Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
—De veras eres tú —afirmó con un áspero susurro.
—Maldita sea, claro que soy yo. Y por poco me matas, no sé si te das cuenta. ¿Cuántas veces piensas ejecutar ese truquito tuyo mientras sigan funcionando los relojes de la tierra? ¡Necesito que me ayudes, maldita sea! ¡Y una vez más tratas de matarme! Y ahora, por favor, a ver si cierras alguna persiana que te quede en estas ventanas de porquería, y enciendes algún fuego en esta miserable chimenea.
Volví a desplomarme en mi sillón de pana roja con la respiración aún forzada, cuando un extraño ruido a lengüetazos me distrajo. Levanté los ojos. Louis no se había movido; más aún, me miraba como si me considerara un monstruo. Pero Mojo estaba pacientemente lamiendo mi vómito del piso.
Lancé una carcajada divertida que amenazó con convertirse en ataque de histeria.
—Por favor, Louis, enciende el fuego —le pedí—. Me estoy congelando en este cuerpo mortal. ¡Apresúrate!
—Dios mío —musitó—. ¡Qué has hecho ahora!
Por mi reloj pulsera supe que eran las dos. La lluvia había amaina do tras los postigos de puertas y ventanas y yo estaba acurrucado en el sillón rojo, disfrutando del fueguito. Pero de nuevo tenía frío y me daban ataques de tos. Seguramente ya llegaría el momento en que no tuviera que preocuparme más por eso.
Le había contado todo, con lujo de detalles.
En un arranque de mortal candidez, describí cada experiencia con todos sus pormenores, desde mis conversaciones con Raglán James hasta la triste despedida de Gretchen. Hablé de mis sueños, de Claudia en el pequeño hospital de antaño, de la conversación que tuvimos en la sala de fantasía del hotel dieciochesco, de la tremenda soledad que sentí
al amar a Gretchen porque sabía que en el fondo ella me consideraba loco, que sólo por esa razón me quería. Me tomaba por una especie de idiota bondadoso, nada más.
Listo. Ya estaba. No tenía idea de dónde hallar al Ladrón de Cuerpos, pero tenía que encontrarlo. Y sólo podría emprende r la búsqueda cuando volviera a ser vampiro, cuando este físico alto y poderoso recibiera sangre preternatural.
Si bien quedaría débil porque sólo contaría con la sangre de Louis, de todos modos sería veinte veces más fuerte que en ese momento y tal vez podría requerir la ayuda del resto de los compañeros. Una vez que el cuerpo se transformara, seguramente poseería alguna voz telepática.
Podría implorar ayuda a Marius, a Armand e incluso a Gabrielle —ah, sí, mi querida Gabrielle— porque ya no estaría dominada por mí y me podría oír, lo cual, en el designio corriente de las cosas —si es que se podía usar tal palabra—, no podía hacer.
El seguía sentado a su escritorio como lo estuvo todo el tiempo, sin reparar en las corrientes de aire, por supuesto, ni en la lluvia que golpeteaba contra las maderas de los postigos, escuchando sin abrir la boca todo lo que le decía, observándome con expresión de dolor y desconcierto cuando comencé a pasearme mientras continuaba mi encendido relato.
—No me juzgues por mi estupidez —le rogué. Volví a contarle el tormento que viví en el Gobi, mi extraña conversación con David, la visión de David en el café de París. —Me hallaba en un estado de desesperación. Tú sabes por qué lo hice. No necesito decírtelo. Pero ahora hay que volver atrás.
Ya a esa altura me daban constantes ataques de tos y me sonaba la nariz como loco con esos miserables pañuelitos de papel.
—No sabes lo repugnante que es estar en este cuerpo. Bueno, por favor, hazlo ahora mismo, rápido, lo mejor que puedas. Cien años han pasado desde la última vez que lo llevaste a cabo. Hay que agradecerle a Dios que no se te hayan desvanecido los poderes. Ya estoy listo. No hacen falta preparativos. Cuando recupere mi forma, pienso meterlo a él aquí adentro y quemarlo hasta dejarlo hecho cenizas.
Nada me respondió.
Me levanté y volví a pasearme, esta vez para entrar en calor y porque un miedo horrible se estaba apoderando de mí. Al fin y al cabo estaba por morir, ¿no es así? Y renacer, tal como había ocurrido hacía más de doscientos años. Ah, pero no sentiría dolor. No, nada de dolor... sólo algunos malestares, que no eran nada comparados con la opresión en el pecho que sentía en ese instante, o el frío que me atenaceaba manos y pies.
—Louis, por el amor de Dios, sé rápido —dije. Lo miré. — ¿Qué te pasa?
Me respondió con voz baja, insegura.
—No puedo hacerlo.
—¡Qué!
Lo miré tratando de descifrar lo que había querido decir, qué dudas podía tener, qué posible dificultad habría que resolver. Entonces me di cuenta del cambio asombroso que se había operado en su rostro enjuto, perdida ahora toda su tersura y convertido, de hecho, en una perfecta máscara de pesar.
Una vez más comprendí que lo estaba viendo como lo veían los humanos.
Un tenue brillo rojizo velaba sus ojos verdes. Todo su cuerpo, de apariencia tan fuerte y sólida, temblaba.
—No puedo ayudarte, Lestat —repitió, poniendo toda su alma en las palabras—. ¡No puedo!
—¿Qué estás diciendo, por Dios? —clamé—. Yo te hice. ¡Hoy existes gracias a mí! Me amas, tú mismo me lo aseguraste. Claro que me ayudarás.
Me precipité hacia él, apoyé con fuerza las manos sobre el escritorio y lo miré fijo.
—¡Louis, respóndeme! ¿Qué es eso de que no puedes?
—No te culpo por lo que hiciste. Pero, ¿es que no ves lo que pasó, Lestat? Renaciste y ahora eres mortal.
—No es momento para sentimentalismos sobre la transformación.
¡No me contestes con mis mismas palabras! Yo estaba equivocado.
—No, no lo estaba s.
—¿Qué quieres decir, Louis? Estamos perdiendo tiempo. ¡Tengo que salir a perseguir a ese monstruo que me robó mi cuerpo!
—Los demás se encargarán de él, Lestat. A lo mejor ya lo hicieron.
—¿Qué es eso de que ya lo hicieron?
—¿Crees que no saben lo que pasó? —Estaba profundamente conmovido, pero también furioso. Era notable cómo, al hablar, se le formaban y borraban en la carne las arrugas humana s de la expresión.
—¿Cómo va a pasar semejante cosa sin que ellos se enteren? —dijo, casi rogándome que comprendiera—. Dijiste que ese tal Raglán James era un hechicero, pero ningún hechicero puede ocultarse totalmente y no ser descubierto por seres poderosos como Maharet o su hermana, como Khayman y Marius, o incluso Armand. Además, qué torpe: haber asesinado a tu representante de manera tan sangrienta y cruel. — Sacudió la cabeza, y de pronto se apretó los labios. —¡Lestat, lo saben!
Tienen que saberlo. Bien podría ser que ya hubieran destruido tu cuerpo.
—Eso no lo harían.
—¿Por qué no? Tú entregas te a ese demonio una máquina de destrucción...
—Pero él no sabía usarla. ¡Eran sólo treinta y seis horas de tiempo mortal! Louis, sea como fuere, tienes que darme la sangre.
Sermonéame después. Haz funcionar el Truco Misterioso y ya encontraré las respuestas a todos estos interrogantes. Estamos desperdiciando minutos valiosísimos.
—No, Lestat. El tema del ladrón y lo que hizo con tu cuerpo no nos incumbe. Lo importante es lo que ahora te está pasando a ti, a tu alma, dentro de ese cuerpo.
Está bien. Como quieras. Conviérteme, pues, en vampiro.
—No puedo. O mejor dicho, no lo haré.
