Read El lugar sin límites Online

Authors: José Donoso

El lugar sin límites (2 page)

BOOK: El lugar sin límites
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La tetera hirvió. Hoy mismo le iba a hablar a la Japonesita. Ya no estaba para andar preparándole el desayuno al alba después de trabajar toda la noche, con las ventoleras que entraban al salón por las ranuras de la calamina mal atornillada, donde las tejas se corrieron con el terremoto. A la Clotilde le iba tan mal en el salón que podían dejarla para sirviente. Y a la Nelly para los recados, y cuando creciera… Sí, que la Clotilde les llevara el desayuno a la cama. Qué otro trabajo quería a su edad. Además, no era floja como las demás putas. La Lucy regresó a su pieza. Allí se echaría en su cama con las patas embarradas como una perra y se pasaría toda la tarde entre las sábanas inmundas, comiendo pan, durmiendo, engordando. Claro que por eso tenía tan buena clientela. Por lo gorda. A veces un caballero de lo más caballero hacía el viaje desde Duao para pasar la noche con ella. Decía que le gustaba oír el susurro de los muslos de la Lucy frotándose, blancos y blandos al bailar. Que a eso venía. No como la Japonesita que aunque quisiera ser puta la pobre, no le resultaría por lo flaca. Pero como patrona era de lo mejor. Eso no podía negarse. Tan ordenada y ahorrativa. Y todos los lunes en la mañana se iba a Talca en el tren a depositar las ganancias en el banco. Quién sabe cuánto tenía guardado. Nunca quiso decirle, aunque esa plata era tan suya como de la Japonesita. Y quién sabe qué iba a hacer con ella porque de gozar no la gozaba. Jamás se compraba un vestido. ¡Qué! ¡Vestido! Ni siquiera quería comprar otra cama para dormir cada una en la suya. Anoche por ejemplo. No durmió nada. Tal vez por los perros de don Alejandro ladrando en la viña. ¿O soñaría? Y los bocinazos. En todo caso, a su edad, dormir con una mujer de dieciocho años en la misma cama no era agradable.

Puso el platillo del pan encima de la taza humeante, y salió. La Clotilde, lava que te lava, le gritó que la Nelly ya había ido a ver. La Manuela no le respondió ni le dio las gracias, sino que acercándose para ver si estaba lavando ropa de las otras putas, alzó sus cejas delgadas como hilos, y mirándola con los ojos fruncidos de fingida pasión, entonó:

Veredaaaaaaaa

tropicaaaaaaaaaaa - aal.

CAPÍTULO II

La casa se estaba sumiendo. Un día se dieron cuenta de que la tierra de la vereda ya no estaba al mismo nivel que el piso del salón, sino que más alto, y la contuvieron con una tabla de canto sostenida por dos cuñas. Pero no dio resultado. Con los años, quién sabe cómo y casi imperceptiblemente, la acera siguió subiendo de nivel mientras el piso del salón, tal vez de tanto rociarlo y apisonarlo para que sirviera para el baile, siguió bajando. La tabla que pusieron jamás formó grada regular. Los tacos de los huasos que entraban dando trastabillones molían la tierra dejando un hueco sucio limitado por la tabla que se iba gastando, una hendidura que acumulaba fósforos quemados, envoltorios de menta, trocitos de hojas, astillas, hilachas, botones. Alrededor de las cuñas a veces brotaba pasto.

La Manuela se encuclilló en la puerta para arrancar unas briznas. No tenía apuro. Faltaba media hora para la misa. Media hora inofensiva, despojada de toda tensión por las noticias de la Nelly: ni un camión, ni un auto en todo el pueblo. Claro, fue sueño. No recordaba siquiera quién le vino a contar el cuento. Y los perros. No tenían por qué andar sueltos en la viña en este tiempo, cuando ya no quedaba ni un racimo que robarse. Bueno. Cinco minutos hasta la casa de la Ludovinia, un cuarto de hora para buscar el hilo, y cinco minutos para cualquier cosa, para tomar un matecito o para pararse a comadrear con cualquiera en una esquina. Y después, su misa.

