El mapa y el territorio (4 page)

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Authors: Michel Houellebecq

BOOK: El mapa y el territorio
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Anne, la madre de Jed, procedía de una familia de la pequeña burguesía judía; su padre era un joyero de barrio. A los veinticinco años se había casado con Jean-Pierre Martin, a la sazón un joven arquitecto. Fue un matrimonio por amor, y unos años más tarde ella había engendrado un hijo, bautizado Jed en recuerdo de su tío, al que Anne había querido mucho. Después, unos días antes del séptimo cumpleaños de su hijo, se había suicidado; Jed no lo supo hasta muchos años más tarde, por una indiscreción de su abuela paterna. Anne tenía por entonces cuarenta años y su marido cuarenta y siete.

Jed apenas conservaba recuerdos de su madre, y su suicidio no era un tema que pudiese abordar durante su estancia en la casa de Raincy, sabía que debía esperar a que su padre hablase del asunto, aun a sabiendas de que nunca ocurriría, de que evitaría la cuestión hasta el final, como todos los demás.

Sin embargo, había que aclarar un punto y fue el padre quien se encargó de hacerlo un domingo por la tarde, cuando acababan de seguir juntos una etapa breve —la contrarreloj de Burdeos— que no había aportado cambios decisivos en la clasificación general. Estaban en la biblioteca, de lejos la habitación más bonita de la casa, con el suelo recubierto de un parqué de roble, que las vidrieras de la ventana dejaban en una ligera penumbra, y amueblada con cuero inglés; los anaqueles que la rodeaban contenían casi seis mil volúmenes, sobre todo tratados científicos publicados en el siglo XIX. Jean-Pierre Martin había comprado la casa hacía cuarenta años, por un precio muy bueno, a un propietario que tenía una urgente necesidad de liquidez, el barrio era seguro en aquel tiempo, era una zona elegante de chalés y contaba con llevar una vida familiar dichosa, la casa en todo caso habría permitido albergar a una familia numerosa y recibir a amigos con frecuencia, pero nada de esto llegó a suceder.

En el momento en que la imagen captaba el rostro sonriente y previsible de Michel Drucker, el padre cortó el sonido y se volvió hacia su hijo.

—¿Tienes pensado seguir una carrera artística? —le preguntó. Jed asintió—. ¿Y, por ahora, no puedes ganarte la vida?

Jed matizó la respuesta. Para su propia sorpresa, dos agencias fotográficas le habían contactado el año anterior. La primera, especializada en fotografías de objetos, tenía clientes como el catálogo de CAMIF o La Redoute, y a veces también revendía sus negativos a agencias publicitarias. La segunda se dedicaba a las fotos culinarias; revistas como
Notre Temps
o
Femme Actuelle
solicitaban regularmente sus servicios. Poco prestigiosos, eran asimismo ámbitos poco lucrativos: sacar una fotografía de una bicicleta todoterreno, o de un gratinado de patatas con queso de Saboya, era mucho menos rentable que una foto equivalente de Kate Moss o incluso de George Clooney, pero la demanda era constante, sostenida, y garantizaba ingresos decentes; Jed, por tanto, si se tomaba la molestia, no carecía totalmente de recursos, y consideraba por lo demás deseable mantener cierta práctica de fotógrafo, limitada a la fotografía pura. Se conformaba con entregar plan-films, perfectamente definidos y expuestos, que la agencia escaneaba y modificaba a su gusto; prefería abstenerse del retocado de imágenes, probablemente sometido a diferentes imperativos comerciales o publicitarios, y limitarse a entregar negativos técnicamente perfectos, pero neutros.

—Estoy contento de que seas autónomo —respondió su padre—. En mi vida he conocido a varios individuos que querían ser artistas y a los que les mantenían sus padres; ninguno consiguió triunfar. Es curioso, podría creerse que la necesidad de expresarse, de dejar huella en el mundo, es una fuerza poderosa; y, sin embargo, por lo general, no basta. Lo que mejor funciona, lo que empuja a la gente con la mayor violencia a superarse sigue siendo la pura y simple necesidad de dinero.

»Voy a ayudarte a comprar un apartamento en París —continuó—. Necesitarás conocer a gente, establecer contactos. Y además cabe decir que es una inversión, el mercado está bastante mal ahora.

En la pantalla del televisor aparecía en aquel momento un cómico que a Jed le resultaba muy familiar. Hubo un gran primer plano de Michel Drucker beatífico, exultante. Jed se dijo de pronto que su padre quizá simplemente tenía ganas de estar solo; el contacto entre ellos nunca se había restablecido realmente.

Dos semanas después compró el apartamento que ocupaba todavía en el boulevard de L'Hópital, al norte del distrito XIII. La mayoría de las calles del vecindario estaban dedicadas a pintores —Rubens, Watteau, Veronese, Philippe de Champaigne—, lo que en rigor se podía considerar un presagio. Más prosaicamente, no estaba lejos de las nuevas galerías que habían abierto alrededor del barrio de la Tres Grand Bibliothéque. En realidad no había negociado, pero de todos modos se había informado sobre el contexto, los precios se derrumbaban en toda Francia, sobre todo en los espacios urbanos, y sin embargo las viviendas permanecían vacías, no encontraban comprador.

