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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (4 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Éste estaba pasando el verano en Amsterdam, estudiando las hojas sueltas de los cuadernos de Leonardo que tenían en la Biblioteca Nacional holandesa. Martini había invitado a Vance a cenar con él y éste había aceptado gustoso, aliviado de que su viejo amigo y antiguo profesor en Cambridge estuviera ileso. Vance no veía la hora de contarle lo del robo del diario de De Beatis. Echó una mirada al reloj. Se acercaba la hora de ir a casa de Martini, de modo que pagó su consumición y volvió a salir a la penumbra exterior.

La lluvia había parado. Las luces de las casas y de las calles y los carteles de las tiendas destellaban sobre el pavimento.

En las dos primeras bocacalles, Vance se volvió buscando a su hombrecillo de cabeza de lechuza, pero no lo vio por ninguna parte y no tardó en olvidarse de él al volver a abstraerse en sus pensamientos sobre la falsificación de Da Vinci y su visita a Martini.

Vance sentía gran afecto por el profesor Martini, ya que éste había creído en él cuando nadie estaba dispuesto a hacerlo.

Había conocido a Martini en 1966, en un pequeño pub que había a la salida del campus de Cambridge, en Inglaterra. En la universidad acababan de comunicarle a Vance los motivos por los cuales no iban a admitirlo. Por una parte, la baja deshonrosa del ejército y, por otra, la fama que se había ganado en el mundo de las apuestas.

No tenía la menor idea de por qué Martini lo había elegido aquel día entre la multitud que atestaba el Lamb and Flag, pero eso había cambiado su vida.

Martini lo escuchó contar cómo lo habían expulsado del ejército tras haberlo pillado desviando suministros para construir un pequeño hospital para niños heridos cerca de Basra durante la primera guerra del Golfo. Aunque por aquel entonces prácticamente acababa de salir del instituto, había sido el organizador del proyecto, entre cuyos participantes se contaban una docena de médicos, una sanitaria, un comandante del Cuerpo de Ingenieros y otros. Era el único que no era oficial, y cuando en Washington se descubrió el asunto, lo cogieron como cabeza de turco; los demás salieron del trance sin siquiera una llamada de atención.

Martini había seguido escuchando con gesto comprensivo, cuando Vance le contó que, desesperado porque no tenía dinero, había desarrollado un método tan exitoso para contar en el blackjack que le habían prohibido la entrada en los principales casinos del mundo, pero no antes de que hubiera pasado un año recorriéndolos todos hasta amasar una pequeña fortuna.

Mientras avanzaba por una penumbra que se iba transformando en oscuridad, Vance recordaba la cara de Martini, la enmarañada mata de pelo blanco, el bigote caído y la figura alta y delgada, algo encorvada, de un hombre mayor pero ágil al que le faltaba un mes para cumplir los setenta y nueve años. Un hombre que había hecho valer su influencia en la universidad y había convencido a los administradores para que admitieran a Vance. Martini había alimentado el interés del joven por Leonardo, lo había reprendido por dedicarse a otro campo y había trabajado codo con codo con él durante los últimos diez años mientras Vance saciaba su inagotable curiosidad y amor por Leonardo.

La perspectiva de ver a Martini de nuevo, por primera vez después de que Kingsbury compró el códice, le levantó el ánimo y le dio fuerzas. Quince minutos más tarde hacía sonar la antigua campanilla de casa del profesor en un edificio de cuatro plantas que daba al Prinsengracht Canal.

Mientras esperaba, oyó leves movimientos en el interior, pero nadie acudió a abrirle. Vance volvió a llamar. La única respuesta fueron unos rasguños y golpes sordos. Vance se inclinó sobre la empinada barandilla para espiar el interior de la iluminada habitación y, a través de los visillos, distinguió la silueta borrosa de un hombre alto de pie ante otro sentado en un sillón.

Su pulso se aceleró. Decididamente, la figura que estaba de pie no era el profesor.

—¡Profesor! —gritó Vance mientras probaba con el picaporte. Estaba cerrado—. Profesor Martini, ¿está usted bien? —volvió a gritar aporreando con el puño la puerta de caoba barnizada—. ¡Abra la puerta! ¡Abra o llamaré a la policía! —Vance se lanzó contra la puerta tratando de abrirla. Empujó con su hombro musculoso una y otra vez, pero la sólida madera que había soportado los rigores de cinco siglos no estaba dispuesta a ceder ahora ante un solo hombre.

Su actitud había atraído a media docena de viandantes curiosos.

—Policía —dijo perentoriamente en inglés—. Llamen a la policía —repitió en un holandés entrecortado.

Un hombre de mediana edad dio la impresión de entender, y sacó un teléfono móvil y marcó un número.

Vance subió la escalera de nuevo hasta la ventana delantera. Estaba a punto de intentar forzarla cuando la puerta principal se abrió de golpe derramando una pálida luz amarillenta sobre un hombre alto, delgado, de pelo oscuro, que se fue a toda prisa.

—¡Alto! —gritó Vance.

