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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (76 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Señor Dunworthy, despierte —susurró Colin. Le estaba apuntando a la cara con una linterna de bolsillo.

—¿Quién es? —dijo Dunworthy, parpadeando contra la luz. Buscó sus gafas a tientas—. ¿Qué pasa?

—Soy yo, Colin. —Volvió la linterna sobre sí mismo. Por algún motivo desconocido, llevaba una gran bata blanca de laboratorio, y su expresión parecía forzada, siniestra bajo la luz de la linterna.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dunworthy.

—Nada —susurró Colin—. Tiene usted el alta.

Dunworthy se enganchó las gafas tras las orejas. Seguía sin ver nada.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro. —Le tendió las zapatillas y apuntó al armario con la linterna—. Dése prisa. —Cogió la bata de Dunworthy y se la entregó—. Ella puede volver en cualquier momento.

Dunworthy se puso torpemente la bata y las zapatillas, intentando despertarse, preguntándose por qué le daban de alta a aquella hora tan extraña y dónde estaba la hermana.

Colin fue a la puerta y se asomó. Apagó la linterna, se la guardó en el bolsillo de su bata demasiado grande, y cerró la puerta. Tras un largo momento de tensión, la abrió ligeramente y miró.

—Todo está despejado —dijo, haciendo señas a Dunworthy—. Se la ha llevado a la habitación de las sábanas.

—¿A quién, a la enfermera? —preguntó Dunworthy, todavía adormilado—. ¿Por qué está ella de servicio?

—A la enfermera joven no. A la hermana. William la entretendrá allí mientras nos vamos.

—¿Y la señora Gaddson?

Colin pareció tímido.

—Le está leyendo al señor Latimer —dijo a la defensiva—. Tenía que hacer algo con ella, y de todas formas el señor Latimer no la oye. —Abrió del todo la puerta. Había una silla de ruedas fuera. Cogió los manillares.

—Puedo andar —protestó Dunworthy.

—No hay tiempo. Y si alguien nos ve, siempre puedo decir que le llevo a Rayos.

Dunworthy se sentó y dejó que Colin lo empujara pasillo abajo, más allá del cuarto de las sábanas y de la habitación de Latimer. Oyó tenuemente la voz de la señora Gaddson a través de la puerta, una lectura del Éxodo.

Colin continuó de puntillas hasta el fondo del pasillo y luego emprendió una carrera que no podría interpretarse como que llevara a nadie a Rayos; recorrió otro pasillo, dobló una esquina y salió por la puerta lateral donde les había asaltado el tipo del cartel «El fin del mundo se acerca».

El callejón estaba completamente oscuro y llovía intensamente. Dunworthy sólo distinguió la ambulancia aparcada al fondo de la calle. Colín llamó a la puerta trasera con el puño y una camillera se bajó. Era la auxiliar que había ayudado a entrar a Badri y que formó parte del piquete ante Brasenose.

—¿Puede subir? —preguntó, ruborizada.

Dunworthy asintió y se levantó.

—Cierra las puertas —le indicó a Colin, y rodeó la ambulancia.

—No me lo digas, es amiga de William —dijo Dunworthy, mirándola.

—Por supuesto —contestó Colin—. Me preguntó qué tipo de suegra pensaba yo que sería la señora Gaddson. —Lo ayudó a subir a la ambulancia.

—¿Dónde está Badri? —preguntó Dunworthy, secándose la lluvia de las gafas.

Colin cerró las puertas.

—En Balliol. Lo llevamos primero, para que preparara la red. —Miró ansiosamente por la ventana trasera—. Espero que la hermana no haga sonar la alarma antes de que nos vayamos.

—Yo no me preocuparía por eso —dijo Dunworthy. Evidentemente, había subestimado los poderes de William. La vieja hermana probablemente estaría sentada en el regazo de William, bordando sus iniciales conjuntas en las toallas.

Colin encendió la linterna y apuntó a la camilla.

—He traído su disfraz —informó y tendió a Dunworthy el jubón negro.

Dunworthy se quitó la bata y se lo puso. La ambulancia aceleró y estuvo a punto de caerse. Se sentó en el banco, preparándose contra el traqueteo del viaje, y se puso los leotardos negros.

La auxiliar de William no había conectado la sirena, pero conducía a tal velocidad que debería haberlo hecho. Dunworthy se agarró a la correílla con una mano y se puso las polainas con la otra, y Colin, que cogía las botas, por poco da una voltereta.

—Le encontramos una capa. El señor Finch la pidió prestada a la Sociedad de Teatro Clásico. —La sacó. Era victoriana, negra y forrada de seda roja. La pasó sobre los hombros de Dunworthy.

—¿Qué estaban montando?
¿Dracula?

La ambulancia frenó de golpe y la auxiliar abrió las puertas. Colin ayudó a Dunworthy a bajar, sujetando la cola de la enorme capa como si fuera un paje. Corrieron a la puerta. La lluvia golpeteaba con fuerza sobre las piedras, pero por debajo se oía un sonido metálico.

—¿Qué es eso? —le preguntó Dunworthy, observando el oscuro patio.


