El director de la Policía de Colonia, Arnim von Starnberg, escuchaba con solemnidad el informe que el joven comisario le presentaba. A su derecha estaba sentado Hartwig, el director de la Brigada de Homicidios, y a su izquierda, Horst Fránkel, el director de toda la Brigada de Investigación Criminal. Esos dos altos oficiales habían llegado a la conclusión de que tenían que ir a verlo de inmediato. Ese asunto no sólo era algo más que un simple asesinato, sino que sobrepasaba también las competencias de Colonia. El director había decidido ya traspasar el caso a estamentos superiores antes de que el joven Schiller terminase de hablar.
—Guardará el más completo silencio sobre todo esto, Herr Schiller —dijo Von Starnberg—. Tanto usted como su colega, el subcomisario Wiechert. Sus carreras dependen de ello, ¿me ha comprendido? —Entonces se dirigió a Hartwig—: Y lo mismo reza para esos dos hombres de dactiloscopia que vieron el cuarto de la cámara de vídeo. —Despidió a Schiller y se dirigió a los otros detectives—: ¿Hasta dónde han llegado ustedes en sus pesquisas?
Fránkel hizo una señal a Hartwig, el cual mostró un montón de fotografías ampliadas de una gran calidad.
—Pues bien, señor director, ahora tenemos las balas que causaron la muerte de la prostituta y de su amante. Necesitamos encontrar la pistola que las disparó. —Hartwig señaló dos fotografías—. Son dos balas, una en cada cuerpo. También tenemos las huellas dactilares. Había tres grupos en el recinto de la cámara. Dos pertenecían a la prostituta y a su chulo. Creemos que el tercer grupo de huellas debe de pertenecer al asesino. Asimismo pensamos que él ha sido el ladrón de las veinte cajas que faltan.
Ninguno de los tres hombres podía saber que, en realidad, faltaban veintiuna cintas de vídeo. En la noche del viernes, Bruno Morenz había arrojado al Rin la vigésimo primera cinta, en la que aparecía él mismo, y que no estaba registrada en la libreta porque él jamás podía ser tomado como posible objeto de chantaje, sino de simple diversión.
—¿Dónde están las sesenta y una cintas restantes? —preguntó Von Starnberg.
—En mi caja fuerte personal —contestó Fránkel.
—Tráigalas a mi despacho en seguida, por favor. Nadie debe verlas.
Cuando Arnim von Starnberg se quedó solo en su despacho, se puso inmediatamente a telefonear. A lo largo de aquella tarde, la responsabilidad del asunto fue ascendiendo por la jerarquía oficial con más rapidez que un mono trepa por un árbol. Colonia traspasó el caso a la Brigada Provincial de Investigación Criminal de Dusseldorf, la capital del
land
, que a su vez se lo pasó a la Brigada Federal de Investigación Criminal, con sede en Wiesbaden. Limusinas fuertemente custodiadas, con las sesenta y una cintas y la libreta de notas, circularon de ciudad en ciudad. En Wiesbaden, el material quedó retenido durante un buen rato mientras las autoridades competentes se ponían de acuerdo en cómo comunicar la noticia al ministro de Justicia en Bonn, que era el siguiente peldaño en la escalera. Para entonces, los sesenta y un atletas sexuales habían sido identificados ya. Aproximadamente el cincuenta por ciento era gente acomodada; el resto estaba integrado por personas igualmente ricas; pero que, al mismo tiempo, eran parte integrante de las llamadas fuerzas vivas de la nación. Y lo que empeoraba el asunto, también estaban involucrados seis parlamentarios del partido en el Gobierno, más dos de la oposición, dos funcionarios públicos de alta jerarquía y un general del Ejército. Eso en lo que respectaba a los alemanes. También había dos diplomáticos extranjeros residentes en Bonn (uno de ellos de uno de los países aliados de la OTAN), dos políticos extranjeros que habían estado de visita en Alemania, y un miembro de la Casa Blanca, persona muy próxima a Ronald Reagan.
Pero incluso mucho peor era lo de la lista con los nombres, ahora por fin identificados, de las personas cuyas diversiones grabadas habían desaparecido. Entre ellas se contaban un respetable miembro de la junta directiva del partido en el poder en la República Federal Alemana, un ministro (federal), un diputado (federal), un juez (del Tribunal Supremo de Justicia), un oficial de alta graduación de las Fuerzas Armadas (esta vez del Aire), el magnate de la cerveza identificado por Hartwig y un joven ministro con una rápida carrera ascendente. Y esto aparte de otras personalidades, flor y nata del comercio y de la industria.
—Uno bien puede reírse de esos atolondrados hombres de negocios —comentó un alto funcionario de la Brigada Federal de Investigación Criminal en Wiesbaden—. Si se han arruinado por su frivolidad, ellos mismos tienen la culpa. Pero esa puta se había especializado en personalidades del Sistema.
