—Perdonadme... Majestad —dijo Scylla en voz baja—. Os... os he fallado. Le fallé a él.
Eliza no dijo nada. No creo que la oyera siquiera. Estaba sumida en su dolor; su cabeza descansaba sobre el pecho inmóvil de su padre, sujetándolo con los brazos como a una criatura. Le instaba a regresar junto a ella con todas las palabras cariñosas que sabía, pero él no podía responderle, ni siquiera a su adorada voz.
—Traed a la madre —ordenó Smythe—. Será mejor que reunamos a toda la familia.
Un Tecnomante salió de las sombras de los abrasados árboles, arrastrando a Gwendolyn del brazo. Estaba desaliñada y tenía las ropas manchadas y rotas, pero no parecía haber sufrido daño alguno.
La imagen que habíamos visto en la guarida del dragón sin duda fue un truco, me dije; pero incluso ahora, con la prueba ante mí, lo dudé. Había visto amor en sus ojos, y ningún disfraz, por muy perfecto que fuera, podría haber fingido aquello. Su primera preocupación fue para su apenada hija.
Rodeó a Eliza con sus brazos, y la muchacha se apretó sollozante contra el pecho de su madre.
—¡Oh, madre, todo ha sido por mi culpa!
—¡Calla, criatura! —Gwendolyn acarició los negros rizos de Eliza, los rizos que eran tan parecidos a los de su padre—. No habría cambiado nada. Si tú no hubieras cogido la Espada Arcana, tu padre la habría utilizado y ellos lo habrían matado. Tu padre te amaba, Eliza, y se sentía muy orgulloso de ti.
La muchacha sacudió la cabeza, incapaz de hablar. Gwen continuó consolándola.
—Tu padre se encuentra bien ahora, hija mía. Finalmente, se encuentra bien y es feliz.
Se hizo el silencio, un silencio roto sólo por los sollozos cada vez más apagados de la muchacha. Dirigí una preocupada mirada en dirección a Saryon, cuyo cuerpo se estremecía bajo la enormidad de su propia emoción. Las lágrimas descendían sin control por sus mejillas, pues no podía levantar la mano para secarlas.
—Es terrible, ¿verdad? —Kevon Smythe se puso ante nosotros, sosteniendo la Espada Arcana, y sus labios se crisparon ligeramente.
—Tú tampoco eres ninguna belleza.
Yo conocía esa voz. ¡Simkin!
Miré expectante a mi alrededor, esperanzado, escudriñando la oscuridad. Pero nada apareció, ni tetera ni oso de trapo, ni tampoco una descolorida y acuarelada diapositiva del afectado joven.
Empecé a dudar de mí mismo. ¿Había oído realmente la voz? ¿La había oído alguien más? Smythe seguía contemplando la espada con expresión triunfal. Los Tecnomantes, que nos superaban al menos en número de tres a uno, parecían tranquilos, relajados. ¿Por qué no? Sus prisioneros estaban inmovilizados. Scylla estaba ocupada con Mosiah, que empezaba a recuperar el conocimiento. Gwen y Eliza se consolaban mutuamente. Saryon lloraba por el hombre al que había querido más que a un hijo.
Debo haberlo imaginado pensé, y la desesperación me embargó.
—Es casi medianoche, señor —dijo uno de los Tecnomantes, dirigiéndose a Smythe.
—Sí, gracias por recordármelo. Llevaré la espada al punto de encuentro. En cuanto la entregue a los hch'nyv...
—Serás un estúpido si lo haces —le dijo Scylla—. Jamás cumplirán su parte del trato. No permitirán que viva ningún humano.
—Al contrario, parecen muy bien dispuestos hacia nosotros —replicó Smythe con suavidad —. Tal vez porque les hemos mostrado lo útiles que podemos serles.
—¿Cuáles son sus órdenes mientras esté fuera, señor? —preguntó el Tecnomante—. ¿Qué hacemos con éstos? —La mano cubierta con el guante plateado se movió, incluyéndonos a todos—. ¿Los matamos?
