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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (77 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Padre Roche —dijo en cuanto él empezó a alisar la tierra con el plano de la pala—. Tenemos que marcharnos a Escocia.

—¿Escocia? —se extrañó él, como si nunca hubiera oído hablar de aquel lugar.

—Sí. Tenemos que irnos de aquí. Debemos coger el burro e ir a Escocia.

Él asintió.

—Bien, nos llevaremos los sacramentos. Pero antes tengo que tocar la campana por Rosemund, para que su alma pase al cielo.

Kivrin quiso decirle que no, que no había tiempo, que debían marcharse enseguida, inmediatamente, pero asintió.

—Recogeré a Balaam —dijo.

Roche se dirigió al campanario y ella corrió al granero antes de que el sacerdote llegara siquiera. Quería ponerse en marcha a toda prisa, antes de que sucediera nada más, como si la peste esperara para saltarles encima como el hombre del saco que se escondía en la iglesia o el lagar o el granero.

Cruzó corriendo el patio, entró en el establo y sacó al burro. Empezó a atarle las alforjas.

La campana sonó una vez y luego guardó silencio. Kivrin se detuvo, con la cincha en la mano, y prestando atención, esperando a que volviera a sonar. Tres golpes por una mujer, pensó, y comprendió por qué Roche se había detenido. Uno por cada niño. Oh, Rosemund.

Ató la cincha y empezó a llenar las alforjas. Eran demasiado pequeñas para contenerlo todo. Tendría que atar también sacos. Llenó una bolsa con avena para el burro, apilándola del montón con las dos manos y derramándola por el suelo sucio, y la ató con una burda cuerda que colgaba del establo del pony de Agnes. La cuerda estaba atada al establo con un grueso nudo que no consiguió soltar. Acabó corriendo hacia la cocina en busca de un cuchillo y regresó, con los sacos de comida que había recogido antes.

Cortó la cuerda y luego volvió a cortarla en secciones más pequeñas, soltó el cuchillo, y salió a buscar el burro. El animal intentaba mordisquear el saco de avena. Kivrin ató el saco junto con las otras bolsas en el lomo del burro con los trozos de cuerda y condujo al animal hasta la iglesia.

Roche no aparecía por ninguna parte. Kivrin todavía tenía que coger las mantas y las velas, pero quería meter los sacramentos en las alforjas primero. Comida, avena, mantas, velas. ¿Qué más debía llevarse?

Roche apareció en la puerta. No traía nada.

—¿Dónde están los sacramentos? —preguntó ella.

Él no respondió. Se apoyó un instante contra la puerta de la iglesia, mirándola, y la expresión de su rostro era la misma que cuando fue a hablarle del molinero. Pero todos han muerto, pensó, ya no queda nadie.

—Voy a tocar la campana —dijo, y se dirigió al campanario.

—Ya la habéis tocado. No hay tiempo para un funeral. Tenemos que marcharnos a Escocia. —Ató al burro a la puerta, sus dedos helados maniobrando torpemente con la burda cuerda, y corrió tras él. Lo cogió por la manga—. ¿Qué pasa?

Roche se volvió casi violentamente, y la expresión de su rostro la asustó. Parecía un asesino.

—Debo tocar vísperas —adujo, y se liberó bruscamente de su mano.

Oh, no, pensó Kivrin.

—Sólo es mediodía. Aún no es hora de vísperas.

Sólo está cansado, pensó. Los dos estamos tan cansados que lo confundimos todo. Volvió a agarrarlo por la manga.

—Venid, padre. Debemos partir si queremos haber salido del bosque al anochecer.

—Ya ha pasado la hora, y no las he tocado todavía. Lady Imeyne se enfadará.

Oh, no, pensó ella, oh, no, no.

—Yo la tocaré —manifestó, y se plantó ante él para detenerlo—. Entrad en la casa y descansad.

