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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (74 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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No se merecía una tumba de suicida. No se merece ninguna tumba, pensó Kivrin. Se suponía que iba a venir con nosotros a Escocia, y se horrorizó ante la súbita alegría que sintió.

Ahora podemos irnos a Escocia, pensó, mirando la tumba que había cavado para Rosemund. Ella puede montar el burro, y Roche y yo llevaremos la comida y las mantas. Abrió los ojos y miró al cielo, pero ahora que el sol estaba alto, las nubes parecían más claras, como si pudieran disolverse a media mañana. Si se marchaban esa misma mañana, podrían haber salido del bosque a mediodía y llegado a la carretera de Oxford a Bath. Por la noche estarían camino de York.


Agnus dei, qui tollis peccata mundi, dona eis réquiem
—oró Roche.

Debemos coger avena para el burro, pensó ella, y el hacha para cortar leña. Y mantas.

Roche terminó las oraciones.


Dominus vobiscum et cum spiritu tuo
.
Requiescat inpace
. Amén.

Se marchó a tocar la campana.

No hay tiempo para eso, pensó Kivrin, y se dirigió a la casa. Cuando Roche hubiera terminado de doblar a difuntos, casi habría terminado de empaquetar y le contaría. Entonces él cargaría el burro y se marcharían. Cruzó corriendo el patio y entró en la casa. Tendrían que llevarse carbones para alimentar el fuego. Podrían utilizar el cofre de las medicinas de Imeyne.

Entró en el salón. Rosemund aún dormía. Eso era bueno. No era necesario despertarla hasta que estuvieran listos para partir. Pasó junto a ella de puntillas y cogió el cofre y lo vació. Lo colocó junto al fuego y se dirigió a la cocina.

—Me desperté y no estabais aquí —dijo Rosemund. Se sentó en el jergón—. Temía que os hubieseis ido.

—Nos vamos todos —explicó Kivrin—. Iremos a Escocia. —Se acercó a ella—. Debes descansar para el viaje. Volveré enseguida.

—¿Adonde vais?

—Sólo a la cocina. ¿Tienes hambre? Te traeré unas gachas. Ahora tiéndete y descansa.

—No me gusta estar sola —protestó Rosemund—. ¿No podéis quedaros conmigo un poco?

No tengo tiempo para esto, pensó Kivrin.

—Sólo voy a la cocina. Y el padre Roche está aquí. ¿No lo oyes? Está tocando la campana. Sólo tardaré unos minutos. ¿De acuerdo? —Le sonrió alegremente a Rosemund y ella asintió, de mala gana—. Volveré pronto.

Casi corrió al exterior. Roche seguía tocando a difuntos, lenta, firmemente. Venga, pensó, no nos queda mucho tiempo. Registró la cocina, colocando la comida sobre la mesa. Había una pieza de queso y bastantes panes planos. Los metió como si fueran platos en un saco de arpillera, junto con el queso, y lo llevó todo junto al pozo.

Rosemund se encontraba en la puerta de la casa, agarrada al quicio.

—¿No puedo sentarme en la cocina con vos? —preguntó. Se había puesto la saya y los zapatos, pero tiritaba en el aire helado.

—Hace demasiado frío —objetó Kivrin—. Tienes que descansar.

—Cuando os vais, me da miedo de que no regreséis.

—Estoy aquí —declaró Kivrin, pero entró con ella y cogió la capa de Rosemund y un puñado de pieles—. Puedes sentarte en los escalones mientras yo hago los paquetes. —Echó la capa sobre los hombros de Rosemund y la sentó, apilando las pieles a su alrededor como si fueran un nido—. ¿De acuerdo?

El broche que sir Bloet le había regalado a Rosemund estaba todavía en el cuello de la capa. La niña jugueteó con el cierre, las manos le temblaban un poco.

—¿Vamos a Courcy? —preguntó.

