Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
Cuando acabó, ya casi había amanecido. La lluvia había cesado. Sus oídos se habían acostumbrado tanto al tamborileo del agua que el silencio se le antojó amenazador. Sus campesinos estarían contentos, las aguas de los ríos volverían a su cauce, los campos se secarían, un nuevo verdor cubriría las colinas y los caminos volverían a estar transitables. Tendría que ir a la prisión una vez más. Tendría que decirle a Finn que había cosido la mortaja de su hermosa Rose. También le diría que la había bordado con sus lágrimas.
Deseaba desesperadamente que la dejara quedarse con la niña.
Nuestra fe se basa en la palabra de Dios; y corresponde a nuestra fe creer que la palabra de Dios se mantendrá en todos los aspectos.
JULIÁN DE NORWICH.
Revelaciones Divinas
Kathryn permaneció en vela una noche tras otra. Por su cabeza desfilaban horrendas palabras como soldados de botas pesadas que le impedían dormir: «No se pudo hacer nada por ella, Finn..., no sufrió..., un sueño plácido..., está a salvo en los brazos de la Virgen... He pagado misas por su alma..., la niña te consolará... » .
Palabras hueras.
Sin duda debía de haberse preparado para la posibilidad de que muriera su hija. Muchas mujeres morían en el parto. Él mismo había perdido a su esposa asÍ. Quizá ya lo supiera, pensó, por una intuición paterna surgida del estrecho lazo con su hija.
El dolor de cabeza le volvió una y otra vez mientras esperaba que las aguas de los ríos desbordados volviesen a sus cauces. Había días en que se planteaba la solución más cobarde: enviar una carta con un mozo. Una vez incluso llegó a coger la pluma, pero al contemplar la afilada punta sobre el pergamino, recordó los dedos manchados de pintura de Finn primero dibujando un petirrojo en su jardín en septiembre y luego guiando los dedos de Rose para trazar las gráciles mayúsculas que requería su arte. Los propios dedos de Kathryn temblaron de tal modo que fue incapaz de escribir. Arrugó el pergamino en blanco y lo arrojó al fuego.
Se pasaba horas meciendo a la niña y canturreándole. Jasmine le agarraba el dedo con su pequeño puño.
—Eres una niña bonita, igual que tu madre. Ella también era bonita; claro que sí. Niña bonita, niña bonita —canturreaba. Una conducta ridícula para una mujer de su edad.
Pero Jasmine abría sus ojos soñolientos —ojos azules, los de Colin— y clavaba en Kathryn una mirada sabia. Incluso cuando la ponía en brazos de la nodriza para que le diera el pecho —aunque nunca se alejaba demasiado—, la niña la miraba a ella, y si la perdía de vista mientras amamantaba, se volvía para buscarla. Pero eso rara vez sucedía. Esos inteligentes ojos eran un imán del que Kathryn no podía separarse.
El camino de Norwich no se secó lo suficiente para poder ir a la prisión del castillo hasta mediados de mayo.
Jasmine tenía seis semanas.
Desde la ventana de la torre, Finn contemplaba los campos anegados. Las aguas volvían a su cauce. Por primera vez en varias semanas veía la base del seto de espino que bordeaba la orilla opuesta del río y el arco del puente de piedra entero. A lo lejos un carro solitario avanzaba por la carretera cubierta de barro. Ese día la luz también era mejor —sólo una tenue neblina cubría un sol apagado— y un tordo lo había despertado. Había un nido de pájaro en el alféizar de su ventana: señales de la primavera.
Pero para Finn era invierno, no sabía nada de Blackingham.
Rose debía de estar a punto de salir de cuentas. Le temblaban las manos cuando intentaba trabajar.
El obispo había sido su única visita a lo largo de muchas semanas. La anterior habían jugado al ajedrez con el tablero hermosamente tallado de Despenser y discutido acerca del tema de siempre, pero menos acaloradamente que de costumbre. Finn tenía la cabeza en Blackingham.
Con expresión ceñuda, Despenser mató un peón de Finn mientras decía:
—John Wycliffe y clérigos renegados como John Ball van despotricando por todo el país, enemistando al campesinado con Dios y el rey, y pretenden que cada imbécil, patán y siervo de la cristiandad sea su propio cura. Una libertad que los condena. Su ignorancia puede enviarlos a todos al infierno.
—Pero los obispos los tienen esclavizados y sometidos a los demonios del ritual y la superstición —replicó Finn—. ¿Cómo puede servir eso a las almas de los hombres?
—Son ovejas y necesitan un pastor, ¿acaso no lo dijo el Señor? —Despenser sonrió.
A Finn se le ocurrió una críptica respuesta sobre la conveniencia de separar a las ovejas de las cabras pero calló, no estaba de humor. Tampoco lo estaba para jugar. Despenser ya le había hecho jaque. Solían quedar en tablas, o a veces Finn permitía un jaque mate tras un forcejeo. Protegió a su rey con un caballo. Los pálidos dedos de Despenser —tan pálidos como el marfil que acariciaban— se entretuvieron con su alfil y luego movieron un peón para matar el caballo de Finn.
