Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
—No hay problema. Retrasaremos la exposición: esperaremos el tiempo que haga falta. Verá, usted se ha vuelto importante para mí, y además ha ocurrido rápidamente, ¡ningún ser humano había producido este efecto en mí! —exclamó Jed, con una animación extraordinaria—. Lo que es curioso, verá… —continuó, con más calma—, un retratista espera realzar la singularidad del modelo, lo que le convierte en un ser humano único. Y es lo que yo hago en cierto sentido, pero desde otro punto de vista tengo la sensación de que la gente se parece mucho más de lo que se dice habitualmente, sobre todo cuando hago las partes planas, los maxilares, tengo la impresión de repetir los motivos de un rompecabezas. Sé muy bien que los seres humanos son el asunto de la novela, de la
great occidental novel
, y también uno de los grandes temas de la pintura, pero no puedo evitar pensar que la gente es mucho menos diferente de lo que generalmente se cree. Que hay demasiadas complicaciones en la sociedad, demasiadas distinciones, categorías…
—Sí, es un poco
bizantinesco
—convino con buena voluntad el autor de
Plataforma
—. Pero no tengo la sensación de que usted sea un retratista de verdad. El retrato de Dora Maar que hizo Picasso, ¿acaso no nos importa un pepino? De todos modos Picasso es feo, pinta un mundo horriblemente deformado porque su alma es fea, es todo lo que se puede decir de Picasso, no hay ninguna razón para seguir favoreciendo la exposición de sus lienzos, no tiene nada que aportar, no hay ninguna luz en él, ninguna innovación en el modo de organizar colores o formas, en suma, no hay en Picasso absolutamente nada que merezca señalarse, sólo una estupidez extrema y un pintarrajeo priápico que puede cautivar a algunos sexagenarios con una cuenta abultada en el banco. El retrato que hizo Van Dyck de Ducon, que pertenecía al gremio de comerciantes, ya es otra cosa; porque a Van Dyck no le interesa Ducon, sino el gremio de comerciantes. En fin, es lo que yo interpreto en sus cuadros, pero quizá patino totalmente, de todos modos si mi texto no le gusta no tiene más que tirarlo a la basura. Discúlpeme, me vuelvo agresivo, es por las micosis… —Ante los ojos atónitos de Jed, empezó a rascarse los pies furiosamente, hasta que empezaron a aflorar unas gotas de sangre—. Tengo micosis, infecciones bacterianas, un eccema atópico generalizado, es una verdadera infección, estoy pudriéndome aquí y a todo el mundo se la suda, nadie puede hacer nada por mí, la medicina me ha abandonado vergonzosamente, ¿qué otra cosa puedo hacer? Rascarme, rascarme sin parar, en esto se ha convertido ahora mi vida: en una interminable sesión de rascado…
Después se enderezó, un poco aliviado, y añadió: —Estoy un poco cansado ahora, creo que voy a ir a descansar.
—¡Por supuesto! —Jed se apresuró a levantarse—. Le estoy muy agradecido por haberme dedicado todo este tiempo —concluyó, con la sensación de haber salido bastante bien librado.
Houellebecq le acompañó hasta la puerta. En el último momento, justo antes de hundirse en la noche, le dijo:
—Me doy cuenta de lo que está haciendo, ¿sabe?, conozco las consecuencias. Usted es un buen artista, se puede afirmar, sin entrar en los detalles. El resultado es que me han sacado fotos miles de veces, pero si hay una imagen de mí, una sola, que perdure en los siglos venideros, será su cuadro. —Esbozó de pronto una sonrisa juvenil, y esta vez realmente
desarmante
—. Ya ve, me tomo en serio la pintura… —dijo. Después cerró la puerta.
Jed tropezó con un cochecito de niño, recuperó el equilibrio por los pelos en el arco de detección de objetos metálicos y retrocedió para recuperar su sitio en la fila. Aparte de él sólo había familias, cada una con dos o tres niños. Delante, un rubiales de unos cuatro años gimoteaba reclamando no se sabía qué, luego se tiró al suelo de golpe, aullando, temblando de rabia; su madre intercambió una mirada agotada con su marido, que intentó levantar al pequeño y vicioso crápula. Es imposible escribir una novela, le había dicho Houellebecq la víspera, por la misma razón que es imposible vivir: debido a las pesadeces que se acumulan. Y todas las teorías de la libertad, desde Gide a Sartre, no son sino inmoralidades concebidas por solteros irresponsables. «Como yo», había agregado, acometiendo su tercera botella de vino chileno.
No había plazas reservadas en el avión y en el momento del embarque intentó unirse a un grupo de adolescentes, pero le retuvieron al pie de la escalerilla metálica —su equipaje era excesivamente voluminoso, tuvo que entregarlo al personal auxiliar— y se encontró cerca del pasillo central, arrinconado entre una niña de cinco años que se agitaba en su asiento, pidiendo caramelos continuamente, y una mujer obesa, de pelo deslucido, que sostenía en las rodillas a un bebé que empezó a dar alaridos poco después del despegue; media hora más tarde hubo que cambiarle los pañales.