—No —respondió Kivrin, y le prendió el broche.
Ib suiicien lui dami amo
. Estás aquí en el lugar del amigo que amo—. Nos vamos a Escocia. Allí estaremos a salvo de la peste.

—¿Creéis que mi padre ha muerto?

Kivrin vaciló.

—Mi madre dijo que sólo se había retrasado o que no podía venir. Dijo que tal vez mis hermanos estaban enfermos, y que vendría cuando se hubieran recuperado.

—Y tal vez tuviera razón —dijo Kivrin, colocando una piel alrededor de sus pies—. Le dejaremos una carta para que sepa adonde hemos ido.

Rosemund sacudió la cabeza.

—Si viviera, habría venido a buscarme.

Kivrin la envolvió con una colcha.

—Tengo que coger comida —dijo amablemente.

Rosemund asintió, y Kivrin fue a la cocina. Había un saco de cebollas contra una pared y otro de manzanas. Estaban arrugadas, y la mayoría tenía manchas marrones, pero Kivrin arrastró el saco afuera. No habría que cocerlas y todos necesitarían vitaminas antes de la primavera.

—¿Te apetece una manzana? —le preguntó a Rosemund.

—Sí —respondió la niña, y Kivrin rebuscó en el saco, tratando de encontrar una que estuviera sana y sin arrugas. Limpió de tierra una marrón rojiza, la frotó contra sus calzas de cuero, y se la dio, sonriendo ante el recuerdo de lo buena que le habría sabido una manzana cuando estuvo enferma.

Pero después del primer mordisco, Rosemund pareció perder interés. Se apoyó contra el marco de la puerta y miró en silencio al cielo escuchando el rítmico repique de la campana de Roche.

Kivrin siguió rebuscando entre las manzanas, escogiendo las que merecía la pena llevar, y preguntándose cuántas podría cargar el burro. Tenían que llevar avena para el animal. No habría pasto, aunque cuando llegaran a Escocia encontrarían brezo que le serviría de alimento. No era necesario que llevaran agua. Había arroyos de sobra. Pero necesitarían una olla para hervirla.

—Vuestra gente no vino a recogeros —dijo Rosemund.

Kivrin levantó la cabeza. La niña estaba todavía apoyada en la puerta, con la manzana en la mano.

Sí vinieron, pensó, pero yo no estaba allí.

—No —dijo.

—¿Creéis que la peste los ha matado?

—No —respondió Kivrin, y pensó, al menos no tengo que preocuparme por si están muertos o indefensos en alguna parte. Al menos sé que se encuentran bien.

—Cuando vaya con sir Bloet, le diré cómo nos habéis ayudado —dijo Rosemund—. Le pediré que el padre Roche y vos os quedéis conmigo. —Alzó la cabeza con orgullo—. Se me permiten mis propios sirvientes y un capellán.

—Gracias —dijo Kivrin, solemne.

Colocó el saco de manzanas buenas junto al de queso y pan. La campana se detuvo y su eco se difundió todavía en el aire frío. Cogió el cubo y lo bajó al pozo.

Cocinaría unas gachas y le añadiría las manzanas pasadas. Sería una buena comida para el viaje.

La manzana de Rosemund rodó ante sus pies hasta la base del pozo y se detuvo allí.

Kivrin se agachó para recogerla. Sólo tenía un bocadito, blanco contra la roja piel. Kivrin la frotó contra su pelliza.

—Se te ha caído la manzana —señaló, y se volvió para dársela.

Todavía tenía la mano abierta, como si se hubiera inclinado a cogerla cuando cayó.

—Oh, Rosemund.

T
RANSCRIPCIÓN
DEL
L
IBRO
DEL
D
ÍA
DEL
J
UICIO
F
INAL

(079110-079239)

El padre Roche y yo nos vamos a Escocia. A decir verdad no tiene sentido contarle esto, supongo, puesto que nunca oirá lo que hay en este grabador, pero quizás alguien lo encuentre en algún páramo un día, o la señora Montoya haga una excavación en el norte de Escocia cuando termine en Skendgate, y si eso sucede, quiero que sepa usted lo que nos ha pasado.

