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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (81 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—La ha encontrado, ¿verdad? ¿Es ella?

—No —repitió Dunworthy. Pero podía serlo. Podía serlo. Y no podía dar la vuelta a más cuerpos, a pesar de que debería hacerlo. Sentía las rodillas de trapo, como si no pudieran soportar más su peso—. Ayúdame a regresar al cobertizo.

Colin permaneció donde estaba, obstinado.

—Si es ella, puede decírmelo. Lo soportaré.

Pero yo no, pensó Dunworthy. No podré soportarlo si está muerta. Volvió hacia la casa del senescal, apoyando una mano en la fría pared de piedra de la iglesia y preguntándose qué haría cuando llegara a espacio abierto.

Colin saltó a su lado, le cogió el brazo y lo miró ansiosamente.

—¿Qué pasa? ¿Sufre una recaída?

—Sólo necesito descansar un poco —dijo él, y continuó, casi sin darse cuenta—: Kivrin llevaba un vestido azul cuando partió.

Cuando partió, cuando se tendió en el suelo y cerró los ojos, indefensa y confiada, y desapareció para siempre en esta cámara de los horrores.

Colin abrió la puerta del cobertizo y ayudó a entrar a Dunworthy, sujetándole el brazo con ambas manos. El caballo, que mordisqueaba un saco de avena, irguió la cabeza.

—No encontré heno —dijo Colin—, así que le di grano. Los caballos comen grano, ¿verdad?

—Sí —contestó Dunworthy, apoyándose en los sacos—. No dejes que se lo coma todo. Se atiborrará y acabará reventando.

Colin se acercó al saco y empezó a apartarlo del alcance del caballo.

—¿Por qué creyó que era Kivrin?

Vi el vestido azul. El vestido de Kivrin era de ese mismo color. El saco era demasiado pesado para Colin. Tiró de él con las dos manos y la tela se partió por el lado, esparciendo avena sobre la paja. El caballo la mordisqueó ansiosamente.

—No, quiero decir que toda esa gente murió de peste, ¿no? Y ella fue inmunizada. Así que no pudo contagiarse. ¿De qué más podría morirse?

De esto, pensó Dunworthy. Nadie podría sobrevivir a esto, viendo a niños y bebés morir como animales, apilados en zanjas y cubiertos de tierra, arrastrados con una cuerda pasada alrededor de sus cuellos muertos. ¿Cómo podría haber sobrevivido a semejante horror?

Colin consiguió apartar el saco del alcance del caballo. Lo dejó caer junto a un pequeño cofre y se plantó ante Dunworthy, algo cansado.

—¿Está seguro de que no sufre una recaída?

—No —dijo él, pero empezaba a tiritar.

—Quizá sólo está cansado. Repose, ahora mismo vuelvo.

Salió y cerró tras él la puerta del cobertizo. El caballo mordisqueaba la avena derramada, con bocados ruidosos y voraces. Dunworthy se levantó, agarrándose al travesano, y se inclinó sobre el pequeño cofre. Los cierres de metal habían perdido el brillo y el cuero de la tapa tenía un pequeño arañazo, pero por lo demás parecía nuevo.

Se sentó y abrió la tapa.

El senescal lo usaba para guardar las herramientas. Había un rollo de cuerda de cuero y una cabeza de pico oxidada. El forro azul del que Gilchrist había hablado en el pub estaba rasgado donde se había apoyado el pico.

Colin regresó, cargando con el cubo.

—Le he traído un poco de agua. La cogí del arroyo. —Soltó el cubo y buscó un frasquito en el bolsillo—. Sólo tengo diez aspirinas, así que no puede sufrir una recaída. Se las escatimé al señor Finch.

Cogió dos.

—Conseguí también sintamicina, pero temía que no se hubiera inventado todavía. Supuse que tendrían que contentarse con aspirina. —Le tendió las pastillas a Dunworthy y acercó el cubo—. Tendrá que usar la mano. Me pareció que los cuencos de los contemporáneos estarían llenos de gérmenes de la peste.

