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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (9 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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Probablemente nos hemos equivocado al concentrarnos en los gustos de una clientela anglosajona que busca una experiencia gastronómica
light
, asociando los sabores con la seguridad sanitaria, preocupada por la pasteurización y el respeto de la cadena del frío. En realidad, esta clientela no existe: los turistas norteamericanos nunca han sido numerosos en Francia, y los ingleses disminuyen constantemente; el mundo anglosajón en su conjunto sólo representa el 4,3% de nuestra facturación. Nuestros nuevos clientes, nuestros clientes reales, buscan por el contrario, durante su estancia en Francia, una experiencia gastronómica
vintage
y hasta
hard-core
; sólo los restaurantes en condiciones de adaptarse a esta situación nueva deberían merecer en el futuro figurar en nuestra guía.

VIII

Vivieron varias semanas de felicidad (no era, no podía ser la felicidad exacerbada, febril, de los
jóvenes
, para ellos ya no se trataba de
explotarse la cabeza
ni de
despedazarse
gravemente durante un fin de semana; era ya —pero todavía estaban en edad de divertirse— la preparación para esa felicidad epicúrea, apacible, refinada sin esnobismo, que la sociedad occidental propone a los representantes de sus clases medias-altas). Se habituaron al tono teatral que adoptan los camareros de los establecimientos de varias estrellas para anunciar la composición de los aperitivos y otros «abrebocas»; también a la forma elástica y declamatoria con que exclamaban, a cada cambio de plato, «¡Buena continuación, señoras y caballeros!» y que a Jed le recordaba aquel «¡Buena celebración!» que les había lanzado un cura joven, rechoncho y probablemente socialista, cuando ellos entraban, Geneviéve y él, obedeciendo a un impulso irrazonado, en la iglesia de Notre-Dame-des-Champs en el momento en que se celebraba la misa dominical de la mañana, justo después de haber hecho el amor en el estudio del boulevard de Montparnasse donde ella vivía entonces. Posteriormente había pensado varias veces en aquel sacerdote que físicamente se parecía un poco a François Hollande, pero al contrario que el dirigente político se
había
hecho eunuco por Dios, Muchos años más tarde, después de haber comenzado la «serie de oficios sencillos», Jed había proyectado en varias ocasiones hacer un retrato de uno de aquellos hombres castos y abnegados que, cada vez menos numerosos, atravesaban las metrópolis para aportarles el consuelo de su fe. Pero había fracasado, ni siquiera había conseguido capturar el tema. Herederos de una milenaria tradición espiritual que ya nadie comprendía realmente, en otro tiempo situados en primera fila de la sociedad, los curas se veían actualmente reducidos, al término de estudios espantosamente largos y difíciles que abarcaban el dominio del latín, del derecho canónico, de la teología racional y de otras materias casi incomprensibles, a subsistir en miserables condiciones materiales, a pasar de un grupo de lectura del Evangelio a un taller de alfabetización, a decir misa cada mañana para unos feligreses escasos y avejentados, todo goce sensual les estaba vetado, y hasta los placeres elementales de la vida familiar, obligados sin embargo por la función que desempeñan a manifestar día tras día un optimismo forzoso. Los historiadores del arte observarían que casi todos los cuadros de Jed Martin representan a hombres o mujeres ejerciendo su profesión con un espíritu de
buena voluntad
, pero lo que se expresaba en ellos era una buena voluntad razonable, en donde la sumisión a los imperativos profesionales te garantiza a cambio, en proporciones variables, una mezcla de satisfacciones económicas y de gratificaciones del amor propio. Humildes y sin dinero, despreciados por todos, sometidos a todos los ajetreos de la vida urbana sin tener acceso a ninguno de sus placeres, los jóvenes sacerdotes urbanos constituían un tema desconcertante e inaccesible para quienes no compartían su fe.