Sé que huir es probablemente lo peor que podemos hacer, pero tengo que sacar al padre Roche de aquí. Toda la casa está contaminada por la peste: camas, ropa, el aire, y las ratas campan por todas partes. Vi una en la iglesia cuando fui a coger el alba y la estola de Roche para el funeral de Rosemund. Y aunque no la contraiga por ellas, la plaga se cierne a nuestro alrededor, y nunca podré convencerle de que se quede aquí. Querrá ir y ayudar.

Nos mantendremos apartados de los caminos y los poblados. Tenemos comida suficiente para una semana, y entonces estaremos lo bastante lejos al norte para poder comprar comida en alguna aldea. El clérigo tenía una bolsa con monedas de plata. Y no se preocupe. Estaremos bien. Como diría el señor Gilchrist: «He tomado todas las precauciones posibles.»

32

Era más que probable que apocalíptico fuera el término adecuado para definir la posibilidad de rescatar a Kivrin. Dunworthy estaba agotado cuando Colin lo llevó de regreso a su habitación y volvía a tener fiebre.

—Descanse —dijo Colin, y le ayudó a meterse en la cama—. No puede tener una recaída si quiere ir a rescatar a Kivrin.

—Necesito ver a Badri y a Finch.

—Yo me encargaré de todo —le prometió Colin, y se marchó corriendo.

Necesitaría conseguir su alta y la de Badri, y equipo médico para la recogida, por si Kivrin estaba enferma. Necesitaría una vacuna contra la peste. Se preguntó cuánto tiempo haría falta para que surtiera efecto. Mary había dicho que había inmunizado a Kivrin mientras estaba en el hospital para que le implantaran el grabador. Eso fue dos semanas antes del lanzamiento, pero tal vez no era necesario tanto tiempo para conferir inmunidad.

La enfermera entró para comprobar su temperatura.

—Estoy terminando el turno —dijo, leyendo su parche.

—¿Cuándo me darán de alta?

—¿De alta? —ella se sorprendió—. Vaya, veo que se encuentra mucho mejor.

—Sí. ¿Cuándo?

Ella frunció el ceño.

—No es lo mismo dar un paseíto que marcharse a casa. —Ajustó el gotero—. No se agote.

Salió, y después de unos minutos Colin entró con Finch y el libro de la Edad Media.

—Se me ocurrió que a lo mejor lo necesitaría para disfraces y esas cosas. —Lo dejó caer sobre las piernas de Dunworthy—. Voy a buscar a Badri. —Se marchó corriendo.

—Tiene usted mucho mejor aspecto, señor —observó Finch—. Me alegro muchísimo. Me temo que es usted necesario en Balliol. Es la señora Gaddson. Ha acusado a Balliol de minar la salud de William. Dice que la tensión combinada de la epidemia y los estudios de Petrarca han acabado con su salud. Amenaza con acudir al decano de Historia.

—Dígale que lo intente. Basingame está en alguna parte de Escocia. Necesito que averigüe cuánto tiempo se necesita para una vacuna contra la peste bubónica, y que el laboratorio esté preparado para un lanzamiento.

—Lo estamos utilizando como almacén —objetó Finch—. Nos han llegado varios envíos de suministros desde Londres, aunque no de papel higiénico, a pesar de que solicité específicamente…

—Trasládelo todo al salón —ordenó Dunworthy—. Quiero que la red esté lista cuanto antes.

Colin abrió la puerta con el codo y empujó la silla de ruedas de Badri, usando el otro brazo y la rodilla para mantenerla abierta.

—Tuve que esquivar a la hermana —dijo, sin aliento. Acercó la silla a la cama.

