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Authors: José Donoso

El lugar sin límites (3 page)

BOOK: El lugar sin límites
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—Manuela.

Una bocacalle. Los pies metidos en el barro de una poza en la calzada. Unos bigotes blancos, una manta de vicuña, unos ojos azulinos como bajo el ala del sombrero, y detrás, los cuatro perros negros alineados. La Manuela retrocedió.

—Por Dios, don Alejo, cómo sale a la calle con esos brutos. Agárrelos. Me voy, me voy. Agárrelos.

—No te van a hacer nada si no lo mando. Tranquilo, Moro…

—Preso debían mandarlo por andar con ellos.

La Manuela se iba retirando a la otra vereda.

—¿A dónde vas? Estabas con las patas en el agua.

—Apuesto que me resfrío. A misa iba, a cumplir con los mandamientos. No soy ninguna hereje como usted, don Alejo. Mire la cara de muerto que tiene, apuesto que anduvo de farra, a su edad, no digo yo…

—Y tú irás a pedir perdón por tus pecados, grandísima…

—¡Pecados! Ojalá. Ganas no me faltan, pero mire cómo estoy de flaca. Santita: Virgen y Mártir…

—¿Qué no dicen que tienes embrujado a Pancho Vega?

—¿Quién dice?

—Él dice. Cuidadito.

Los perros se agitaron detrás de don Alejo.

—Otelo, Moro, abajo…

El agua sopeándole los calcetines, el pantalón frío pegado a sus canillas. Hacía años que no se sentía tan averiada. Al subir por el talud hacia la otra vereda le dio una patada a un chancho para que se quitara, pero al resbalarse tuvo que afirmarse en su lomo. Desde la otra vereda le preguntó a don Alejo:

—¿Cuidadito con quién?

—Con Pancho. Dicen que no habla más que de ti.

—Pero si ya no viene para acá para El Olivo. ¿No dicen que le debe plata a usted?

Don Alejo se rió.

—Todo lo sabes, vieja chismosa. ¿Sabes también que fui al médico ayer en Talca? ¿Y sabes lo que me dijo?

—¿Al médico, don Alejo? Pero si está tan bien…

—Me acabas de decir que tengo mala cara. Mala cara vas a tener tú también en cuanto te alcance Pancho.

—Pero si no está.

—Sí. Sí está.

Los bocinazos, entonces, anoche. No, no iba a misa. No estaba para aguantar impertinencias en la calle. Hacía demasiado frío. Dios la perdonaría esta vez. Se iba a resfriar. A su edad, mejor acostarse. Sí. Acostarse. Olvidarse del vestido de española. Acostarse si la Japonesita no le decía que hiciera algo, qué sé yo, algún trabajo de esos que a veces le gritaba que hiciera. El año pasado Pancho Vega le retorció el brazo y. casi se lo quebró. Ahora le dolía. No quería tener nada que ver con Pancho Vega. Nada.

—No te vayas, mujer…

—Claro. No va a ser a usted al que le va a pegar.

—Espera.

—Ya pues, don Alejo, diga lo que quiere. ¿No ve que estoy apurada? Tengo las patas empapadas. Si me muero usted me paga el funeral porque usted tiene la culpa. De primera, ah…

Don Alejo, seguido de sus perros, iba andando frente a la Manuela por la otra acera y hablándole. La última seña de la misa de once. Tuvo que gritar para que la Manuela le oyera porque pasó el break de los Guerrero lleno de chiquillos cantando:

Que llueva,

que llueva.

La vieja está en la cueva

los pajaritos cantan…

—Ya pues, don Alejo. ¿Qué quiere?

—Ah, sí. Dile a la Japonesita que tengo urgencia de hablar con ella. Voy a pasar esta tarde. Y contigo también quiero hablar.

La Manuela se paró antes de doblar la esquina.

—¿Va a venir en auto?

—No sé. ¿Por qué?

—Para que estacione delante de la puerta de la casa. Así Pancho ve que usted está con nosotros y no se atreve a entrar.

—Si no vengo en auto, dejo a los perros afuera. Pancho les tiene miedo.

