Read El mapa y el territorio Online
Authors: Michel Houellebecq
Antes de mojar sus labios con el licor, Olga, con delicia, olió largamente su aroma, se adaptaba maravillosamente a Francia, era difícil creer que había pasado su infancia en una vivienda de protección oficial de las afueras de Moscú.
—¿Cómo es posible que los nuevos cocineros —preguntó después de un primer sorbo—, me refiero a los cocineros de los que se habla, sean homosexuales casi todos?
—¡Ah!… —Anthony se estiró voluptuosamente en su asiento y paseó una mirada encantada por la sala de su restaurante—. Eso, querida, es el gran secreto, porque los homosexuales siempre han
a-do-ra-do
la cocina, desde el principio, pero nadie lo decía, absolutamente
na-die
. Lo que ha influido mucho, creo, son las tres estrellas de Frank Pichón. Que un cocinero transexual se agencie tres estrellas Michelin, ¡eso fue realmente algo sonado! —Bebió un sorbo, pareció que se volvía a sumergir en el pasado—. Y luego, claro está —prosiguió, con una animación extraordinaria—, ¡lo que desencadenó todo, la bomba atómica, fue la salida del armario de Jean-Pierre Pernaut!
—Sí, desde luego, fue monstruoso que Jean-Pierre Pernaut saliera del armario… —convino Georges de mala gana—. Pero ¿sabes, Tony? —continuó con tonalidades silbantes y belicosas—, en el fondo no es la sociedad la que no quería aceptar a los cocineros homosexuales, sino los homosexuales los que no se aceptaban como cocineros. Mira nuestro caso, el
Têtu
no nos dedicó ningún artículo, nada, fue
Le Parisién
el primero que habló del restaurante. En el medio gay tradicional, no les parecía bastante glamouroso dedicarse a la cocina. Para ellos era
marujo
, ¡exactamente
marujo
!
Jed tuvo de pronto la intuición de que el rencor evidente de Georges se dirigía también a los michelines nacientes de Anthony, de que él mismo empezaba a añorar un oscuro pasado preculinario de
cuero y cadenas
, o sea, que era mejor cambiar de tema. Reanudó por tanto hábilmente el de la salida del armario de Jean-Pierre Pernaut, asunto obvio, sensacional, a él mismo, como telespectador, le había conmovido su: «Sí, es verdad, amo a David» en directo delante de las cámaras de France 2, en su opinión seguiría siendo uno de los momentos ineludibles de la televisión de la década de 2010, se estableció rápidamente un consenso al respecto y Anthony sirvió otra ronda de Bas Armagnac. «¡Yo me defino, ante todo, como telespectador!», exclamó Jed en un impulso fusional que le valió una mirada sorprendida de Olga.
Un mes después Marylin entró en el despacho con el capazo aún más cargado que de costumbre. Tras haberse sonado tres veces, depositó delante de Jed un expediente voluminoso, sujeto por gomas.
—Es la prensa… —declaró, al ver que él no reaccionaba.
Él miró la carpeta de cartón con una mirada vacua, sin abrirla.
—¿Qué tal es? —preguntó.
—Excelente. Está todo el mundo.
No pareció que se alegrase gran cosa. Bajo su facha de resfriada, aquella mujercita era una guerrera, una especialista de las
operaciones comando
: lo que la hacía vibrar era provocar el movimiento, agenciarse el primer gran artículo; después, cuando las cosas se pusieron en marcha ellas solas, recayó en su apatía nauseabunda. Hablaba cada vez más bajo, y Jed apenas le oyó añadir:
—La única que no ha hecho nada es Pepita Bourguignon.
—Bueno… —dijo por último, tristemente—. Ha estado bien trabajar con ustedes.
—¿No volveremos a vernos?
—Si me necesitan, sí, por supuesto. Tienen el número de mi móvil.
