El médico de Nueva York (30 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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El cementerio ocupaba una extensa zona ajardinada, delimitada por una valla blanca. Tonneman se acercó a la verja, desmontó y ató a
Chaucer
a la valla. A la derecha se alzaba una pequeña casa de piedra; Tonneman dedujo que se trataba de la casa del guarda. Al sur distinguió el East River.

Tonneman permaneció unos segundos inmóvil delante de la verja, sintiéndose en cierto modo un intruso. Descorrió el pestillo y entró. Los caminos que discurrían entre las tumbas estaban cubiertos con anchas losas, lo que impedía que el visitante pisara el barro. Algunos sepulcros se habían deteriorado más que otros por el paso de los años, de manera que costaba mucho leer las inscripciones. Mientras caminaba, se fijó en que las tumbas eran sencillas, talladas en mármol o granito; algunas tenían la inscripción en hebreo y holandés, otras en hebreo e inglés. Muchos nombres le resultaban familiares: Frank, Levy, Hendricks, López, Nathan, Gómez, Hays, Isaacs, Moses, Adolphus y muchos más que nunca hubiese sospechado fueran judíos.

En verdad, poco le importaba la religión; raras veces en vida de su padre y su abuelo había acudido a la liturgia de la Iglesia protestante holandesa.

Había cesado de llover, y sobre la ciudad se cernía una capa de niebla muy húmeda. Tonneman se adentró un poco más en el cementerio, invadido por una sensación de paz espiritual, algo raro en él desde que había regresado a Nueva York. De repente oyó los gorjeos de unos petirrojos; posados en una rama de nogal, le dedicaron una serenata. Se detuvo para disfrutar del canto.

—¿Qué busca aquí? —preguntó una voz tan ronca que por un momento Tonneman pensó que era de ultratumba.

Se volvió. Descubrió a una criatura jorobada cubierta con una capa de tejido marrón confeccionado en casa, muy tosco; tenía las manos deformadas por la artritis, la cara llena de verrugas, y por los hoyos que se le formaban en las mejillas adivinó que no tenía dientes.

Recuperado ya del susto, Tonneman se quitó el sombrero. Una adivinanza; ¿de qué sexo era esa criatura? A pesar de ser médico, no estaba seguro de si el jorobado era un hombre o una mujer. Pensó, algo divertido, que él era Tonneman
el Necio.
Después de todo, había confundido a Mariana con un chico.

—Buenos días. Busco una tumba de hace unos cien años.

El anciano jorobado le examinó con recelo.

—Las más antiguas están junto a los sauces. —El jorobado señaló con el bastón hacia el extremo este del cementerio.

—Muchas gracias.

Tonneman se encaminó al lugar indicado, consciente de que lo seguían unos pies que se arrastraban.

—¿Es usted el doctor Tonneman? —preguntó la voz ronca, jadeando.

Tonneman se detuvo para que el viejo le alcanzara.

—Sí.

—Entonces ¿estará buscando a sus antepasados?

—No, no; yo no soy judío.

El jorobado se echó a reír.

—¿Se apellida usted Tonneman?

Asintió con la cabeza.

El jorobado le miró fijamente y sonrió.

—Los huesos fueron enterrados aquí en 1683, aunque habían sido inhumados en el viejo cementerio. —El jorobado reanudó la marcha, cojeando, y Tonneman lo siguió—. Allí —volvió a señalar con el bastón.

Tonneman avanzó unos pasos. La inscripción de la lápida rezaba simplemente:

PIETER TONNEMAN

1621-1684

Las fechas parecían correctas. Tonneman miró a derecha e izquierda. Más Tonneman. Caminó por entre las tumbas. Los Tonneman habían sido sepultados allí hasta principios de 1700.

Estaba atónito. Mendoza tenía razón. Sus antepasados habían sido judíos. Regresó junto a la tumba de Pieter. En la contigua, tan cerca que podrían haber reposado en la misma, leyó:

RACQUEL TONNEMAN

1636-1683

Lo que seguía estaba en holandés. Conocía la lengua lo bastante para entender que se trataba de la esposa de Pieter Tonneman. Una inscripción en hebreo seguía a la holandesa.

El jorobado estornudó, lo que sobresaltó a Tonneman. Sin volverse, éste preguntó:

—¿Qué significa esto?

—«Hija de Moses Pereira.» ¿Ve?, está enterrado allí. —El viejo se inclinó sobre una lápida y con el bastón retiró los excrementos de pájaro—. Este antepasado suyo era médico, como usted.

Tonneman hizo una mueca de incredulidad.

El jorobado sonrió, luego se desternilló de risa y finalmente le tiró del abrigo.

—Será mejor que también eche un vistazo a los Mendoza. Lo sé casi todo de ellos. Ayudé a nacer a sus hijos y ahora cuido de los huesos.

Un acertijo solucionado; el jorobado era una mujer, una comadrona. Las comadronas conocen los secretos de todo el mundo. Le resultó curioso que una partera vigilara el cementerio.