—Hoy no estáis muy atento —comentó Despenser en medio del silencio. Dejando que Finn reflexionara sobre la siguiente jugada, se levantó de la silla y se acercó al escritorio del iluminador, donde examinó el primer panel del retablo—. Y vuestro trabajo avanza a un ritmo lamentable. —Pasó el enjoyado dedo índice por el dibujo sin colorear del rostro de la Virgen.
Los ojos de Rose, los labios de Rose. Finn deseó golpearle la mano. Sin embargo, fingió examinar el tablero.
—He estado pintando el fondo del segundo panel. No tengo los pigmentos adecuados para la túnica de la Virgen.
—¿Cómo es posible que no los tengáis? —repuso el obispo, molesto—. ¿No os proporcioné el azul de ultramar y la goma arábiga que me pedisteis la semana pasada? Por un precio exagerado, debo añadir, y tuve que encargarlo nada menos que a Flandes. Por cierto, ¿eso con qué sustancia se hace? Las lágrimas de la Virgen no serían más caras.
—Con lapislázuli —contestó Finn, sacrificando un alfil para salvar el rey— Es un mineral molido que viene de algún lugar de Oriente. Las sombras varían entre azul y verde mar, todo depende de la mezcla. Necesito una buena luz para mezclar el azul puro de la túnica de la Virgen. No he encontrado la combinación idónea. Cuando la luz mejore...
El obispo se acariciaba la cruz pectoral que le colgaba del cuello, la filigrana con perlas incrustadas.
—Os recuerdo nuestro trato, maese Finn. Gozáis de este lujoso alojamiento a mi discreción. Espero que no os estéis dedicando a una tarea profana, menos importante, en lugar de cumplir con el encargo del obispo.
Finn lo observó sin levantar la vista con creciente inquietud.
El obispo miraba en el arcón del rincón, donde guardaba los pigmentos, el tablero y las piezas de ajedrez, y donde también guardaba el pergamino y las plumas, así como una bolsa de cuero llena de papeles condenatorios.
—Os aseguro, vuestra ilustrísima, que no he olvidado los términos. Creí entender que mi estancia aquí iba a ser prolongada, lo que me daría tiempo de sobra para cumplir con mi cometido; a menos, claro está, que hayan surgido nuevas pruebas que vayan a acortar mi estancia.
El arcón seguía atrayendo la atención de Despenser.
—No hay ninguna prueba nueva. El sheriff sigue convencido de que ya tenemos al asesino del sacerdote. De hecho, si no habéis sido condenado a la horca, es sólo por el valor que os concedo. Pero no juguéis conmigo, iluminador, ni juzguéis mal mi paciencia.
—No soy un hombre que se preste a juegos, vuestra ilustrísima. Soy muy consciente de vuestro poder, pero debéis entender que para un artista es difícil trabajar con esta luz. Por eso sólo he pintado los fondos. —Señaló el panel de yeso que sostenía el obispo— Volveré a trabajar en el panel de la Anunciación en cuanto la luz sea más intensa. Creo que os toca jugar a vos.
—Por el dibujo de la cara de la Virgen, se adivina que será hermosa. Supongo que la modelo es vuestra hija, maese Finn.
Despenser había movido, y Finn percibió la sutil amenaza presente en la sonrisa de aquellos labios finos como una guadaña. Pero al menos parecía haber perdido interés en el arcón donde estaban los textos de Wycliffe, pruebas condenatorias que Medio Tom no había podido llevarse a causa de las inundaciones.
—Hoy no sois un buen contrincante. Podéis guardar el juego en su estuche. Volved al trabajo, esperemos que mañana la luz sea mejor.
El obispo se acercó al alféizar de la ventana, donde había anidado un zarapito. El cesto de ramas contenía tres pequeños huevos, que Finn había observado con atención, igual que había observado al zarapito construir el nido llevando las ramitas con el pico. En las noches frías había dejado los postigos abiertos para que el pájaro pudiera ir y venir. El obispo cogió los huevos, uno por uno, y los examinó. Y uno por uno, los tiró por la ventana.
Después tiró el nido.
—Con tanto ir y venir, este pájaro debe de haber distraído vuestra concentración —dijo.
Una vez a solas, Finn se planteó quemar los papeles; incluso llegó a abrir el arcón y a sacarlos. «Pues Dios amaba tanto el mundo que entregó a su único Hijo... » ¿Por qué los clérigos nunca hablaban del amor de Dios y, en cambio, se explayaban con elocuencia sobre los tormentos de los condenados? La anacoreta escribía sobre el amor de Dios. Ella había sentido ese amor en su propia curación, había visto la pasión de Cristo en sus visiones. Tal vez a los otros, a individuos como el obispo, les costaba menos entender al demonio y su proceder. Pero en el Evangelio según san Juan, vertidas por la propia pluma de Finn, había palabras de amor, palabras que debían oír todos los hombres.