When at Last My Savior Cometh
—dijo Colin—. Las americanas están ensayando. Necrótico, ¿verdad?

—La señora Gaddson dijo que practicaban a todas horas, pero no tenía ni idea de que fuera a las cinco de la mañana.

—El concierto es esta noche.

—¿Esta noche? —se extrañó Dunworthy, y advirtió que era día quince. El seis del calendario juliano. Epifanía. La llegada de los Reyes Magos.

Finch corrió hacia ellos con un paraguas.

—Lamento llegar tarde, pero no encontraba ningún paraguas. No tiene usted ni idea de cuántos de los retenidos se van y los olvidan por ahí. Sobre todo las americanas…

Dunworthy empezó a cruzar el patio.

—¿Está todo preparado?

—El apoyo médico no ha llegado todavía —dijo Finch, intentando sostener el paraguas sobre la cabeza de Dunworthy—, pero William Gaddson acaba de llamar para decir que todo estaba listo y que vendría dentro de poco.

Dunworthy no se sorprendería si le hubiera dicho a la hermana que se presentara voluntaria para el trabajo.

—Espero que William nunca decida consagrar su vida al crimen —dijo.

—Oh, no lo creo, señor. Su madre nunca lo permitiría. —Corrió unos pocos pasos, intentando no quedarse rezagado—. El señor Chaudhuri está estableciendo las coordenadas preliminares. Y la señora Montoya está aquí.

Dunworthy se detuvo.

—¿Montoya? ¿Qué pasa?

—No lo sé, señor. Dijo que tenía información para usted.

Ahora no, pensó. No cuando estaban tan cerca.

Entró en el laboratorio. Badri se encontraba ante la consola, y Montoya, con su cazadora y sus vaqueros embarrados, estaba a su lado, contemplando la pantalla. Badri le dijo algo, y ella sacudió la cabeza y miró su digital. Levantó la cabeza, y cuando vio a Dunworthy, una expresión de compasión asomó a su rostro. Se levantó y rebuscó en el bolsillo de su camisa.

No, pensó Dunworthy.

Se acercó a él.

—No sabía que planeaba usted esto —dijo, sacando un papel doblado—. Quiero ayudar. —Le tendió el papel—. Es la información con que contaba Kivrin cuando atravesó.

Él miró el papel. Era un mapa.

—Éste es el lugar de llegada. —Montoya señaló una cruz sobre una línea negra—. Y esto es Skendgate. Lo reconocerá por la iglesia. Es normanda, con murales sobre la reja y una imagen de san Antón. —Le sonrió—. El santo patrón de los objetos perdidos. Encontré la imagen ayer.

Señaló otras cruces.

—Si por alguna circunstancia no fue a Skendgate, las aldeas más probables son Esthcote, Henefelde y Shrivendun. He apuntado sus características distintivas por detrás.

Badri se levantó y se acercó. Parecía aún más frágil que en el hospital, aunque parecía imposible, y se movía despacio, como el anciano en que se había convertido.

—Sigo recibiendo un deslizamiento mínimo, sean cuales sean las variables que introduzca —dijo. Se llevó una mano a las costillas—. Estoy haciendo un intermitente, abriendo a intervalos de cinco minutos a dos horas. De esa forma podremos mantener la red abierta hasta veinticuatro horas, treinta y seis con un poco de suerte.

Dunworthy se preguntó cuántos de aquellos intervalos de dos horas soportaría Badri. Ya parecía agotado.

—Cuando vea el titilar o los principios de la condensación de humedad, entre en la zona de encuentro —prosiguió Badri.

—¿Y si está oscuro? —preguntó Colin. Se había quitado la bata de laboratorio, y Dunworthy vio que llevaba su disfraz de escudero.

—De todas formas vería el titilar, y además le llamaríamos —dijo Badri. Emitió un gruñido y volvió a llevarse la mano al costado—. ¿Ha sido inmunizado?

—Sí.

—Bien. Entonces sólo nos falta el apoyo médico. —Miró intensamente a Dunworthy—. ¿Está seguro de que se encuentra bien para hacer esto?

—¿Y tú? —preguntó Dunworthy.

La puerta se abrió y entró la enfermera de William, vestida con un impermeable. Se ruborizó al ver a Dunworthy.

—William dijo que necesitarían apoyo médico. ¿Dónde quieren que me coloque?

Desde luego, tengo que acordarme de advertir a Kivrin contra él, pensó Dunworthy. Badri le mostró a la enfermera dónde quería que estuviese y Colin fue corriendo a buscar su equipo.

Montoya condujo a Dunworthy a un círculo de tiza bajo los escudos.

—¿Piensa llevarse las gafas?

—Sí. Podrá excavarlas en su cementerio.

—Estoy segura de que no estarán allí —declaró ella solemnemente—. ¿Quiere estar sentado o tendido?

Él pensó en Kivrin, tendida con el brazo sobre el rostro, indefensa y ciega.

—Estaré de pie —decidió.

Colin volvió con un baúl. Lo colocó junto a la consola y se acercó a la red.

—No tiene sentido que vaya solo.

—Tengo que ir solo, Colin.

—¿Porqué?

