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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (3 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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—Todos conocemos esa parte —lo interrumpió una mujer de pelo castaño cobrizo que estaba en una de las primeras filas—. Eso es historia. Podemos leerlo en nuestra documentación si es necesario. ¿Por qué no va al grano?

Vance la reconoció de inmediato. Era Suzanne Storm, directora asociada de la revista
Haut culture
y probablemente la mujer más malintencionada que hubiera conocido jamás. Al parecer, no podía librarse de ella. Cada vez que daba una conferencia sobre Leonardo, cada vez que acompañaba a Kingsbury a la inauguración de una exposición, allí estaba ella con sus comentarios sarcásticos. Veía a Erikson como a un científico que se entrometía en el terreno del arte y la cultura, un mundo que ella consideraba suyo. Nunca dejaba pasar una oportunidad de menospreciarlo como un diletante, recordándole que estaba fuera de su terreno. Disgustado, dirigió una rápida mirada a Kingsbury, que se había sentado en una silla plegable a un lado del podio. El hombre se limitó a sonreír con benevolencia.

—Bien, si todos los presentes tienen el material introductorio que necesitan… —Vance estudió los rostros de los periodistas en busca de una señal. Bueno, si alguno necesitaba ese material podría conseguirlo después. Al parecer, quería enfrentarse con Suzanne Storm—. Que así sea. Muy bien, señora Storm, ¿qué le gustaría saber?

—Para empezar, señor Erikson —dijo pronunciando despectivamente la palabra señor—, ¿por qué no empieza por contarnos cómo descubrió una falsificación que a los mejores eruditos davincianos les había pasado desapercibida durante cuatrocientos años? —Hizo una pausa—. ¿Y por qué alguien querría ocultar las páginas extraviadas? —La periodista miró a sus colegas de la prensa y después a Vance de nuevo—. ¿Quiere hacernos creer que se trató de un Watergate renacentista con el mismísimo Maquiavelo como figura central?

—Responderé por orden a sus preguntas —empezó Vance pasando por alto el sarcasmo—. Descubrí la falsificación poco después de que el señor Kingsbury compró el códice que por entonces se conocía como el Códice Caizzi, por la familia Caizzi. Estaba consultando la colección de la Biblioteca Nacional de Madrid, buscando referencias sobre Da Vinci, cuando encontré el diario de un tal Antonio de Beatis, secretario del cardenal de Aragón a comienzos del siglo xvi. Parece ser que De Beatis convenció a Leonardo para que le permitiese echar una ojeada a sus escritos.

—Se está yendo por las ramas, señor Erikson.

—Gracias por ayudarme a mantener el rumbo, señora Storm. —Vance le sostuvo firmemente la mirada—. Sea como sea, De Beatis dedicó varios años a la lectura de esos cuadernos y a su catalogación. El diario de De Beatis contenía un índice completo de los escritos de Leonardo, incluida la única recopilación que estaba por entonces encuadernada, el códice que el señor Kingsbury ha comprado a los Caizzi. Al comparar el índice de De Beatis con el códice adquirido, observé una discrepancia en el contenido…

—¿Cuál era? Señor Erikson, por favor, vaya al grano.

Al volverse involuntariamente para mirar a Suzanne Storm, Vance se sintió agradecido al ver que el reportero de arte del
Los Angeles Times
se inclinaba hacia ella y le decía en voz audible: «¿Qué le parece si le da una oportunidad?». Y que varios más de los allí presentes murmuraban su acuerdo.

—Dos páginas del códice adquirido por el señor Kingsbury habían sido falsificadas —continuó Vance—. Las marcas de agua del papel son de una clase que no existía en la época de Leonardo, sino que son posteriores a la muerte de éste. El tema de las páginas falsificadas es insustancial, como si pretendiera simplemente llenar el hueco de las páginas originales. Las páginas extraviadas, según el diario del secretario del cardenal, contenían observaciones de Leonardo sobre el tiempo, las tormentas y los relámpagos.

—¿Por qué podría querer alguien encubrir el robo de esas páginas? —preguntó Storm—. ¿Y quién querría hacer eso?

—Desconozco la respuesta, señora Storm. Tal vez en las próximas semanas nuestra investigación arroje alguna luz sobre eso.

—Lo dudo —respondió la mujer—. ¿Y cómo es que precisamente usted, un aficionado, encontró este diario desconocido para eruditos reconocidos?

—Pues simplemente buscando en las estanterías. El diario estaba allí, al parecer olvidado o quizá mal catalogado.

—¿Lo encontró por casualidad? —su voz sonaba escéptica.

—Sí —respondió él—, y si hace memoria recordará que numerosos escritos de Leonardo estaban perdidos en esa misma biblioteca porque estaban mal catalogados.