—Está oscureciendo —barbotó él, furioso. Abrió la boca como para gritarle, y expulsó un gran borbotón de vómito y sangre que manchó la pelliza de Kivrin.

Oh, no, oh, no, oh, no.

Él contempló asombrado la pelliza empapada. La violencia había desaparecido de su rostro.

—Vamos, debéis acostaros —dijo Kivrin, pensando que nunca llegaría a la casa.

—¿Estoy enfermo? —preguntó él, todavía mirando la pelliza cubierta de sangre.

—No. Sólo estáis agotado; debéis descansar.

Lo condujo a la iglesia.

El sacerdote tropezó, y Kivrin pensó que si se caía, nunca conseguiría levantarlo. Lo ayudó a entrar, manteniendo la puerta abierta con la espalda, y lo sentó contra la pared.

—Temo que el trabajo me ha agotado —murmuró él y apoyó la cabeza contra las piedras—. Me gustaría dormir un poco.

—Sí, dormid.

En cuanto cerró los ojos, Kivrin corrió a la casa a buscar mantas y un almohadón para hacerle un jergón. Cuando regresó, él ya no estaba allí.

—¡Roche! —llamó, tratando de ver en la oscura nave—. ¿Dónde estáis?

No hubo respuesta. Salió de nuevo, todavía apretando las mantas contra su pecho, pero no lo encontró en el campanario ni en el patio de la iglesia, y sin duda no podría haber llegado a la casa. Regresó corriendo a la iglesia y lo encontró allí, arrodillado delante de la imagen de santa Catalina.

—Deberíais acostaros —dijo y extendió las mantas en el suelo.

Él se tumbó obediente, y Kivrin le colocó el almohadón detrás de la cabeza.

—Es la peste, ¿verdad? —preguntó, mirándola.

—No —contestó Kivrin, arropándolo—. Estáis cansado, eso es todo. Intentad dormir.

Se tendió de lado, apartándose de ella, pero unos pocos minutos después se sentó y se quitó las mantas. La expresión asesina había regresado.

—Debo tocar la campana de vísperas —declaró, acusador, y Kivrin apenas pudo impedir que se levantara. Cuando volvió a dormirse, ella hizo tiras con su ajada pelliza y le ató las manos a la reja.

—No le hagas esto —murmuraba Kivrin una y otra vez, sin ser consciente de ello—. ¡Por favor! ¡Por favor! No le hagas esto.

Él abrió los ojos.

—Sin ninguna duda Dios oirá tan fervientes plegarias —musitó, y se sumergió en un sueño más profundo y tranquilo.

Kivrin salió, descargó al burro y lo desató, recogió los sacos de comida y la linterna y lo llevó todo a la iglesia. El padre Roche dormía aún. Kivrin salió de nuevo, cruzó corriendo el patio y llenó un cubo de agua.

Él seguía sin despertar, pero cuando Kivrin rasgó una tira del mantel del altar y le lavó la frente con ella, dijo, sin abrir los ojos:

—Temía que os hubierais ido.

Ella le limpió la sangre seca de la boca.

—No me iría a Escocia sin vos.

—A Escocia no. Al cielo.

Kivrin comió un poco del pan rancio y el queso del saco y trató de dormir, pero hacía demasiado frío. Cuando Roche se volvió y suspiró en sueños, vio que su aliento formaba una nube.

Encendió una hoguera, tras derribar la valla de una de las chozas y apilar los palos delante de la reja, pero la iglesia se llenó de humo, incluso con las puertas abiertas. Roche tosió y vomitó de nuevo. Esta vez era casi todo sangre. Ella apagó el fuego e hizo otros dos viajes apresurados en busca de tantas pieles y mantas como pudo hallar, y formó una especie de nido con ellas.

Por la noche, el sacerdote tuvo más fiebre. Pataleó y maldijo a Kivrin, casi siempre con palabras que ella no comprendía, aunque una vez dijo claramente:

—¡Vete, maldito seas! —y luego repitió varias veces, furiosamente—: ¡Está oscuro!

