tono de desesperación herían mis propios oídos.
Me senté en el piso, una pierna doblada bajo mi cuerpo y el codo apoyado sobre la rodilla, y me pasé la mano por el cabello. Mojo se había acercado, temeroso, y se tendió junto a mí. Me agaché y apreté la frente contra su pelo.
El fuego casi se había consumido. La lluvia siseaba, suspiraba, redoblaba sus bríos, pero caía en línea recta desde el cielo, sin una pizca de odioso viento.
Por último, levanté la mirada y contemplé esa habitación lúgubre, con su revoltijo de libros y viejas estatuas, la suciedad por todas partes y las brasas que irradiaban luz desde el hogar. Qué cansado estaba, qué insensibilizado por la furia, qué próximo a la desesperación.
¿Alguna vez había estado tan carente de toda esperanza?
Mis ojos se posaron en la puerta, repararon en la incesante lluvia, en la penumbra amenazadora. Sí, sal e intérnate en la oscuridad con Mojo, y a él seguramente le encantará como le encantó la nieve. Tienes que salir e internar te en ella. Tienes que salir de esta choza y buscar un refugio cómodo donde descansar.
Mi departamento de la azotea... seguramente podrás hallar la forma de entrar en él. Sí, alguna forma. El sol iba a salir al cabo de unas horas, ¿no?
Ah, mi preciosa ciudad bajo la tibia luz del sol.
Por Dios, no te pongas de nuevo a llorar. Necesitas descansar y pensar.
Pero antes de irte, ¿por qué no le incendias la casa? No toques la casa grande. El no la quiere. ¡Quémale la choza!
Me di cuenta de que esbozaba una sonrisa maliciosa aun cuan do las lágrimas se agolpaban a mis ojos.
¡Sí, redúcela a cenizas! Se lo merece. Seguro que se llevó sus escritos, sí, claro, ¡pero sus libros se harán humo! Ni más ni menos que lo que se merece.
De inmediato recogí los cuadros —un espléndido Monet, dos pequeños Picasso y una tempera del período medieval, todos en estado de deterioro, desde luego—, corrí a la mansión victoriana y los guardé en un rincón que me pareció seco y seguro.
Luego regresé a la choza, tomé la vela y la acerqué a los restos del fuego.
En el acto las cenizas blandas explotaron con chispitas anaranjadas que se adhirieron al pabilo.
—Ah, esto te lo mereces, canalla, traidor. —Presa de furor llevé la llama a los libros que había apilados contra la pared, y con cuidado moví las hojas para que se quemaran. De ahí pasé a un abrigo viejo que había sobre una silla de madera y que ardió como si fuera paja; también a los almohadones de pana roja del que había sido mi sillón. Sí, todo, lo quemo todo.
Pateé una pila de revistas mohosas bajo el escritorio y les prendí fuego.
Fui apoyando la llama libro por libro, que luego arrojaba a todos los rincones de la casucha.
Mojo esquivó las pequeñas fogatas, hasta que por último salió a la intemperie y se detuvo a gran distancia, bajo la lluvia. Me miraba por la puerta abierta.
Oh, pero avanzaba demasiado lentamente. Y Louis tiene un cajón lleno de velas. Cómo pude olvidarlas... maldito sea este cerebro mortal... Las saqué, entonces —eran unas veinte—, encendí directamente la cera sin preocuparme por la mecha y las arrojé sobre el sillón de pana para armar una gran hoguera. Lancé otras sobre las pilas de escombros que quedaban, tiré libros ardiendo contra los postigos húmedos y prendí fuego a los trozos de antiguas cortinas que colgaban aquí y allá de viejos bárrales olvidados. A puntapiés hice agujeros en el yeso podrido y arrojé velas encendidas al enlistonado. Luego prendí fuego a las gastadas alfombras, pero primero las arrugué para permitir que el aire circulara
por debajo.
Al cabo de unos minutos el lugar era presa de las llamas, pero lo que ardía con más intensidad eran el sillón rojo y el escritorio. Salí a la lluvia y vi las lengüetas de fuego entremedio de las tablas rotas.
Un humo horrible y denso se elevó cuando las llamas consumieron los postigos húmedos, cuando se las vio salir por las ventanas y achicharrar las enredaderas. ¡Maldita lluvia! Pero en el momento en que la hoguera del escritorio y el sillón se hizo más intensa, ¡toda la choza estalló en llamaradas color naranja! Los postigos volaron a la vez que se abría un enorme boquete en el techo.
