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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (80 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—Tendríamos que haber seguido ese sendero —se quejó Colin—. Habría sido mucho más…

—Calla.

—¿Qué pasa? ¿Viene alguien?

—Shh —susurró Dunworthy. Retrocedió con Colin al borde del camino y volvió a prestar atención. Le había parecido oír un caballo, pero ahora no percibía nada. Tal vez había sido el pájaro.

Condujo a Colin detrás de un árbol.

—Quédate aquí —susurró, y se arrastró hasta que divisó la curva.

El caballo negro estaba atado a un matorral. Dunworthy retrocedió rápidamente hasta un grupo de abetos y se quedó quieto, intentando ver al jinete. No había nadie en el camino. Esperó, tratando de acallar su propia respiración para atender cualquier ruido, pero no vino nadie, y no captaba más que los pasos del caballo.

Estaba ensillado y la brida estaba repujada de plata, pero parecía delgado: las costillas se le marcaban contra la cincha, que estaba suelta, y la silla se ladeó un poco mientras el animal retrocedía. El caballo agitó la cabeza, tirando enérgicamente de las riendas. Era evidente que intentaba liberarse, y cuando Dunworthy se acercó descubrió que no estaba atado, sino enganchado en las zarzas.

Salió al camino. El caballo volvió la cabeza hacia él y empezó a relinchar salvajemente.

—Tranquilo, tranquilo —murmuró, acercándose con cuidado a su flanco izquierdo. Le puso la mano en el cuello, y el caballo dejó de relinchar y empujó a Dunworthy con el hocico, buscando comida.

Él buscó hierba entre la nieve, pero la zona alrededor del matorral estaba casi pelada.

—¿Cuánto tiempo llevas atrapado aquí, amigo? —preguntó. ¿Había caído su jinete alcanzado por la plaga mientras cabalgaba, o había muerto, y el caballo había echado a correr, presa del pánico, hasta que las riendas se quedaron enganchadas en los matorrales?

Se internó un poco en el bosque, buscando huellas, pero no encontró ninguna. El caballo empezó a relinchar de nuevo, y Dunworthy regresó a liberarlo, arrancando de paso las briznas de hierba que asomaban entre la nieve.

—¡Un caballo! ¡Apocalíptico! —exclamó Colin, que se acercó corriendo—. ¿Dónde lo ha encontrado?

—Te dije que te quedaras donde estabas.

—Lo sé, pero oí relinchar al caballo, y pensé que tal vez tenía problemas.

—Razón de más para que me obedecieras. —Le tendió la hierba a Colin—. Dale de comer esto.

Se inclinó sobre el matorral y cogió las riendas. En sus esfuerzos por liberarse, el caballo había retorcido las riendas alrededor de las zarzas. Dunworthy tuvo que retirar las ramas con una mano y extender la otra para desatarlas. Se llenó de arañazos en cuestión de segundos.

—¿De quién es este caballo? —preguntó Colin, mientras ofrecía al animal un puñado de hierba desde una distancia de varios pasos. El caballo, hambriento, intentó morderla y Colin saltó hacia atrás—. ¿Está seguro de que es manso?

Dunworthy acababa de hacerse un profundo corte cuando el caballo se abalanzó hacia la hierba, pero logró liberar la rienda. Se la envolvió en la mano sangrante y cogió la otra.

—Sí —dijo.

—¿De quién es este caballo? —repitió Colin, acariciándole tímidamente el hocico.

—Nuestro. —Tensó la cincha y aupó a Colin tras la silla, pese a sus protestas, luego montó él.

El caballo, sin advertir todavía que estaba libre, volvió la cabeza con aire acusador cuando Dunworthy lo espoleó amablemente, pero luego comenzó a trotar por el camino nevado, feliz de encontrarse libre.

Colin se agarró con fuerza a la cintura de Dunworthy, justo donde le dolía, pero cuando avanzaron un centenar de metros se enderezó y preguntó:

—¿Cómo lo guía? ¿Y si quiere que vaya más rápido?