Opuestamente, la guía
French Touch
proponía una gama de placeres limitados pero verificables. Se podía compartir la satisfacción del propietario de
La Marmotte Rieuse
cuando terminaba su nota de presentación con esta frase serena y confiada: «Habitaciones espaciosas con terraza (bañeras de jacuzzi), menús seductores, diez mermeladas caseras en el desayuno: sin lugar a duda estamos en un hotel con encanto.» Podías dejarte arrastrar por la prosa poética del gerente del Carpe Diem cuando describía la estancia en su establecimiento en los siguientes términos: «Una sonrisa le conducirá desde el jardín (especies mediterráneas) hasta su suite, un lugar que alterará todos sus sentidos. Le bastará entonces con cerrar los ojos para conservar en la memoria los senderos del paraíso, el murmullo de los surtidores en el hammam de mármol blanco para que sólo se filtre una evidencia: "Aquí, la vida es bella."» En el marco grandioso del castillo de Bourbon-Busset,
cuyos
descendientes perpetuaban el arte de la buena acogida, se podían contemplar recuerdos conmovedores (conmovedores probablemente para la familia Bourbon-Busset) que se remontaban a las cruzadas; algunas habitaciones disponían de colchones de agua. Esta yuxtaposición de elementos
vieja Francia
o
suelo patrio
y equipamientos hedonistas contemporáneos producía a veces un efecto extraño, casi de mal gusto; pero era quizá esta mezcla dudosa lo que buscaba la clientela de la cadena, o al menos su
público prioritario
. De todos modos, las promesas factuales de las notas de presentación se cumplían. Se suponía que el parque del Château des Gorges du Haut-Cézallier albergaba ciervos, corzos y un borrico; había uno, en efecto. Paseando por los jardines de L'Auberge Verticale supuestamente divisabas a Miguel Santamayor,
cocinero de intuición
que efectuaba una «síntesis ajena a las normas de la tradición y el futurismo»; veías, efectivamente, agitarse en las cocinas a un tipo con una vaga apariencia de gurú que al terminar su «sinfonía de legumbres y estaciones» venía en persona a ofrecerte uno de sus
habanos
de pasión.

El último fin de semana, el de Pentecostés, lo pasaron en el castillo de Vault-de-Lugny, un
alojamiento
excepcional, de habitaciones suntuosas que daban a un parque de cuarenta hectáreas cuyo diseño original se atribuía a Le Nôtre. La cocina, según la guía, «sublimaba una región de una riqueza infinita»; constituía «uno de los más bellos concentrados de Francia». Fue allí, el lunes de Pentecostés, durante el desayuno, donde Olga comunicó a Jed que regresaba a Rusia al final del mes. Ella degustaba en aquel momento una mermelada de fresas silvestres, y pájaros indiferentes a todos los dramas humanos gorjeaban en el parque originalmente diseñado por Le Nôtre. Una familia de chinos, a unos metros de ellos, se empapuzaban de gofres y salchichas. En el castillo de Vault-de-Lugny, las salchichas en el desayuno habían sido introducidas en principio para complacer los deseos de una clientela anglosajona tradicionalista, aficionada a un
breakfast
proteínico y graso; se había debatido la iniciativa en una breve pero decisiva reunión empresarial; los gustos aún inciertos, torpemente formulados, pero que al parecer se centraban en las salchichas, de aquella nueva clientela china habían inducido a conservar esta línea de abastecimiento. Por esos mismos años, otros hoteles con encanto de Borgoña llegaban a una conclusión idéntica, y de este modo las Salchichas y Salazones Martenot, con sede en la región desde 1927, se libraron de la declaración de quiebra y de la secuencia «Social» del noticiario de FR3.

Olga, sin embargo, una chica que de todos modos no era
muy de proteínas
, prefería la mermelada de fresas silvestres y empezaba a sentirse realmente nerviosa porque comprendía que allí se la jugaba en unos minutos, y los hombres eran tan difíciles de asediar en estos tiempos, no tanto al principio, las minifaldas daban siempre resultado, pero después cada vez se volvían más raros. Michelin tenía la firme ambición de reforzar su presencia en Rusia, el país era uno de sus ejes de desarrollo prioritarios y el sueldo de Olga iba a triplicarse, tendría a sus órdenes a una cincuentena de personas, era un traslado que no podía rechazar en absoluto, para la dirección general una negativa no sólo habría sido incomprensible, sino incluso criminal, un cuadro de cierto nivel no solamente tiene obligaciones con la empresa, sino también consigo mismo, debe cuidar y mimar su carrera como Cristo cuida y mima a la Iglesia, o la mujer al marido, debe prestar a las exigencias de la carrera ese mínimo de atención sin el cual muestra a sus superiores consternados que nunca será digno de ascender más allá de una posición subalterna.

Jed mantenía un silencio terco dando vueltas a la cuchara dentro de su huevo pasado por agua, lanzaba a Olga miradas desde abajo, como un niño castigado.

—Puedes venir a Rusia… —dijo ella—. Puedes venir cuando quieras.

Ella era joven o más exactamente era
todavía joven
, aún se imaginaba que la vida ofrece posibilidades variadas, que una relación humana puede experimentar en el curso del tiempo evoluciones sucesivas, contradictorias.

Un soplo de viento agitaba las cortinas de las puertaventanas que daban al parque. Los trinos de los pájaros se amplificaron bruscamente y después cesaron. La familia de chinos había desaparecido a la chita callando, en cierto modo se habían desmaterializado. Jed seguía callado, luego dejó la cuchara.