Kivrin trajo las velas del altar y de lo alto de la reja y las colocó delante de la imagen de santa Catalina. Cuando sus delirios sobre la oscuridad arreciaban, las encendía y volvía a taparlo, y eso parecía aliviarlo un poco.

La fiebre le subió y los dientes le castañetearon a pesar de las mantas. A Kivrin le pareció que su tez estaba ya oscura por las venas que reventaban bajo la piel. No le hagas esto. Por favor.

Por la mañana mejoró. Descubrió que su piel no se había ennegrecido, era sólo la débil luz de las velas lo que le había dado una apariencia moteada. La fiebre le bajó un poco y estuvo durmiendo durante toda la mañana y casi toda la tarde, sin vomitar. Kivrin salió a por más agua antes de que oscureciera.

Algunas personas se recuperaban espontáneamente y algunas se salvaban con sus oraciones. No todos los contagiados morían.

La tasa de mortalidad de la peste neumónica era sólo del noventa por ciento.

Roche estaba despierto cuando ella entró, tendido en un charco de luz. Kivrin se arrodilló y le acercó un cuenco de agua, sosteniéndole la cabeza para que pudiera beber.

—Es el mal azul —murmuró él cuando ella le soltó la cabeza.

—No vais a morir —aseguró Kivrin. Noventa por ciento. Noventa por ciento.

—Debéis oír mi confesión.

No. No podía morir. Se quedaría allí sola. Sacudió la cabeza, incapaz de hablar.

—Bendígame, padre, pues he pecado —empezó a decir él, en latín.

No había pecado. Había atendido a los enfermos, confesado a los moribundos, enterrado a los muertos. Era Dios quien tendría que suplicar perdón.

—… de pensamiento, palabra, obra y omisión. Me enfadé con lady Imeyne. Le grité a Maisry —tragó saliva—. Tuve pensamientos carnales con una santa del Señor.

Pensamientos carnales.

—Pido humildemente perdón a Dios, y vuestra absolución, padre, si me consideráis digno.

No hay nada que perdonar, quiso decir ella. Tus pecados no son tales. Pensamientos carnales. Sostuvimos a Rosemund, impedimos que entrara en la aldea un niño inofensivo, enterramos a un bebé de seis meses. Es el fin del mundo. Sin duda se te pueden permitir unos cuantos pensamientos carnales.

Alzó la mano, indefensa, incapaz de pronunciar las palabras de la absolución, pero él no pareció advertirlo.

—Oh, Dios mío —oró—. Lamento de todo corazón el haberos ofendido.

Ofendido. Tú eres el santo del Señor, quiso decirle,
I
y dónde demonios está Él? ¿Por qué no viene y te salva?

No quedaba aceite. Kivrin introdujo los dedos en el cubo y le hizo la señal de la cruz sobre los ojos y oídos, la nariz y la boca, sobre las manos que habían sostenido las suyas cuando estaba muriéndose.


Quid quid deliquiste
—dijo él, y ella metió de nuevo la mano en el agua y le hizo la señal de la cruz sobre las plantas de los pies.


Libera nos, quaesumus, Domine
—instó él.


Ab ómnibus malis
—rezó Kivrin—,
praeteritis, prasentibus, etfuturis
.

Te pedimos, Señor, que nos libres de todo pecado, presente, pasado y futuro.


Perducat te ad vitam aeternam
—murmuró él.

Y llévanos a la vida eterna.

—Amén —dijo Kivrin, y se inclinó hacia delante para detener la sangre que le brotaba de la boca.

Roche estuvo vomitando el resto de la noche y casi todo el día siguiente, y luego se hundió en la inconsciencia por la tarde, respirando de forma inestable y entrecortada. Kivrin se sentó a su lado, lavándole la frente ardiente.

—No te mueras —rogó cuando su respiración se interrumpió y luego continuó, más forzada—. No te mueras —dijo en voz baja—. ¿Qué haré sin ti? Me quedaré sola.