A la salida del aeropuerto de Beauvais-Tillé se detuvo, depositó la bolsa de viaje y respiró lentamente para reponerse. Las familias cargadas de cochecitos y niños se precipitaban dentro del autocar con destino a la Porte Maillot. Justo al lado había un pequeño vehículo blanco, de grandes superficies acristaladas, que portaba las siglas de los transportes urbanos de Beauvais. Jed se acercó, se informó: era la lanzadera para Beauvais, le dijo el conductor; el trayecto costaba dos euros. Compró un billete; era el único pasajero.
—¿Le dejo en la estación? —preguntó el hombre un poco después.
—No, en el centro.
El empleado le lanzó una mirada sorprendida; el turismo de Beauvais, por lo visto, no parecía beneficiarse gran cosa de los efectos del aeropuerto. Sin embargo, habían hecho un esfuerzo, como prácticamente en todas las ciudades de Francia, para abrir calles peatonales en el centro, con carteles de información histórica y cultural. Los primeros indicios de ocupación del emplazamiento de Beauvais podían datarse en 65.000 años antes de nuestra era. Campamento fortificado por los romanos, la ciudad tomó su nombre de Caesaromagus y luego de Bellovacum, antes de que la destruyeran en el año 275 las invasiones bárbaras.
Situada en una encrucijada de rutas comerciales, rodeada de trigales de una gran riqueza, Beauvais conoció desde el siglo XI una prosperidad considerable y en ella se desarrolló un artesanado textil: sus paños se exportaban hasta Bizancio. En 1225 el conde-obispo Milon de Nanteuil idea el proyecto de la catedral de Saint-Pierre (tres estrellas Michelin,
merece el viaje
) que, aun inacabada, posee las bóvedas góticas más altas de Europa. El declive de Beauvais, paralelo al de la industria textil, se perfilaría a fines del siglo XVIII; desde entonces no se había detenido y Jed no tuvo dificultad en encontrar una habitación en el Hotel Kyriad. Incluso hasta la hora de la cena creyó que era el único cliente. Cuando empezaba su ternera en salsa —el plato del día—, vio entrar a un japonés solo, como de unos treinta años, que lanzaba miradas de pasmo a su alrededor y se instaló en la mesa contigua.
El plato de ternera anunciado le sumió en la angustia; se decantó por un entrecot que le sirvieron minutos más tarde y que tanteó tristemente, indeciso, con la punta del tenedor. Jed estaba seguro de que intentaría entablar conversación, cosa que hizo, en inglés, después de haber chupeteado unas patatas fritas. El pobre hombre era un empleado de Komatsu, una empresa de máquinas herramientas que había conseguido colocar uno de sus autómatas textiles de última generación en la última fábrica de paños que operaba todavía en el departamento. La programación de la máquina se había averiado y él había venido a intentar repararla. Se lamentó de que para un desplazamiento semejante su empresa enviaba antaño a tres o cuatro técnicos, a dos como mínimo, pero las restricciones presupuestarias eran tremendas y se encontraba solo en Beauvais, delante de un cliente furioso y una máquina defectuosamente programada.
Estaba, en efecto, en un atolladero, convino Jed. Pero ¿no podían ayudarle, al menos por teléfono?
«Time difference…»
, dijo el japonés tristemente. Quizá, hacia la una de la madrugada, consiguiera contactar con alguien en Japón, cuando abrieran las oficinas, pero hasta entonces estaba solo y ni siquiera tenía en su habitación cadenas por cable japonesas.
Miró un instante su cuchillo de carne, como si pensara en improvisar un
seppuku
, y luego se decidió a hincar el diente en su entrecot.
En su habitación, mientras miraba
Thalassa
sin sonido, Jed abrió su portátil. Franz le había dejado tres mensajes. Descolgó al primer timbrazo.
—¿Y? ¿Qué tal ha ido?
—Bien. Más o menos bien. Sólo que cree que se retrasará un poco con el texto.
—Ah, no, no es posible. Lo necesito a finales de marzo, de lo contrario no puedo imprimir el catálogo.
—Le he dicho… —Jed vaciló, se lanzó—. Le he dicho que no importaba; que se tome todo el tiempo que necesite.
Franz emitió una especie de borborigmo incrédulo y se calló antes de volver a hablar con una voz tensa, al borde de la explosión.
—Escucha, tenemos que vernos para hablar de esto. ¿Puedes pasar por la galería ahora?
—No, estoy en Beauvais.
—¿En
Beauvais
? Pero ¿qué haces tú en Beauvais?
—Tomo un poco de distancia. Está bien tomar distancia en Beauvais.
Había un tren a las 8.47 horas, y el trayecto hasta la estación del Norte duraba un poco más de una hora. A las once Jed afrontó en la galería a un Franz desanimado.
—No eres mi único artista, ¿sabes? —dijo, con un tono de reproche—. Si la exposición no puede celebrarse en mayo, estoy obligado a aplazarla hasta diciembre.
