Read El médico de Nueva York Online
Authors: Maan Meyers
—¿De qué hablas? Claro que el puré…
La gata se retorció una vez más, luego se quedó rígida y finalmente murió. Las cinco crías rodearon a su madre muerta, maullando desconsoladamente.
Elizabeth rompió a llorar.
—Oh, Dios mío. —Dejó caer la tapa que sostenía en la mano—. Oh, Dios mío —repitió mientras corría hacia la sala principal.
Hickey la siguió. El general Washington, que había tomado prestada la cuchara de su lugarteniente, se disponía a llevársela a la boca llena de puré.
—¡General Washington! ¡Deténgase! —exclamó la mujer—. ¡La sopa está envenenada!
Miércoles 12 de junio. Tarde
Hickey se hallaba en Bowling Green; frente al fuerte, se erigía la estatua de bronce del rey Jorge cual emperador romano montado a caballo sobre un plinto de mármol. Como ya suponía, el vendedor de agua estaba allí. Hickey alzó la mano y el carro se detuvo delante de él.
—¿Agua, señor?
—A la mierda el agua. Necesito ver al alcalde.
—Creo que lo encontrará en el ayuntamiento, señor.
—Ahí no iría ni loco.
—Entonces me temo que no podré ayudarle...
Hickey agarró al hombre por la camisa, y cuando se disponía a soltar una palabrota, dos soldados con uniforme azul, calzones de cuero, medias blancas y botas se acercaron a la estatua.
El primero, un joven negro con pústulas amarillas en la cara, la observó detenidamente.
—Mira esto, Luke —dijo con acento de granjero blanco de Connecticut.
Su compañero blanco escupió. Con el mismo acento que el otro, dijo:
—Deberíamos echar abajo esta mierda y fundirla para hacer balas.
—Buena idea, Luke. ¿Por qué no se la explicas al sargento?
—Chester, eres un zoquete; un zoquete fanfarrón.
—Eso lo será tu abuela.
Los dos echaron a reír y se propinaron unos golpes amistosos.
Hickey se sintió tan ofendido que se olvidó por completo del vendedor de agua.
—¿Por qué tratas a este negro como si fuera tu hermano? —preguntó furioso.
—No queremos problemas, señor —repuso Chester.
Luke se quedó mirando fijamente a Hickey y dijo:
—No te metas donde no te importa.
Hickey apretó los puños.
—¿Quieres saber quién soy, chico?
—No —exclamó el vendedor de agua, tratando de disuadir a Hickey—. Sólo quieren la estatua.
—¿Qué demonios hace esta maldita estatua aquí, me pregunto? —dijo Luke con tono agresivo.
Chester le propinó un codazo en las costillas. Luke sonrió. Le faltaban dos dientes.
—Está bien —dijo Luke.
—Abrogación de la ley del sello —intervino el vendedor.
—¿Cómo? —inquirió Luke, algo perplejo.
—La ley del sello fue promulgada por el Parlamento británico en el 65.
—Bastardos —murmuró Luke.
El vendedor, que había sido maestro antes de que la mayor parte de la gente huyera de la ciudad, siguió con su explicación:
—Con esa ley se proponían incrementar los ingresos de las colonias, obligando a la gente a comprar sellos y papel sellado para documentos oficiales, escritos comerciales y cosas por el estilo. Tenía que haber entrado en vigor el 1 de noviembre de 1765.
—Embustero. —Luke empujó a su amigo—. Vayamos a tomar una cerveza.
—Espera —replicó Chester—. Quiero oír lo que dice.
El vendedor dedicó una sonrisa a Chester. Pensó que tal vez conseguiría venderles un poco de agua; además, echaba de menos la práctica de su profesión. Lo último que querían los soldados era que les dieran lecciones.
—La gente de aquí se opuso a la ley, se armó follón, y la Corona revocó la ley cuatro meses más tarde.
Luke volvió a escupir en el suelo.
—¿Está seguro de que no se lo inventa, señor? ¿Qué tiene eso que ver con la estatua?
—Vigila tus palabras, chico —amenazó Hickey, aún ofendido con el muchacho por haber trabado amistad con un negro.
El vendedor desplazó el carro unos metros para situarse entre Hickey y los dos jóvenes soldados.
—Todo el mundo se tranquilizó, y la asamblea de Nueva York decidió por unanimidad reunir dinero para erigir dos estatuas; la primera dedicada a William Pitt, conde de Chatham, que había conseguido que se derogara la ley, y la segunda en honor del rey Jorge, que es la que tenéis delante.
—¿Ves? —dijo Chester a Luke, intentando hacerle cosquillas.
Su amigo le esquivó y preguntó al vendedor:
—¿Cuánto tiempo hace que está aquí?
—Ya habéis recibido vuestra lección —atajó Hickey—. Ahora marchaos.
Luke se cuadró delante de él.
—No queremos.
El irlandés enrojeció de rabia. Una palabra más, y cortaría la garganta a ese bastardo amigo de los negros.