No tardaron nada en llegar a la carretera principal. Colin quería volver al sendero y cortar a campo través, pero Dunworthy hizo girar al caballo hacia el otro lado. La carretera se bifurcaba un kilómetro más allá, y tomó por el camino de la izquierda.

Parecía más transitado que el primero, aunque el bosque al que conducía era aún más tupido. El cielo estaba ahora completamente nublado y empezaba a soplar viento.

—¡La veo! —exclamó Colin, y se soltó de una mano para señalar más allá de un grupito de fresnos un destello de piedra gris oscura. Una iglesia, tal vez, o un granero. Se encontraba al este, y casi inmediatamente un estrecho sendero se bifurcaba del camino. Una plancha de madera cruzaba un arroyo, y al otro lado se extendía un pequeño prado.

El caballo no irguió las orejas ni intentó avivar el paso, y Dunworthy llegó a la conclusión de que no debía ser de aquella aldea. Menos mal, pensó, o nos ahorcarán por robar caballos antes de poder preguntar dónde está Kivrin. Entonces descubrió las ovejas.

Yacían de costado, montones de lana de un gris sucio, aunque algunas de ellas estaban acurrucadas cerca de los árboles, al abrigo del viento y la nieve.

Colin no las había visto.

—¿Qué haremos cuando lleguemos allí? ¿Nos colamos sin que nos vean, o le preguntamos a alguien si la han visto?

No habrá nadie a quien preguntar, pensó Dunworthy. Espoleó el caballo y entraron al trote en la aldea.

No se parecía a las ilustraciones del libro de Colin, edificios alrededor de un claro central. Las chozas estaban esparcidas entre los árboles, casi fuera de la vista unas de otras. Vio techos de paja, y más allá, en un bosquecillo de fresnos, la iglesia, pero aquí, en un claro tan pequeño como en del lanzamiento, sólo había una casa de troncos y un cobertizo bajo.

Era demasiado pequeña para ser la casa del señor: sin duda era la del senescal, o la del molinero. La puerta de madera del cobertizo estaba abierta y había entrado nieve. Del techo no salía humo. No se oía ningún ruido.

—Tal vez han huido —apuntó Colin—. Muchas personas huyeron cuando se enteraron de que venía la peste. Así se extendía.

Tal vez habían huido. La nieve ante la casa estaba plana y dura, como si hubiera habido muchas personas y caballos en el patio.

—Quédate con el caballo —ordenó Dunworthy, y se acercó a la casa. La puerta tampoco estaba cerrada, aunque lo habían intentado.

El interior de la casa estaba helado y tan oscuro después de la brillante nieve que sólo vio una imagen roja. Abrió del todo la puerta, pero apenas había luz, y todo parecía teñido de rojo.

Debía de ser la casa del senescal. Había dos habitaciones separadas por una partición de troncos, y alfombras en el suelo. La mesa estaba vacía y el fuego del hogar llevaba días apagado. La habitación pequeña olía a cenizas frías. El senescal y su familia habían huido, y tal vez todos los demás aldeanos también, llevando sin duda la peste consigo. Y Kivrin.

De pronto, la tensión de su pecho se convirtió en dolor y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Pese a todas sus preocupaciones sobre Kivrin, nunca se le había ocurrido esto: que ella se hubiera marchado.

Miró en la otra habitación. Colin se asomó a la puerta.

—El caballo quiere beber de un cubo que hay aquí fuera. ¿Le dejo?

—Sí —dijo Dunworthy, y se levantó para que Colin no pudiera ver lo que había tras la partición—. Pero no dejes que se atraque. Hace días que no bebe agua.

—No hay mucha en el cubo. —Contempló la habitación, interesado—. Ésta es una de las chozas de los siervos, ¿verdad? Eran muy pobres, ¿no? ¿Ha encontrado algo?