Y se despidió, rumbo a un destino incierto; de hecho, daba la impresión de que se iba a acostar inmediatamente y prepararse una tisana. Al cruzar la puerta se volvió por última vez y añadió, con una voz apagada:
—Creo que ha sido uno de los más grandes éxitos de mi vida.
Jed advirtió, al recorrer el expediente, que la crítica, en efecto, era excepcionalmente unánime en sus elogios. Sucede en las sociedades contemporáneas, a pesar del encarnizamiento con que los periodistas acosan y localizan los gustos en formación, que algunos de éstos se desarrollan de manera anárquica, salvaje, y prosperan antes de haber sido nombrados; incluso sucede en realidad cada vez más a menudo, desde la difusión masiva de Internet y el derrumbamiento concomitante de los medios de comunicación escritos. El éxito creciente, en el conjunto del territorio francés, de los cursos de cocina; la aparición reciente de concursos locales destinados a recompensar a nuevas creaciones en el sector de la charcutería o de los quesos; el desarrollo masivo, inexorable, de las caminatas, y hasta la salida del armario de Jean-Pierre Pernaut, todo contribuía a este hecho sociológico nuevo: en realidad, por primera vez en Francia desde Jean-Jacques Rousseau, el campo se había convertido en una
tendencia
. La sociedad francesa pareció tomar conciencia de este hecho brutalmente, por mediación de sus diarios y revistas principales, en las semanas que siguieron al estreno de la exposición de Jed. Y el mapa Michelin, objeto utilitario, inadvertido por excelencia, se convirtió en el plazo de esas mismas semanas en el vehículo privilegiado de iniciación a lo que
Liberation
llamaría sin vergüenza la «magia del terruño».
El despacho de Patrick Forestier, desde cuyas ventanas se divisaba el Arco de Triunfo, era ingeniosamente modular: desplazando algunos elementos se podía organizar allí una conferencia, una proyección, un
brunch
, todo ello en un espacio finalmente restringido de setenta metros cuadrados; un horno microondas permitía recalentar los platos; también se podía dormir allí. Para recibir a Jed, Forestier había elegido la opción «desayuno de trabajo»: zumos de frutas, bollería y café esperaban sobre una mesa baja.
Abrió de par en par los brazos para recibirle; sería poco decir que exultaba.
—Tenía confianza… ¡Siempre he tenido confianza! —exclamó, lo cual, según Olga, que había aleccionado a Jed antes de la cita, era exagerado, como mínimo—. Ahora… ¡habrá que transformar el ensayo! —(Agitó los brazos con rápidos movimientos horizontales que eran, como Jed comprendió al instante, pases de rugby)—. Siéntese… —Se acomodaron en los sofás que rodeaban la mesa baja; Jed se sirvió un café—.
We are a team
—añadió Forestier sin que realmente fuera necesario—. Nuestras ventas de mapas han aumentado un diecisiete por ciento durante el mes pasado —continuó—. Podríamos, y otros lo harían, subir una pizca los precios; no lo haremos.
Le dejó el tiempo de ponderar la altura de miras que presidía aquella reunión comercial y luego dijo:
—Lo más inesperado es que incluso hay compradores para los antiguos mapas Michelin, lo hemos observado en las subastas de Internet. Y hasta hace unas semanas nos conformábamos con triturar esos viejos mapas… —añadió, fúnebre—. Hemos dejado dilapidar un patrimonio cuyo valor no sospechaba nadie de la casa… hasta sus magníficas fotos. —Pareció sumirse en una meditación angustiada sobre aquel dinero evaporado tan tontamente, quizá más en general sobre la destrucción de un valor, pero se repuso—. Por lo que respecta a sus… —buscó la palabra adecuada—, por lo que respecta a sus
obras
, ¡hay que pegar muy fuerte!
Se enderezó de un salto en el sofá y Jed tuvo fugazmente la impresión de que iba a saltar con los pies juntos sobre la mesa baja y golpearse el pecho con los puños imitando a Tarzán; pestañeó para ahuyentar la visión.
