El médico de Nueva York (34 page)

BOOK: El médico de Nueva York
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—Vamos a hablar con Thomas Hickey, el hombre que hoy ahorcan, sobre los asesinatos. Estamos seguros de que fue él quien los cometió. Necesito averiguar por qué asesinó a Gretel. Ella era distinta a las demás. Comunica a mis pacientes que no tardaré.

—Os acompañaré —dijo mirando fijamente a Tonneman.

Éste sonrió.

—Molly, por favor, di tú a los pacientes que no tardaré.

—Sí, doctor John. Por cierto, he encontrado una caja en el ático...

—Ahora no tengo tiempo. Ya me lo contarás luego.

Fuera se oía el rumor de mil voces que hablaban al mismo tiempo. Según parecía, todo el mundo —soldados, ciudadanos, viejos, mujeres y niños— se dirigía a Bowery Lane para presenciar la ejecución de Hickey. Tonneman, Mariana y Goldsmith se dieron la mano para no separarse.

Se confundieron en la multitud; recibieron diversos empujones y codazos. El cielo estaba completamente despejado. Cuanto más se acercaban a Bowery Lane, más difícil resultaba abrirse paso. La gente se apiñaba impaciente para ver la ejecución.

En Bayard Street el tumulto era ensordecedor; carcajadas, gritos de vendedores ambulantes que ofrecían patatas fritas, cerveza... Era todo un acontecimiento, una feria.

Los tres se vieron obligados a soltarse de las manos al aproximarse a Bowery Lane, donde se habían congregado más de veinte mil personas, casi la totalidad de los habitantes de Nueva York. Todo el mundo había acudido para presenciar cómo ahorcaban al traidor de Hickey. Los más pequeños correteaban entre la muchedumbre lanzando gritos y risas. Los perros se unieron a la excitación general con ladridos y gruñidos, mientras dos halcones sobrevolaban la zona.

Los hombres se pasaban botellas de
grog,
a la espera de que empezara el espectáculo. Hickey sería el primer soldado del ejército americano ejecutado, así como el primer ejecutado de la revolución.

Tonneman y Goldsmith se abrieron paso a empellones para situarse en primera línea. Mariana había quedado rezagada.

Un pelotón de seis hombres conducía a Hickey, vestido con unos calzones grises y una camisa blanca, al cadalso que había sido erigido en Bowery Lane especialmente para él. Los seguía un sacerdote con cierta timidez.

Tonneman había perdido a Goldsmith. La multitud le impedía acercarse más. De pronto vio a su compañero delante, discutiendo con un miliciano.

—¡Goldsmith! —exclamó—. ¡Habla con Hickey!

El interpelado hizo un gesto con la mano para indicarle que le había oído.

—¡Hickey! —exclamó Goldsmith.

Algunos espectadores, creyendo que ese grito formaba parte del divertimiento, corearon:

—¡Hickey, Hickey, Hickey!

Mientras tanto, el verdugo, con el rostro cubierto con una capucha negra, se preparaba para realizar su cometido. Ascendió por la escalera trasera y tensó el extremo inferior de la cuerda; el otro, que colgaba del travesaño de la horca en forma de cruz, estaba anudado. El verdugo bajó por las escaleras y obligó a Hickey a subir al cadalso; le puso la cuerda al cuello.

—¡Hickey, Hickey! —vociferaba la muchedumbre.

El verdugo tensó el nudo alrededor del cuello del reo. La gente guardó silencio, como si todos hubieran enmudecido a la vez. Los halcones seguían sobrevolando en círculos, cada vez a menos altura.

Una voz voceó:

—Hickey, Hick... —se interrumpió.

El comandante carraspeó.

—Thomas Hickey, se te declara culpable de sublevación y conspiración. Por estos crímenes detestables serás ahorcado. ¿Quieres añadir algo antes de morir?

—Sí —respondió Hickey—. Id con cuidado con las putas.

Los congregados echaron a reír.

Uno de los halcones descendió, como si deseara contemplar mejor a Hickey. Asustado, el sacerdote se quitó las gafas y miró de soslayo al ave, que ya volvía a volar alto. Poniéndose las gafas de nuevo, se dirigió al reo:

—Prepara tu alma para Dios, hijo mío.

—Vete, predicador. ¿Para qué demonios necesito yo un sacerdote? Vete y déjame en paz.

De repente Mariana emergió de entre la multitud y corrió hacia el cadalso.

—¡Hickey! —exclamó—. ¿Fuiste tú quien cortó la cabeza a esas mujeres?

Hickey echó a reír, mirando fijamente a Mariana.

—Caramba, chico, me extraña que me preguntes eso. Pues sí, yo maté a esas furcias malignas. Las maté a todas y, si se me presentara de nuevo la ocasión, volvería a hacerlo.

La gente lanzó un grito sofocado de asombro.

—¡Colgadlo, colgadlo! —vociferó alguien.

Mariana se acercó lo máximo que pudo.

—Pero ¿por qué Gretel? —exclamó—. ¿Por qué mataste a Gretel?

Hickey frunció el entrecejo. Alzó la vista hacia los halcones y luego miró a Mariana.

