El ladrón de cuerpos (29 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Quiso venir, por supuesto.

En el senderito, había unos treinta centímetros de nieve y cuan d llegué a la calle, la capa era más espesa aún.

Desde luego, ni señales del Porsche. Ni a la izquierda de los escalones del frente ni en toda la cuadra. Sólo para cerciorarme, me llegué hasta la esquina, di media vuelta y regresé. Tenía los pies congelados, lo mismo que las manos, y me dolía la piel de la cara. Bueno, tendría que caminar, por lo menos hasta que localizara un teléfono público. La nieve soplaba alejándose de mí, lo cual era una bendición, pero lamentablemente no sabía adónde tenía que ir.

A Mojo ese clima parecía encantarle, porque avanzaba por delante de mí sin cesar, mientras los minúsculos copitos de nieve caían, brillantes, sobre su pelaje gris. Yo tendría que haber intercambiado el cuerpo con él, pensé. Pero la idea de que estuviera Mojo dentro de mi cuerpo vampírico me dio mucha risa; reí y reí sin parar, di vueltas en círculo y seguí riendo hasta que al final me detuve por. que, sinceramente, me moría de frío.

La situación era muy graciosa. Ahí estaba yo hecho un ser humano, o sea que había conseguido lo que siempre soñé desde mi muerte, ¡y la experiencia me resultaba espantosa! Sentí una punzada de hambre en mi estómago que aullaba, y luego otra, a las que sólo podía denominar retortijones de hambre.

—Tengo que encontrar Paolo’s. Pero, ¿cómo voy a conseguir que me den comida? Necesito comer, ¿no? No puedo subsistir sin alimento, de lo contrario me debilitaría.

Al llegar a la esquina de la avenida Wisconsin vi luces y gente que bajaba por la calle. Ya habían despejado la nieve de la calzada, de modo que estaba abierta al tránsito. Alcancé a distinguir a personas que iban y venían bajo los faroles, pero todo lo veía poco claro, por Supuesto.

Seguí de prisa a pesar de que los pies se me entumecían de dolor, lo cual no es una contradicción, como bien lo sabe cualquiera que haya

Caminado en la nieve, hasta que por fin vi la vidriera iluminada de un bar.

Martini’s. No había problema. Olvidémonos de Paolo` s. Voy a tener que conformarme con Martini’s. Un auto se había detenido al frente y de él bajó una pareja joven que de inmediato entró en el local. Lentamente me acerqué a la puerta y vi a una muchacha bastante bonita que, de un escritorio de madera, recogía dos menúes para entregarlos a losóvenes y junto con ellos se internaba en las sombras. Vislumbré velas y manteles a cuadros, y de pronto comprendí que el hedor fétido que impregnaba mi nariz era olor a queso quemado.

No me habría gustado ese olor siendo vampiro; no, en absoluto, pero tanto no me habría repugnado. Lo habría tomado como algo que venía de afuera. Pero en ese momento lo relacioné con el hambre que sentía y fue como si me tironeara los músculos desde adentro de la garganta. En realidad, me dio la impresión de que tenía el olor, dentro de las tripas, que era algo más que un simple olor por la fuerza con que me presionaba.

Qué curioso. Sí, tengo que advertir todas esas cosas porque eso es estar vivo.

La joven había regresado. Vi su perfil suave cuando miró el papel que

había sobre su pequeño escritorio y levantó una lapicera para anotar algo.

Tenía cabello oscuro, largo y ondulado, y piel muy clara. Me dieron ganas de verla mejor. Traté de percibir su aroma pero no pude. Sólo me llegaba el olor a queso quemada.

Abrí la puerta sin prestar atención al mal olor, entré, me planté delante de la muchacha y la bendita tibieza del local me envolvió, con olores y todo. Era muy joven, de facciones pequeñas y angostos ojos negros. Tenía labios grandes, exquisitamente pintados, y cuello largo, de hermosa línea.

El cuerpo era típico del siglo XX: puro hueso bajo el vestido.