—Es demasiado peligroso. No puedes imaginar cómo fue la Peste Negra.

—Sí que puedo. Me he leído todo el libro dos veces, y me han puesto la… —Se interrumpió—. Sé todo lo necesario sobre la Peste Negra. Además, si fuese tan peligroso, usted no debería ir tampoco. Le prometo que no le daré la lata.

—Colin, estás bajo mi custodia. No puedo correr el riesgo.

Badri se acercó a la red con un medidor de luz.

—La enfermera necesita ayuda con el resto del equipo —dijo.

—Si no vuelve usted, nunca sabré qué le ha pasado —insistió Colin. Dio media vuelta y salió corriendo.

Badri hizo un lento circuito alrededor de Dunworthy, tomando medidas. Frunció el ceño, lo cogió por el codo, tomó más medidas. La enfermera se acercó con una jeringuilla. Dunworthy se subió la manga del jubón.

—Quiero que sepa que no apruebo nada de esto —advirtió, pinchando el brazo de Dunworthy—. Ustedes dos tendrían que estar en el hospital. —Retiró la jeringuilla y volvió a su baúl.

Badri esperó mientras Dunworthy se bajaba la manga y entonces movió el brazo, tomó más medidas, lo movió de nuevo.

Colin entró con una unidad sean y salió sin mirar a Dunworthy.

Éste vio que las pantallas cambiaban una y otra vez. Oía a las campaneras, un sonido casi musical con la puerta cerrada.

Colin abrió la puerta y las campanas tañeron salvajemente por un instante mientras el muchacho introducía un segundo baúl.

Colin lo arrastró hasta la enfermera y entonces se acercó a la consola y se colocó junto a Montoya, viendo cómo las pantallas generaban números. Dunworthy deseó haberles dicho que atravesaría sentado. Las botas le lastimaban los pies y estaba cansado por el esfuerzo de permanecer de pie.

Badri volvió a hablar al oído y los escudos bajaron, tocaron el suelo, se alzaron un poco. Colin le dijo algo a Montoya, y ella alzó la cabeza, frunció el ceño y luego asintió, finalmente se volvió hacia la pantalla. Colin se acercó a la red.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dunworthy.

—Una de las cortinas se ha enganchado —dijo Colin. Se acercó al otro lado y tiró del pliegue.

—¿Listo? —preguntó Badri.

—Sí —dijo Colin, y volvió hacia la puerta—. No, espere. —Se acercó a los escudos—. ¿No debería quitarse las gafas, por si alguien le ve atravesar?

Dunworthy se quitó las gafas y se las guardó en el jubón.

—Si no vuelve, iré a buscarle —prometió Colin, y retrocedió—. Listo —exclamó.

Dunworthy miró las pantallas. Sólo eran un borrón, igual que Montoya, que se apoyaba en el hombro de Badri. Miró el digital.

Badri le habló al oído.

Dunworthy cerró los ojos.

Oía a las campaneras tocando
When at Last My Savior Cometh
.

Los abrió de nuevo.

—Ahora —indicó Badri. Pulsó un botón y Colin saltó hacia los escudos, justo a los brazos de Dunworthy.

33

Enterraron a Rosemund en la tumba que el senescal había cavado para ella. «Necesitaréis estas tumbas», había dicho, y tuvo razón. Nunca habrían conseguido cavarla ellos solos. Ya les resultó bastante difícil sacar a la niña al prado.

La colocaron en el suelo junto a la tumba. Parecía imposiblemente delgada, consumida casi hasta la nada. Los dedos de la mano derecha, todavía en el rictus de coger la manzana que había dejado caer, no eran más que huesos.

—¿La oísteis en confesión? —preguntó Roche.

—Sí —dijo Kivrin, y le pareció que no faltaba a la verdad. Rosemund había confesado tener miedo de la oscuridad, de la peste y a estar sola, dijo que amaba a su padre y era consciente de que nunca volvería a verlo. Todas las cosas que ella misma no se atrevía a confesar.

Kivrin desabrochó el alfiler que sir Bloet le había regalado a Rosemund y la envolvió en la capa hasta cubrirle la cabeza, y Roche la cogió en brazos como si fuera una niña dormida y bajó a la tumba.

Tuvo problemas para salir, y Kivrin tuvo que agarrar sus grandes manos y tirar de él. Y cuando empezó las oraciones por los muertos, Roche dijo:


Domine, ad adjuvandum me festina
.

Kivrin le miró ansiosamente. Debemos salir de aquí antes de que también él la contraiga, pensó, y no le corrigió. No tenemos ni un momento que perder.


Dormiunt in somno pacis
—concluyó Roche, y cogió la pala y empezó a llenar la tumba.

Le pareció que tardaba una eternidad. Kivrin le ayudó, arrojando tierra al montón que se había convertido en una sólida masa congelada y tratando de calcular hasta dónde llegarían antes del anochecer. Todavía no era mediodía. Si se marchaban pronto, podrían atravesar Wychwood y cruzar la carretera de Oxford a Bath para dirigirse a la meseta central. Podrían estar en Escocia en menos de una semana, cerca de Invercassley o de Dornoch, donde nunca llegó la peste.

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