—¿Cuál de ellas era Gretel?

66

Viernes 28 de junio. Noche

Hickey estaba muerto.

Los tres se preguntaron si Hickey había matado a Gretel.

—Claro que fue Hickey —afirmó Mariana—. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho?

Había que zanjar ese tema. Necesitaban zanjarlo. Se avecinaban problemas más importantes que cambiarían sus vidas para siempre.

—Sí —asintió Tonneman—. Hickey mató a Gretel, igual que a las demás; todo ha terminado.

Goldsmith suspiró.

—Confío en que tengan razón.

Así concluyó la búsqueda del asesino de Gretel. Y, lo más importante para Goldsmith, el alma de Gretel descansaba finalmente en paz.

La gente comenzaba a dispersarse; todos se mostraban eufóricos, como si el mundo hubiese alcanzado una suerte de final glorioso.

Tonneman y Goldsmith acompañaron a Mariana hasta la puerta de casa. La joven se despidió en silencio. Estaba muy pálida.

—Creo que es mejor que me vaya a casa —murmuró Goldsmith—. Últimamente he descuidado a mis hijas. —Sonrió—. Pero siempre anhelaré el caldo de pollo de Molly.

—¿Y?

Goldsmith se encogió de hombros y se alejó.

Tonneman caminó junto al East River, oyendo las gaviotas. Contempló las colinas de Brooklyn al otro lado. De forma irónica, ese paisaje sereno recordaba la presencia de la flota en el estrecho.

Como el paseo por el río no le sosegó, Tonneman decidió pasar por la taberna Fraunces para tomar un coñac, aun sabiendo que la bebida no era la mejor solución al dolor que sentía en el corazón, como tampoco lo era la sincera amabilidad de Sam Fraunces. Había demasiado ruido para reflexionar. A juzgar por la euforia generalizada, daba la impresión de que todos los problemas hubieran terminado, cuando en realidad acababan de empezar.

Tonneman siguió paseando; recordó los días felices de su juventud junto a su padre y Gretel. Eso formaba parte del pasado, y de nada servía vivir en él.

Cuando llegó a casa, encontró una caja de metal encima del escritorio. La acarició preguntándose si había sido Molly quien la había dejado allí. Le había comentado que había encontrado algo en el ático. De todos modos, no podía dejar de pensar en las últimas palabras que Hickey había pronunciado: «¿Cuál de ellas era Gretel?»

Se frotó los ojos. Era tarde. Demasiado tarde para preguntar a Molly de dónde había sacado la caja. La mujer dormía. La casa estaba en silencio. Tras quitarse la chaqueta, entró en la cocina.
Homer
, que dormía como un tronco —además estaba sordo como una tapia—, ni se movió. El pobre animal se hacía viejo. Tampoco despertó cuando Tonneman probó el contenido del puchero.

Estofado de cordero. Albert Gunderson había cumplido su promesa. El estofado estaba riquísimo. Molly era una buena cocinera. Tonneman estuvo tentado de comer directamente del puchero.

Echó a reír al recordar el día que Gretel le había atrapado con las manos en la masa. «Respeta mi comida, Johnny. Come del plato, como un hombre.»
Homer
lanzó unos ronquidos y cambió de postura, sin despertarse. Tonneman llenó un tazón con unas cucharadas de estofado y se lo llevó, junto con una manzana, al establo.

Chaucer
se zampó la manzana en un santiamén y luego husmeó el estofado. Tonneman le frotó la nariz.

—Es mi cena, amigo, no la tuya.

El animal bajó la cabeza y comenzó a mordisquear la paja que tenía a sus pies.

Tonneman se sentó a cenar en el umbral de la consulta. La luna estaba casi llena y el cielo estrellado. No se oía ningún ruido, excepto el zumbido de las cigarras y el rumor de la conversación de los centinelas.

—Son las once y todo está en orden.

El aire olía a frambuesas y rosas. Tonneman depositó el tazón en el suelo.

Oyó un sonido extraño procedente de su derecha. Distinguió el perfil de una mujer en el pequeño montículo. Desapareció al instante.

Cielos, estaba volviéndose tan loco como Goldsmith. Por un momento creyó haber visto el fantasma de Gretel. Tonneman recogió el tazón y entró en casa.

La vela encima del escritorio proyectaba una sombra amarillenta sobre la caja. Posó la mano sobre ella.

—Dios mío —murmuró Tonneman, cerrando los ojos.

Al abrirlos sólo vislumbró el perfil de la caja iluminado. Dejó el tazón en la mesa e intentó abrir la tapa; pero la bisagra no cedía. Apretó la caja con una mano y con la otra tiró de la tapa. Se abrió.

El interior aparecía menos deslustrado. La caja era plateada. Tonneman se fijó enseguida en la inscripción escrita en holandés del interior de la tapa. Alzó la vela para leerla mejor:

«Para nuestros amigos Pieter y Racquel Tonneman, en el día de su boda. 30 de agosto de 1665.

»Conrad y Antye Ten Eyck.»