—He mantenido una larga conversación con la señorita Sheremoyova, con la que, creo… —(Buscó de nuevo palabras, es el inconveniente de los politécnicos, son un poco más baratos de contratar que los enarcas
[6]
, pero tardan más tiempo en encontrar las palabras; finalmente, se dio cuenta de que se había salido del tema)—. En suma, hemos llegado a la conclusión de que era impensable una comercialización directa de nuestras redes. Para nosotros está excluido el hecho de que parezca que alienamos su independencia artística. Creo —prosiguió, inseguro— que normalmente el comercio de obras de arte se hace por mediación de
galerías…
—No tengo galerista.
—Es lo que me había parecido. Por eso he pensado en la configuración siguiente. Podríamos asumir la concepción de un sitio de Internet donde usted presentaría sus obras y las pondría directamente a la venta. Naturalmente, la página estaría a su nombre, a Michelin no se la mencionaría en ninguna parte. Creo que es mejor que usted supervisara personalmente la realización de los tirajes. En cambio, podemos encargarnos perfectamente de la logística y los envíos.
—Estoy de acuerdo.
—Estupendo, estupendo. ¡Esta vez creo que estamos realmente en el
win-win
[7]
—se entusiasmó—. He formalizado todo esto en un proyecto de contrato que por supuesto le dejo estudiar.
Jed salió a un largo pasillo muy luminoso, al fondo un ventanal daba a los arcos de la Défense, el cielo lucía un espléndido azul invernal que casi parecía artificial; un azul de ftalocianina, pensó fugazmente Jed. Caminaba despacio, con vacilación, como si avanzase sobre una materia algodonosa; sabía que su vida acababa de adquirir un sesgo nuevo. La puerta del despacho de Olga estaba abierta; ella le sonrió.
—Bien. Es exactamente lo que me habías dicho —resumió Jed.
Los estudios de Jed habían sido puramente literarios y artísticos y nunca había tenido la oportunidad de meditar sobre el misterio capitalista por antonomasia: el de la
formación de los precios
. Se había decidido por un papel Hahnemühle Canvas Fine Art, que ofrecía una excelente saturación de colores y una duración muy buena. Pero con este papel el calibrado de los colores era difícil de realizar y muy inestable, el
driver
Epson no estaba a punto y resolvió limitarse a veinte ampliaciones de cada foto. Un tiraje venía a costarle aproximadamente treinta euros, decidió fijar en doscientos el precio en Internet.
Cuando puso en línea la primera foto, una ampliación de la región de Hazebrouck, la serie se agotó en poco menos de tres horas. Era evidente que había que ajustar el precio. Tanteando un poco, al cabo de unas semanas se estabilizó en alrededor de dos mil euros por un formato de 40 x 60. Bueno, ahora ya sí: conocía su
precio en el mercado
.
La primavera se instalaba en la región parisiense y él se encaminaba sin haberlo premeditado hacia una holgura confortable. En el mes de abril comprobaron sorprendidos que sus ingresos mensuales acababan de superar los de Olga. Los puentes de mayo fueron aquel año excepcionales: el primero de mayo caía en jueves, y también el 8; después había, como de costumbre, la Ascensión y todo terminaba con el largo fin de semana de Pentecostés. El nuevo catálogo de
French Touch
acababa de salir. Olga había supervisado su redacción y corregido a veces los textos presentados por los hosteleros, y había elegido sobre todo las fotos, ordenando rehacerlas si las propuestas por el establecimiento no le parecían suficientemente seductoras.
Atardecía sobre el jardín de Luxemburgo, se habían instalado en el balcón y la temperatura era agradable; los últimos gritos de los niños se apagaban a lo lejos, pronto cerrarían las verjas para la noche. De Francia, Olga sólo conocía a fondo París, se dijo Jed hojeando la guía
French Touch
; y él mismo, a decir verdad, poco más. A través de la guía Francia parecía un país encantado, un mosaico de espléndidas extensiones consteladas de castillos y
casas solariegas
, de una diversidad asombrosa pero donde, en todas partes,
se vivía bien
.