—No a todos —respondió, tras reflexionar un instante—. Entregad al Ejecutor a los Interrogadores. No tardará en preferir morir. Entregad también a la muchacha y a su madre a los Interrogadores. Joram tiene que haberles contado algo sobre la forja de la Espada Arcana, dónde descubrió piedra-oscura y todo eso. Tal vez todavía nos sean útiles.
Yo dediqué todas mis fuerzas, toda mi fuerza de voluntad, a intentar liberarme. Concentré toda mi energía en levantar la mano, para arrancarme el disco paralizador del pecho; pero no conseguí mover ni el dedo meñique.
—En cuanto al sacerdote, el mudo y la agente de la CÍA o de donde sea —continuó Smythe—, los entregaremos a los hch'nyv, como muestra de nuestra buena fe. El resto de vosotros, iniciad los preparativos para el aterrizaje de las primeras naves de refugiados. Subid e iniciad el proceso de selección. Ya sabéis cuáles son los que queremos: los que sean jóvenes, sanos y fuertes. Sacad a los ancianos, los niños demasiado pequeños para sernos útiles, y todos los que estén enfermos o tengan defectos físicos. Serán entregados a los hch'nyv, como acordamos. Eliminad también a cualquier mago poseedor de Vida y que se niegue a unirse a nuestras filas. Ejecutadlos inmediatamente. Una vez de vuelta en su tierra, podrían constituir un peligro para nosotros.
Levantó la Espada Arcana, con las dos manos cerradas en torno a ella justo por debajo de la empuñadura.
—Ahora que la Espada Arcana es mía...
—¿Soy tuyo? —exclamó la espada en tono burlón—. ¡Vaya, éste es el día más feliz de mi vida! ¡Abracémonos bien fuerte, pichoncito!
La espada empezó a retorcerse y a revolverse. La bulbosa cabeza creció, la empuñadura se transformó en un cuello, la hoja en el cuerpo de un hombre que no era ni viejo ni joven, de rostro zorruno adornado con una barba sedosa, y que iba vestido de color naranja, desde la punta de su sombrero de plumas hasta los relucientes zapatos, pasando por el jubón de terciopelo y las bien torneadas piernas.
El atónito Smythe seguía abrazado a Simkin —un Simkin sólido, de carne y hueso—, quien, tras lanzar una carcajada, lo rodeó con sus brazos y depositó un sonoro beso en sus labios.
—¿Lo decías en serio? ¿Realmente lo pensabas? ¿Soy tuyo? —inquirió Simkin, manteniendo a Smythe a distancia y contemplándolo con solemne severidad.
—¡Cogedlo! —aulló, y enfurecido golpeó a Simkin con las manos.
—Respuesta equivocada —repuso éste en voz baja.
Un Tecnomante se adelantó corriendo y fijó uno de los plateados discos paralizadores en el jubón de terciopelo naranja.
—¡Qué amable! —Simkin contempló el disco con el ceño fruncido, luego levantó la vista hacia el Tecnomante—. Pero me parece que no hace juego con mi atuendo. —Como si tal cosa, se arrancó el objeto y lo colocó limpiamente sobre el pecho del sobresaltado hombre.
Éste dio una sacudida, y se quedó inmóvil.
—Dime qué has hecho con la Espada Arcana —exigió Smythe, tan furioso que apenas podía hablar—, ¡u ordenaré que disparen! Estarás muerto antes de exhalar tu próximo aliento.
—Dispara —repuso él con un bostezo. Se apoyó en la tumba y se dedicó a estudiarse las uñas.
—¿Qué era eso que querías, Smythe? ¿La Espada Arcana? Te diré exactamente dónde está. La custodia un dragón, un Dragón de la Noche. Podrás recuperarla, pero no antes de medianoche. Pobre Cenicienta. Me temo que vas convertirte en calabaza.
—¡Disparadle! —Smythe rechinó los dientes, enfurecido.
Las túnicas plateadas refulgieron y adquirieron una nueva forma. Cada Tecnomante sostenía una delgada y reluciente pistola de plata.