Haciendo caso omiso, el hombre salió corriendo y Vance se lanzó a perseguirlo.

Los coches aparcados sin orden ni concierto sobre la acera, como es costumbre allí, dificultaban su avance. El hombre se escabulló entre el tráfico y tomó por una estrecha calle de dirección única. Vance lo siguió cruzando un puente sobre el canal y girando después a la izquierda. Iba acortando distancias y agradecía los kilómetros que solía correr por la playa. La carrera del hombre se hizo más lenta cuando giró a la derecha, internándose en un callejón. Vance oyó sus zapatos sobre el pavimento y después un golpe, como si se hubiera caído.

Cuando llegó a la esquina, el hombre le llevaba apenas diez metros de ventaja y cojeaba. De pronto, Vance vaciló. En Iraq se había dedicado sólo a robar ladrillos y generadores, y de las clases de artes marciales a las que se había apuntado hacía un año sólo había asistido a doce sesiones. Pero fuera como fuese, no iba a dejar que se le escapara, de eso estaba seguro. En un esfuerzo supremo, se abalanzó sobre él desde atrás y los dos cayeron al suelo.

El hombre trató de desasirse, pero Vance lo tenía acorralado bajo una lluvia de puñetazos, algunos de los cuales daban en el blanco y otros eran golpes a ciegas que no producían el menor daño.

El atacante del profesor logró ponerse en pie, vacilante, apoyándose en la rodilla derecha. A pesar de la escasa luz, Vance pudo ver la sangre que le manaba de un corte en los pantalones, probablemente resultado de la caída sobre el adoquinado.

En ese momento, el hombre soltó un gancho de izquierda que impulsó la cabeza de Vance hacia atrás y le abrió la ceja izquierda. El otro volvió a emprender la marcha, cojeando a ojos vistas.

Vance fue tras él pero, cegado por la sangre que le caía profusamente sobre el ojo, chocó contra un contenedor de basura. Una botella de vino cayó al suelo. Vance la cogió a la carrera mientras se enjugaba la sangre y, cuando tuvo al hombre lo bastante cerca, le propinó un golpe con ella con todas sus fuerzas. Lo oyó emitir un profundo quejido antes de caer de bruces contra el pavimento donde se quedó tirado, desmadejado e inerte.

Jadeando, Vance se limpió la sangre con la manga, de la gabardina, donde quedó un rastro de color rojo brillante. El dolor de la herida se agudizó al inclinarse sobre la figura caída en el callejón y darle la vuelta para verle la cara. En el lado derecho del cuello, casi oculta bajo un jersey de cuello vuelto, se veía parte de una marca. Vance contuvo la respiración mientras apartaba el jersey. Bajo la escasa luz distinguió la forma: un pájaro, un halcón en vuelo.

—Dios santo —dijo Vance en voz alta. Coincidía exactamente con la descripción del que se había llevado el diario de De Beatis. Rebuscó en los bolsillos del hombre. Ninguna identificación. El otro gruñó, recobrando la conciencia. La policía, pensó Vance. Tenía que llamar a la policía.

Mientras se ponía de pie, oyó el sonido de unos pasos en el callejón. Se volvió justo a tiempo de ver a su perseguidor de cabeza de lechuza balanceando la misma botella de vino. Trató de esquivar el golpe, pero éste lo alcanzó en un lado de la cabeza, dejándolo aturdido y haciéndolo caer sobre manos y pies. El hombre golpeó de nuevo y esta vez le dio de lleno. Vance se desmoronó pesadamente, maravillado ante la galaxia de pequeñas estrellas de colores que había ante sus ojos.

Cuando percibió el olor a humedad del pavimento se preguntó si el hombre iría a meterle una bala en la cabeza.

Capítulo 4

Recobró la conciencia con una combinación de luces e intermitentes punzadas de dolor. Al abrir los ojos, Vance lo vio todo borroso. Poco a poco se fue dando cuenta de que no podía ver nada porque estaba tirado boca abajo en un callejón. Trató de recordar dónde, qué…

Se alzó sobre un codo. Con la mano que le quedaba libre exploró con cuidado el corte que tenía encima del ojo. Había dejado de sangrar y se tocó el chichón que se le estaba formando en la base del cráneo.

Levantándose con dificultad, se apoyó sobre la pared del callejón esperando a que el mundo dejase de dar vueltas. Intentó dar un paso y cayó de rodillas. Un momento después volvió a ponerse de pie y se encaminó con todo cuidado hacia la entrada del callejón, apoyado en la áspera pared de ladrillos. El reloj de una iglesia vecina dio las ocho. No había estado inconsciente mucho tiempo.

Al acercarse a casa del profesor Martini vio coches de policía y una ambulancia. La preocupación por la seguridad de Martini hizo que la cabeza se le despejara de inmediato. Echó a correr haciendo caso omiso del martilleo que sentía en las sienes. Una gran multitud llenaba la estrecha calzada entre el canal y las casas.

—¡Paso! —gritó—. Déjenme pasar, por favor.