—El señor Erikson hizo lo inusual, señora Storm. —La voz autoritaria de Harrison Kingsbury llenó el auditorio. Se había puesto de pie y se dirigía hacia el podio—. Tomó el camino menos trillado y se encontró con lo que nadie más sabía que existía. Así es también como encuentra petróleo para ConPacCo, señora Storm, y a eso se debe que tenga tanto éxito. Es lo que se llama ver más allá de las propias narices. —Sonrió a Vance y prosiguió—: Creo que es suficiente por hoy. Si necesitan más información, les ruego que se pongan en contacto con mi personal de relaciones públicas. Gracias por su asistencia.

Capítulo 3

Viernes, 4 de agosto, Amsterdam

Alguien lo estaba siguiendo. Vance Erikson se abotonó el abrigo para protegerse de las ráfagas de viento cargadas de lluvia y siguió adelante, enfrentándose al temporal. Qué raro. ¿Quién podía estar siguiéndolo? Si es que alguien lo estaba haciendo, se reconvino. Su imaginación le estaba jugando malas pasadas.

Se detuvo para leer el nombre de la calle: Keizergracht. Sí, era ésa. El reloj del campanario dio las siete. Tenía media hora libre antes de su cita para cenar. Vance giró a la izquierda y vislumbró brevemente una figura oscurecida por la lluvia una calle más atrás. Acababan de encenderse las luces, pero la iluminación quedaba atenuada por el chaparrón, con gotas del tamaño de canicas que caían sobre el viejo pavimento y sobre su abrigo.

Vance caminó de prisa, pero al darse la vuelta, vio que la figura aparecía por la esquina y avanzaba lentamente hacia él. Vance se detuvo. La figura hizo lo mismo. Vance reanudó la marcha; el otro también.

No tenía sentido, pero la verdad era que en el último mes nada había tenido mucho sentido.

En primer lugar estaba el surrealista viaje a su casa de Santa Mónica. La mayor parte de sus notas y libros de Da Vinci estaban allí. Lo primero que vio al entrar fueron los huecos que las cosas de Patty habían dejado.

¿Cuánto había pasado? ¿Tres meses? Más o menos. Hacía tres meses que Patty le había presentado su lista. Tal vez la cosa no habría sido tan mala de no ser por la lista. Su matrimonio había durado dos años. Habían tenido algunos problemas, pero qué pareja no los tiene. Ella quería seguridad, él quería aventura. Esa era la principal discrepancia. Además ella quería cosas, montones de cosas, y un lugar grande donde ponerlas. El pensaba que las cosas empiezan a apoderarse de la gente al cabo de un tiempo.

No se había dado cuenta de que las cosas fueran tan mal. Tal vez no había querido verlo. Una y otra vez se preguntaba cómo podían haber llegado hasta ese punto sin que él fuera consciente. Pero así había sido, y una fría tarde de mayo, ella había interrumpido su lectura de los periódicos dominicales y le había dicho como si nada que quería el divorcio.

Había sido doloroso. Le había preguntado si había alguien más y ella había contestado que sí, lo que también le dolió. La confianza se había convertido en algo prescindible. Pero lo que más daño le había hecho había sido la lista. Impresa en papel blanco, con columnas y renglones de Excel alineados con el estilo compulsivamente ordenado de Patty. Era una relación de todo lo que ella había comprado, de cuánto había costado y de cuándo lo había adquirido. Recordaba el último elemento, un estupendo home cinema con una gran pantalla plana que había costado más de diez mil dólares, comprada el pasado enero. Ella no lo usaba demasiado, pero le gustaba tenerlo. Le Comunicó que iba a llevarse aquellas cosas. El resto, según ella, podían dividirlo.

Había estado confeccionando la lista desde que se casaron. Era como si ya desde el principio hubiera considerado su matrimonio como algo temporal, y eso era lo que a Vance más le dolía. ¿Qué había pasado con aquello de «para siempre»? Cuando se cree que algo es para siempre, no se necesitan listas.

Sí, en esos momentos, caminando por Amsterdam, Vance pensaba que había sido un regreso a casa infernal. Sin embargo, había sobrevivido. Se las había ingeniado para sacar de la casa sus notas sobre Da Vinci y ropa suficiente antes de que los demonios hicieran más agujeros en su alma. Se había preguntado si quemándolo todo también se reducirían a cenizas los demonios.

No había tenido demasiado tiempo para pensar en ello.

Harrison Kingsbury estaba ansioso por poner en marcha la investigación y lo había mandado a Madrid tres días después de la conferencia de prensa. Kingsbury en persona lo había llevado en coche al aeropuerto. Al viejo nunca le habían gustado los chóferes.

Los problemas empezaron en Madrid. El director de la colección davinciana de la Biblioteca Nacional fue a recibirlo al aeropuerto y se deshizo en disculpas.

—No teníamos la menor idea de que el hombre nos estaba engañando, ni la menor idea —decía una y otra vez el hombrecillo—. Tenía todas las credenciales en orden, su identificación era correcta, llevaba incluso una carta con el sello papal.

Vance le preguntaba impaciente de qué estaba hablando, pero le llevó casi una hora arrancarle la historia a aquel hombre afligido.