II

La memoria de Jed no guardaba casi ninguna imagen de su madre, pero, por supuesto, había visto fotos. Era una mujer bonita, de tez pálida y largo pelo negro, en algunas se podía decir que era francamente hermosa; se parecía un poco al retrato de Agathe von Astighwelt que se conserva en el museo de Dijon. Rara vez sonreía en las imágenes, e incluso en su sonrisa parecía subsistir todavía una angustia. Claro está que sin duda influía la idea de su suicidio, pero incluso tratando de hacer abstracción de este suceso había en ella algo un poco irreal, o en todo caso intemporal; era fácil imaginarla en un cuadro de la Edad Media o del Renacimiento primitivo; parecía, por el contrario, inverosímil que hubiera podido ser adolescente en la década de 1960, que hubiese podido poseer un transistor o ir a conciertos de rock.

Durante los primeros años posteriores a su muerte, el padre de Jed había intentado seguir el trabajo escolar de su hijo, había programado actividades para el fin de semana, en el McDonald's o en el museo. Luego, casi de una forma inevitable, los servicios de su empresa habían cobrado amplitud; su primer contrato en el ámbito de los centros balnearios llave en mano tuvo un éxito clamoroso. No solamente se habían respetado los plazos y los presupuestos iniciales —lo que era ya de por sí relativamente insólito—, sino que la realización había obtenido un aplauso unánime por su equilibrio y su respeto del medio ambiente; había habido artículos ditirámbicos tanto en la prensa regional como en las revistas de arquitectura nacionales, y hasta una página entera en el cuadernillo «Estilos» de
Liberation
. Escribieron que en Port-Ambarés había sabido aproximarse a «la esencia del habitat mediterráneo». En opinión del padre, se había limitado a alinear cubos de tamaño variable, de un blanco mate uniforme, directamente calcados de las construcciones tradicionales marroquíes, y a separarlos por medio de macizos de adelfas. Lo cierto es que, tras este primer éxito, le llovieron los encargos y había tenido que desplazarse cada vez más al extranjero. Cuando Jed empezó la secundaria, decidió meterle interno.

Optó por el colegio de Rumilly, en Oise, regido por jesuitas. Era una institución privada, pero no de las reservadas a la élite; por lo demás, los gastos de escolaridad eran razonables, la enseñanza no era bilingüe, las instalaciones deportivas no eran nada extraordinario. Los padres que elegían el colegio de Rumilly para sus hijos no eran riquísimos, sino más bien conservadores de la antigua burguesía (muchos eran militares o diplomáticos), pero tampoco católicos integristas: la mayoría de las veces habían enviado al hijo al internado a consecuencia de un divorcio que se volvía conflictivo.

Austeros y bastante feos, los edificios ofrecían un confort aceptable: las habitaciones eran dobles para los menores, y los alumnos pasaban a tener una habitación individual cuando empezaban el tercer año. El punto fuerte del centro, la baza más importante de su oferta, era el apoyo pedagógico que prestaba a cada alumno, y el porcentaje de éxito en bachillerato, en efecto, se había mantenido siempre, desde la fundación del colegio, por encima del noventa y cinco por ciento.

Jed pasaría entre sus muros, y dando largos paseos bajo la cubierta sumamente sombría de las alamedas de abetos del parque, los años tristes, dedicados al estudio, de su adolescencia. No se quejaba de su suerte porque no se imaginaba otra distinta. Entre los alumnos estallaban a veces peleas violentas, las relaciones de humillación eran crueles y virulentas, y Jed, delicado y endeble, no habría estado en condiciones de defenderse, pero corrió el rumor de que era huérfano y, lo que es más, huérfano de madre, y este sufrimiento que no conocían intimidaba a sus condiscípulos; era como si le rodease un halo de respeto temeroso. No tenía ningún amigo íntimo y no buscaba la amistad ajena. En cambio, pasaba tardes enteras en la biblioteca, y a los dieciocho años, terminado el bachillerato, poseía un vasto conocimiento, inusual en los jóvenes de su generación, del patrimonio literario de la humanidad. Había leído a Platón, Esquilo y Sófocles; había leído a Racine, Moliere y Hugo; conocía a Balzac, Dickens, Flaubert, a los románticos alemanes y a los novelistas rusos. Más sorprendente aún, estaba familiarizado con los principales dogmas de la fe católica, cuya huella en la cultura occidental había sido tan profunda, mientras que sus contemporáneos, por lo general, sabían sobre la vida de Jesús un poco menos que sobre la de Spiderman.

Esta impresión que daba de una gravedad un poco anticuada habría de predisponer en su favor a los docentes que tuvieron que examinar su carpeta de admisión en Bellas Artes; era evidente que tenían delante a un candidato original, cultivado, serio, probablemente industrioso. La propia carpeta, titulada «Trescientas fotos de herramientas», atestiguaba una asombrosa madurez estética. Para no realzar el brillo de los metales y el carácter amenazador de las formas, Jed había utilizado una iluminación neutra, poco contrastada, y fotografiado los objetos de ferretería sobre un fondo de terciopelo gris medio. Presentaba así tuercas, pernos y llaves inglesas como si fuesen joyas de un resplandor discreto.

En cambio, le había costado mucho (dificultad que le acompañaría durante toda su vida) redactar la nota de presentación de sus fotos. Tras diversas tentativas de justificar su tema, se refugió en la pura exposición factual y se contentó con recalcar que las piezas de ferretería más rudimentarias, realizadas en acero, poseían ya una precisión de fabricación del 1/10 de milímetro. Más cercanas a la mecánica de precisión propiamente dicha, las piezas que componían los aparatos fotográficos de calidad, o los motores de Fórmula 1, se fabricaban normalmente con aluminio o una aleación ligera, y al 1/100 de milímetro. Por último, la mecánica de alta precisión, empleada por ejemplo en la relojería o la cirugía dental, se servía del titanio; la tolerancia de las cotas era entonces del orden de una micra. En suma, concluía Jed de un modo abrupto y aproximativo, la historia de la humanidad podía en gran medida confundirse con la historia del dominio de los metales: la era aún reciente de los polímeros y los plásticos no había tenido tiempo, según él, de producir una auténtica transformación mental.

Historiadores del arte, más versados en el manejo del lenguaje, señalaron más tarde que esta primera realización real de Jed representaba ya, al igual, en cierto sentido, que sus obras posteriores, y a pesar de la variedad de sus soportes un
homenaje al trabajo humano
.

De este modo, Jed emprendió una carrera artística sin más proyecto —cuyo carácter ilusorio casi nunca captaba— que el de hacer una descripción objetiva del mundo. No obstante su cultura clásica —contrariamente a lo que a menudo se escribió al respecto—, no le embargaba en absoluto un respeto religioso por los maestros antiguos; a partir de esta época prefería con mucho Mondrian y Klee a Rembrandt y Velázquez.

En los primeros meses que siguieron a su instalación en el distrito XIII no hizo prácticamente nada más que cumplir los encargos de fotografías de objetos, por lo demás numerosos, que le hacían. Y un buen día, al desembalar un disco duro multimedia Western Digital que acababa de llevarle un mensajero, y del que debía entregar negativos bajo diferentes ángulos al día siguiente, comprendió que había acabado con la fotografía de objetos, al menos en el campo artístico. Era como si el hecho de haber llegado a fotografiar estos objetos con una finalidad puramente profesional, comercial, invalidase toda posibilidad de utilizarlos en un proyecto creativo.

Esta evidencia tan brutal como inesperada le sumió en un período depresivo de débil intensidad durante el cual su principal distracción cotidiana pasó a ser el programa
Questions pour un champion
, presentado por Julien Lepers. Gracias a su obstinación, a su pasmosa capacidad de trabajo, este presentador poco dotado al principio, un poco estúpido, con cara y apetitos de carnero, que aspiraba sobre todo en sus comienzos a una carrera de cantante de variedades y conservaba sin duda una nostalgia secreta de esta ambición, se había convertido poco a poco en una figura ineludible del paisaje mediático francés. El público se identificaba con él, tanto los alumnos de primer año de la Politécnica como las maestras jubiladas de Pas-de-Calais, los
bikers
[2]
de Limousin como los restauradores del Var, no era ni impresionante ni lejano, proyectaba una imagen media, y casi simpática, de la Francia de la década de 2010. Incondicional de Jean-Pierre Foucault, de su humanismo, de su desparpajo de perillán, Jed tenía que reconocer, con todo, que cada vez más a menudo le seducía Julien Lepers.

A principios de octubre recibió una llamada telefónica de su padre anunciándole que acababa de morir su abuela; su voz era lenta, un poco abrumada, pero apenas más de lo normal. Jed sabía que su abuela nunca se había repuesto de la muerte de su marido, al que había amado apasionadamente, con una pasión incluso sorprendente en un medio rural y pobre, poco propicio normalmente a las efusiones románticas. Fallecido el marido, ni siquiera su nieto había conseguido sacarla de una espiral de tristeza que gradualmente le había hecho renunciar a cualquier actividad, desde la cría de conejos a la preparación de mermeladas, y abandonar finalmente hasta la jardinería.

El padre de Jed tenía que desplazarse a la Creuse al día siguiente, para el entierro y también por la casa, las cuestiones de herencia; le habría gustado que su hijo le acompañase. Hasta le habría gustado, en realidad, que él se quedase un poco más y se ocupara de todas las formalidades, en aquel momento tenía mucho trabajo en la agencia. Jed aceptó inmediatamente.

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