Pero quienes nunca habían conocido el amor, ¿cómo podían entender su significado? Él sí lo entendía, lo sentía. Por Rebekka, y por Kathryn. No sólo como los demás hombres y mujeres, sino que sentía algo más profundo, un deseo de protegerla, un deseo de unir su alma a la de ella. Pero ese amor le había fallado: Rebekka lo había abandonado y Kathryn lo había traicionado. El amor de Dios tenía que ser algo más que eso, como dijo la anacoreta: un amor más intenso, una fuerza incorruptible. Y Finn también lo había sentido. Podía perdonar cualquier cosa a Rose. Su amor por Rose era como los caros pigmentos que usaba: esencia destilada, pura y sin diluir.
Sin embargo, ahí surgía el dilema. Si el amor de Dios era como el de un padre o una madre por su hijo —sólo que más profundo, más intenso, más amplio, más perfecto—, ¿cómo era posible que Dios hubiera sacrificado a su único Hijo? ¿Qué padre amoroso consentiría que su único hijo padeciera semejante martirio? Sin duda no Kathryn, eso lo había demostrado, y tampoco él. ¿Tenía Dios alguna otra intención cuando vio a su Hijo allí colgado, con la sangre y las lágrimas resbalándole por las mejillas, la multitud hostigándolo, los perros merodeando a sus pies, los buitres volando sobre su cabeza? Pero seguro que Él no lo había visto. Había desviado la mirada incapaz de soportarlo. Finn entendía al menos eso.
La bolsa de cuero oculta bajo los pigmentos y las gomas, los pergaminos y las plumas estaba llena a rebosar. Wycliffe estaría contento con las copias nuevas. Mientras las pintaba durante las últimas semanas, Finn había encontrado un consuelo extraño. Era una manera de defenderse, lo que había empezado como una manera subversiva de alimentar su espíritu rebelde le había procurado paz cuando no la encontraba en ningún otro sitio. Si le temblaban demasiado las manos para pintar los iconos del obispo, tenía los dedos tranquilos y seguros al copiar los textos de Wycliffe. Si ese Evangelio era la verdad, .. ¿por qué la verdad no podía copiarse muchas veces?
«Pronto vendrá Medio Tom a Norwich —pensó—. Las aguas se retirarán. Mañana pintaré la túnica de la Virgen.»
Pero no lo hizo. Siguió copiando las traducciones al inglés, y transcurrió otra semana. Los papeles ya no cabían en el arcón y ahora, desde la ventana —con el alféizar vacío—, aunque los campos se habían secado, lo único que vio cruzar el puente fue un carro tirado por un caballo con dos mujeres y una muchacha de unos catorce años. Una de las mujeres llevaba un bebé junto al pecho. ¿Una mujer que llevaba a sus hijos a ver a su padre en la cárcel? Esperaba, por el bien de los hijos, que el delito del padre fuera menor.
Ni la menor señal de Medio Tom. Seguramente el pantano seguía inundado, podían pasar semanas antes de que volviera a ver a su amigo. Tendría que buscar otra manera de sacar los papeles de allí. El día siguiente era viernes y seguro que el obispo haría su visita semanal.
—Esperad aquí —dijo Kathryn a Magda y a su madre, quien, a pesar de estar a la vista de todos en el patio de la cárcel, cumplía con el cometido para el que la habían requerido: amamantaba a la niña hambrienta. A Kathryn le producía un gran placer ver al bebé succionar, cosa que Jasmine hacía a menudo y ruidosamente— Aquí estaréis a salvo —prometió— El capitán ha dicho que os vigilará. Creo que se puede confiar en él.
—No os preocupéis, mi señora. Estaremos bien —le aseguró Magda.
Pero Kathryn advirtió un temblor en la voz de la muchacha cuando miró la imponente torre del homenaje normanda del castillo. Kathryn había reparado asimismo en su exclamación, con una mezcla de miedo y asombro, cuando divisaron las murallas de la ciudad. Pero a la chica no le faltaban arrestos. Cuando se quedaron atrapadas en el barro (Kathryn había tomado la precaución de ir en la carreta en lugar de utilizar el pesado carruaje de Roderick) , Magda había sido de más ayuda que el mozo llorón que Kathryn había enviado a buscar a Simpson.
Al final llegó la ayuda, pero no de Blackingham. Un par de jornaleros que pasaban por allí habían empujado la carreta y sacado las ruedas del fango. Con determinación —y el puñal de Finn colgado junto a su rosario—, Kathryn había decidido seguir adelante, confiando en que Simpson ya las alcanzaría.
Pero no lo hizo. Cuando, una vez más, se quedaron atascadas en el barro, las dos mujeres y la chica empujaron la rueda. Pero para Kathryn las dificultades del viaje eran como una danza de primavera en comparación con lo que la esperaba. Ya ante el castillo, tocó la mejilla del bebé, limpiándole una mancha de leche, irguió la espalda y se acercó a la reja de hierro al pie de la escalera.
—La puerta de arriba está abierta —dijo el guardia cuando la llave chirrió en la cerradura.
Kathryn había dejado en el asiento de la carreta el pequeño reloj de arena que había llevado consigo.
—Dadme media hora, y luego enviadlas arriba. —Dio un penique al guardia— El capitán ha dicho que debéis vigilarlas. —Señaló la carreta con la cabeza— Aseguraos de que nadie se acerque.