—Desde agosto del 70 —se apresuró a responder el vendedor—. Las celebraciones tuvieron lugar en el fuerte George. —Señaló con el mentón hacia el que había sido un magnífico fuerte y el sitio donde se había alzado la muralla—. Acudió mucha gente. Creo que ahora es mejor que os vayáis.
—¿Qué ocurrió con la muralla? —preguntó Luke.
El vendedor se apresuró a contestar al ver que Hickey empezaba a impacientarse.
—El general Lee mandó destruirla en febrero. Vete, chico; es mejor que te vayas.
Chester saludó al vendedor y Hickey.
—Gracias, señores. Por favor, no hagan caso a mi amigo. Todavía lleva mierda de cerdo en las botas. Buenos días.
El vendedor y Hickey los observaron mientras se alejaban.
—Tendría que haberlos liquidado a los dos —dijo Hickey.
El vendedor miró alrededor e hizo ademán de marcharse.
—No, tú no te vas —ordenó Hickey, agarrándole del cuello.
—Por favor, señor, pueden vernos.
—Si quieres que te deje tranquilo, tienes que decirme dónde puedo encontrar al Gordo. Necesito hablar con él.
—Señor.
Hickey le propinó una patada en la entrepierna y un rodillazo en la cara. Las gafas salieron disparadas al suelo.
—Por favor —suplicó el vendedor al ver que Hickey levantaba el pie para volver a pegarle.
—Te mandaría al infierno. El Gordo.
—Taberna Serjeant, esta noche a las ocho.
—Eso está mejor —dijo Hickey mientras sacudía el polvo al vendedor. Recogió las gafas del viejo y se las colocó amablemente en la nariz—. ¿Ves?, si tú te portas bien conmigo, yo me portaré bien contigo.
Miércoles 12 de junio. Noche
La taberna Serjeant se hallaba en Pearl Street, en el extremo más alejado de la isla. El establecimiento, repleto de soldados y comerciantes, olía a cerveza y tabaco.
En una habitación privada donde apenas se oía el griterío de la sala principal, el alcalde de Nueva York, David Matthews, hablaba con Mary Gibbons, una fulana que no llegaba a la treintena.
—¿Estás de acuerdo, entonces?
—Claro que sí. —Mary jugueteaba con el vaso de coñac que tenía delante—. No te fías de ese Hickey, y es lógico. Aprovecharé mi amistad con el general para entrevistarme con él. De hecho, sólo he cenado con él una vez, pero estoy convencida de que eso bastará. En cuanto encuentre el momento propicio, actuaré. Pero sólo si Hickey falla. Luego me ocuparé de Hickey. Sea como fuere, ni Washington ni Hickey volverán a molestarte.
Matthews sonrió y tomó un trago de ron.
—Perfecto. Tú y yo nos entendemos.
Mary bebió un poco de coñac.
—Nunca he dudado de ello.
Un golpe en la puerta interrumpió la conversación. Un camarero abrió la puerta.
—Perdone, Su Excelencia...
De repente, la cabeza de Hickey se asomó por encima de la del camarero.
—Soy yo, Su maldita Excelencia.
El irlandés tropezó con el camarero, quien a punto estuvo de desplomarse sobre los otros dos.
—Disculpe, señor —dijo el camarero, avergonzado.
Matthews agitó la mano.
—Acércale una silla y vete.
—Sí, Su Excelencia.
—Estás borracho —observó Matthews, visiblemente enfadado, cuando el camarero hubo salido.
Hickey sonrió.
—Todavía no, pero pronto lo estaré. —Dedicó una sonrisa impúdica a Mary—. ¿Quién demonios es ésta?
Matthews frunció el entrecejo.
—Mary Gibbons. Thomas Hickey.
El alcalde se rascó su barrigón.
—Mary, creo que ya hemos terminado por ahora.
La mujer se levantó e hizo una reverencia.
—Entonces será mejor que me vaya.
La joven salió inmediatamente.
Hickey se levantó de la silla y la siguió.
—Maldita sea —exclamó Matthews—. Creía que querías verme.
—Puedo esperar —respondió Hickey—. No puedo resistirme ante una mujer pelirroja.
Jueves 13 de junio.
Tarde. Última hora de la tarde.
Noche
La tarde era radiante. David Bushnell escudriñaba la bahía con un catalejo. La bandera del Reino Unido ondeaba desafiante de barco en barco. No cabía duda de que los ingleses seguían allí. Bushnell sabía que sería allí donde pondría a prueba su máquina de agua y también a sí mismo.
Sólo se oía el ruido de los muelles. Los hombres se llamaban a gritos mientras trabajaban. Bushnell experimentó una extraña sensación, como si el sol le quemara el cuello. Miró alrededor. Los trabajadores del muelle estaban en pleno ajetreo. A unos cincuenta pasos, un hombre lo miraba fijamente. Bushnell lo reconoció; era uno de los guardias del general.
No le concedió mayor importancia. Hacía tan sólo una semana que Washington había llegado de Filadelfia. El cuartel general se había instalado en Kennedy House, en el número 1 de Broadway.