—Tardas en responder… —dijo ella—. Francesito… —añadió, con un reproche lleno de dulzura—. Francesito indeciso…

IX

El domingo 28 de junio, a media tarde, Jed acompañó a Olga al aeropuerto de Roissy. Era triste, algo en su interior comprendía que estaban viviendo un momento de mortal tristeza. El tiempo, bueno y calmado, no favorecía la aparición de los sentimientos apropiados. Habría podido interrumpir el proceso de desvinculación, arrojarse a sus pies, suplicarle que no tomara aquel avión; probablemente ella le habría escuchado. Pero ¿qué hacer después? ¿Buscar otro apartamento? (el alquiler de la rue Guynemer expiraba a fin de mes). ¿Anular la mudanza prevista para el día siguiente? Era posible, no eran ingentes las dificultades técnicas.

Jed no era joven, hablando con propiedad nunca lo había sido, pero era un ser humano relativamente poco experimentado. En materia de seres humanos sólo conocía a su padre, y tampoco mucho. Esta frecuentación no podía incitarle a un gran optimismo en cuanto a las relaciones humanas. Por lo que había podido observar, la existencia de los hombres se organizaba alrededor del
trabajo
, que ocupaba la mayor parte de la vida, y se realizaba en organizaciones de dimensión variable. Al final de los años de trabajo se abría un período más breve, marcado por el desarrollo de diversas patologías. Algunos seres humanos, durante el período más activo de su vida, intentaban además asociarse en microagrupaciones, denominadas
familias
, cuya finalidad era la reproducción de la especie, pero estas tentativas, casi siempre, daban un brusco viraje por motivos relacionados con la «naturaleza del tiempo», se decía él vagamente compartiendo un café exprés con su amante (estaban solos en el mostrador del bar Segafredo, y más en general la animación en el aeropuerto era débil, la algarabía de las conversaciones inevitables estaba amortiguada por un silencio que parecía consustancial con el lugar, como en algunas clínicas privadas). Era sólo una ilusión, el mecanismo general de transporte de los seres humanos, que desempeñaba un papel tan importante hoy día en la realización de los destinos individuales, representaba simplemente una ligera pausa antes de iniciar una secuencia de funcionamiento a su capacidad máxima, en el período de las grandes partidas. Era, no obstante, tentador ver en ello un homenaje, un homenaje discreto de la maquinaria social a su amor interrumpido tan pronto.

Jed no tuvo ninguna reacción cuando Olga, tras un último beso, se dirigió hacia la zona de control de pasaportes, y hasta que volvió a su casa, en el boulevard de L'Hópital, no comprendió que, casi sin saberlo, acababa de franquear una nueva etapa en la evolución de su vida. Lo comprendió porque todo lo que unos días antes constituía su mundo le parecía de golpe totalmente vacío. Había centenares de mapas de carretera y tirajes fotográficos tirados por el suelo, y todo aquello no tenía ningún sentido. Con resignación, salió a comprar dos rollos de bolsas de basura especiales para cascotes en el hipermercado Casino del boulevard Vincent-Auriol y al volver a casa comenzó a llenarlos. Pesa mucho el papel, pensó, necesitaría varios viajes para bajar las bolsas. Lo que estaba destruyendo eran meses, más bien años de trabajo; sin embargo no tuvo un segundo de vacilación. Muchos años después, cuando llegó a ser célebre —y hasta, a decir verdad, celebérrimo—, a Jed le interrogarían en numerosas ocasiones sobre lo que, en su opinión, significaba ser
artista
. No habría de encontrar nada interesante ni muy original que decir, exceptuando una sola cosa que en consecuencia repetiría casi en cada entrevista: ser artista, en su opinión, era ante todo ser alguien
sometido
. Sometido a mensajes misteriosos, imprevisibles, que a falta de algo mejor y en ausencia de toda creencia religiosa había que calificar de
intuiciones
; mensajes que no por ello ordenaban de manera menos imperiosa, categórica, sin dejarte la menor posibilidad de escabullirte, a no ser que perdieras toda noción de integridad y de respeto por ti mismo. Esos mensajes podían entrañar la destrucción de una obra, y hasta un conjunto entero de obras, para emprender una nueva dirección o incluso a veces sin un rumbo en absoluto, sin disponer de ningún proyecto, de la menor esperanza de continuación. En este sentido, y sólo en este sentido, la condición de artista podía calificarse de
difícil
. En este sentido también, y sólo en él, se diferenciaba de esas profesiones u
oficios
a los que rendiría homenaje en la segunda parte de su carrera, la que le granjearía un renombre mundial.

Al día siguiente bajó a la calle las primeras bolsas de basura y después, lenta, minuciosamente, desmontó su cámara fotográfica antes de ordenar el fuelle, los esmerilados, los objetivos, el respaldo digital, el cuerpo del aparato en su maletín de transporte. Seguía haciendo bueno en la región parisiense. A media tarde encendió la televisión para ver el prólogo del Tour de Francia, que ganó un corredor ucraniano prácticamente desconocido. Tras apagar el televisor, se dijo que probablemente debería telefonear a Patrick Forestier.

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