Un haz de luz atravesó la oscuridad, pero no alcanzó a Simkin, sino que golpeó la tumba justo a su lado. El mármol estalló, y pedazos de piedra saltaron por los aires. Llameó un segundo láser. Esta vez Simkin capturó la luz entre las manos, la moldeó como si fuera arcilla hasta convertirla en una reluciente esfera y luego la lanzó a lo alto. La esfera se transformó en un cuervo, que levantó el vuelo, dio una vuelta alrededor de la cabeza de Simkin, y luego descendió despacio para posarse sobre el sepulcro; una vez allí, el cuervo empezó a limpiarse el pico con una zarpa.
El rostro de Smythe se puso rojo y blanco de pura rabia. Unos espumarajos de saliva afloraron a sus labios.
—¡Matadlo! —quiso ordenar de nuevo, pero la rabia y el temor lo dejaron sin voz y sus labios formaron la palabra pero sin que ningún sonido brotara de ellos.
—La verdad. Empieza a cansarme esta situación —dijo Simkin con voz lánguida.
Agitó un pañuelo de seda naranja y las armas de los Tecnomantes se convirtieron en ramos de tulipanes. El disco plateado cayó de mi pecho y fue a chocar contra el suelo, donde se convirtió en un ratón que salió huyendo por la hierba. Podía moverme otra vez, podía respirar de nuevo.
Scylla se agachó, retiró las argollas de los tobillos como quien se quita los zapatos y ayudó a Mosiah a incorporarse. El Ejecutor estaba muy pálido, pero consciente y alerta. Miró a Simkin con ojos entrecerrados, pero llenos de confianza. También Saryon quedó libre, aunque su expresión era preocupada. Simkin se estaba divirtiendo, jugando con todos nosotros, no solamente con los Tecnomantes. Desde luego, daba la impresión de estar de nuestra parte, sin embargo, no teníamos modo de saber cuánto tiempo duraría aquello, en especial si empezaba a aburrirse.
En aquel momento se limitaba a pasarlo bien.
Los Tecnomantes sacaron otras armas: granadas de estasis, pistolas de morfina, guadañas, pero todas se vieron transformadas en objetos extraños, inútiles y grotescos, que iban desde saleros hasta plátanos, radios relojes y cócteles adornados con diminutas sombrillas de papel. La magia estalló a nuestro alrededor en una deslumbrante exhibición como una traca de fuegos artificiales que se hubiera vuelto loca.
Empecé a pensar que me estaba volviendo loco y no me sorprendió ver que algunos de los Tecnomantes daban media vuelta y huían.
En medio de todo este barullo, Simkin vio a Eliza, que permanecía junto a su madre, mirándolo con atónita perplejidad.
Entonces puso fin a su exhibición mágica y, quitándose el sombrero de plumas, extendió una pierna y realizó una elegante reverencia.
—Majestad. —Irguiéndose, volvió a colocarse el sombrero algo ladeado y preguntó—: ¿Os gusta mi conjunto? Lo llamo Apocalipsis Albaricoque.
Eliza parecía aturdida. La imagen de Simkin surgiendo de la Espada Arcana la había arrancado violentamente de su dolor; pero no sabía qué pensar de todo esto. Como todos nosotros, se preguntaba si nos traía la victoria o si se limitaba a echar el cerrojo a nuestro fin.
—¿Quién eres? —inquirió Kevon Smythe.
—Una bolsa de magia residual —respondió él con una sonrisa irónica—. Ése es el problema, ¿verdad? No me conoces. Tú y los tuyos nunca lo hicisteis. Tratasteis de manipularme, sí. De utilizarme. Pero jamás funcionó porque nunca creísteis en mí.
Simkin dio media vuelta sobre sus extravagantes tacones naranja. Dio al cuervo una palmadita en la cabeza y le acarició las plumas, un gesto afectuoso al que el pájaro respondió con un tosco graznido. Con una amplia sonrisa, Simkin rodeó la tumba de mármol para colocarse junto a la cabeza de Joram.