Por si acaso, miró calle arriba hacia la alameda que cerraba el pueblo por ese lado, tres cuadras más allá. Nadie. Ni un alma. Claro. Domingo. Hasta los chiquillos, que siempre armaban una gritadera del demonio jugando a la pelota en la calzada, estarían esperando junto a la puerta de la capilla para pedir limosna si llegaba algún auto de rico. Los álamos se agitaron. Si el viento arreciaba, el pueblo entero quedaría invadido por las hojas amarillas durante una semana por lo menos y las mujeres se pasarían el día barriéndolas de todas partes, de los caminos, los corredores, las puertas y hasta debajo de las camas, para juntarlas en montones y quemarlas… el humo azul prendiéndose en un claro cariado, arrastrándose como un gato pegado a los muros de adobe, enrollándose en los muñones de paredes derruidas y cubiertas de pasto, y la zarzamora devorándola y devorando las habitaciones de las casas abandonadas y las veredas, el humo azul en los ojos que pican y lagrimean con el último calor de la calle. En el bolsillo de su chaqueta, la mano de la Manuela apretó el jirón del vestido como quien soba un talismán para urgirlo a obrar su magia.

Sólo una cuadra para llegar a la estación donde terminaba el pueblo por ese lado y a la casa de la Ludo a la vuelta de la esquina, siempre bien abrigada con un brasero encendido desde temprano. Se apuró para dejar atrás las casas de ese rumbo, que eran las peores. Quedaban pocas habitadas porque hacía mucho tiempo que todos los toneleros trasladaron sus negocios a Talca: ahora, con los caminos buenos, se llegaba en un abrir y cerrar de ojos desde los fundos. No es que del otro lado del pueblo, del lado de la capilla y del correo, fueran mejores las casas ni más abundantes los pobladores, pero en fin, era el centro. Claro que en épocas mejores el centro fue esto, la estación. Ahora no era más que un potrero cruzado por la línea, un semáforo inválido, un andén de concreto resquebrajado, y tumbada entre los hinojos debajo del par de eucaliptos estrafalarios, una máquina trilladora antediluviana entre cuyos fierros anaranjados por el orín jugaban los niños como con un saurio domesticado. Más allá, detrás del galpón de madera encanecida, más zarzas y un canal separaban el pueblo de las viñas de don Alejandro. La Manuela se detuvo en la esquina para contemplarlas un instante. Viñas y viñas y más viñas por todos lados hasta donde alcanzaba la vista, hasta la cordillera. Tal vez no fueran todas de don Alejandro. Si no eran suyas eran de sus parientes, hermanos y cuñados, primos a lo sumo. Todos Cruz. El varillaje de las viñas convergía hasta las casas del fundo El Olivo, rodeadas de un parque no muy grande, pero parque al fin, y por la aglomeración de herrerías, lecherías, tonelerías, galpones y bodegas de don Alejo. La Manuela suspiró. Tanta plata. Y tanto poder: don Alejo, cuando heredó hace más de medio siglo, hizo construir la Estación El Olivo para que el tren se detuviera allí mismo y se llevara sus productos. Y tan bueno don Alejo. ¿Qué sería de la gente de la Estación sin él? Andaban diciendo por ahí que ahora sí que era cierto que el caballero iba a conseguir que pusieran luz eléctrica en el pueblo. Tan alegre y nada de fijado, siendo senador y todo. No como otros, que se les ocurría que por tener la voz ronca y pelo en el pecho tenían derecho a insultarla a una. ¿Y cómo don Alejandro, que era tan hombre? Es verdad que en el verano, cuando venía a misa al pueblo con Misia Blanca y por casualidad se cruzaban en la calle, el caballero se hacía el leso. Aunque a veces, si Misia Blanca iba distraída le echaba su guiñadita de ojo.

La Ludo le sirvió mate y sopaipillas. La Manuela se acomodó en una silla junto al brasero y comenzó a escarbar dentro de las cajas llenas de pedazos de cintas y botones y sedas y lanas y hebillas. La Ludovinia ya no podía ver el contenido porque estaba muy corta de vista. Casi ciega. (Tanto que la aconsejó la Manuela que no fuera tonta y que se comprara otros anteojos! Pero ella nunca quiso. Cuando murió Acevedo, en el momento antes que soldaran el ataúd, la Ludo casi se volvió loca y quiso echar adentro algo suyo que acompañara a su marido por toda la eternidad. No se le ocurrió nada mejor que echar sus anteojos. Claro. Ella fue sirvienta de Misia Blanca cuando la Moniquita se murió de tifus: la señora, desesperada, se cortó la trenza rubia que le llegaba hasta las corvas y la echó dentro del ataúd. A Misia Blanca le creció de nuevo todo el pelo. Por imitarla, la tonta de la Ludo se quedó sin ver. Por Acevedo, decía, que era tan celoso. Para no mirar nunca otro hombre. Cuando vivo, él no la dejaba tener ni amigos ni amigas. Sólo la Manuela. Y cuando lo embromaban recordándole que fuera como fuera la Japonesita era hija de la Manuela, el tonelero se reía sin creer. Pero la Japonesita creció y nadie pudo dudar: flaca, negra, dientuda, con las mechas tiesas igualitas a las de la Manuela.