Completamente atónito, Tonneman dejó la vela en la mesa. Pieter Tonneman, su antepasado. Desconcertado, comenzó a sacar los artículos de la caja: papeles, una lupa, una moneda de plata, un pergamino y un objeto en forma de libro envuelto en una tela de seda azul. Al levantar el objeto, la tela se deslizó; tenía los extremos bordados.

Colocó todo encima del escritorio. En primer lugar desenrolló el pergamino; estaba escrito en hebreo y, aunque habían perdido bastante el color, exhibía unos dibujos y ornamentos muy vistosos. Parecían las páginas iluminadas de la Biblia.

En el documento figuraban unos nombres: Racquel Pereira, Benjamín Mendoza y Abraham Pereira, cuyo nombre recordaba del día que había visitado el cementerio judío. Se dijo que tendría que pedir a David Mendoza, o a Mariana, que descifrara el pergamino.

De repente oyó que se abría la puerta de la consulta. Al volverse descubrió a una mujer cubierta con un chal que avanzaba lentamente hacia él. De forma inconsciente, dejó caer la tela de seda.

La mujer profirió un grito sofocado y agarró la seda antes de que llegara al suelo. Quitándose el chal, esbozó una sonrisa maliciosa.

—¿Sabes qué es? —preguntó.

Tonneman apenas la reconoció. Lucía un vestido que dejaba al descubierto la clavícula más bella que jamás había visto; la curva de los senos era sublime.

—Te has puesto un vestido.

Se acercaron. Tonneman le puso las manos sobre los hombros.

—Mariana.

La joven inclinó la cabeza, y Tonneman la besó apasionadamente. Esa unión sería para siempre.

Finalmente Mariana se retiró y le mostró la pieza de seda.

—John, esto es un
tallis.

—¿Un qué?

—Un chal de plegaria. ¿Mi padre te...?

—No. —Cogiéndole la mano, le enseñó la caja y los artículos que había dejado sobre la mesa. Desenrolló el pergamino—. ¿Lo entiendes?

—Sí. No querían que supiera leer hebreo, pero aprendí todo lo que Benjamín aprendió, y mejor que él. —Acarició el pergamino—. Es un
ketubah,
un contrato matrimonial. Establece las obligaciones mutuas entre marido y mujer. Una vez ha sido leído durante la ceremonia, se entrega a la novia. En el
ketubah
se enumeran los derechos de la novia. —Le brillaron los ojos—. Creo que es una idea estupenda.

—Entonces, ¿se trata del contrato matrimonial de Benjamín Mendoza y Racquel Pereira?

Mariana examinó el escrito.

—Sí. ¿Cómo lo has encontrado? —Arqueó las cejas—. A Ben le pusieron ese nombre por el padre de mi padre. Estoy segura de que hubo un Benjamín en nuestra familia antes de mi abuelo. ¿Quién era Racquel Pereira?

—Mira. —Tonneman mostró a la joven la inscripción de la tapa que hacía referencia a la boda entre Pieter y Racquel Tonneman, celebrada unos diez años después de que ésta se casara con Benjamín—. Esta Racquel es Racquel Mendoza. Lo sé porque vi la lápida en el cementerio judío. Debió enviudar.

—Esto significa que un antepasado tuyo se desposó con la viuda de un antepasado mío —señaló Mariana.

Tonneman asintió asombrado.

Mariana cogió el libro que había estado envuelto con el
tallis.

—Es una Biblia. Tenemos una igual que ésta. Pertenece a nuestra familia desde hace muchas generaciones.

Tonneman abrió el tomo. También estaba escrito en hebreo. Había una inscripción tan descolorida que apenas se leía.

Mariana acercó la vela.

—Esta Biblia se la entregó a Abraham Pereira su padre, Víctor, en ocasión de su
Bar Mitzvah.

Tonneman pasó las hojas con mucho cuidado.

—¿Qué es esto? —preguntó Mariana señalando un trozo de papel amarillento pegado entre dos páginas.

Tonneman leyó con atención las palabras escritas en holandés:

—«Querido padre: hace un año que Benjamín murió,
y
dado que tú también te has ido de mi lado, me he entregado a Pieter Tonneman, un holandés y cristiano a quien amo muchísimo. Los hijos que nazcan de esta unión, si Dios quiere, serán de nuestra religión. Lo ha aceptado. Es un hombre muy bueno.»

Mariana le cogió la mano.

—Tú también eres un hombre bueno, John, como tu antepasado.

Tonneman guardó la carta entre las páginas de la Biblia y abrazó a Mariana.

—Así pues —susurró—, esto cierra el círculo.

67

Lunes 1 de julio. Atardecer

John Tonneman regresaba exhausto y hambriento de Kingsbridge.

Había creído necesario comunicar a David Wares que el asesino de su criada escocesa, Jane McCreddie, había pagado por los crímenes cometidos.

Estaba preocupado. Pensaba en Mariana, quien en menos de seis semanas se convertiría en su esposa, en la guerra, en el asesino de Gretel... Tonneman estaba agotado por todo esto, aparte de la rutina diaria del trabajo. Anhelaba el consuelo que había encontrado en la bebida y el alterne cuando residía en Londres.

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