—Mademoiselle —dije, enfatizando mi acento francés—, tengo mucha hambre y afuera está muy frío. ¿No hay nada que pueda hacer para ganarme un plato de comida? Si quiere le 1avo los pisos o las cacerolas, haré lo que haga falta.

Me miró un momento, inexpresiva. Luego se enderezó, se apartó la cabellera, puso los ojos en blanco y volvió a mirarme.

—Salga de aquí! —Su voz me pareció metálica, apagada. No lo era, desde luego; era el modo en que oían los mortales. No pude percibir la resonancia que sí captaba un vampiro.

—Me da un pedazo de pan? Un solo pedazo. —Los olores a comida, desagradables y todo, me atormentaban. No recordaba bien qué gusto tenía la comida. No podía recordar textura y alimento juntos pero una sensación muy humana se estaba apoderando de mí. Estaba desesperado por comida.

—Voy a llamar a la policía —dijo, temblándole un tanto la voz— si no se va ya mismo de aquí.

Traté de leerle los pensamientos. Imposible. Miré en derredor entornando los párpados. Intenté leérselos a los otros humanos. Nada. En ese cuerpo, no tenía la facultad. No, no puede ser. Volví a mirarla. Nada.

Ni el menor indicio de sus pensamientos, nada que me indicara qué clase de persona era.

—Ah, bueno —repuse, obsequiándole mi sonrisa más amable, aunque sin tener idea de cómo me salía o cuál podía ser su efecto —Espero que se pudra en el infierno por su falta de caridad Pero Dios sabe que no me merezco más que esto —Di media vuelta y estaba ya por marcharme cuando me tocó la manga

—Mire —comenzó estremeciéndose levemente del disgusto—, ¡usted no puede venir aqui y pretender que se le dé de comer!

—La sangre se le había subido a las mejillas, pero no la pude oler. Olf en cambio una especie de perfume almizclado que emanaba de ella, algo que era en parte humano y en parte esencia comercial. De pronto vi dos pezones diminutos que resaltaban en la tela de su vestido.

Qué asombroso. Traté de leerle de nuevo los pensamientos. Supuse que podría hacerlo, puesto que se trataba de una facultad innata, pero fue en vano.

—Le advertí que estaba dispuesto a pagarle con trabajo —articulé, procurando no mirarle los pechos—. Haré lo que me pida. Y le ruego me disculpe. No quiero que se pudra en el infierno. Cómo pude decirle algo tan horrible Lo que pasa es que estoy en apuros

Me han pasado muchas cosas. Ese que está ahí afuera es mi perro. ¿Qué le puedo dar de comer?

—Ese perro! —Miró a través de la vidriera a Mojo, que estaba sentado en la nieve con aire majestuoso. —No me haga bromas.

- —Qué voz aguda tenía; sin la menor personalidad. Cuántos ruidos del mismo tipo me llegaban. Metálicos, débiles.

—De veras es mi perro —dije, fingiendo indignación—. Lo quiero mucho.

Se rió.

—Ese perro come aquí todas las noches por la puerta de la cocina!

—Ah, fabuloso. Por lo menos uno de los dos se alimenta. Me, alegro de oírlo, madernojselle. Tal vez tendría que ir yo por la puerta de la cocina. O quizá el perro me deje algo.

- Soltó una risita falsa. Me estaba observando —eso era evidente——, mirando con interés mi rostro y mi ropa. ¿Qué impresión le habré Causado? No lo sé. El sobretodo negro no era una prenda Ordinaria, pero tampoco elegante. El pelo castaño de esa cabeza mía estaba lleno de nieve.

Era flacucha pero de innegable sensualidad. Nariz muy angosta, ojos muy bien formados, hermosos huesos.

—De acuerdo —aceptó—. Siéntese al mostrador, que le haré servir algo.

¿Qué quiere?

—Lo que sea. Cualquier cosa. Gracias por su amabilidad.

—De nada. Tome asiento. —Abrió la puerta y le gritó al perro;

—Ve por la puerta del fondo —acompañando la palabra con un gesto.