Dunworthy tragó la aspirina y cogió con la mano agua del cubo para tragársela.

—Colin —dijo.

El muchacho acercó el cubo al caballo.

—Creo que ésta no es la aldea. Fui a la iglesia y la única tumba que encontré es de una dama. —Sacó el mapa y el localizador de otro bolsillo—. Hemos ido demasiado al este. Creo que estamos aquí —señaló una de las marcas de Montoya—, de manera que si volvemos al otro sendero y cortamos camino hacia el este…

—Vamos a volver al lugar del lanzamiento —dijo Dunworthy. Se levantó con cuidado, para no tocar la pared ni el cofre.

—¿Por qué? Badri dijo que teníamos un día como mínimo, y sólo hemos comprobado una aldea. Hay muchas más. Podría estar en cualquiera de ellas.

Dunworthy desató al caballo.

—Podría coger el caballo e ir a buscarla —propuso Colin—. Podría cabalgar muy rápido, mirar en todas esas aldeas y volver y decírselo en cuanto la encontrara. O podríamos dividirnos las aldeas y encargarnos de la mitad cada uno, y quien la encontrara primero enviaría algún tipo de señal. Podríamos encender un fuego o algo así, y el otro lo vería y acudiría.

—Está muerta, Colin. No la encontraremos.

—¡No diga eso! —exclamó Colin, y su voz sonó aguda e infantil—. ¡No está muerta! ¡Se vacunó!

Dunworthy señaló el cofre de cuero.

—Éste es el cofre que se llevó.

—¿Bueno, y qué? Podría haber montones de cofres iguales. O podría haber huido cuando llegó la peste. ¡No podemos irnos y dejarla aquí! ¿Y si fuera yo quien estuviera perdido, y esperara días y más días a que alguien viniera, y no llegara nadie?

Empezó a gimotear.

—Colin, a veces se hace cuanto se puede, y no se les salva.

—Como tía Mary —dijo Colin. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Pero no siempre.

No siempre, pensó Dunworthy.

—No —admitió—. No siempre.

—A veces se les puede salvar —insistió Colín, testarudo.

—Sí. De acuerdo —Dunworthy volvió a atar al caballo—. Iremos y la buscaremos. Dame dos aspirinas más, y déjame descansar un poco hasta que me hagan efecto, y luego iremos a buscarla.

—Apocalíptico —dijo Colin. Apartó el cofre del caballo, que había empezado a lamerlo—. Traeré más agua.

Salió corriendo y Dunworthy se sentó contra la pared.

—Por favor —rezó—. Por favor, déjanos encontrarla.

La puerta se abrió lentamente. Colin se recortaba contra la luz.

—¿La oye? —preguntó—. Escuche.

Era un sonido lejano, ahogado por las paredes del cobertizo. Había una larga pausa entre los repiques, lo oyó claramente. Se levantó y salió.

—Procede de allí —dijo Colin, señalando hacia el suroeste.

—Trae el caballo.

—¿Está seguro de que es Kivrin? Está en dirección opuesta.

—Es Kivrin.

35

La campana calló antes de que terminaran de ensillar el caballo.

—¡Rápido! —dijo Dunworthy, apretando la cincha.

—Tranquilo —contestó Colin, mirando el mapa—. Ha tocado tres veces. La tengo localizada. Está al suroeste, ¿no? Y esto es Henefelde, ¿verdad? —Alzó el mapa ante Dunworthy, señalando cada sitio—. Entonces tiene que ser esta aldea de aquí.

Dunworthy observó el mapa y luego se volvió hacia el suroeste, intentando mantener la dirección de la campana en su mente. Ya estaba inseguro, aunque aún sentía las reverberaciones del tañido. Deseó que la aspirina actuara pronto.

—Vamos —dijo Colin, tirando del caballo hasta la puerta del cobertizo—. Monte y en marcha.