Con los años, la Ludo se había puesto muy olvidadiza y repetidora. Ayer le contó que cuando Misia Blanca la vino a ver le trajo un recado de don Alejo diciéndole que le quería comprar la casa, qué raro ¿no? y otra vez dice don Alejo se interesa por esta propiedad pero yo no entiendo para qué y yo no me quiero ir, me quiero morir aquí. Ah, no, era como para ahogarse. Ya no era divertido chismear con ella. Ni siquiera se acordaba de qué cosas tenía guardadas en la multitud de cajas, paquetes, atados, rollos que escondía en sus cajones o debajo del catre o en los rincones, cubriéndose de polvo detrás del peinador, metidos entre el ropero y el muro. Y para qué decir la gente, se le borraba toda, toda menos la de la familia de don Alejo, y les sabía los nombres hasta a sus bisnietos. Ahora no se podía acordar quién era Pancho.

—Cómo no te vas a acordar. Te he hablado tanto de él.

—Tú te lo llevas hablándome de hombres.

—Ese hombrazo grandote y bigotudo que venía tanto al pueblo el año pasado en el camión colorado, te dije. Era del fundo El Olivo pero se fue y se casó. Después estuvo viniendo. Ese con las cejas renegridas y cogote de toro que yo, antes, cuando él era más chiquillo, lo encontraba tan simpático, hasta que esa vez vino a la casa con unos amigos borrachos y se puso tan pesado. Cuando me hicieron tiras mi vestido de española.

Inútil. Para la Ludo, Pancho Vega no existía. La Manuela tuvo el impulso de pararse, tirar el mate y las cajas con hilos al suelo y volver a su casa. Vieja bruta. Ya no le queda más que un terrón blando adentro de la cabeza. ¿Para qué hablar con la Ludo si no se acordaba quién era Pancho Vega? Escarbó en la caja para encontrar su hilo y poder irse. La Ludo se quedó muda mientras la Manuela escarbaba. Luego comenzó a hablar.

—Le debe plata a don Alejo.

La Manuela la miró.

—¿Quién?

—Ese que tú dices.

—¿Pancho Vega?

—Ese.

La Manuela enrolló el hilo colorado en su dedo meñique.

—¿Cómo sabes?

—¿Encontraste? No te lo lleves todo.

—Bueno. ¿Cómo sabes?

—Me dijo Misia Blanca el otro día cuando vino a verme. Es hijo del finado Vega que era tonelero jefe de don Alejo cuando yo estaba con ellos. No me acuerdo del chiquillo. Dice Misia Blanca que éste, cómo se llama, quiso independizarse de los Cruz y cuando don Alejo supo que andaba detrás de comprarse un camión, a pesar de que el chiquillo hacía tiempo que no estaba en el fundo y que el finado Vega era muerto y que la Berta también era muerta, lo hizo llamar, al chiquillo este, y le prestó plata así nomás, sin documento, para que pagara el pie de su camión…

—¿Así es que se compró el camión con plata de don Alejo?

—Y no le paga.

—¿Nada?

—No sé.

—Perdido anda desde hace un año.

—Por eso.

—¡Sinvergüenza!

Sinvergüenza. Sinvergüenza. Si venía con abusos, podía decírselo: sinvergüenza, estafaste a don Alejo que es como un padre contigo. Entonces, diciéndoselo, no sentiría miedo. O por lo menos, menos miedo. Era como si esa palabra le fuera a servir para romper una costra dura y amenazante de Pancho, dejándolo duro siempre y siempre amenazante, pero de otra manera. Era una lástima que todos esos bocinazos fueran sólo sueño… ¿Para qué iba a remendar entonces su vestido colorado? Se desenrolló el hilo del dedo. ¿Qué iba a hacer hoy toda la tarde? Lluvia, sus huesos lo sabían. ¿Venir donde la Ludo? ¿Para qué? Si volvía a hablarle de Pancho Vega seguro que le contestaría:

—Ya estás vieja para andar pensando en hombres y para salir de farra por ahí. Quédate tranquila en tu casa, mujer, y abrígate bien las patas, mira que a la edad de nosotros lo único que una puede hacer es esperar que la pelada se la venga a llevar.