—No debéis permanecer aquí —dijo él. Abrió un poco los ojos. Los tenía rojos e hinchados.

—Creía que estabais dormido —lamentó ella—. No pretendía despertaros.

—Debéis regresar al cielo, y rezad por mi alma en el purgatorio, para que mi tiempo allí sea corto.

Purgatorio. Como si Dios quisiera hacerle sufrir más de lo que ya estaba sufriendo.

—No necesitaréis mis oraciones —le sonrió.

—Debéis regresar al lugar de donde vinisteis —prosiguió él, y su mano hizo un movimiento rápido y vago ante su rostro, como si intentara esquivar un golpe.

Kivrin le cogió la mano y la sostuvo, pero con cuidado, para no magullar la piel, y la colocó contra su mejilla.

Debéis regresar al lugar de donde vinisteis. Lo haría si pudiera, pensó. Se preguntó cuánto tiempo habrían mantenido abierta la red antes de desistir. ¿Cuatro días? ¿Una semana? Tal vez todavía estaba abierta. El señor Dunworthy no los habría dejado cerrarla mientras quedara la menor esperanza. Pero no la hay, pensó. No estoy en 1320. Estoy aquí, en el fin del mundo.

—No puedo —dijo—. No conozco el camino.

—Debéis intentar recordar —Roche liberó su mano y la agitó—. Agnes, tras la bifurcación.

Estaba delirando. Kivrin se puso de rodillas, temiendo que intentara levantarse de nuevo.

—Donde caísteis —prosiguió él, sujetándose el codo tembloroso, y Kivrin advirtió que intentaba señalar—. Tras la bifurcación.

Tras la bifurcación.

—¿Qué hay tras la bifurcación?

—El lugar donde os encontré cuando bajasteis del cielo —dijo, y dejó caer los brazos.

—Creía que me había encontrado Gawyn.

—Sí —afirmó él, como si no viera ninguna contradicción en lo que decía—. Lo encontré en el camino cuando os llevaba a la casa.

Roche había encontrado a Gawyn en el camino.

—El lugar donde cayó Agnes —repitió, intentando ayudarla a recordar—. El día que fuimos a buscar acebo.

¿Por qué no me lo dijiste cuando estuvimos allí?, pensó Kivrin, pero enseguida comprendió por qué. Él estaba muy ocupado con el burro, que se había atascado en la cima de la colina y se negaba a continuar.

Porque me vio atravesar, pensó, y comprendió que Roche se encontraba junto a ella en el claro, mientras yacía allí tendida con el brazo sobre el rostro. Lo vi, pensó. Vi su huella.

—Debéis regresar a ese lugar, y de allí al cielo —dijo él, y cerró los ojos.

La había visto atravesar, la había contemplado mientras yacía allí con los ojos cerrados, la había montado en su burro cuando estuvo enferma. Y ella nunca lo había sospechado, ni siquiera cuando le vio en la iglesia, ni siquiera cuando Agnes le dijo que él pensaba que era una santa.

Porque Gawyn le había dicho que la había encontrado él. Gawyn, a quien gustaba alardear y sólo quería impresionar a lady Eliwys. «Os encontré y os traje aquí», le había dicho, y tal vez ni siquiera lo consideraba una mentira. A fin de cuentas, el cura de la aldea no era nadie. Y todo el tiempo, mientras Rosemund estaba enferma y Gawyn se marchaba a Bath y la red se abría y luego volvía a cerrarse para siempre, Roche sabía dónde estaba el lugar.

—No es necesario que me esperéis. Sin duda anhelan vuestro regreso.

—Callad —dijo ella amablemente—. Intentad descansar.

Él volvió a hundirse en un sueño preocupado, moviendo las manos con inquietud, intentando señalar y tirando de las mantas. Se destapó y se llevó la mano a la entrepierna. Pobre hombre, pensó Kivrin, no se le perdonaba ninguna indignidad.

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