—¡Sí, sí, quémate! —grité. La lluvia me caía en la cara, en los párpados. Yo prácticamente daba saltos de alegría. Mojo retrocedió hacia la mansión en sombras, con la cabeza gacha. —¡Quémate, quémate! ¡Louis, ojalá pudiera quemar te a ti también! ¡Cómo me gustaría hacerlo! ¡Ah, si supiera dónde yaces durante el día!
Sin embargo, pese al júbilo me di cuenta de que estaba lloran do. Me pasaba el dorso de la mano por la boca y clamaba: "¡Cómo pudiste dejarme así! ¡Cómo pudiste hacerlo! Te maldigo." Hecho un mar de lágrimas, volví a caer de rodillas sobre la tierra mojada.
Me senté apoyándome en los talones, con las manos plegadas ante mí, desdichado, y contemplé la gran hoguera. Algunas luces comenzaron a encender se en casas distantes. Alcancé a oír el ulular de una sirena a lo lejos. Comprendí que debía irme.
Sin embargo, seguía ahí, como embotado, cuando de pronto Mojo me sobresaltó con uno de sus gruñidos más aterradores. Advertí que se había parado a mi lado, que apretaba su piel húmeda contra mi rostro y tenía la mirada perdida en la casa incendiada.
Me moví para tomarlo del collar cuando comprendí el motivo de su miedo. No se trataba de un humano servicial sino más bien de una silueta blanca y fantasmal, una suerte de espeluznante aparición que había cerca de la casa incendiada, iluminada por el resplandor del fuego.
¡Hasta con mis ojos mortales me di cuenta de que era Marius! También noté la expresión de ira de su rostro. Jamás había visto yo tal reflejo de furia, y no me cupo duda de que eso era precisamente lo que quiso que yo viera.
Abrí los labios, pero la voz había muerto en mi garganta. Lo único que pude hacer fue tenderle los brazos, enviarle desde el corazón un mudo pedido de ayuda, de piedad.
Una vez más el perro lanzó su feroz advertencia y pareció a punto de saltar.
Y mientras yo observaba, indefenso, temblando de pies a cabeza, la figura giró lentamente y, dirigiéndome una última mirada de enojo y desprecio, se marchó.
Sólo entonces reaccioné.
—¡Marius, no me dejes aquí' ¡Ayúdame! —Alcé los brazos al cielo. — Marius —clamé con voz gutural.
Pero era inútil, ya lo sabía.
La lluvia me empapaba el abrigo, se me metía por los zapatos. Tenía el pelo mojado y ya no importaba si había estado llorando, porque el agua había arrastrado mis lágrimas.
—Crees que me has vencido —murmuré. ¿Qué necesidad había de llamarlo a los gritos?. —Crees haber emitido tu juicio y que con eso se termina todo. Sí, piensas que es tan sencillo. Bueno, estás equivocado.
Nunca seré vengado por lo de hoy. Pero me verás de nuevo. Ya me verás.
Agaché la cabeza.
La noche se llenó de voces mortales, de pasos que corrían. Un potente ruido de motor se detuvo en la esquina lejana. Tuve que hacer un esfuerzo para poner en movimiento estas miserables piernas humanas. Le hice señas a Mojo de que me siguiera. Dejamos atrás las ruinas de la casita, que seguían ardiendo alegremente; saltamos un tapial bajo, cruzamos por un callejón cubierto de malezas y huimos.
Sólo más tarde me puse a pensar que probablemente estuvimos a punto de que nos pescaran: el pirómano y su temible perro.
Pero, ¿eso qué importaba? Louis me había echado, lo mismo que Marius...
Marius, que podía encontrar mi cuerpo preternatural antes que yo y destruirlo en el acto. Marius, que quizá ya lo hubiera aniquilado para dejarme eternamente anclado en este esqueleto mortal.
Ah, si en mi juventud mortal alguna vez había padecido tal desdicha, no lo recordaba. Y aunque la hubiese sufrido, de poco consuelo me servía.
¡Mi miedo era inenarrable! No lo podía vencer con la razón. Daba vueltas y más vueltas con mis esperanzas y mis planes ineficaces.
"Tengo que encontrar al Ladrón de Cuerpos. Tengo que encontrarlo, y tú debes darme tiempo, Marius. Si no me ayudas, al menos concédeme eso."
Lo repetía una y otra vez como el Ave María del rosario, mientras marchaba con dificultad bajo la lluvia inclemente.
Una o dos veces hasta grité mis plegarias en la oscuridad, parado bajo un viejo roble que chorreaba, tratando de ver la luz que llegaba a través del cielo húmedo.