No pude resistirme y me abalancé sobre él. Al instante lo tenía aferrado con ambas manos de las solapas de ese saco negro, sucio y raído. Tironeé de la tela, listo para sacarlo del sillón, pero permane inamovible mirándome sin hablar, con expresión de tristeza. Enojado pero impotente, lo solté y me quedé parado, tratando de aquietar el desasosiego de mi corazón.
—¡No puedes decirlo en serio! —exclamé, y di un golpe de puño contra el escritorio—. ¿Cómo me lo puedes negar?
—¿Por qué no me dejas quererte bien? —preguntó, con voz transida de emoción y rostro sumamente pesaroso—. No lo haría por grande que fuera tu dolor, por mucho que me lo suplicaras, por impresionante que fuera la letanía de hechos que me presentaras. Me niego, porque de ninguna manera voy a hacer a otro como nosotros. ¡Lo que me has contado no son grandes tragedias! ¡No te están ocurriendo calamidades! —Sacudió la cabeza, como si estuviera tan afectado que no pudiese continuar. Luego dijo: —En eso has triunfado como sólo tú podías hacerlo.
—No, no, tú no entiendes...
—Sí, claro que sí. ¿Tengo que llevarte frente a un espejo? —Con gestos lentos se puso de pie y me miró fijamente a los ojos—. ¿Debo obligarte a analizar las moralejas del cuento que acabo de oír de tus propios labios? ¡Lestat, has realizado nuestro sueño! ¿Es que no lo ves? Has conseguido renacer como mortal. ¡Un mortal bello y fuerte!
—No. —Di unos pasos atrás haciendo gestos de negación al tiempo que levantaba las manos en ademán suplicante.
—Estás loco. No sabes lo que dices. ¡Odio este cuerpo! Odio ser humano.
Si te queda una pizca de compasión, Louis, ¡deja de lado esos delirios y escúchame!
—Ya te oí. Ya lo he oído todo. ¿Por qué no lo crees? Lestat, ganaste. Te has liberado de la pesadilla. Has vuelto a tener vida.
—¡Sufro horrores! Dios mío, ¿qué debo hacer para convencer te?
—Nada. Soy yo quien tiene que convencerte a ti. ¿Cuánto tiempo llevas ya en ese cuerpo? ¿Tres días? ¿Cuatro? Hablas de males tares como si fueran enfermedades de muerte; hablas de límites físicos como si se tratara de perversas restricciones punitivas.
"No obstante, en tus largas lamentaciones tú mismo me has pedido que no te haga caso, que no acceda a tus ruegos. ¿Para qué, si no, me contaste la historia de David Talbot y su obsesión con Dios y el diablo? ¿Para qué me contaste todo lo que te dijo la monja Gretchen? ¿Para qué describiste el pequeño hospital que viste en sueños? Sé que no fue Claudia la que se te apareció. No digo que Dios haya puesto a Gretchen en tu camino, pero sí que te has enamorado de ella. Tú mismo lo reconoces. Esa mujer está esperando que regreses. En definitiva, quizá sea ella quien te guíe para que aprendas a tolerar las molestias y dolores de la vida humana...
—No, Louis. Lo has entendido todo mal. No quiero que ella me guíe. ¡No quiero esta vida mortal!
—¿No te das cuenta de la oportunidad que se te brinda? ¿No advierte s la senda que se abre ante ti y la luz al final del camino?
—Me voy a volver loco si sigues diciendo esas cosas...
—Lestat, ¿qué puede hacer cualquiera de nosotros para redimirse? ¿Y quién era siempre el que se obsesionaba con estos temas? Tú.
—¡No, no! —Levanté los brazos y los crucé repetidas veces, como tratando de detener a ese camión cargado de filosofía insensata que amenazaba atropellarme. —¡No! Te digo que esto es falso. Es la peor de las mentiras.
Me dio la espalda y yo volví a lanzarme sobre él, incapaz de contenerme. Lo habría aferrado por los hombros para sacudirlo, pero, con un gesto demasiado rápido para mi ojo, me empujó hacia atrás y me mandó contra el sillón.
Sorprendido, me doblé el tobillo y caí sobre los almohadones. Con el puño derecho me golpeé la palma de la mano izquierda.