Dunworthy puso el pie en el estribo y pasó la otra pierna. Se mareó al instante. Colin le miró.

—Será mejor que yo lo guíe —sugirió, y se sentó delante de Dunworthy.

Colin aguijó al caballo con demasiada amabilidad y tiró de las riendas con excesiva violencia, pero el animal, sorprendentemente, se puso en marcha.

—Sabemos dónde está la aldea —declaró Colin, confiado—. Ahora sólo tenemos que encontrar un camino que vaya en esa dirección.

Casi inmediatamente anunció que lo había encontrado. Era un sendero bastante ancho, bajaba por una pendiente y se internaba en un bosquecillo de pinos, pero apenas unos metros más allá se dividía en dos, y Colin miró a Dunworthy, indeciso.

El caballo no vaciló. Se encaminó al sendero de la derecha.

—Mire, sabe adonde va —se sorprendió Colin, deleitado.

Menos mal que uno de nosotros lo sabe, pensó Dunworthy, y cerró los ojos para protegerse del bamboleante paisaje y del dolor de cabeza. Era evidente que el caballo regresaba a casa y sabía que debería decírselo a Colin, pero la enfermedad volvía a cebarse en él y tenía miedo de soltar la cintura del niño aunque fuera por un momento, por miedo a que la fiebre se apoderara de su cuerpo. Tenía mucho frío. Era la fiebre, claro; el mareo, el dolor, todo se debía a la fiebre, y eso era buen síntoma: el cuerpo hacía acopio de fuerzas para combatir el virus, reunía a la tropa. El escalofrío era sólo un efecto secundario de la fiebre.

—Caray, cómo aprieta el frío —dijo Colin, cerrándose el abrigo con una mano—. Espero que no nieve.

Soltó las riendas y se cubrió la nariz y la boca con la bufanda. El caballo ni siquiera lo notó. Se internaba decididamente en el bosque cada vez más profundo. Llegaron a otra bifurcación y luego a otra, y cada vez Colin consultó el mapa y el localizador, pero Dunworthy ignoraba si el muchacho elegía la dirección o si era el caballo quien simplemente continuaba el rumbo que había escogido.

Empezó a nevar, copos pequeños que cubrieron el sendero y se fundieron en las gafas de Dunworthy.

La aspirina empezó a hacer efecto. Dunworthy se enderezó en la silla y se arrebujó en la capa. Se limpió las gafas con una punta. Tenía los dedos entumecidos y rojos. Se frotó las manos y las sopló. Todavía estaban en el bosque y el sendero era ahora más estrecho.

—El mapa dice que Skendgate está a cinco kilómetros de Henefelde —comentó Colin, limpiando la nieve del localizador—, y ya hemos recorrido casi cuatro; ya falta poco.

Saltaba a la vista que no estaban en ninguna parte. Se encontraban en medio de Wychwood, en un sendero de vacas o de ciervos. Terminaría en la choza de un campesino o una salina, o un matorral con bayas que el caballo recordaría con agrado.

—¿Ve? Ya lo decía yo. —Entre los árboles asomó la cima de un campanario. El caballo inició un trote—. Alto —le dijo Colin, y tiró de las riendas—. Espera un momento.

Dunworthy cogió las riendas y redujo el paso del caballo mientras salían del bosque, dejaban atrás un prado cubierto de nieve, y llegaban a la cima de la colina.

La aldea se extendía ante ellos, tras un bosquecillo de fresnos. No era la aldea adecuada (Skendgate no tenía campanario), pero si Colin se dio cuenta, no dijo nada. Espoleó al caballo sin conseguir nada unas cuantas veces, y bajaron lentamente la colina, Dunworthy todavía sujetando las riendas.

No había cadáveres a la vista, pero tampoco gente, y no salía humo de las chozas. El campanario parecía silencioso y desierto, y no había huellas de pisadas a su alrededor.