La vieja le condujo hasta las tumbas de los Mendoza y señaló una lápida que rezaba:

BENJAMÍN MENDOZA

1634-1664

—¿Qué reza la inscripción en hebreo?

—«Hijo de Abraham y esposo de Racquel Pereira Mendoza.» —Lanzó un graznido—. Eso es, joven; Racquel tuvo a ambos; primero a Benjamín Mendoza y luego a Pieter Tonneman, tu antepasado.

56

Martes 7 de mayo. Poco antes del mediodía

Miles de soldados americanos procedentes de Nueva Inglaterra o de la misma Nueva York llenaban la ciudad. Cada día llegaban más. Los trabajadores de los muelles estaban atareados con las arribadas y salidas de las barcazas de los granjeros, e incluso algunos barcos cargaban y descargaban mercancías.

La llegada de la primavera puso fin a la desesperada búsqueda de leña, y los ciudadanos pudieron disfrutar de un variado surtido de alimentos. Las tiendas de Whitehead Street y Broad Street, junto con las de Hanover Square, se atrevieron a abrir de nuevo sus puertas.

Los habitantes de Nueva York, cuando no estaban preocupados por los ingleses, lo estaban pensando en la elección de los nuevos delegados para el congreso continental. Los lealistas maldecían tanto al aristocrático partido conservador como al partido liberal de los artesanos. ¿Cómo sería el nuevo gobierno continental? ¿Una oligarquía? Los conservadores, después de que la llegada de los ingleses les asegurara un trato de favor, se habían autodesterrado a Long Island y Staten Island en espera de que los generales ingleses derrotaran a los insurrectos.

En la cocina de la taberna Fraunces, Elizabeth Fraunces se afanaba con un puchero de puré de guisantes que había preparado en honor del general Washington, quien esa noche cenaría allí. Sus hijas, Lizzie y Catherine, recogían cerezas en el patio y discutían cuál de las dos llevaría el cesto.

El general Washington había regresado a Nueva York a mediados de abril con más tropas; los neoyorquinos y los soldados salieron a la calle para brindarle una triunfal bienvenida.

Desde hacía algunos días el soldado Thomas Hickey, el guardia personal del general, se había dedicado a examinar las puertas y ventanas de la taberna. Cuando terminaba su tarea, se sentaba en la cocina.

—Te ha tomado aprecio, cariño —bromeó Sam.

El día anterior Hickey había regalado a Elizabeth una bolsa de lino y una bola de queso de Nueva Inglaterra.

La mujer rió.

—Con guerra o sin ella, mi hombre ideal tendrá que regalarme flores, no quesos.

Cuando hubo concluido su inspección de rutina —fingiendo la mayor diligencia—, Hickey se apoyó contra una columna del pórtico de la taberna Fraunces en espera de que los demás guardias se presentaran con el valioso invitado. La fina capa de niebla que se había cernido sobre la ciudad empezaba a disiparse.

Nueva York estaba fortificada de tal manera que los ingleses tendrían que luchar de casa en casa, de calle en calle y luego de colina en colina hasta cubrir los veinte kilómetros que la separaban de Kingsbridge. Hickey reconocía que los patriotas habían optado por una solución muy inteligente, a pesar de que eso le importaba un comino. Su lucha era de otra naturaleza. Tal vez después de ese día a los americanos no les quedaría más remedio que rendirse.

La totalidad de los diez mil soldados que había en Nueva York, repartidos en cuatro brigadas —Heath estaba al frente de la primera, en el North River y por encima de Canal Street; Spencer al mando de la segunda, en la granja de Rutgers y Jones Hill; Greene de la tercera, en Long Island, y Stirling de la cuarta, en el centro de la ciudad—, tendría que deponer las armas y rendirse, y todo debido a un tal Thomas Hickey. La idea le satisfacía sobremanera.

El cañón rebelde de Nueva York y Kingsbridge no podría ser destruido ese día, y tampoco el fuerte George ni el puente de Kingsbridge. Matthews no podía tener todo, independientemente de lo que le hubiera prometido. Después de todo, un hombre sólo tiene dos manos. Hickey intentó por todos los medios que no le descubrieran sonriendo.

Se dijo que se ocuparía del cañón y el puente, y quizá también del fuerte, al día siguiente. Tal y como la santa de su puta madre le había enseñado, cada cosa a su debido tiempo.

Cuando llegó el carruaje de Washington, Hickey se puso manos a la obra. El joven edecán de abrigo azul y calzones de ante, una réplica casi exacta del uniforme del general, abrió la portezuela con cautela, salió y esperó a que el guardia bajara del pescante.

El guardia, un granjero algo rechoncho de Nueva Jersey, un tal Foster Block, era nuevo. Ned Smith había fallecido en febrero, víctima de la terrible epidemia de gripe.

—¿Hickey? —llamó Block.

—Todo bien —respondió Hickey.

—Todo bien, lugarteniente Dixon.

