Ella volvió a colocarle las manos sobre el pecho y lo tapó, pero él apartó de nuevo las mantas y se subió la túnica. Volvió a agarrarse la entrepierna y de pronto se estremeció y retiró las manos, y algo en el movimiento hizo que Kivrin pensara en Rosemund.
Frunció el ceño. Había vomitado sangre. Eso y el estado que había alcanzado la epidemia le habían sugerido que Roche tenía peste neumónica; además no le había visto ninguna buba bajo los brazos cuando le quitó la casulla. Le apartó la túnica y dejó al descubierto sus calzas de lana burdamente tejidas. Estaban tensas en el centro y enmarañadas con la cola de su alba. Le resultaría imposible quitárselas sin levantarlo, y había tanta tela que no pudo ver nada.
Le puso con suavidad la mano sobre el muslo, recordando lo sensible que era el brazo de Rosemund. Él dio un respingo pero no despertó, y Kivrin deslizó la mano hasta el interior y la subió, tocando apenas la tela. Estaba caliente.
—Perdóname —dijo, y deslizó la mano entre sus piernas.
Roche gritó e hizo un movimiento convulsivo, alzando las rodillas bruscamente, pero Kivrin ya se había apartado, la mano en la boca. La buba era gigantesca y ardía al contacto. Tendría que haberla drenado hacía horas.
Roche no había despertado, ni siquiera cuando gritó. Tenía la cara oscura, y su respiración era firme, ruidosa. Su movimiento espasmódico había vuelto a destaparlo. Kivrin se detuvo y lo cubrió. Roche alzó las rodillas, pero ya con menos violencia, y ella le arropó. Luego cogió la última vela de la reja y la colocó en la linterna, y la encendió con una de las velas de santa Catalina.
—Enseguida vuelvo —dijo, y salió de la iglesia.
La luz de fuera la hizo parpadear, aunque ya casi había anochecido. El cielo estaba nublado, pero había un poco de viento, y parecía más cálido fuera que dentro de la iglesia. Cruzó corriendo el prado, protegiendo con la mano la parte abierta de la linterna.
Había un cuchillo afilado en el granero. Lo había utilizado para cortar la cuerda cuando empaquetaba. Tendría que esterilizarlo antes de abrir la buba. Tenía que desbridar el nodulo linfático inflamado antes de que reventara. Cuando las bubas se encontraban en la ingle, estaban peligrosamente cerca de la artería femoral. Aunque Roche no muriera desangrado, cuando se rompiera el ganglio, todo aquel veneno iría directo a su corriente sanguínea. Tendría que haberla drenado hacía horas.
Corrió entre el granero y el corral vacío y llegó al patio. La puerta del establo estaba abierta y oyó a alguien dentro. Su corazón dio un respingo.
—¿Quién anda ahí? —llamó, alzando la linterna.
La vaca del senescal se encontraba en uno de los establos, comiendo la avena derramada. Levantó la testa y miró a Kivrin, y se dirigió a ella al trote.
—No tengo tiempo —dijo Kivrin. Cogió el cuchillo del suelo y salió. La vaca la siguió, avanzando con torpeza a causa de sus ubres repletas, mugiendo penosamente.
—Márchate —ordenó Kivrin, a punto de llorar—. Tengo que ayudarlo o morirá.
Contempló el cuchillo. Estaba sucio. Cuando lo encontró en la cocina, ya lo estaba, y lo había dejado caer en el estiércol del granero mientras cortaba las cuerdas.
Se acercó al pozo e izó el cubo. Sólo quedaban unos centímetros de agua en el fondo, y tenía una ligera capa de hielo. No había suficiente para cubrir siquiera el cuchillo, y tardaría una eternidad en encender fuego y hacerla hervir. No quedaba tiempo para eso. La buba podía haber reventado ya. Lo que necesitaba era alcohol, pero habían empleado todo el vino para perforar las bubas y administrar los sacramentos a los moribundos. Pensó en la botella que tenía el clérigo en la habitación de Rosemund.