Mojo se quedó sentado donde estaba, paciente montaña de piel.

Yo entonces salí al viento helado y le indiqué que fuera por la puerta de la cocina. Con un ademán le señalé el callejón lateral. Me miró un largo instante; luego se levantó, se encaminó hacia el callejón y desapareció.

Volví a entrar, por segunda vez agradecido de poder guarecerme del frío, aunque tenía los zapatos llenos de nieve derretida. Me interné en la penumbra del restaurante, tropecé contra una banqueta de madera que no había visto, casi me caigo y por último me senté en esa misma banqueta. Ya me habían preparado un lugar en el mostrador, con un individual azul y pesados cubiertos de acero. El olor a queso era asfixiante. Había otros olores: fritura de cebolla, ajo, grasa quemada.

Todo repugnante.

La banqueta me resultaba por demás incómoda. El borde redondo del asiento se me incrustaba en las piernas, y me seguía molestando no ver bien en la oscuridad. El restaurante parecía muy largo, como si tuviera varias habitaciones más en hilera. Pero no alcanzaba a ver hasta el fondo.

Oía ruidos atemorizantes, como de grandes ollas que chocaban contra algo de metal, y todo eso me hacía mal a los oídos o, mejor dicho, me desagradaba.

La muchacha apareció sonriente, trayendo un vaso grande de vino tinto.

El olor era agrio y potencialmente nauseabundo.

Le di las gracias. Luego tomé el vaso y bebí un sorbo grande. Retuve el vino un instante antes de tragarlo, y en el acto me ahogué. No entendí lo que pasó, si había tragado mal, si el vino me irritaba la garganta por algún motivo, o qué. Sólo sé que me dio un acceso de tos y tuve que manotear la servilleta —de tela— para taparme la boca. Una parte del vino me subió a la nariz. En cuanto al gusto lo noté débil, ácido. Una frustración total.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza sobre la mano izquierda la misma mano que sostenía fuertemente la servilleta.

—Por .qué no prueba de nuevo —me invitó ella. Abrí los ojos y vi que tenía una enorme jarra y me estaba llenando otra vez el vaso.

—Bueno, gracias. —Tenía una sed enorme, que el mero sabor del vino no había hecho sino incrementar. Pero esta vez no iba a tragar tan de golpe.

Levanté el vaso, tomé un sorbo pequeño, traté de paladearlo aunque parecía no haber nada que paladear, y por último lo tragué. Muy livianito, totalmente distinto del trago suculento de sangre. Tengo que tomarle la mano. Apuré el resto. Luego tomé la jarra, volví a llenarlo, y eso también lo bebí.

Hubo un momento en que sentí sólo frustración. Después fui sintiéndome mareado. Ya va a venir la comida, pensé. Ah, ahí llega... una bandejita de palitos de pan, o al menos eso parecen ser.

Levanté uno, lo olí con cuidado para cerciorarme de que fuera pan, le di un mordisco y en el acto desapareció. Fue como comer arena. Igual que la arena del desierto de Gobi que me entraba en la boca. Arena.

—Como comen esto los mortales? —pregunté.

—Más despacio —respondió la mujer hermosa, y soltó una risita—. ¿No eres mortal? ¿De qué planeta vienes?

—De Venus, el planeta del amor.

Me observaba sin disimulo, y sus mejillas volvieron a adquirir un leve rubor.

—Bueno, ¿por qué no te quedas por aquí hasta que termine mi turno?

Después puedes acompañarme a casa.

—Con mucho gusto —acepté. Luego tomé conciencia de lo que eso podía significar para mí, y me produjo un efecto extraño. Tal vez podría acostarme con ella. Oh, sí, era decididamente una posibilidad porque la noté dispuesta. Mis ojos descendieron hasta sus pequeños pezones, que me tentaban al sobresalir bajo la seda negra de su vestido. Sí, acostarme con ella. Y qué suave era la piel de su Cuello.