Le observamos en silencio. Ninguno de nosotros se movió, ni siquiera Eliza, o Saryon, ni Mosiah, ni Smythe, ni ninguno de los Tecnomantes que habían tenido el coraje suficiente para no salir huyendo. Simkin nos tenía hechizados a todos.
Bajó la mirada hacia el rostro ceniciento de Joram que estaba inmóvil y frío como el mármol sobre el que reposaba, y a continuación pasó los dedos por los negros rizos, para colocarlos cuidadosamente sobre los hombros del difunto.
—Él creía —dijo Simkin—. Él no podía usarme de ningún modo. Yo le traicioné, me burlé de él, le utilicé. Destruyó un mundo para liberarme, dio su vida para protegerme. Lo que hago ahora, lo hago por él.
De nuevo, Simkin se transformó, encogiéndose y reduciéndose, consumiéndose en sí mismo, para volver a ser la negra y nada atractiva Espada Arcana. Pero ahora vi que el arma tenía una reluciente gema naranja incrustada en la empuñadura.
La Espada Arcana se colocó por sí misma sobre el pecho de Joram.
El viento empezó a soplar del oeste, fuerte y gélido. Sobre nuestras cabezas, en el cielo nocturno, las nubes de tormenta se alejaron veloces, desgarradas por el viento. La luz de estrellas y naves brilló muy blanca en la oscuridad. Y entonces el viento cesó. El aire quedó quieto.
Todo esperaba, estrellas, viento, y nosotros.
—Puedes despertar ahora, Joram. —Scylla alargó la mano—. Date prisa. Es casi medianoche.
Joram abrió los ojos despacio, y miró primero a Scylla.
—Todo está bien —dijo ella, haciendo un gesto de asentimiento.
Comprendí entonces que mis vagas interpretaciones habían sido correctas. Ella era quien nos había hecho saltar a través del tiempo. Ella era quien había provocado todo esto. Era un agente, como había declarado, pero no trabajaba para la CIA o el FBI; era un agente de Dios.
Joram volvió la cabeza y miró a Gwen y Eliza.
Gwen sonrió, como si hubiera formado parte de la charada; y entonces vi, reunidas a su alrededor, figuras espectrales, cientos de ellas. Los muertos. Ella había hablado en su favor en una ocasión y ellos no la habían abandonado. Había evitado ser capturada por los Tecnomantes, porque los muertos la habían rescatado. La visión que habíamos visto en la guarida del dragón era real.
Eliza lanzó una exclamación, deseando creer, pero sin atreverse a hacerlo.
—¡No! —gritó Kevon Smythe, con voz medio estrangulada—. ¡No puede ser! ¡Estaba muerto!
—«Nacerá de la Casa Real alguien que está muerto y que no obstante vivirá, que morirá de nuevo y volverá a vivir.» —citó Joram. Se sentó muy tieso, lleno de energía y vigor, y saltó al suelo desde la tumba.
—
Quidquid deliqusti. Amen
—dijo la Espada Arcana.
Joram depositó entonces la Espada Arcana sobre la tumba de Merlin. Al instante, un hombre apareció junto al sepulcro. Era alto, con cabellos blancos y muy cortos y una barba entrecana; se cubría con una armadura de estilo antiguo sobre una cota de mallas, y no llevaba más armas que un bastón de roble adornado con acebo.
El hombre alargó el brazo, cerró la mano alrededor de la Espada Arcana y la levantó.
—No eres
Excalibur
—dijo—. Pero servirás.
—Gracias —respondió la espada con frialdad, sintiéndose insultada.
El anciano levantó la espada en el aire y pronunció palabras que hacía largo tiempo que habían sido olvidadas. Una luz empezó a brotar de la espada, una luz que resultaba cegadora para algunos, pues Smythe chilló de dolor y se cubrió los ojos con los brazos. Sus seguidores se llevaron las manos a los ojos, y bajaron la cabeza, incapaces de mirar.