La vaca se apretujó contra ella.
—No —dijo firmemente, y abrió la puerta de la casa, con la linterna en la mano.
La antesala estaba oscura, pero la luz del sol se filtraba en el salón a través de las estrechas ventanas, creando largas y neblinosas lanzas doradas que iluminaban el frío hogar, la alta mesa y el saco de manzanas que Kivrin había vaciado.
Las ratas no escaparon corriendo. La miraron cuando entró, retorciendo sus orejitas negras, y luego volvieron a dedicarse a las manzanas.
Había casi una docena sobre la mesa, y una estaba sentada en el taburete de Agnes, con las patitas ante la cara como si estuviera rezando.
Kivrin depositó la linterna en el suelo.
—Marchaos —estalló.
Las ratas de la mesa ni siquiera la miraron. La que estaba rezando sí lo hizo, por encima de las patas cruzadas, una mirada fría y calculadora, como si la intrusa fuese Kivrin.
—¡Fuera de aquí! —gritó, y corrió hacia los animales.
Siguieron sin escapar. Dos de ellas se colocaron detrás del salero, y otra soltó la manzana que sujetaba, que rodó hasta el borde de la mesa y cayó al suelo.
Kivrin levantó el cuchillo.
—¡Fuera!
Lo descargó sobre la mesa y las ratas se dispersaron.
—¡Fuera de aquí!
Volvió a alzarlo. Tiró al suelo las manzanas, que rebotaron y salieron rodando. Debido a la sorpresa o al miedo, la rata que se encontraba en el taburete de Agnes echó a correr directamente hacia Kivrin.
—¡Fuera!
Kivrin le lanzó el cuchillo; la rata volvió a correr bajo el taburete y desapareció entre la paja.
—¡Marchaos de aquí! —gritó Kivrin, y se cubrió el rostro con las manos.
La vaca mugió en la antesala.
—Es una enfermedad —susurró Kivrin, temblorosa, con las manos todavía sobre la boca—. No es culpa de nadie.
Recogió el cuchillo y la linterna. La vaca se había quedado atascada en la puerta. La miró suplicante.
Kivrin la dejó allí y subió a la habitación, ignorando los ruidos de roces a su alrededor. La habitación estaba helada. El lino que Eliwys había atado sobre la ventana se había soltado y colgaba de una esquina. Los colgantes de la cama también se hallaban a un lado, donde el clérigo había intentado apoyarse, y el colchón de plumas yacía medio fuera de la cama. Había pequeños sonidos bajo la cama, pero no intentó averiguar de dónde procedían. El cofre aún seguía abierto, con la tapa tallada apoyada contra el pie de la cama, y la gruesa capa púrpura del clérigo estaba doblada en su interior.
La botella de vino había rodado bajo la cama. Kivrin se echó al suelo y palpó. La botella rodó escapando a su contacto, y tuvo que arrastrarse bajo la cama para alcanzarla.
El tapón se había salido, probablemente cuando rodó bajo la cama. Un poco de vino reposaba pegajoso en el gollete.
—No —sollozó, desesperanzada, y permaneció allí durante un largo minuto, sosteniendo la botella vacía.
No quedaba vino en la iglesia. Roche lo había usado todo para los últimos sacramentos.
De pronto recordó la botella que el sacerdote le había dado para que curara la rodilla de Agnes. Se arrastró bajo la cama y barrió con cuidado el brazo, temiendo volcarla. No recordaba cuánto vino quedaba, pero le parecía que no lo había gastado todo.
A pesar de su cuidado, estuvo a punto de volcarla, y la agarró por el grueso cuello cuando ya se tambaleaba.