¿Quién en el mundo podía ayudarme?
Mi única esperanza era David, aunque vaya uno a saber qué podía hacer para ayudarme. ¡David! ¿Y si también él me daba la espalda?
Me hallaba sentado en el Café du Monde cuando salió el sol, y me preguntaba cómo haría para entrar en mi departamento de la azotea. El hecho de analizar ese pequeño problema me impedía perder la razón.
¿Sería ésa la clave de la supervivencia humana? Hmmin. ¿Cómo entrar por la fuerza en mi lujoso departamento? Yo mismo había colocado un portón infranqueable en la entra da del jardín de la azotea. Yo mismo había instalado complejas cerraduras en todas las puertas. Las ventanas tenían rejas para que los mortales no pudieran pasar, aunque nunca me había puesto a pensar cómo ningún mortal podía subir hasta allí.
Bueno, tendré que ingresar por el portón. Pensaré en algún tipo de magia verbal para usar con los demás moradores del edificio, todos inquilinos de Lestat de Lioncour t; que los trata muy bien, permítaseme añadir. Los convenceré de que soy un primo francés del propietario, enviado a ocuparse de la penthouse en su ausencia, y diré que se me debe franquear la entrada a toda costa. ¡Aunque tenga que usar una palanca o un hacha!
O una sierra eléctrica. Apenas un detalle técnico, como dicen en esta era.
Tengo que entrar.
Después, ¿qué hago? ¿Tomo una cuchilla de cocina —porque hay allí cosas por el estilo, aunque jamás tuve necesidad de una cocina— y me degüello?
No. Llamo a David. No hay nadie en este mundo a quien puedas recurrir, ¡y piensa en las cosas terribles que él te va a decir!
Cuando dejé de discurrir sobre todo eso, de inmediato me acometió un desánimo demoledor.
Marius y Louis me habían echado. En la peor de mis locuras, se negaron a ayudarme. Cierto es que me había burlado de Marius. No quise aceptar su sabiduría, su compañía, sus normas.
Sí, me lo tenía merecido, como tan a menudo dicen los mortales. Había cometido el deleznable acto de soltar al Ladrón de Cuerpos con mis poderes. Verdad. También era culpable de espectaculares experimentos y desaciertos.
Pero nunca imaginé cómo iba a sentirme privado por completo de mis facultades, mirándolo todo des de afuera. Los demás lo sabían; seguramente lo sabían. Y permitieron que Marius emitiera su juicio y me hiciera saber que, en castigo por mi acto, ¡decidían echarme!
Pero Louis, mi hermoso Louis, cómo pudo menospreciarme. ¡Yo habría desafiado hasta a los cielos para ayudarlo! Había contado tanto con él, con despertarme esta noche y tener la vieja, poderosa sangre corriendo por mis venas.
Oh, Dios, ya no era uno de ellos. Ahora no era más que ese mortal que estaba ahí sentado, en la sofocante calidez del bar, bebiendo un café —de rico sabor, eso sí—, comiendo una rosquilla dulce, sin esperanzas de recuperar jamás su lugar.
Ah, cómo los odiaba. ¡Qué ganas me daban de hacerles daño! Pero, ¿quién tenía la culpa de todo? Lestat, ahora un hombre de un metro noventa, ojos castaños, piel bastante oscura y espesa cabellera ondulada. Lestat, de brazos musculosos y piernas fuertes, y otro resfrío mortal que lo debilitaba. Lestat, con su fiel perro Mojo. Lestat, que quería saber cómo hacer para apresar al demonio que había huido llevándose no su alma, como suele ocurrir, sino su cuerpo, un cuerpo que bien podía estar ya destruido.
La cordura me dijo que aún era muy pronto para planear nada. Además, nunca me había interesado demasiado la venganza. La venganza es para quienes en algún momento resultan vencidos. Yo no estoy vencido, me dije. Y es mucho más interesante analizar la victoria que el desquite.
Mejor pensar en cosas pequeñas, cosas que puedan ser cambiadas. David tenía que escucharme. ¡Por lo menos que me diera su consejo! Pero, ¿qué más podía dar? ¿Qué podían hacer dos mortales para perseguir al despreciable ser? Ahhh...
Mojo tenía hambre y me observaba con sus ojazos inteligentes. Cómo lo miraba la gente del bar; cómo esquivaban a ese funesto animal peludo de hocico oscuro, orejas de borde rosado y enormes patas. Imprescindible darle de comer. Al fin y al cabo, era cierto el típico lugar común: ¡ese inmenso perro era mi único amigo!