—Ah, no, no. Nada de sermone s ahora. —Casi se me saltaban las lágrimas. —Nada de consejos ni perogrullada s.
—Vuelve con ella.
—¡Estás loco!
—Imagínalo —prosiguió, como si yo no hubiera hablado, dándome la espalda, quizá con los ojos fijos en la ventana y voz casi inaudible. Su figura se recortaba contra el plateado continuo de la lluvia. —Renaces después de tantos años de apetitos inhumanos, de siniestro y desalmado succiona r. Y en ese hospital de la selva podrás salvar una vida humana por cada una que hayas segado. Oh, no sé qué ángeles de la guarda te protegen. ¿Por qué son tan misericordiosos? Me ruegas que te lleve de nuevo al horror, pero cada palabra tuya realza el esplendor de todo lo que has visto y sufrido.
—¡Desnudo mi alma y la usas contra mí!
—No, Lestat. Trato de hacer te bucear en tu interior. Me estás rogando que te conduzca de vuelta a Gretchen. ¿Seré yo, tal vez, el único ángel de la guarda? ¿Soy el único que puedo confirma r ese destino?
—¡Hijo de puta! Si no me das la sangre...
Giró en redondo. Su rostro era el de un fantasma; sus ojos, estaban muy abiertos, asquerosamente irreales en su belleza.
—No lo haré ahora, mañana ni nunca. Vuelve con ella, Lestat. Vive la vida mortal.
—¡Cómo te atreves a elegir por mí! —Me puse nuevamente de Pie, decidido a terminar con las súplicas y lamentos.
—No vengas a pedírmelo de nuevo; si vienes, te haré daño. Y no deseo hacerlo.
—¡Me has matado! Eso es lo que has hecho. ¡Piensas que creo todas tus mentiras! Me has condenado a este cuerpo doliente y podrido, eso es lo que has hecho. ¿Crees que no sé el odio que sientes? ¿Crees que no me doy cuenta de que buscas desquitarte? Por Dios, di la verdad.
—No, no es verdad. Te quiero. Pero estás ciego de impaciencia, angustiado por dolores poco importantes. Eres tú quien no me perdonará nunca si te robo este destino, pero te llevará un tiempo poder valorar mi gesto.
—No, no, por favor. —Me acerqué a él, pero no ya con indignación.
Caminé despacio, hasta que pude apoyar las manos en sus hombros y aspirar la tenue fragancia de polvo y tumba que llevaba adherida a la ropa. Dios santo, ¿era nuestra piel la que atraía tan delicadamente la luz? Y nuestros ojos. Ah, mirarme en sus ojos.
—Louís, quiero que me tomes. Te lo pido por favor. Deja que haga yo las interpretaciones sobre mi relato. Mírame, Louis; tómame. —Sostuve su mano fría, inerte, y la apoyé contra mi cara. —Siente la sangre que hay en mí, siente el calor. Me deseas, Louis, no puedes negarlo. Me deseas, quieres tenerme en tu poder como te tuve yo a ti hace tanto tiempo. Seré tu creación, tu vastago, Louis. Hazlo, por favor. No me obligues a implorártelo de rodillas.
Noté un cambio en él, la repentina expresión depredadora que tiñó sus ojos. Pero, ¿había algo más fuerte que su sed? Su fuerza de voluntad.
—No, Lestat —susurró—. No puedo. Aunque yo esté equivocado y tú no... por más que carezcan de sentido todas tus metáforas, no puedo hacerlo.
Lo tomé en mis brazos, ah, qué frío, qué reacio este monstruo que yo había creado con carne humana. Lo besé en la mejilla, temblando y mis dedos se deslizaron hasta su cuello.
No se alejó. No tuvo valor. Sentí que su pecho se hinchaba contra el mío.
—Hermoso mío, haz lo que te pido —murmuré en su oído—. Lleva este calor a tus venas y devuélveme todo el poder que en una oportunidad te di. —Apreté mis labios contra su boca fría, descolorida. —Bríndame el futuro, Louis. Dame la eternidad. Líbrame de esta cruz.