La sacó de debajo de la cama y la agitó. Estaba casi medio llena. Se guardó el cuchillo en el cinturón de la pelliza, se puso la botella bajo el brazo, cogió la capa del clérigo, y bajó las escaleras. Las ratas habían vuelto y se entretenían con las manzanas, pero esta vez echaron a correr cuando ella bajó las escaleras de piedra, y Kivrin no intentó ver dónde se escondían.
La vaca había conseguido introducir medio cuerpo por la puerta y ahora bloqueaba el camino. Kivrin despejó el suelo para poder depositar la botella sin que se volcara, y empujó a la vaca hacia atrás. El animal gimió tristemente todo el tiempo.
Una vez fuera, intentó volver enseguida junto a Kivrin.
—No. No hay tiempo —dijo ella, pero volvió al granero, subió al altillo y arrojó un puñado de heno. Luego lo recogió todo y corrió de vuelta a la iglesia.
Roche se había quedado inconsciente. Su cuerpo se había relajado. Tenía las piernas separadas y las manos a los costados, con las palmas vueltas hacia arriba. Parecía un hombre derribado por un puñetazo. Su respiración era pesada y trémula, como si estuviera tiritando.
Kivrin lo cubrió con la gruesa capa púrpura.
—He vuelto, Roche —dijo, y le palmeó el brazo extendido, pero él no dio ninguna señal de haber oído.
Quitó la caperuza de la linterna y usó la llama para encender todas las velas. Sólo quedaban tres de las velas de lady Imeyne, todas medio quemadas ya. Encendió también las velas de sebo, y la gruesa vela del nicho de la imagen de santa Catalina, y las acercó a las piernas de Roche para tener luz.
—Tengo que quitaros las calzas —advirtió mientras retiraba las mantas—. Hay que abrir la buba.
Desató las calzas y Roche no se agitó ante su contacto, pero gimió un poco, un sonido líquido.
Kivrin tiró de las calzas, intentando bajarlas hasta las piernas, pero eran demasiado estrechas. Tendría que cortarlas.
—Voy a cortaros las calzas —anunció, y se arrastró hasta donde había dejado el cuchillo y la botella de vino—. Intentaré no haceros daño.
Olisqueó la botella, luego dio un sorbito y se atragantó. Bien. Era añejo, bastante alcohólico. Lo vertió sobre la hoja del cuchillo, secó el filo en su pierna, vertió un poco más, cuidando de dejar suficiente para echarlo sobre la herida cuando la hubiera abierto.
—
Beata
—murmuró Roche. Acercó la mano a la ingle.
—Tranquilo —dijo Kivrin. Agarró una de las perneras y cortó la lana—. Sé que ahora duele, pero voy a perforar la buba.
Con las dos manos tiró del tejido, que afortunadamente se rasgó, produciendo un fuerte ruido. Las rodillas de Roche se contrajeron.
—No, no, bajad las piernas. —Kivrin intentó empujar las rodillas—. Tengo que abrir la buba.
No consiguió hacerle bajar las piernas. Las soltó un momento y terminó de rasgar la pernera, metiendo la mano por debajo para romper el resto y así poder ver la buba. Era el doble de grande de la de Rosemund y estaba completamente negra. Tendría que haberla perforado hacía horas, días.
—Roche, por favor, bajad las piernas —rogó, apoyándose en las rodillas con todas sus fuerzas—. Tengo que abrir el furúnculo de la peste.
No le respondió. No estaba segura de que él pudiera contestar, de que sus músculos no se estuvieran contrayendo solos, como había hecho el clérigo, pero no podía esperar a que el espasmo pasara, si se trataba de eso. Podía reventar en cualquier momento.
Se retiró un instante y luego se arrodilló junto a sus pies, e introdujo la mano entre sus piernas dobladas, sujetando el cuchillo. Roche gimió; Kivrin bajó un poco el cuchillo y lo hizo avanzar despacio, con cuidado, hasta que tocó la buba.