—He visto algo —anunció Colin a la mitad de la colina. Dunworthy también lo había visto. Un leve movimiento que podía deberse a un pájaro o a una rama—. Por allí.

Colin señaló la segunda choza. Una vaca salió de entre las cabanas, suelta, con las ubres repletas, y Dunworthy tuvo la seguridad de que, como temía, la peste había asolado también aquel lugar.

—Es una vaca —dijo Colin, decepcionado.

La vaca alzó la cabeza ante el sonido de su voz y empezó a caminar hacia ellos, mugiendo.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Colin—. Alguien tuvo que tocar la campana.

Están todos muertos, pensó Dunworthy, mirando hacia el patio de la iglesia. Había tumbas nuevas allí, con la tierra amontonada sobre ellas, y la nieve no las había cubierto por completo todavía. Afortunadamente, todos están enterrados en ese patio, pensó, y vio el primer cuerpo. Era un muchachito. Estaba sentado con la espalda apoyada en una lápida, como si descansara.

—Mire, ahí hay alguien —dijo Colin, tirando de las riendas y señalando el cuerpo—. ¡Hola!

Se volvió para mirar a Dunworthy.

—¿Cree que entenderán lo que digamos?

—Está… —dijo Dunworthy.

El muchachito se levantó, incorporándose dolorosamente, se apoyó con una mano en la lápida como si buscara un arma alrededor.

—No te haremos daño —exclamó Dunworthy, intentando pensar cómo sería el inglés medio. Bajó del caballo, agarrándose a la silla ante el súbito asalto del mareo. Se enderezó y extendió la mano, con la palma hacia arriba.

La cara del muchachito estaba sucia, manchada de tierra y sangre, y la parte delantera de su túnica y de sus pantalones remangados estaba empapada y rígida. Se agachó, sujetándose el costado como si el movimiento le doliera, cogió un palo que yacía enterrado en la nieve y avanzó para impedirle el paso.


Kepe from huiré. Der fevreblau hast bifalien us
.

—Kivrin —dijo Dunworthy, y se dirigió hacia ella.

—No se acerque —exclamó ella en inglés, alzando el palo como si fuera una escopeta. El extremo estaba roto.

—Soy yo, Kivrin, el señor Dunworthy —anunció él, todavía acercándose.

—¡No! —Kivrin retrocedió, agitando la pala rota—. No comprende. Es la peste.

—No importa, Kivrin. Hemos sido vacunados.

—Vacunados —dijo ella, como si no supiera lo que significaba la palabra—. Fue el clérigo del obispo. Ya la tenía cuando vino.

Colin llegó corriendo y ella volvió a levantar el palo.

—No importa —repitió Dunworthy—. Éste es Colin. También le han puesto la vacuna. Hemos venido para llevarte a casa.

Ella le miró fijamente durante un largo minuto. La nieve caía a su alrededor.

—Para llevarme a casa —dijo, sin ninguna entonación en la voz, y miró la tumba a sus pies. Era más pequeña que las demás, y más estrecha, como si albergara a un niño.

Miró a Dunworthy, y tampoco había ninguna expresión en su rostro. Llego demasiado tarde, pensó él, desesperado, mirándola allí de pie con la ropa ensangrentada, rodeada de tumbas. Ya la han crucificado.

—Kivrin —dijo.

Ella dejó caer la pala.

—Tiene que ayudarme —pidió. Se volvió y se dirigió a la iglesia.

—¿Está seguro de que es ella? —susurró Colin.

—Sí.

—¿Qué le pasa?

Llego demasiado tarde, pensó Dunworthy, y se apoyó en el hombro de Colin. Nunca me perdonará.

—¿Qué pasa? —se inquietó Colin—. ¿Se siente enfermo otra vez?

—No —contestó, pero esperó un momento antes de retirar la mano.

Kivrin se había detenido ante la puerta de la iglesia y se sujetaba de nuevo el costado. Un escalofrío recorrió a Dunworthy. La tiene, pensó. Tiene la peste.

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