A últimas horas de la tarde, y por una simple cuestión de procedimiento, el BFV, Servicio de Seguridad interna del país, fue informado de los hechos. No se le comunicaron todos los nombres, sólo un sucinto relato del curso de las investigaciones y los progresos realizados. Lo irónico del caso era que el BFV tiene su cuartel general en Colonia, ciudad en la que todo había comenzado. El memorándum interdepartamental acerca del caso fue a parar al escritorio de un alto agente del Servicio Secreto de Contraespionaje llamado Johann Prinz.
Bruno Morenz circulaba con lentitud en dirección oeste por la Autopista siete. Se encontraba a unos seis kilómetros al oeste de Weimar y a un kilómetro y medio de los barracones soviéticos de Nohra, que se distinguían a lo lejos por sus murallas blancas. Cogió una curva y, al salir de ella, se encontró con el área de estacionamiento a ese lado de la autopista, justo donde McCready le había dicho que tendría que estar. Comprobó la hora; faltaban ocho minutos para las cuatro. La carretera estaba vacía. Aminoró la velocidad y se metió en el área de estacionamiento.
Siguiendo las instrucciones recibidas, se apeó del coche, abrió el maletero y sacó la caja de las herramientas. La abrió y la depositó en el suelo, delante del vehículo, en el lado del volante, donde era bien visible para cualquiera que circulase por allí. Apretó el botón que abría el capó y lo levantó. Su estómago empezó a gruñir. Detrás del estacionamiento y a lo largo de la autopista había árboles y matorrales. En su imaginación vio a los agentes de la SSD agazapados, esperando para efectuar el doble arresto. Tenía la boca seca y el sudor le corría a raudales por la espalda. Tenía los nervios hechos polvo, y operaba sólo gracias a una reserva interior que también estaba a punto de partirse en dos como una cinta elástica estirada hasta el límite.
Cogió una llave dentada, justo la que necesitaba para realizar su trabajo, y metió la cabeza debajo del capó. McCready le había enseñado la manera de aflojar la tuerca que sujetaba el tubo del agua al radiador. Y eso fue lo que hizo. Al instante empezó a chorrear el agua. Cambió entonces la llave dentada por otra, en la que, evidentemente, la tuerca no encajaba, y trató en vano de asegurar el tubo de nuevo.
Los minutos pasaban con lentitud. Inclinado sobre el motor, Morenz continuaba afanándose inútilmente con su chapucería. Echó una mirada de reojo a su reloj de pulsera. Las cuatro y seis minutos. «¿Dónde demonios estás?», preguntó para sus adentros. Casi en ese mismo instante se escuchó el rechinar de guijarros bajo las ruedas al detenerse un vehículo. Morenz mantuvo la cabeza agachada. El ruso se le acercaría y le diría, en su alemán con acento extranjero:
Si le ha surgido algún problema, es posible que yo tenga un mejor juego de herramientas
, entonces le ofrecería la plana caja de madera de las herramientas del jeep. El manual titulado
Orden soviético de batalla
se encontraría debajo de las llaves dentadas, en un sobre rojo de plástico…
Los oblicuos rayos del sol se vieron ensombrecidos por el cuerpo de alguien que se acercaba. Pisadas de botas crujieron en la gravilla. El hombre estaba cerca de él, a su espalda. No le dijo nada. Morenz se enderezó. El coche de la Policía germano-oriental se había detenido a unos cinco metros de distancia. Un policía vestido de uniforme verde se había apostado ante la abierta portezuela del conductor. El otro se encontraba junto a Morenz, mirando el motor del sedán «BMW».
Morenz sintió ganas de vomitar. Las paredes de su estómago empezaron a irrigar ácidos dentro de su sistema digestivo. Sintió que le doblaban las rodillas y que las piernas no le sostenían. Trató de erguirse y faltó poco para que se desplomase al suelo. El policía le miró a los ojos.
—¿Le ocurre algo? —preguntó.
Por supuesto que se trataba de una farsa, esa endiablada cortesía para enmascarar el triunfo. La pregunta de si algo andaba mal no era más que el preludio de los gritos, las voces y la detención. A Morenz le pareció que la lengua se le había quedado pegada al paladar.
—Pensé que estaba perdiendo agua —dijo.
El policía metió la cabeza debajo del capó y examinó el radiador. Cogió la llave dentada que empuñaba Morenz, la probó, se agachó y eligió otra del suelo.
—Ésta encajará —aseguró, ofreciéndosela.
Morenz la utilizó y logró apretar la tuerca. El tubo dejó de chorrear agua.
—No era la llave adecuada —dijo el policía.
El hombre se quedó mirando el motor del «BMW». Parecía contemplar fijamente la batería.
—Hermoso coche —dijo al fin—. ¿Dónde se hospeda usted?
—En Jena —respondió Morenz—. Mañana por la mañana he de ver al director del Departamento de Ventas al extranjero de la
Zeiss
. Tengo que comprar algunos artículos para mi compañía.
El policía hizo un gesto de aprobación.
—Producimos cosas estupendas en la República Democrática Alemana —comentó.
No era verdad. Alemania Oriental no poseía más que una sola fábrica que produjese artículos equiparables al nivel tecnológico occidental, y ésa era la
Zeiss
.
—¿Qué está haciendo por aquí?