—Claro, si es un cobarde.

CAPÍTULO III

La señorita Lila miró a Pancho Vega por la ventanilla, pero pese a las cosas que él le estaba diciendo no bajó la vista porque lo conocía desde hacía tanto tiempo que ya no la escandalizaba. Además, me da gusto volver a ver a este tarambana.

—Pero si eres como marinero en tierra, pues Pancho, ahora con la cuestión de tu camión y tus fletes: una mujer en cada puerto. La Emita no te verá ni el polvo, pobre. Qué castigo estar casada contigo.

—Ella no se queja.

Entonces sí que la señorita Lila se puso colorada.

—¿Y tú, Lilita?

Trató de tomarle la mano a través de la ventanilla.

—Déjate, tonto…

La señorita Lila hizo un gesto señalando a Octavio que fumaba en la puerta, mirando la calle. Pancho se dio vuelta para buscar el objeto del temor de Lila y al ver sólo a su cuñado alzó los hombros. El interior del galpón en cuyo extremo funcionaba el correo estaba vacío, salvo por don Céspedes sentado en uno de los fardos de trébol formando escala al otro extremo. El anciano se apeó de su fardo y se puso a mirar la calle apoyado en la jamba, al otro lado de Octavio. Al frente, unas cuantas personas rondaban el otro galpón, el que servía de capilla los domingos y de lugar de reunión del Partido durante la semana. Era más chico que el galpón del correo y también pertenecía a don Alejo, pero nunca llegaron a permutar sus funciones: el espacio de la capilla actual era suficiente para los feligreses, sobre todo después de la vendimia, cuando ya no quedaban ni afuerinos ni las familias de los dueños de fundos. Pancho se dio vuelta y encendió un cigarrillo.

—¿Llegó el cura de San Alfonso?

Don Céspedes agitó la cabeza en signo de negación.

—Deben haber tenido una pana.

Octavio palmoteo la espalda del viejo.

—Tan viejo y tan inocente usted, don Céspedes, por Dios. El cura debe haber tenido sueño esta mañana y se quedó pegado en las sábanas. Dicen que bailó toda la noche en la casa de la Pecho de Palo allá en Talca…

La señorita Lila asomó la cabeza.

—¡Herejes! Se van a condenar.

Pancho se rió mientras don Céspedes sacaba su mano de debajo de la manta para santiguarse. Octavio se fue a sentar en los fardos. Don Céspedes miró al cielo.

—Va a llover.

Siguió a Octavio y encaramándose más alto que él en las gradas de los fardos, dejó colgando sus pies encogidos, oscuros, deformados por las cicatrices y la mugre, metidos en sus hojotas embarradas.

En la ventanilla seguía el coloquio.

—¿Tú, no estuviste en la cama de la Japonesita anoche?

—¿Yo? Yo no. Hace tiempo que no voy. No me dan boleto.

—Es que tú también, con lo revoltoso…

—Lo malo es que estoy enamorado.

Ella dijo que claro, que la Japonesita era chiquilla buena y todo, pero fea, y no se vestía a la moda, parecía de casa de huérfanos con esos pantalones bombachos hasta el tobillo que se ponía debajo de los delantales. Claro que era harto raro que ella se dedicara a ese negocio, siendo que todos sabían que era chiquilla buena. Sí, sí, herencia de la mamá, pero podía vender. Cuando chica, la Japonesa Grande la mandaba a la escuela, cuando había escuela en El Olivo y funcionaba aquí mismo, en este galpón, antes que lo comprara don Alejo. A pesar de que todas las chiquillas eran buenas con ella, me cuenta mi hermana menor, y la profesora también, la Japonesita se arrancaba, se iba a esconder por allá por la estación, dicen, hasta que terminaran las clases y la Japonesa Grande no se diera cuenta de que no iba a la escuela, y nunca salía a la calle a jugar ni nada y no saludaba a nadie… Ahora, toda la gente decente le tiene pena a la Japonesita, tan rara la pobre. La señorita Lila, por lo pronto, buscaba la vista de la Japonesita para saludarla lo más amable que podía cada vez que la encontraba en la calle. ¿Por qué no, no es cierto?

—Sí, pero yo no estoy enamorado de ella…

La señorita Lila lo miró turbada.

—¿De quién, entonces?

—De la Manuela, pues…

Todos se rieron, hasta ella.

—Hombres cochinos, degenerados. Vergüenza debía darles…

—Es que es tan preciosa…

La pareja comenzó a cuchichear otra vez a través de los barrotes de bronce. Don Céspedes volvió a bajar las gradas de pasto y se apostó en la puerta mirando al cielo.

—Aquí viene el agua, mi madre…

La gente que esperaba cerca de la puerta de la capilla se cobijó bajo el alero, pegados al muro y con las manos en los bolsillos, detrás de la cortina de agua que caía de las tejas. El caballo del break de los Guerrero quedó empapado en un segundo, y los Valenzuela, que venían llegando, se refugiaron en el Ford para esperar que comenzara la misa. Don Alejo entró corriendo al correo, seguido de sus cuatro perros negros. Se sacudió el agua de la manta y del sombrero. Los perros también se sacudieron, y Octavio se trepó a los fardos para no quedar empapado. Después se alborotaron en el galpón, que parecía quedarles chico.

—Buenos días, don Céspedes…

—Buenos días, patrón.

Luego miró a Octavio, pero no lo saludó. Vio a Pancho de espaldas, que junto a la ventanilla suspendió su plática, pero no se dio vuelta.

—Felices los ojos, Pancho…

Como Pancho se quedó igual, don Alejandro azuzó a sus perros, que se levantaron del suelo.

—Otelo, Sultán…

Pancho se dio vuelta. Subió las manos como si esperara un pistoletazo. Don Alejo llamó a sus perros antes que atacaran.

—Moro, acá…

—Las bromitas suyas, don Alejo…

—Contesta siquiera, si te saludan.

—Esas bromas no se pueden hacer.

Octavio los miró desde la cima de los fardos, cerca del envigado que sostenía la calamina del techo. Don Alejo se iba acercando a Pancho a través de la bodega, rodeado de los perros que brincaban. En todo ese espacio pardusco, donde hasta la cal del muro era de color tierroso, lo único vivo era el azulino de los ojos de don Alejo y las lenguas babosas, coloradas, de los perros.

—¿Y las bromas tuyas? ¿Te parecen poca cosa, roto malagradecido? ¿Creís que no sé por qué viniste? Yo te conseguí los fletes de orujo, pero yo mismo llamé a Augusto hace días diciéndole que te los cortara.

—Vamos a hablar a otro lado, mejor…

—¿Por qué? ¿No quieres que la gente sepa que eres un sinvergüenza y un malagradecido? Está lloviendo y no quiero mojarme más, mira que el médico me dijo que me cuidara. Usted, don Céspedes, hágame el favor de ir a la carnicería, aquí al lado, y le dice a Melchor que me mande unas buenas charchas para que estos perros se queden tranquilos. ¿Y éste, quién es?

Octavio bajó los fardos con un par de brincos. Mientras sacudía su terno oscuro y se ajustaba la corbata corrida en el cuello abierto de la camisa, carraspeó antes de contestar. Pero contestó Pancho.

—Es Octavio, mi cuñado.

—¿El de la estación de servicio?

—Sí, señor. Para servirle. Somos compadres con el Pancho, así que delante de mí puede hablar nomás…

La inquietud de los cuatro perros negros de colas suntuosas, de fauces anhelantes, llenaba el galpón. Los ojos de loza de don Alejo sostuvieron la mirada negra de Pancho, obligándola a permanecer fija bajo las pestañas sombrías. El leía en esos ojos como en un libro: Pancho no quería que Octavio supiera de la deuda. El viento agitó las listas de cartas sobrantes pegadas al muro.

—¿Así es que solitos no te importa que te diga que eres un sinvergüenza y un malagradecido? Entonces, además eres un cobarde de porquería.

—Déjese pues, don Alejo.

—Tu padre, a quien Dios guarde en su Gloria, no me hubiera aguantado que yo le hablara así. Era un hombre de veras. ¡El hijito que le fue a salir! Nada más que por memoria de tu padre te presté la plata. Y nada más que por eso no te mando preso. ¿Oíste bien?