Unas cuantas caras de disgusto se volvieron hacia él, pero a la vista de aquel hombre ensangrentado de mirada enloquecida, la gente se hacía a un lado en seguida.

Un policía apostado en la puerta dio una calada a un cigarrillo sin filtro mirando a Vance mientras éste subía los escalones.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Vance—. Soy un amigo.

El policía dio otra calada antes de tirar el cigarrillo al suelo y aplastarlo con un zapato sólido y pesado.

—¿Qué le ha pasado? —preguntó a continuación.

—Creo que me atacó el mismo hombre —respondió Vance.

El policía asintió con la cabeza.

—¿Y usted es…?

—Vance Erikson. El profesor Martini y yo…

La cara del policía se iluminó.

—He leído sobre usted en el periódico. Usted tiene algo que ver con Da Vinci.

Vance asintió.

—Me temo que su amigo está muerto.

Vance se quedó con la boca abierta.

—Venga. —El hombre cogió a Vance por el brazo y trató de dirigirlo hacia un grupo de coches de la policía de Amsterdam—. Venga conmigo. Tenemos que hablar.

—¡No! —Vance se desprendió del policía—. No le creo. —Se dirigió hacia la puerta abierta de la casa—. Quiero verlo.

—Mire —dijo el detective—, no creo que quiera verlo. No si era su amigo.

Pero Vance ya había traspasado la puerta. En la sala, oficiales uniformados y otros de paisano evolucionaban en torno a un sillón. Uno de ellos estaba haciendo fotos. Al acercarse más, Vance sintió que se le caía el alma al suelo.

El cuerpo del profesor Martini, atado al sillón, yacía inerte, sujeto por las cuerdas que rodeaban sus brazos y su pecho. La alfombra beige que había debajo de la silla en la modesta habitación estaba llena de sangre. El profesor tenía la cara hinchada y llena de cardenales y la cabeza caída sobre el pecho. Su sabiduría, todos sus conocimientos, toda su bondad, vinculada a las misteriosas conexiones neurales de su cerebro, se habían perdido, desaparecido para siempre.

El policía que había intentado disuadirlo hizo a los demás una señal con la cabeza y luego observó en silencio mientras Vance se acercaba despacio al cuerpo de Martini y le cogía la mano con ternura.

—Adiós —dijo Vance, y se volvió lentamente para marcharse.

—Sabe que tendremos que hablar con usted, ¿no es cierto? —le dijo uno de los detectives después de un denso silencio.

Vance asintió.

—¿Dónde se aloja? —Vance se lo dijo y el policía indicó a uno de sus hombres que lo acompañara para que pudiera cambiarse de ropa. Esta vez, Vance no opuso resistencia.

Una vez el médico hubo abandonado su habitación y tras haberse duchado, Vance se sentó en el borde de la cama. Dos detectives llegaron con una botella de
half om half
, un licor tradicional holandés. Él bebió el líquido con fuerte aroma a naranja y respondió a las preguntas que le hicieron. Describió su relación con Martini, el motivo de su visita de esa noche, y les habló del hombre con la marca de nacimiento en forma de halcón.

La siguiente pregunta dejó a Vance descolocado.

—¿Sabe qué o quién es Tosi?

—No —Vance mintió rápidamente sin mucha conciencia de estar incurriendo en un engaño—. ¿Por qué?

—Su amigo se las ingenió para escribir ese nombre sobre sus pantalones con su propia sangre.

Capítulo 5

James Elliott Kimball IV entrecerró los ojos y trató de atravesar la niebla formada por el humo de cigarrillos y de hachís y de olvidarse de su compañera de mesa de mediana edad. Al otro lado de la espaciosa sala, un hombre calvo metido en carnes estaba tendido sobre un diván de terciopelo mientras una mujer de formas opulentas, vestida sólo con prendas transparentes y un liguero de encaje negro, cubría de besos su cuerpo completamente desnudo. Alrededor de la habitación había por lo menos otras dos docenas de parejas, tríos y demás combinaciones entregados a satisfacer sus mutuas fantasías sexuales.

La comida del club Calígula no era mejor que la de cualquier otro local, pero el ambiente, pensó Kimball, lo colocaba en una categoría absolutamente aparte. Era un establecimiento exclusivo en un acomodado barrio de Amsterdam que satisfacía todos los apetitos humanos de comida, bebida y placer sexual. La zona de sexo en grupo estaba iluminada con un juego de luces controladas por ordenador. El Calígula también tenía habitaciones para sexo privado, y un conjunto de sexshops con artículos para satisfacer las perversiones y los fetichismos más extravagantes. Como socio del club, Kimball tenía acceso a la lista de miembros y no dejaba de asombrarse de que ella hubiera casi un diez por ciento más de mujeres que de hombres.

De mala gana, Kimball volvió a centrarse en su pareja de aquella noche, Denise Carothers. La mujer, de cuarenta y ocho años, era fundadora y directora general de Carothers Aeroespace, fabricante multinacional de primera línea de armas y tecnología militar avanzada.

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