El miembro se me excitó entre las piernas. Menos mal, algo que me funciona, me dije. Pero qué rara esa sensación local, ese endurecimiento e hinchazón la forma insólita en que consumía todos mis pensamientos La sed de sangre nunca era local. Dejé vagar ‘la mirada. Ni siquiera bajé la vista cuando me sirvieron el plato de spaghetti al tuco. La fuerte fragancia me llegó a la nariz: queso derretido, Carne quemada. Y grasa.

Bájate, le dije al miembro. Todavía no es hora de eso.

Por último dirigí la mirada al plato. El hambre me oprimía como Si alguien me hubiera agarrado los intestinos con ambas manos y me lo estuviera retorciendo. ¿Recordaba esa sensación? Sabe Dios que en mi época de mortal había pasado hambre. El hambre era como la Vida misma. Pero el recuerdo me pareció lejano, muy poco importante. Lentamente tomé el tenedor, que en aquel entonces jamás usaba porque no teníamos —sólo cuchillos y cucharas en nuestro tosco mundo—, introduje los dientes bajo la maraña de fideos húmedos y alcé una pila que me llevé a la boca.

Supe que estaban demasiado calientes antes de que me tocaran la lengua, pero no me detuve con la necesaria rapidez. Me quemé mucho y dejé caer el tenedor. Eso sí que fue idiotez pura, pensé, y ya debe ser mi décimo acto de idiotez pura. ¿Qué debo hacer para encarar las cosas de forma más inteligente, con más paciencia y serenidad? Me eché hacia atrás en la incómoda banqueta, lo más que se podía hacer sin caerme al piso, e intenté pensar.

Estaba tratando de dominar mi nuevo cuerpo, que me resultaba débil y con sensaciones desconocidas —un frío doloroso en los pies, por ejemplo; pies mojados en medio de una corriente de aire cercana al piso —, y era comprensible que cometiera errores tan tontos. Tendría que haber traído las galochas. Tendría que haber buscado un teléfono antes de ir allí, para llamar a París y hablar con mi representante. No razonaba; tercamente me comportaba como si fuera vampiro, y no lo era.

Sin duda, la temperatura de la comida no me habría quemado cuando era vampiro. Pero en ese momento no lo era. Por eso debía haber llevado las galochas. ¡Piensa!

Qué diferente de lo que había supuesto me estaba resultando la experiencia. Oh, dioses. ¡Ahí estaba yo, hablando de pensar, cuando lo que había creído era que iba a disfrutar! Creí que iba a sumergirme en sensaciones, recuerdos, descubrimientos; ¡y lo único que podía pensar era en cómo frenarme!

A decir verdad, había imaginado diversos placeres: comer, beber, acostarme con una mujer, después con un hombre. Pero de lo vivido hasta ese momento, nada me resultaba muy placentero.

Bueno, la culpa de esa situación tan lamentable era sólo mía, pero podía revertirla. Me limpié la boca con la servilleta, hecha de áspera tela sintética, no más absorbente que un trozo de hule; luego tomé el vaso y volví a apurar el vino. Una sensación de náusea me recorrió. Se me cerró la garganta, y acto seguido me sentí mareado. Dios santo, ¿tres vasos y ya me embriagaba?

Levanté de nuevo el tenedor. Como los pegajosos fideos ya estaban más fríos, cargué el tenedor y me lo llevé a la boca. ¡Casi me ahogo una vez más! Se me cerró la garganta, como si quisiera impedir que el menjunje me asfixiara. Tuve que parar, respirar lentamente por la nariz, convencerme de que eso no era veneno, de que yo ya no era vampiro,y por último masticar con cuidado para no morderme la lengua. Pero como me la había mordido un rato antes, empezó a dolerme el trocito de carne lastimado. El dolor me resulté mucho más perceptible que la comida. No obstante, seguí masticando los spaghetti y me puse a pensar que no tenían mucho sabor, que estaban agrios y salados, que la consistencia era espantosa, y cuando comía volví a sentir la tirantez, el nudo en la boca del estómago.

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