—Yo no firmé ningún documento.

Fue tal la furia de don Alejo que hasta los perros la sintieron y se pusieron de pie gruñéndole a Pancho con los dientes descubiertos.

—¿Cómo te atreves?

—Aquí le traigo las cinco cuotas atrasadas.

—¿Y crees que con eso me dejas contento? ¿Crees que no sé a qué viniste? Mira que yo veo debajo del alquitrán y a ti te conozco como si te hubiera parido. Claro, te cortaron los fletes. Por eso vienes con la cola entre las piernas a pagarme, para que yo consiga que te los vuelvan a dar. Dame esa plata, roto malagradecido, dámela te digo…

—No soy malagradecido.

—¿Qué eres entonces? ¿Ladrón?

—Ya pues, don Alejo, córtela, ya está bueno…

—Pásame la plata.

Pancho le entregó el fajo de billetes, calientes porque los tenía apretados en la mano en el fondo del pantalón, y don Alejo los contó lentamente. Después se los metió debajo de la manta. El Negus le lamía la punta del zapato.

—Está bien. Te faltan seis cuotas para terminar de pagarme, y que sean puntuales, entiendes. Y mira, está bueno que lo sepas aunque cualquiera que fuera menos tonto que tú ya lo sabría: tengo muchos hilos en mi mano. Cuidado. No porque no te hice firmar el papel voy a dejar que me hagas eso; si te di libertad fue para ver cómo reaccionabas, aunque con lo que te conozco, ya debía saber y para que te aporrees solo. Ya sabes. Para otra vez dime que no puedes pagarme por un tiempo y que te espere, entonces, de buen modo, veremos lo que puedo hacer…

—Es que no tenía tiempo…

—Mentira.

—Es que no había venido por estos lados, pues, don Alejo.

—Otra mentira. ¿Cuándo se te va a quitar esa maldita costumbre? Me dijeron que te habían visto en la gasolinera de tu cuñado varias veces en el camino longitudinal. ¿Qué te costaba recorrer los dos kilómetros hasta aquí o hasta el fundo? ¿Qué ya no conoces el camino hasta las casas donde naciste, animal?

No, no quería tener nada que ver con esas cosas ni con este pueblo de mierda. Le dolía entregarle su plata a don Alejo. Era reconocer el vínculo, amarrarse otra vez, todo eso que logró olvidar un poco, como quien silba para olvidar el terror en la oscuridad, durante los cinco meses que tuvo fuerza para no pagarle, para resistir y guardar ese dinero para soñarlo en otras cosas como si tuviera derecho a hacerlo. Es platita para la casa que la Ema quiere comprar en ese barrio nuevo de Talca, ése con las casas todas iguales, pero pintadas de colores distintos así es que no se ven iguales, y cuando a la Ema se le ocurre algo no hay quien resista. Por suerte que ahora, en esta época de tanto flete, Pancho para poco en la casa, a veces prefiere estacionar el camión en el camino y dormir ahí. Por lo mismo, decía ella, por lo mismo que casi no te veo y qué sé yo qué harás por ahí, por lo mismo yo y la niña tenemos que tener alguna compensación… y cuando caiga en cama con úlcera, un fuego que me quema aquí, un animal que hoza y me muerde y sorbe y chupa, aquí, aquí adentro y no me deja dormir ni hablar ni moverme ni tomar ni comer, apenas respirar, a veces con todo esto duro y acalambrado, con miedo a que el animal me dé un mordisco y reviente, entonces ella me cuida y yo la miro porque sin ella me moriría y ella sabe y por eso lo cuida como a un niño que gime arrepentido, pero que sabe que va a volver a hacerlo todo igual, por eso es que Pancho necesita esa casa. A veces da una vuelta por ese barrio con el camión y va viendo cómo desaparecen los carteles que dicen «Se Vende». Ya no quedan casas rosadas, sólo azules y amarillas, y la Ema quería una rosada. A don Alejo no le importan unos cuantos miles de pesos.

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