—Quiero… —empezó a decir Dunworthy, y se detuvo al ver a Badri. Era imposible. Badri no estaba en condiciones de dirigir la red. Parecía agotado por el mero esfuerzo de haberse trasladado desde su pabellón, y tiraba del bolsillo de su bata como lo había hecho con el cinturón.

—Necesitamos dos RTN, un medidor de luz, y un portal —dijo Badri, y su voz también sonó agotada, pero la desesperación había desaparecido de ella—. Y necesitaremos autorizaciones para el lanzamiento y la recogida.

—¿Y los manifestantes que había ante Brasenose? —preguntó Dunworthy—. ¿Intentarán impedir el lanzamiento?

—No —respondió Colin—. Están en la sede del Fondo Nacional. Pretenden clausurar la excavación.

Bien, pensó Dunworthy. Montoya estará demasiado ocupada intentando defender su iglesia contra los piquetes para interferir. Demasiado ocupada para buscar el grabador de Kivrin.

—¿Qué más necesitarás? —le preguntó a Badri.

—Una memoria insular y un redundante para el backup —sacó una hoja de papel del bolsillo y la miró—. Y un enlace remoto para poder hacer comprobaciones de parámetros.

Seguidamente le tendió la lista a Dunworthy, quien a su vez se la pasó a Finch.

—También necesitaremos apoyo médico para Kivrin —añadió Dunworthy—, y quiero que instalen un teléfono en esta habitación.

Finch frunció el ceño ante la lista.

—Y no me diga que nos hemos quedado sin algo de eso —apuntó Dunworthy antes de que pudiera protestar—. Suplique, tómelo prestado o róbelo. —Se volvió a Badri—. ¿Necesitarás algo más?

—Sí, que me den de alta. Y me temo que eso será el mayor obstáculo.

—Tiene razón —dijo Colin—. La hermana nunca le dejará salir. Tuve que colarlo aquí.

—¿Quién es tu médico? —preguntó Dunworthy.

—El doctor Gates, pero…

—Seguro que podremos explicarle la situación —le interrumpió Dunworthy—, explicarle que se trata de una emergencia.

Badri sacudió la cabeza.

—Lo último que puedo hacer es contarle las circunstancias. Le pedí que me diera de alta para abrir la red cuando estaba usted enfermo. No creía que estuviera bien, pero accedió, y entonces tuve la recaída…

Dunworthy le miró ansiosamente.

—¿Estás seguro de que eres capaz de dirigir la red? Tal vez pueda conseguir a Andrews ahora que la epidemia está bajo control.

—No nos queda tiempo —alegó Badri—. Y fue culpa mía. Quiero dirigir la red. Tal vez el señor Finch pueda encontrar otro médico.

—Sí. Y dígale al mío que necesito hablar con él. —Cogió el libro de Colin—. Necesitaré un disfraz.

Pasó las páginas, buscando una ilustración de ropas medievales.

—Nada de correas, ni cremalleras, ni siquiera botones. —Encontró un retrato de Boccaccio y se lo mostró a Finch—. No creo que Siglo Veinte tenga nada. Llame a la Sociedad Dramática y mire a ver si tienen algo.

—Haré lo que pueda, señor —asintió Finch, contemplando la ilustración con el ceño fruncido.

La puerta se abrió de golpe y entró la hermana, airada.

—Señor Dunworthy, esto es un disparate —dijo con un tono que sin duda había causado bajas entre los terrores de la Segunda Guerra de las Malvinas—. Si no cuida de su propia salud, al menos podría respetar la de los otros pacientes —clavó sus ojos en Finch—. El señor Dunworthy no puede tener visitas.

Miró a Colin y le quitó la silla de ruedas de las manos.

—¿En qué estaba pensando, señor Chaudhuri? —dijo, e hizo girar la silla con tanto ímpetu que la cabeza de Badri osciló hacia atrás—. Ya ha sufrido una recaída. No voy a permitir que tenga otra. —Lo empujó hasta la puerta.

—Ya le dije que no nos permitirían sacarlo —dijo Colin.

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