—No. Ve y vigila al caballo. Y no dejes que se escape.

Colin salió, y rozó con la cabeza la parte superior de la puerta.

El bebé yacía en una bolsa de plumas en el rincón. Al parecer todavía estaba vivo cuando su madre murió; ella yacía sobre el suelo de barro, con las manos extendidas hacia él. Las tenía oscuras, casi negras, y la ropita del bebé estaba rígida por la sangre seca.

—¡Señor Dunworthy! —llamó Colin, alarmado, y Dunworthy se volvió, temiendo que hubiera regresado, pero continuaba fuera con el caballo, que tenía la nariz dentro del cubo.

—¿Qué pasa?

—Hay algo allí en el suelo. —Señaló hacia las chozas—. Creo que es un cuerpo. —Tiró de las riendas del caballo con tanta fuerza, que el cubo se volcó y se formó un charquito de agua sobre la nieve.

—Espera —dijo Dunworthy, pero Colin ya corría hacia los árboles, seguido por el caballo.

—Es un ca… —empezó Colin, y su voz se apagó bruscamente. Dunworthy le alcanzó, sujetándose el costado.

Era el cadáver de un joven. Yacía boca arriba en la nieve, en medio de un charco congelado de líquido negro. Había una capa de polvo de nieve sobre su rostro. Se le habrán reventado las bubas, pensó Dunworthy, y miró a Colin, pero el muchacho no observaba el cadáver, sino el claro que había más allá.

Era más grande que el que había delante de la casa del senescal. Alrededor se alzaba una media docena de chozas, y al fondo la iglesia normanda. En el centro, sobre la nieve pisoteada, se amontonaban los cadáveres.

No habían hecho ningún intento por enterrarlos, aunque junto a la iglesia había una zanja, y un montón de tierra cubierta de nieve al lado. Parecía que habían arrastrado algunos hasta el patio de la iglesia (había largas marcas en la nieve), y uno al menos se había arrastrado hasta la puerta de su choza. Yacía medio dentro, medio fuera.

—«Temed a Dios, pues la hora del Juicio ha llegado» —murmuró Dunworthy.

—Parece como si se hubiese librado una batalla aquí.

—La hubo.

Colin dio un paso al frente, contemplando el cuerpo.

—¿Cree que todos están muertos?

—No los toques —advirtió Dunworthy—. No te acerques siquiera.

—Recibí la gammaglobulina —dijo él, pero se apartó del cuerpo, tragando saliva.

—Respira hondo —aconsejó Dunworthy, apoyándole una mano sobre el hombro—, y mira otra cosa.

—En el libro decían que era así —comentó el niño, observando fijamente un roble—. En realidad, temía que fuera mucho peor. Quiero decir que no huele mal ni nada de eso.

—Sí.

Tragó saliva otra vez.

—Ya estoy bien. —Contempló el claro—. ¿Dónde cree que puede estar Kivrin?

Aquí no, rogó Dunworthy.

—Tal vez esté en la iglesia. —Se dirigió hacia allí con el caballo—. Además, necesitamos ver si la tumba está allí. Puede que ésta no sea la aldea.

El caballo dio dos pasos y echó atrás la cabeza, con las orejas retraídas. Relinchó asustado.

—Llévalo al cobertizo —dijo Dunworthy, cogiendo las riendas—. Huele la sangre, y está asustado. Átalo.

Apartó al caballo de la vista del cuerpo y le tendió las riendas a Colín, quien las cogió con aspecto preocupado.

—Tranquilo —dijo, guiándolo hacia la casa del senescal—. Sé cómo te sientes.

Dunworthy se dirigió rápidamente al patio de la iglesia. Había cuatro cuerpos en el pozo y dos tumbas al lado, cubiertas de nieve, los primeros en morir tal vez, cuando todavía se celebraban funerales. Se encaminó hacia la parte delantera de la iglesia.