Sólo entonces el edecán abrió la portezuela de par en par para que se apeara el general.
Rebel,
el perro de mala raza, salió dando brincos en dirección a Hickey, quien consiguió propinarle una patada antes de que el general descendiera del carruaje. El perro se retorció, gruñó y, cuando Hickey abrió la puerta principal de la taberna, se coló dentro.

El general dedicó una sonrisa a Hickey.

—Estamos encantados. Buen trabajo, Hickey.

—Gracias, señor —dijo Hickey con una humilde sonrisa y una reverencia.

El irlandés no acertaba a adivinar por qué el general había utilizado el plural mayestático. Mientras Washington entraba en la taberna, Hickey sonrió para sus adentros. «Otro rey Jorge, ¡ja!»

Con el crimen que cometería ese mismo día, ahorraría a los rebeldes tener que aguantar de nuevo tal desgracia. Esos bastardos tendrían que condecorarle en agradecimiento.

El ruido de cascos y ruedas procedente del exterior obligó a Hickey a salir a la calle. Se trataba del carruaje de los oficiales que compartirían la mesa con el general.

—Mantén los ojos bien abiertos —ordenó el lugarteniente Dixon mientras entraba en la taberna detrás del general Washington.

—Sí, señor.

Hickey llamó a Dixon.

—¿Qué?

—Voy atrás. Vigile la entrada.

Hickey se dirigió hacia la parte trasera de la taberna y entró por la puerta de la cocina.

El feo negro que ayudaba en la taberna estaba sentado en un taburete al lado de la chimenea, mientras asaba carne de venado. Elizabeth probaba el puré que había preparado en honor del huésped.

Hickey olió el aire; cerdo, zanahorias, cebollas, nabos, salvia, mantequilla, sal, pimienta y menta. Olía de mil maravillas, pero le faltaba un ingrediente.

Hickey se sentó en un pequeño banco, apoyó el mosquete contra la pared, estiró las piernas y contempló a Elizabeth. La gata dejó a sus pequeños en el lecho de paja cerca del fuego y se acercó a Hickey para restregarse contra sus botas mientras ronroneaba.

—Quintin —llamó Elizabeth en voz alta; el hombre había quedado sordo con la explosión.

—Sí, señora.

—Más leña.

—Sí, señora.

El negro miró a Hickey de reojo antes de salir por la puerta trasera.

Hickey hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta donde guardaba la botella.

—Elizabeth. —Sam entró en la cocina con botellas de madeira, coñac y cerveza―. Pan y mantequilla para el general.

La mujer abrió la puerta del horno, y la cocina se impregnó del sabroso olor a pan recién cocido. El aroma despertó el apetito a Hickey, que se levantó y cogió una taza de la mesa. Sam se la llenó de cerveza.

—¿Todavía tiene problemas con la dentadura? —preguntó Elizabeth mientras cortaba el pan en finas rebanadas.

—De momento no se ha quejado.

Elizabeth salió de la cocina, detrás de su marido.

Hickey recorrió con indolencia la corta distancia que le separaba del puchero mientras silbaba
Yankee Doodle.
Sacó la botella y quitó el tapón. Levantó la tapa del puchero, vertió el contenido de la botella de brandy en el puré y lo removió a conciencia. Por último, se llevó la cuchara a la nariz para oler el puré. Sonrió maliciosamente.

Se abrió la puerta. Sobresaltado, Hickey dejó caer la cuchara; el suelo quedó salpicado de puré de guisantes. Al volverse, Hickey comprobó que el negro lo observaba de manera extraña.

—Estaba probando el puré. —Al ver que Quintin no respondía, se acercó—. ¿Qué miras, negro?

El africano ignoró la pregunta y siguió con su trabajo. Colocó un tronco en la chimenea y atizó el fuego. La gata lamía a toda prisa el puré que había caído al suelo. Quintin se sentó en el taburete para observar cómo se asaba el venado, mientras Hickey lo contemplaba en silencio.

Elizabeth regresó a la cocina sonriente. Destapó el puchero para remover el puré.

—¿Dónde está mi...? —Se volvió y sorprendió a la gata lamiendo la cuchara—. ¡Vaya!

Recogió el cubierto, lo arrojó al fregadero y tomó otro del armario contiguo al horno.

Al ver la botella, Elizabeth lanzó una mirada breve a Hickey. Asiendo el puchero, salió de la cocina.

Hickey sonrió. Oyó a Sam Fraunces decir: «Su plato favorito, general; puré de guisantes.»

La gata lanzó un maullido muy agudo, tanto que hasta Quintin lo oyó. Los gatitos reaccionaron arqueando la espalda.

Quintin se levantó y se situó junto a la atormentada criatura observándola atentamente. El animal se retorció con violencia y luego se quedó tieso.

—Un ataque —comentó Hickey—. No es la primera vez que lo veo.

—El puré —dijo Quintin en el instante en que Elizabeth entraba en la cocina.

—Al general se le ha caído la cuchara —explicó—. A todo el mundo se le caen hoy las cosas.

—Señora Elizabeth, el puré no está bueno. No permita que lo tome.

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