—¿Te apetece que nos vayamos este fin de semana? —propuso él, dejando el volumen—. A uno de los hoteles descritos en tu guía…
—Sí, es una buena idea. —Olga reflexionó unos segundos—. Pero entonces de incógnito. Sin decir que trabajo en Michelin.
Jed se dijo que incluso en estas condiciones cabía esperar que los hosteleros les dispensaran una acogida privilegiada: joven pareja urbana sin niños, estéticamente muy decorativa, aún en la primera fase de su amor, y por ello dispuesta a maravillarse por todo, con la esperanza de acumular una reserva de
hermosos recuerdos
que les servirían a la hora de afrontar los años difíciles, que hasta quizá les permitiera superar una
crisis de pareja
: para cualquier profesional de la restauración y hostelería representaban el arquetipo de los clientes ideales.
—¿Adonde quieres ir primero?
Reflexionando, Jed se percató de que la pregunta distaba de ser sencilla. Que él supiera, muchas regiones tenían un verdadero interés. Se dijo que quizá fuese cierto que Francia era un país maravilloso, al menos desde el punto de vista de un turista.
—Empezaremos por el Macizo Central —zanjó finalmente—. Para ti es perfecto. No es quizá lo mejor que hay, pero creo que es muy francés; o sea, que no se parece a nada más que a Francia.
Olga hojeaba a su vez la guía; señaló un hotel a Jed. Él frunció el ceño.
—Los postigos están mal elegidos… Sobre piedra gris yo habría puesto postigos marrones o rojos, más exactamente verdes, pero no, desde luego, azules. —Se sumergió en el texto de la presentación; su perplejidad se acentuó—, ¿Qué galimatías es éste? «En el corazón de un Cantal veteado de Midi donde la tradición rima con relajación y la libertad con el respeto…» ¡Libertad y respeto ni siquiera riman!
Olga le cogió el volumen de las manos y se enfrascó en su lectura.
—¡Ah, sí, ya lo entiendo…! «Martine y Omar le descubren la autenticidad de los platos y los vinos…»; se ha casado con un árabe, por eso lo del respeto.
—Puede estar bien, sobre todo si es marroquí. Es buenísima, la cocina marroquí. Puede que hagan la
fusión food
franco-marroquí, pastilla al foie-gras, esas cosas.
—Sí —dijo Olga, poco convencida—. Pero yo soy una turista, quiero cocina franco-francesa. Un rollo franco-marroquí o franco-vietnamita puede funcionar para un restaurante de moda del canal Saint-Martin, pero seguro que no para un hotel con encanto en el Cantal. Quizá elimine de la guía este hotel…
No lo hizo, pero esta conversación le dio que pensar y unos días más tarde propuso a la jerarquía que hicieran una encuesta estadística sobre los platos que efectivamente se consumían en los hoteles de la cadena. Los resultados sólo se conocieron seis meses más tarde, pero validarían en gran medida su primera intuición. La cocina creativa, así como la asiática, eran unánimemente rechazadas. La cocina del norte de África sólo la apreciaban en el Gran Sur y en Córcega. Fuera cual fuera la región, los restaurantes que ostentaban una imagen «tradicional» o «a la antigua» se embolsaban cuentas superiores en un sesenta y tres por ciento al promedio de las cuentas. Los embutidos y los quesos eran valores seguros, pero alcanzaban cifras extraordinarias sobre todo los platos a base de animales raros, de connotación no sólo francesa sino regional, como la paloma torcaz, el caracol o la lamprea. El director del segmento
food
luxe e intermediaria, que redactó la nota sintética que acompañaba al informe, concluía sin rodeos: