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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (2 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Hacía apenas una hora, Erikson había estado en el campo de prospección del condado de Ventura y el administrador, el contable con más aspecto de reptil y más cara de lagarto que existía, salió a toda prisa del remolque.

—Kingsbury quiere verte —dijo Cara de Lagarto con la respiración entrecortada—. ¿Dónde te habías metido? ¿Por qué no llevabas tu radio? ¿Dónde están tus informes mensuales?

Pronunciaba las frases sin signos de puntuación y llenas de un desprecio mal disimulado. Cara de Lagarto lo odiaba, y lo habría hecho fusilar de no haber sido por dos razones: primera, los métodos nada ortodoxos de Vance lo habían convertido en el número uno absoluto de los geólogos de la Continental Pacific Oil; y segundo, al dueño de la compañía, Harrison Kingsbury, sólo le faltaba adoptar a Vance como hijo suyo.

A casi 140 km por hora, el cruce con Sunset Boulevard se acercaba muy de prisa y Erikson empezó a moderar la marcha. El tráfico solía ser más intenso en ese punto, pero no importaba, pensó mientras consultaba el reloj, tenía mucho tiempo.

Vaciló al llegar al desvío que llevaba hacia su casa, un pequeño bungalow de dos habitaciones en la playa, a apenas dos manzanas del edificio ConPacCo. Tal vez debería pasarse por allí y cambiarse de ropa. La camisa escocesa y los vaqueros que llevaba estaban sucios y ajados tras una semana entre la maleza. Suspiró. No, todavía no. Aún no estaba preparado para enfrentarse a aquellos fantasmas.

Al acercarse al edificio ConPacCo vio una sucesión de camionetas con los logos de los canales de televisión de Los Ángeles aparcadas frente al edificio. Evidentemente, uno de los acontecimientos televisivos de Kingsbury. Vance maniobró entre dos de las camionetas que bloqueaban la rampa para minusválidos, estacionó la moto sobre la acera y paró el motor.

En cuanto atravesó las puertas lo abordó un hombre atlético de poco más de treinta años, con un atuendo muy conservador. Nelson Bailey, vicepresidente de ConPacCo, a cargo de la logística de las prospecciones y graduado en Harvard, parecía recién salido de las páginas de
GQ
.

—Sabía que venías —le dijo sin más, y, aunque su expresión no era abiertamente hostil, no había en ella ni sombra de sonrisa.

—No esperaba un comité de recepción. Desde luego, no de tu categoría —respondió Vance con sarcasmo, y siguió caminando dejando al hombre atrás.

Cuando llegó a los ascensores que llevaban a la última planta Bailey le dio alcance. Vance pulsó el botón.

—Quiere verme en seguida —dijo Vance sonriendo al vicepresidente, cuyo rostro reflejaba claramente la irritación que sentía—. No creo que te beneficie en nada hacer esperar al fundador.

La expresión hostil de Bailey se acentuó.

—Te crees muy listo, ¿no? Pues bien, un día de éstos te vas a llevar tu merecido.

—¿Qué es lo que pasa esta vez? —preguntó Vance—. ¿No usé el tipo de letra adecuado en mi informe mensual?

—Sabes perfectamente lo que pasa. Me has vuelto a enviar el mismo maldito informe del mes pasado.

—Así es —respondió Vance.

Llegó el ascensor.

—Pues no puedes hacerlo —concluyó Bailey mientras entraban en el ascensor.

—¿Por qué no? Las cifras son las mismas.

—En esta empresa tenemos sistemas y normas, y los tenemos por una razón…

—Sí, para tener todo el día ocupados a los burócratas.

—¡Maldita sea, Erikson! —explotó Bailey—. No puedes seguir despreciando nuestro sistema. El viejo no va a vivir para siempre y, cuando ya no esté, no podrá seguir protegiendo tus excentricidades. ¡Entonces iremos a por ti!

El ascensor se paró y se abrieron las puertas.

—Sabemos lo que el viejo y tú os traéis entre manos con ese asunto Da Vinci —dijo Bailey tranquilo, pero no tanto como para que Vance no pudiera percibir el odio helado de su voz—. Lo sabemos todo y, si no tienes cuidado, podrías encontrarte en una situación difícil.

Vance salió del ascensor y se volvió a mirar a Bailey. Este sonreía mientras se cerraban las puertas del ascensor.

Vance se preguntó a qué se podía estar refiriendo. Ni siquiera él sabía la importancia que podía tener su informe Da Vinci. Además, era una cuestión esotérica con interés sobre todo para historiadores y coleccionistas de arte.

Sabemos lo que el viejo y tú os traéis entre manos…

Qué diablos, se dijo Vance mientras se dirigía al auditorio. Una vez dentro, se detuvo un momento para orientarse. Los focos de la televisión iluminaban el podio; la pequeña sala de conferencias estaba atestada de periodistas y de personal de ConPacCo, y también, según comprobó Vance sorprendido, casi la plantilla en pleno de la Fundación Kingsbury, la rama filantrópica de la corporación para el fomento del arte.

Se quedó allí de pie, con sus vaqueros desteñidos, sus botas de montar llenas de barro y su camisa de cuadros. Esa ropa y la desgastada cazadora de cuero de las fuerzas aéreas que siempre llevaba cuando montaba en moto se adaptaban bien a su cuerpo musculoso, endurecido por una vida accidentada al aire libre. Vance se alisó el pelo con ambas manos tratando de infundirle una apariencia de orden y entrecerró los ojos para protegerse de los focos mientras trataba de ver a Kingsbury.

Este estaba en el podio, intentando tranquilizar a la multitud e imponer un poco de orden. Su espeso pelo blanco, siempre cuidadosamente peinado hacia atrás, brillaba bajo los focos casi como un halo, rodeando un rostro aristocrático surcado por las arrugas de un hombre que ha conocido la adversidad y ha salido victorioso a su modo.

Vance lo admiraba. Hijo de un minero de Gales, Kingsbury había emigrado a Estados Unidos en 1920, cuando no era más que un adolescente. Cinco años después de su llegada a Nueva York, Kingsbury había sacado a flote una distribuidora de petróleo al borde de la bancarrota y la había transformado en una cadena presente en cinco estados del nordeste. Dos días antes de la caída de la Bolsa en 1929, ya era millonario. Como no había especulado en el mercado, su empresa superó bien la Depresión e invirtió los beneficios en concesiones comerciales en China, orientadas a perforaciones y prospecciones petrolíferas. Se había ganado un lugar en la historia al lado de los grandes empresarios del petróleo como Jean Paul Getty y Armand Hammer. La suya era la mayor compañía petrolera de capital independiente del mundo, y se mantenía boyante gracias a su inagotable energía y a su manera poco ortodoxa de pensar.

Vance se estremeció al imaginar qué sucedería con el negocio cuando Kingsbury muriera y los androides de las Escuelas de Alta Dirección de Empresa posaran sus garras en él… Probablemente lo venderían a alguna multinacional.

—Empecemos —se impuso finalmente Harrison Kingsbury, y el salón pronto quedó en silencio—. El señor Erikson no tardará en llegar y quiero que sea él quien se lo cuente. Después de todo, es su descubrimiento. Sólo les adelantaré que la Fundación Kings bury está a punto de iniciar una investigación sobre una de las primeras ocultaciones de la historia.

Desde la penumbra, Vance gruñó para sus adentros ante el exacerbado sentido de Kingsbury para lo teatral. No era extraño que los reporteros de televisión lo adorasen; esperaban ávidos. Vance estaba considerando la posibilidad de escapar, y de hecho se había vuelto ya hacia la salida cuando Kingsbury lo descubrió.

—Aquí está.

Como bien entrenadas animadoras, todos los allí reunidos se volvieron hacia donde estaba Vance.

—Venga aquí, señor Erikson, y hable con las damas y los caballeros de la prensa.

Vance les dedicó una lánguida sonrisa y se dirigió hacia el podio. A su paso notó las miradas de desaprobación que su atuendo arrugado y polvoriento provocaba en aquellas marionetas, todas perfectamente peinadas, de una elegancia espléndida con sus dientes enfundados y sus voces impostadas.

—Directo de los campos petrolíferos, por lo que veo —comentó Kingsbury cuando Vance llegó a su lado.

El público rió con indulgencia.

—Como todos ustedes saben —continuó Kingsbury con voz repentinamente institucional—, Vance Erikson lleva una doble vida. No sólo es el mejor geólogo prospector del mundo —Vance respondió al elogio con una inclinación de cabeza—, sino que además es el mayor especialista en Da Vinci de nuestra época. Hace poco, nos ha ayudado, a mi asesor, el doctor Geoffrey Martini, y a mí, en la adquisición de un raro códice, una de las más bellas recopilaciones de escritos de Leonardo da Vinci. Gracias a su excelente asesoramiento, obtuve ese magnífico códice de una antigua y venerable familia italiana que nunca lo había mostrado en público.

»A1 examinar el códice, el señor Erikson hizo un descubrimiento sorprendente: dos de las páginas eran en realidad una hábil falsificación que se remontaba a una época algo posterior a la muerte de Leonardo. La falsificación tenía como finalidad evidente ocultar que faltaba una parte. He tomado la decisión de poner todo el potencial financiero de la Fundación Kingsbury y de Continental Pacific Oil Company al servicio de una investigación, encabezada por el señor Erikson, destinada a descubrir la razón de dicha ocultación y rastrear y recuperar, si es posible, las páginas que faltan. Y ahora, le cedo la palabra al señor Erikson.

—… y lo está anunciando en este mismo momento en una conferencia de prensa. —Nelson Bailey se inclinó hacia adelante en su sillón de cuero mientras tiraba nerviosamente de su chaleco de raya diplomática—. Ese gilipollas de Erikson está con él. El viejo está montando un auténtico espectáculo mediático.

—Tranquilízese —le contestó una voz desde el otro lado del mundo—. Las páginas perdidas están tan enterradas en la historia que no hay posibilidad de que puedan conseguirlas, al menos no antes que nosotros.

—Pero usted no conoce al tal Erikson —se quejó Bailey.

—No se preo-cu-pe. El momento está tan próximo que podríamos llevarlo a cabo aunque el viejo y su ayudante supieran lo que contienen esos papeles.

—Pero es que usted no conoce a Erikson —insistió Bailey—. Al menos ocupémonos de él antes de que pueda hacer ningún daño.

—No, Nelson, y no hay más que decir. —Ahora la voz tenía tintes severos—. Creo que está dejando que su antipatía personal por Erikson le nuble la razón. No es para eso para lo que le paga la Delegación de Bremen. Lo que usted tiene que hacer es observar e informar. Hasta ahora ha hecho un buen trabajo, y le sugiero que siga en esa línea. Nosotros decidiremos lo que hay que hacer y cuándo, ¿entendido?

—Sí —respondió Bailey con tono ansioso—. Pero usted…

—Sin peros. La transacción está entrando en su fase más delicada y quiero asegurarme de que nada perturbe a nuestros litúrgicos amigos.

¿Por qué tenía que tratar con imbéciles como ese Bailey?, se preguntaba en Alemania el hombre mientras con la mano libre se alisaba el impecable pelo rubio. No era más que un secuaz insignificante contratado para vigilar el Códice Da Vinci hasta que la transacción hubiera concluido. Por desgracia, el códice había ido a parar a manos de un comprador como Kingsbury, con sus maneras tan poco ortodoxas y con su propio especialista en Da Vinci.

Para ser un geológo, Erikson era increíblemente bueno. El dossier de la Delegación de Bremen sobre él lo consideraba el segundo especialista en Da Vinci en todo el mundo, superado sólo por el profesor Geoffrey Martini. No importaba, decidió el hombre rubio. Incluso con esos dos expertos trabajando a tiempo completo en la búsqueda de los papeles extraviados, Kingsbury no podría impedir que la delegación culminase la transacción. Y una vez concluida, pensó sonriendo, nada ni nadie podrían impedir que la delegación hiciese lo que quisiera. Fuera lo que fuese.

—No se preocupe, Bailey —prosiguió el hombre rubio modulando la voz—. Usted manténgame informado de lo que hace Erikson y ya nos ocuparemos nosotros de que la situación no se nos vaya de las manos. Si es necesario, le daremos a su amigo una pequeña lección. ¿Eso lo tranquiliza?

—Supongo que sí —contestó Bailey vacilante—. Por ahora.

—De acuerdo, pues. Adiós.

Tras abandonar su elegante oficina, el hombre rubio atravesó a grandes pasos un corto pasillo y entró en otra estancia. Se puso un guante y cogió a una gran rata marrón de una jaula, la sostuvo por el rabo para evitar que lo mordiera. A continuación, sin soltar la rata, se dirigió a su oficina y la arrojó contra una esquina. Antes de que el roedor llegara al suelo, un ágil halcón voló desde su percha y la atrapó al vuelo entre sus garras. El cuello de la rata se quebró con un chasquido seco entre el poderoso pico del ave.

—Hermán —dijo el hombre rubio en alemán por el intercomunicador—, por favor, limpia aquí después de que
Mefistófeles
haya terminado.

Vance Erikson levantó la vista para enfrentarse a los focos.

—La verdad es que no estoy preparado para esto —dijo con franqueza a los periodistas allí reunidos—. Llevo algún tiempo ausente de la oficina…

—Lo mismo que yo —lo interrumpió Kingsbury palmeando el hombro de Vance con gesto paternal—, pero cuando regresé anoche y leí el informe de Erikson sobre el códice, sentí una gran excitación.

»Normalmente le habría dedicado mi atención inmediata, pero como todos ustedes saben, estoy defendiendo la empresa contra ese bien conocido intento de OPA hostil. De todos modos, creo que es lo más apasionante que ha sucedido en el mundo del arte desde hace décadas. Vance —dijo volviéndose hacia éste con un encogimiento de hombros y una sonrisa que pretendían ser una disculpa—, sé que han pasado semanas desde que preparaste el informe, pero estoy seguro de que recordarás lo suficiente. ¿Por qué no improvisas una explicación para los reporteros?

Vance levantó las manos en un gesto de rendición y sonrió.

—De acuerdo —dijo volviéndose hacia la multitud—. Haré lo que pueda.

»Aquellos de ustedes que cubrieron la compra del Códice Kingsbury recordarán que, además de tratarse de uno de los pocos códices Da Vinci jamás traducido del italiano y jamás mostrado en público, es uno de los pocos que Leonardo o su amigo íntimo Francesco Melzi encuadernaron.

»Leonardo trabajaba en grandes hojas de pergamino —explicó Vance, entrando poco a poco en la exposición—, y cubría cada hoja con una variedad sorprendente de diseños, inventos, historias graciosas e incluso dibujitos pornográficos. La mayor parte de las páginas no guardaban relación con las demás y parecían los devaneos de un genio excéntrico. Tras la muerte de Leonardo, en 1519, los dibujos quedaron en manos de su amigo Melzi, quien…

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