De repente Bushnell cayó en la cuenta de que era la segunda ocasión en menos de una hora que veía a ese hombre. Se había topado con él por primera vez al salir de su habitación. El hombre había fingido examinarse la bota. Entonces no le había dado importancia.
Bushnell decidió acercarse al guardia. Al principio éste hizo ademán de alejarse; luego optó por permanecer donde estaba y dijo:
—Buenos días, señor. Me preguntaba si me habría reconocido.
—Eres Hickey, ¿verdad? ¿Quieres hablar conmigo?
—No, señor. Sólo estaba dando una vuelta. Me ha parecido que lo más correcto era saludarle.
—Claro.
Había algo en ese hombre de tez morena que le desagradaba, aunque no sabía qué era. Su aspecto era correcto, pero lo que le inquietaba era el porte.
—Parece que nunca lleva uniforme.
—No, señor. Mis obligaciones no siempre me lo exigen.
—Entiendo.
Bushnell se preguntó en qué consistirían sus obligaciones. Retrocedió un poco para dejar pasar a un hombre cargado con unos bultos.
—En fin, que tenga usted un buen día —se despidió Hickey antes de saludarle amablemente y desaparecer entre los trabajadores del muelle.
Bushnell decidió regresar a su habitación en Bridge Street; durante el trayecto reflexionó sobre el encuentro —al parecer fortuito— con Hickey. ¿Cuánto tiempo llevaba Hickey observándole? ¿Acaso lo perseguía, o se trataba de un encuentro casual? Bushnell negó con la cabeza enérgicamente. Como matemático, no creía en la casualidad, y menos aún en una casualidad que se había repetido dos veces.
Concluyó que ese encuentro no había sido fortuito, sino fruto de una planificación previa. Hickey escondía algún propósito. ¿Acaso el general Washington le había ordenado espiarle?
¿Por qué? Bushnell no acertaba a adivinar el motivo. Se le ocurrió que quizá las reglas del espionaje funcionaban así; agentes que espiaban a otros como segunda línea de defensa con objeto de confirmar su lealtad. Un asunto sórdido, a su modo de ver.
Bushnell determinó localizar a Hickey para averiguar por qué lo seguía. Con paso firme, el inventor giró en redondo y se encaminó de nuevo hacia el muelle. De pronto se detuvo y esbozó una sonrisa. No era necesario que buscara a Hickey; si realmente éste le seguía, lo buscaría a él. Con esta idea en la cabeza, Bushnell se dirigió hacia la taberna Fraunces con la intención de tomar un café.
Tal y como había sospechado, al salir de la taberna vio a Hickey delante de la tienda de toneles Johnson; fingía estar interesado en uno de los artículos.
Simulando preocupación, Bushnell subió presuroso a su habitación. Una vez en ella, espió a Hickey desde la ventana que daba a Bridge Street; luego encendió una vela y la pipa y aguardó. Al cabo de un rato, apagó la llama y continuó esperando. Tenía mucha paciencia. Transcurrieron dos horas antes de que Hickey decidiera que Bushnell ya dormía.
Hickey se alejó, seguido de Bushnell. El primero se dirigió a la taberna Serjeant.
Al ver que entraba en una de las habitaciones reservadas, Bushnell preguntó a un camarero si había alguna libre.
El camarero sonrió socarronamente.
—¿Se ha excitado con una mujer, señor?
—Sí, con una mujer.
—Podré arreglarlo —replicó al tiempo que volvía a sonreír y tendía la mano.
A Bushnell sólo le quedaban unos pocos peniques; decidió que aquel asunto era más importante que el desayuno del día siguiente. Le puso una moneda en la mano y con la cabeza señaló el reservado contiguo al de Hickey.
—Ése me irá bien.
El camarero observó el penique con desdén. Bushnell añadió otro más. El camarero sonrió de nuevo y se encogió de hombros, resignado a que no obtendría más dinero de ese cliente.
—La habitación es suya. ¿Qué quiere tomar?
Bushnell no respondió. El camarero escupió.
—Tiene que tomar algo.
—Cerveza. En un vaso.
La habitación estaba iluminada por una única vela. Bushnell aplicó la oreja a la pared; sólo oyó murmullo de voces. El camarero abrió la puerta de un puntapié y depositó la cerveza violentamente sobre la mesa.
—Dos peniques.
A Bushnell sólo le quedaba un chelín. Se lo ofreció y esperó a que le diera el cambio; dieciocho peniques.
—Tiene una hora.
Bushnell apuró la bebida de un trago y apoyó el vaso contra la pared. Oyó que hablaban sobre un encuentro con el gobernador Tryon para luego maldecir al congreso, Washington y algunos notables líderes patriotas; nada, en definitiva, que valiera la pena.
—Quiero más dinero. —La voz que había pronunciado esta frase en voz alta sin duda pertenecía al irlandés.
Se oyó una carcajada.
—¿Dinero? ¿Sólo quieres dinero? Coge esta maleta, está llena de dinero. Fue robada en Boston. Cógela. Hay muchas más como ésta.