Pero la pelada era mujer como ella y como la Ludo, y entre mujeres una siempre se las puede arreglar. Con algunas mujeres por lo menos, como la Ludo, que siempre la habían tratado así, sin ambigüedades, como debía ser. La Japonesita, en cambio, era pura ambigüedad. De repente, en invierno sobre todo, cuando le daba tanto frío a la pobre y no dejaba de tiritar desde la vendimia hasta la poda, empezaba a decir que le gustaría casarse. Y tener hijos. ¡Hijos! Pero si con sus dieciocho años bien cumplidos ni la regla le llegaba todavía. Era un fenómeno. Y después decía que no. Que no quería que la anduvieran mandoneando. Que ya que era dueña de casa de putas mejor sería que ella también fuera puta. Pero la tocaba un hombre y salía corriendo. Claro que con esa cara no iba a llegar a mucho. Tantas veces que le había rogado que se hiciera la permanente. La Ludo decía que mejor que se casara, porque trabajadora eso sí que era la Japonesita. Que se casara con un hombre bien macho que le alborotara las glándulas y la enamorara. Pero Pancho era tan bruto y tan borracho que no podía enamorar a nadie. O los nietos de don Alejandro. En el verano, a veces, se aburrían en las casas del fundo sin tener nada que hacer y venían a tomarse unas copas: espinillundos, de anteojos, callados, pero eran muy jovencitos y estaban preocupados con los exámenes y se iban sin tomar mucho y sin meterse con nadie, Si la Japonesita quedara embarazada de uno de ellos… no, claro que no casarse, pero en fin, el niño… Por qué no. Era un destino.

No le aprendía a ella, se dijo la Manuela caminando hacia la capilla, el hilo colorado enrollado otra vez en el dedo meñique. El vestido lo iba a tomar aquí, en la cintura, y acá, en el trasero. Y si viviera en una ciudad grande, de esas donde dicen que hay carnaval y todas las locas salen a la calle a bailar vestidas con sus lujos y lo pasan regio y nadie dice nada, ella saldría vestida de manola. Pero aquí los hombres son tontos, como Pancho y sus amigos. Ignorantes. Alguien le contó que Pancho andaba con cuchillo. Pero no era cierto. Cuando Pancho quiso pegarle el año pasado tuvo la presencia de ánimo para palpar al bruto por todos lados: andaba sin nada. Idiota. Tanto hablar contra las pobres locas y nada que les hacemos… y cuando me sujetó con los otros hombres me dio sus buenos agarrones, bien intencionados, no va a darse cuenta una con lo diabla y lo vieja que es. Y tan enojado porque una es loca, qué sé yo lo que dijo que iba a hacerme. A ver nomás, sinvergüenza, estafador. Me dan unas ganas de ponerme el vestido delante de él para ver lo que hace. Ahora, si estuviera aquí en el pueblo, por ejemplo. Salir a la calle con el vestido puesto y flores detrás de la oreja y pintada como mona, y que en la calle me digan adiós Manuela, por Dios que va elegante mijita, quiere que la acompañe… Triunfando, una. Y entonces Pancho, furioso, me encuentra en una esquina y me dice me das asco, anda a sacarte eso que eres una vergüenza para el pueblo. Y justo cuando me va a pegar con esas manazas que tiene, yo me desmayo… en los brazos de don Alejo, que va pasando. Y don Alejo le dice que me deje, que no se meta conmigo, que yo soy gente más decente que él, que al fin y al cabo no es más que hijo de un inquilino mientras que yo soy la gran Manuela, conocida en toda la provincia, y echa a Pancho para siempre del pueblo. Entonces don Alejo me sube al auto y me lleva al fundo y me tiende en la cama de Misia Blanca, que es toda de raso rosado dice la Ludovinia, preciosa, y van a buscar el mejor médico de Talca mientras Misia Blanca me pone compresas y me hace oler sales y me toma en brazos y me dice mira Manuela, quiero que seamos amigas, quédate aquí en mi casa hasta que te sanes y no te preocupes, yo te cedo mi pieza y pide lo que quieras, no te preocupes, no te preocupes, porque Alejo, vas a ver, va a echar a toda la gente mala del pueblo.

BOOK: El lugar sin límites
5.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Los cuentos de Mamá Oca by Charles Perrault
Delicious by Jami Alden
Rachel's Accident by Barbara Peters
Touch of Eden by Jessie M.
Divided We Fall by Trent Reedy
Little Casino by Gilbert Sorrentino
Salvation City by Sigrid Nunez
A Curable Romantic by Joseph Skibell
Grand Slam by Kathryn Ledson