Había dos cuerpos más ante la puerta. Yacían boca abajo, uno encima de otro; el de arriba era un anciano. El cadáver de debajo era una mujer. Vio los faldones de su burda capa y una de sus manos. Los brazos del hombre cubrían la cabeza y los hombros de la mujer.

Dunworthy alzó torpemente la mano del hombre, y el cuerpo resbaló hacia el lado, tirando de la capa. La saya de debajo estaba sucia y manchada de sangre, pero vio que había sido azul. Retiró la capucha. Había una cuerda alrededor del cuello de la mujer. Su largo pelo rubio se había enredado en las ásperas fibras.

La ahorcaron, pensó, sin sorprenderse en absoluto.

Colin llegó corriendo.

—He descubierto qué son esas marcas del suelo. Por ahí arrastraron los cuerpos. Hay un niño pequeño tras el granero con una cuerda alrededor del cuello.

Dunworthy miró la cuerda y la maraña de pelo. Estaba tan sucio que apenas era rubio.

—Apuesto a que los arrastraron hasta el patio de la iglesia porque no podían con ellos —añadió Colin.

—¿Dejaste al caballo en el cobertizo?

—Sí. Lo até a una viga. Quería venir conmigo.

—Tiene hambre. Vuelve al cobertizo y dale un poco de heno.

—¿Ha pasado algo? No estará sufriendo una recaída, ¿verdad?

Dunworthy no creía que Colin distinguiera el vestido azul desde donde se encontraba.

—No —respondió—. Debe de haber algo de heno en el granero. O avena. Ve a darle de comer al caballo.

—Muy bien —dijo Colin, a la defensiva, y corrió hacia el cobertizo. Se detuvo a mitad del prado—. No tengo que darle el heno, ¿verdad? —gritó—. ¿Puedo ponerlo en el suelo delante de él?

—Sí —dijo Dunworthy, mirándose la mano. Había sangre en la mano de la mujer también, y en el interior de su muñeca. Tenía el brazo doblado, como si hubiera intentado detener la caída. Dunworthy podía cogerla y darle la vuelta fácilmente. Sólo tenía que cogerla del codo.

Le levantó la mano. Estaba rígida y fría. Bajo la suciedad estaba roja y agrietada, con la piel levantada en una docena de sitios. No podía ser de Kivrin, y si lo fuera, ¿qué había vivido durante las dos últimas semanas para acabar en este estado?

Todo estaría en el grabador. Le volvió la mano suavemente, buscando la cicatriz del implante, pero la muñeca estaba demasiado sucia para distinguirla, si la había.

Y si la encontraba, ¿entonces qué? ¿Debía llamar a Colín y decirle que buscara un hacha en la cocina del senescal? ¿Debía cortar la mano muerta para poder oír la voz de Kivrin contando los horrores que le habían sucedido? No podría hacerlo, desde luego, como tampoco podía darle la vuelta al cuerpo y averiguar de una vez por todas si era Kivrin.

Colocó la mano junto al cuerpo, la cogió por el codo y le dio la vuelta.

Había muerto de una variedad bubónica. Descubrió una repugnante mancha amarilla en el costado de su saya azul, donde la buba de su brazo se había reventado. Tenía la lengua negra y tan hinchada que le llenaba toda la boca, como un objeto obsceno introducido entre sus dientes para ahogarla, y la cara pálida estaba abotargada y tumefacta.

No era Kivrin. Intentó levantarse, tambaleándose un poco, y entonces pensó, demasiado tarde, que debía haber cubierto el rostro de la mujer.

—¡Señor Dunworthy! —gritó Colin, corriendo desesperadamente, y él lo miró a ciegas, indefenso.

—¿Qué ha pasado? —acusó el niño—. ¿La ha encontrado?

—No —respondió él, bloqueándole el paso. No vamos a encontrarla.

Colin miró a la mujer. Su cara era de un azul pálido contra la nieve blanca y el brillante traje azul.

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