La llegada de Marylin, diez minutos después, restableció un poco el buen humor.
—Oh, el mes de diciembre me va muy bien —anunció de entrada, y añadió con una jovialidad carnívora—: Así tendré más tiempo para trabajar las revistas inglesas; hay que anticiparse mucho con las revistas inglesas.
—Pues diciembre, entonces… —concedió Franz, sombrío y derrotado.
—Yo soy… —empezó a decir Jed, alzando ligeramente las manos, y luego se detuvo. Iba a decir: «Yo soy el artista», o una frase parecida, con un énfasis un poco ridículo, pero se contuvo y añadió simplemente—: Además necesito tiempo para hacer el retrato de Houellebecq. Quiero que sea un buen cuadro. Quiero que sea mi mejor cuadro.
En
Michel Houellebecq, escritor
, la mayoría de los historiadores de arte recalcan que Jed rompe con la práctica de los fondos realistas que había caracterizado al conjunto de su obra a todo lo largo del período de los «oficios». Rompe difícilmente, y se nota que esta ruptura le cuesta muchos esfuerzos, que se esfuerza por mantener, en la medida de la posible y por medio de diversos artificios, la ilusión de un fondo realista posible. En el cuadro, Houellebecq está delante de un escritorio recubierto de hojas escritas o a medio escribir. Detrás de él, a una distancia de unos cinco metros, la pared blanca está totalmente tapizada de hojas manuscritas pegadas unas contra otras, sin el menor intersticio. Irónicamente, subrayan los historiadores, en su trabajo Jed Martin parece otorgar una enorme importancia al texto, polarizarse en el texto desprovisto de toda referencia real. Ahora bien, como confirman todos los historiadores de la literatura, si bien a Houellebecq le gustaba durante su fase de escritura clavar con chinchetas distintos documentos en las paredes de su habitación, la mayoría de las veces se trataba de fotos que representaban los lugares donde situaba las escenas de sus novelas; y rara vez escenas escritas o escritas a medias. Al retratarle en medio de un universo de papel, Jed Martin, no obstante, probablemente no quiso tomar posición sobre el asunto del realismo en la literatura; tampoco pretendió aproximar a Houellebecq a una posición formalista que este autor, por lo demás, había rechazado explícitamente. Más sencillamente, sin duda se dejó arrastrar por una pura fascinación plástica ante la imagen de aquellos bloques de texto ramificado, empalmados, que se engendraban unos a otros como un pólipo gigantesco.
De todos modos, cuando se presentó el cuadro poca gente prestó atención al fondo, eclipsado por la increíble expresividad del personaje principal. Captado en el instante en que acaba de detectar una corrección que efectuar en una de las hojas posadas en el escritorio que tiene delante, el autor parece en estado de rapto, poseído por una furia que algunos no titubean en calificar de demoníaca; su mano, en la que sostiene el bolígrafo corrector, pintada con un ligero movimiento borroso, se precipita sobre la hoja «con la rapidez de una cobra que ataca a su presa», como escribe gráficamente Wong Fu Xin, que aquí ejecuta posiblemente un desvío irónico de los tópicos de exuberancia metafórica tradicionalmente asociados con los autores del Extremo Oriente (Wong Fu Xin se declaraba, ante todo, poeta, pero sus poemas ya casi no se leen y ya ni siquiera es posible obtenerlos fácilmente, mientras que sus ensayos sobre la obra de Martin constituyen una referencia ineludible en los ambientes de la historia del arte). La iluminación, mucho más contrastada que en los cuadros anteriores de Martin, deja en la sombra una gran parte del cuerpo del escritor y se concentra únicamente en la parte superior del rostro y en las manos de dedos ganchudos, largos, descarnados como las garras de un ave rapaz. La expresión de la mirada fue considerada tan extraña en la época que no se podía, juzgaron entonces los críticos, vincularla con ninguna tradición pictórica existente, sino que más bien había que compararla con algunas imágenes de archivos etnológicos tomadas en el curso de ceremonias vudús.
Jed telefoneó a Franz el 25 de octubre para comunicarle que había terminado el cuadro. No se habían visto mucho desde hacía unos meses; contrariamente a lo que hacía a menudo, no le había llamado para mostrarle trabajos preparatorios, esbozos. Franz, por su lado, estaba concentrado en otras exposiciones que habían funcionado bastante bien, su galería estaba de moda desde hacía unos años, su cotización subía poco a poco, sin que ello se tradujera todavía en ventas sustanciales.
Franz llegó hacia las seis de la tarde. El lienzo estaba en el centro del taller, tensado sobre un bastidor estándar de 116 x 89 centímetros, bien iluminado por una regleta de halógenos. Franz se sentó justo delante, en una silla de tela plegable, y lo contempló sin decir palabra durante una decena de minutos.
—Bueno… —dijo finalmente—. Hay momentos en que eres un coñazo, pero eres un buen artista. Debo reconocer que valía la pena esperar. Es un buen cuadro; un cuadro muy hermoso, incluso. ¿Estás seguro de que quieres regalárselo?