—Fue hace casi un mes —dijo el hombre—. El 5 de julio, un hombre que se presentó como un ayudante del papa nos pidió que le prestáramos el diario de De Beatis. Traía una carta firmada por el principal asistente del pontífice en la que se nos pedía que prestásemos el libro a la Biblioteca Vaticana para su estudio.

»Por supuesto, estábamos encantados de ayudar al Santo Padre —musitó el director—. ¿Cómo íbamos a saberlo? Cuando el diario no fue devuelto según lo prometido, nos pusimos en contacto con la Biblioteca Vaticana. ¡Jamás habían oído hablar del hombre! ¡No sabían nada de él! Ni tampoco en la oficina del papa. ¡Era un impostor!

Sí, confirmó el director, se había denunciado el robo a la policía, pero para ser francos, había poca esperanza de que volvieran a ver el diario alguna vez. Tal vez estuviera en la colección privada de un rico maleante. Los ladrones de arte eran así, filosofó el director.

Vance dejó Madrid esa misma tarde con los nombres de tres personas que habían examinado el diario antes de que fuera robado y una descripción del ladrón. El hombre que había «tomado prestado» el valioso libro era delgado y alto y de reluciente cabello negro. Tenía un aire eclesial y una marca roja de nacimiento en forma de pájaro en el lado derecho del cuello.

La lluvia arreciaba, cayendo a modo de cortinas opacas sobre el canal y chorreando del empapado sombrero de tweed irlandés que llevaba Vance. ¿Dónde estaba el Amsterdam que tanto le gustaba?, se preguntaba Vance, la
gezellig
… la calidez, el carácter acogedor, sociable y extrovertido de sus gentes. Metidos en algún lugar, pensó, donde serían cálidos, acogedores y socialmente extrovertidos. Aunque las pisadas del que lo seguía quedaban amortiguadas por la lluvia, Vance sabía que continuaba allí; sentía su presencia.

Vio brillar ante sí las luces de un café-bar cercano y se encaminó hacia él con alivio.

Dentro, el aire cálido y húmedo resultaba reconfortante, aunque estaba lleno de humo de tabaco. Se quedó de pie un momento, dejando que parte del agua escurriera. Después se abrió paso entre la multitud de personas recién salidas del trabajo y ocupó un estrecho hueco junto a la barra.

En su vacilante holandés pidió
oude genever
, ginebra holandesa añeja, y se volvió hacia la puerta esperando que el hombre que lo seguía pasara de largo y desapareciera en la noche. Le sirvieron su ginebra y bebió con avidez. El alcohol le llegó ardiente hasta el estómago y allí se asentó. Cerró los ojos, respiró hondo y, despacio, fue soltando el aire. Por primera vez desde que había salido del aeropuerto, su corazón dejó de latir con urgencia.

La paz fue instalándose en su mente y permitiéndole reflexionar sobre los acontecimientos de los últimos días.

El primero de los tres hombres que habían examinado el diario de De Beatis había muerto recientemente de un fallo cardíaco. Eso era lo que le había dicho su viuda cuando la visitó en Viena. El profesor era un anciano, casi setenta y seis años, le dijo, y por suerte había muerto por la noche, sin darse cuenta.

En Estrasburgo, la misma historia. Un profesor emérito de la Universidad de Estrasburgo que había viajado a Madrid para consultar el diario de De Beatis había sufrido un ataque al corazón apenas siete días antes de cumplir los sesenta y ocho años. Dos de los hombres que habían leído el diario habían muerto. Vance estaba casi convencido de que era una coincidencia hasta que apenas unas horas antes se había dado cuenta de que aquel hombre lo seguía. No había en su aspecto nada notable, más o menos un metro setenta de estatura, complexión media, traje gris oscuro de lo más común y camisa y corbata perfectamente anodinas. El único rasgo físico poco corriente, y lo que había hecho que Vance reparara en él, era el modo en que el pelo le sobresalía a ambos lados de la calva dándole el aspecto de una lechuza.

Lo había visto por primera vez en el aeropuerto. Lo volvió a ver en la terminal de la KLM cerca del Rikjsmuseum. Luego había aparecido en su hotel. E incluso después, cuando aquella tormenta de verano se había abatido sobre el Zuider Zee borrando el bucólico día veraniego de Amsterdam, el hombre seguía pegado a sus talones.

¿Podía ser coincidencia? Por otra parte, el hombre, de unos sesenta años, parecía tan inofensivo como una rosquilla, en absoluto un rival para Vance.

De haber estado en Estados Unidos se le habría enfrentado hacía horas, pero en una ciudad extranjera no quería armar un escándalo, basándose además en vagas sospechas tal vez totalmente infundadas.

Después de otra
oude genever
, Vance decidió que si el hombre lo estaba esperando al salir del bar, se le encararía.

Sabía que el tercer lector del diario todavía estaba vivo. Mientras bebía a sorbos la ginebra fuerte y picante, Vance recordó la conversación que había mantenido aquel mismo día con el levemente despistado pero brillante erudito davinciano Geoffrey Martini.

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