La patada la alcanzó de lleno en las costillas y la derribó. Soltó el cuchillo, que resbaló ruidosamente sobre el suelo de piedra. La patada la dejó sin aliento, y Kivrin permaneció allí tendida, jadeando en busca de aire. Intentó sentarse. El dolor le acuchillaba el costado derecho, y cayó hacia atrás, sujetándose las costillas.
Roche gritaba, un sonido largo e imposible, como un animal torturado. Kivrin rodó lentamente sobre el costado izquierdo, apretándose las costillas, para poder verlo. El se mecía adelante y atrás como un niño, sin dejar de gritar, con las piernas encogidas protectoramente contra el pecho. No pudo ver la buba.
Kivrin intentó levantarse, apoyando la mano en el suelo hasta que quedó sentada a medias, y luego tanteó hasta que consiguió arrodillarse. Gritó, débiles gemidos que se perdían entre los gritos de Roche. Seguramente le había roto varias costillas. Escupió sobre la mano, temiendo ver sangre.
Cuando por fin consiguió arrodillarse, se sentó sobre los pies durante un minuto, intentando contener el dolor.
—Lo siento —susurró—. No pretendía haceros daño.
Avanzó de rodillas hacia él, usando la mano derecha para sostenerse. El esfuerzo la hizo respirar más profundamente, y cada inspiración le apuñalaba el costado.
—Tranquilo, Roche —susurró—. Ya voy. Ya voy.
Él levantó las piernas espasmódicamente ante el sonido de su voz, y Kivrin se retiró a un lado, colocándose entre él y la pared, fuera de su alcance.
Al darle la patada, había derribado una de las velas de Santa Catalina, que ahora yacía en un charquito amarillo junto al sacerdote, todavía ardiendo.
Kivrin la enderezó y le puso la mano en el hombro.
—Shh, Roche —dijo—. Tranquilo. Estoy aquí.
Él dejó de gritar.
—Lo siento —murmuró Kivrin, inclinándose sobre él—. No quería haceros daño. Sólo intentaba abrir la buba.
Roche levantó las rodillas con más ímpetu que antes. Kivrin cogió la vela roja y la sostuvo sobre su trasero desnudo. Veía la buba, negra y dura a la luz de la vela. No la había perforado. Levantó más la vela, intentando ver adonde había ido a parar el cuchillo. Se había perdido en dirección a la tumba. Extendió la vela, esperando distinguir un destello metálico. No vislumbró nada.
Empezó a levantarse, moviéndose con mucho cuidado para protegerse del dolor, pero a mitad de camino la asaltó, y ella gritó y se inclinó adelante.
—¿Qué pasa? —preguntó Roche. Había abierto los ojos y tenía un poco de sangre en la comisura de los labios. Kivrin se preguntó si se habría mordido la lengua al gritar—. ¿Os he hecho daño?
—No —contestó ella, y volvió a arrodillarse a su lado—. No, no me habéis hecho daño. —Le limpió los labios con la manga de la pelliza.
—Debéis… —empezó él, y cuando abrió la boca brotó más sangre. Tragó saliva—. Debéis decir las oraciones para los muertos.
—No. No moriréis. —Volvió a limpiarle la boca—. Pero he de perforaros la buba antes de que reviente.
—No —respondió él, y Kivrin no supo si quería decir que no lo hiciera o que no se marchara. El sacerdote apretaba los dientes, y entre ellos manaba sangre.
Kivrin se sentó, con cuidado para no gritar, y le apoyó la cabeza en su regazo.
—
Réquiem aeternam dona ei
—Roche emitió un sonido borboteante alzó la cabeza, colocó debajo la capa púrpura, y le secó la boca y la barbilla con la pelliza. Estaba empapada en sangre. Extendió la mano para coger su alba.
—No —dijo él.
—No me iré. Estoy aquí.
—Rezad por mí —pidió, y trató de unir las manos sobre el pecho—. Rec… —Se atragantó con la palabra que intentaba pronunciar, que terminó en un sonido borboteante.