—Quería ver Weimar…, la casa de Goethe.
—Pues va en dirección contraria. Weimar queda por allí.
El policía señaló la carretera con el índice, apuntando hacia detrás de Morenz. Un jeep «GAZ» soviético, pintado de gris y verde, pasó por su lado en ese momento. El conductor, con la visera de la gorra calada hasta los ojos, se volvió hacia Morenz, se encontró con su mirada durante un segundo, se fijó en el vehículo de los
vopos
y pasó de largo. El encuentro había fallado. Smolensko no se acercaría.
—Sí, lo sé. Cogí un desvío equivocado al salir de la ciudad. Estaba tratando de ver dónde podía dar la vuelta cuando advertí que la presión del agua disminuía…
Los
vopos
le ayudaron a dar la vuelta y le siguieron hasta Weimar. Se separaron de él a la entrada de la ciudad. Morenz se dirigió a Jena y se hospedó en el hotel «Oso Negro».
El doctor Herrmann tenía un contacto en el BFV. Algunos años antes, al trabajar en el escándalo provocado por Günther Guillaume, cuando se descubrió que el secretario particular del canciller Willy Brandt era un espía de la Alemania Oriental, los dos hombres se habían conocido y colaborado. A las seis de la tarde, el doctor Herrmann llamó por teléfono al BFV en Colonia y pidió que le pusieran con la persona que deseaba ver.
—¿Johann? Soy Lothar Herrmann. No, no, estoy aquí, en Colonia. Oh, asuntos rutinarios, ¿sabes? Tenía la esperanza de poder invitarte a cenar. ¡Fantástico! Pues bien, mira, me hospedo en el hotel que hay frente a la catedral. ¿Qué te parece si nos encontramos en el bar? ¿Alrededor de las ocho? Te estaré esperando.
Johann Prinz colgó el auricular y se preguntó qué habría obligado a Herrmann a ir a Colonia. ¿Acaso visitar sus tropas? Tal vez…
A las ocho, en la cima de la montaña por encima del río Saale, Sam McCready se apartó los prismáticos de los ojos. La débil luz crepuscular le impedía ver el puesto fronterizo de Alemania Oriental y la carretera que se extendía detrás. Se sentía cansado, vacío. Algo había salido mal al otro lado de esos campos minados y de esas alambradas. No tenía por qué ser algo importante, quizá tan sólo se tratara del simple reventón de un neumático o de un atasco de tráfico… Pero eso sí que no era probable. Quizá su hombre se encontrase ya conduciendo en dirección Sur, hacia la frontera. A lo mejor Pankratin no se había presentado en el primer encuentro, por no haber conseguido un jeep o no haber tenido la oportunidad de escapar… La espera era siempre lo peor de todo, el tener que aguardar sin saber qué podía haber salido mal.
—Volvamos abajo, a la carretera —le dijo a Johnson—. De todos modos, ya no puedo ver nada desde aquí.
Dejó a Johnson instalado en el aparcamiento de la estación de servicio de Frankenwald, en el lado de la vía que se dirige hacia el Sur, pero con el morro del vehículo hacia el Norte, en dirección a la frontera. Johnson permanecería allí sentado durante toda la noche, vigilando por si el «BMW» aparecía. McCready abordó a un camionero que se dirigía hacia el Sur, le explicó que su coche se había averiado y se hizo llevar por él unos diez kilómetros, dirección sur. Se bajó en el cruce hacia Münchberg, recorrió el kilómetro y medio que le separaba de aquella pequeña aldea y se alojó en el
Braunschweiger Hof
. En una bolsa llevaba su teléfono portátil por si Johnson quería comunicarse con él. Encargó que un taxi le recogiera a las seis de la mañana.
Herrmann y Prinz estaban sentados a una mesa en un rincón del restaurante y encargaron la cena. Hasta ese momento se habían comportado con exquisita cortesía. «¿Qué tal te van las cosas?». «Muy bien, gracias». Cuando estaban saboreando el cóctel de gambas, Herrmann empezó a abordar el tema:
—¿Me imagino que ya os habrán informado sobre el caso de la prostituta…?
Prinz se quedó sorprendido. ¿Cuándo se habían enterado los del BND? Él mismo no había visto el expediente hasta las cinco de la tarde. Herrmann le había telefoneado a las seis, y a esa hora ya se encontraba en Colonia.
—Sí —contestó—. Esta tarde nos ha llegado el expediente.
Herrmann fue entonces el sorprendido. ¿Por qué se informaba al Servicio de Contraespionaje de un doble crimen en Colonia? Había imaginado que tendría que explicárselo a Prinz antes de poder pedirle el favor.
—Asunto enojoso —murmuró Herrmann cuando les estaban sirviendo los solomillos.
—Y que está empeorando —asintió Prinz—. A Bonn no le hace ninguna gracia que esas cintas pornográficas estén dando vueltas por ahí.
Herrmann mantuvo el rostro impasible, pero se le revolvió el estómago. ¿Cintas pornográficas? ¡Dios Santo! ¿Qué clase de cintas? Fingió una leve sorpresa y bebió algo más de vino.