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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (3 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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—¡Uf! ¡Qué mal huele! —protesta Larsa.

Nos detenemos y husmeamos como perros de caza tras la presa. El aire está quieto, pero sólo por un momento, como si el viento hiciera acopio de fuerza para un nuevo empujón. Se oye el roce áspero de la copa de los robles y nuestras fosas nasales se inundan de un olor desagradable y penetrante. No es estiércol. Es un olor nauseabundo.

—¡Qué horror! —salta Pierre con voz nasal.

Igual que los demás, se está apretando la nariz. No quiero pensar en el hedor que aún se nota. Sobre todo no quiero saber de dónde viene.

—Vale —dice Dagge—. Ya estamos aquí. —Observa nuestras caras—. ¿Todavía queréis entrar?

—Claro que sí —responde Larsa, aunque no tan convencido como antes.

—Seguro.

—¿Qué pasa? ¿Te arrepientes?

Dagge se encoge de hombros.

—Eras quien quería ver la casa.

—Está cerrada —informa Pierre, tirando de la manilla de la puerta.

—¿Y si vamos por la parte de atrás? —sugiere alguien.

Rodeamos la casa, pero las ventanas traseras también están tapiadas con madera. Excepto la del desván, demasiado alta.

—¡Mira! —exclama Larsa.

Detrás de una zarza vemos una entrada al sótano. La puerta es de dos hojas y está cerrada con una gruesa cadena y un candado. Dagge tira de la cadena, pero no tarda en darse por vencido.

Levanta la vista hacia la ventana del desván.

—Necesitaríamos una escalera.

De pronto Larsa suelta un grito y lo vemos desaparecer entre la hierba. Pierre se parte de risa.

Larsa enseguida levanta la cabeza, ruborizado.

—He tropezado.

—¿Con tu propio pie? —pregunta Pierre riendo a lo tonto.

—No… con una escalera.

Dagge levanta la escalera con la que Larsa ha tropezado y la apoya contra la pared. Prueba los peldaños de madera.

—Creo que aguantará.

Cuando examinamos con más detalle el estado de la escalera, el «creo» de Dagge resulta demasiado optimista. Parece igual de vieja que la casa, gris y podrida. Nadie quiere ser el primero en demostrar que la escalera aguanta realmente. Se hace un silencio embarazoso. Dagge suspira.

—Vale.

Pierre y yo sujetamos con fuerza la escalera mientras Dagge empieza a subir despacio. Apenas me atrevo a mirar. A medida que Dagge va subiendo, los peldaños emiten un crujido de protesta, que suena cada vez más quejumbroso al ganar altura. Cuando ha llegado tan alto que sólo cabe desear que la hierba amortigüe su caída si la escalera se rompe, se para y grita:

—¿Podéis tirarme los cigarrillos? Creo que los he perdido.

Nos quedamos con la boca abierta. ¿Cómo puede pensar en fumar en ese momento?

Larsa encuentra los cigarrillos en la hierba y le lanza el paquete, que Dagge recoge al segundo intento. Descansando en la escalera Dagge se fuma un pitillo. Cuando descubre nuestra impaciente mirada, se sonríe y dice:

—¿Qué pasa? Quizás éste sea mi último cigarrillo.

La escalera vibra en nuestras manos mientras asciende el último tramo. Sólo dos peldaños más. «Jo, Dagge. ¡Lo vas a conseguir!», pienso cuando su cabeza llega a la altura del alféizar de la ventana. Saca su navaja de monte, introduce la hoja por la rendija y consigue levantar el gancho de la ventana. Después lo vemos desaparecer en la oscuridad y suspiramos de alivio.

—Tu turno —dice Larsa, empujándome desde atrás.

Nadie sabe que me dan miedo las alturas. En realidad me asusta más la altura que el precario estado de la escalera. También considero la ventaja de subir en segundo lugar. El riesgo de que la escalera se rompa aumentará a medida que se vaya usando.

—Sujetadla bien —les digo a Pierre y a Larsa.

No sé si mi táctica es especialmente astuta, a lo mejor resulta que es muy peligrosa, pero si he de superar el miedo a las alturas sin quedarme paralizado con el crujido de la escalera, más vale que lo haga rápido. Y no puedo dudar en ningún momento. Subo la escalera corriendo (en la medida en que se puede correr al subir una escalera), oigo el latido de la sangre en los oídos y en el pecho los redobles de tambor del corazón, pero no el quejido de la madera. Lo único que veo es un sudoroso y brumoso centelleo.

De pronto oigo que Dagge me grita algo (aunque no entiendo lo que dice) y al instante siento sus fuertes dedos alrededor de mis muñecas.

Lo he conseguido.

Pierre utiliza la misma táctica, pero no sé si es porque también sufre de vértigo o porque le ha animado mi éxito. Dagge y yo estamos asomados a la ventana y lo agarramos.

Ahora sólo falta Larsa. Es el más alto de todos. Con su zancada no necesita apoyarse en tantos peldaños como nosotros, lo que, naturalmente, es una ventaja en el caso de que la escalera decida rendirse. Larsa inicia una carrerilla que más parece la embestida de un toro. Se lanza a la escalera, pero va demasiado deprisa y los pies no le acompañan. Cuando su cabeza está a la altura de la ventana, nuestro amigo resbala y pierde el apoyo de un pie. Su mirada expresa el pánico que siente mientras intenta apoyarse en un peldaño. Sus pies se agitan buscando un punto de apoyo. Dagge se inclina hacia delante y agarra a Larsa por el jersey. A estas alturas, la escalera acaba rindiéndose y se inclina a un lado hasta caer al suelo, abandonando a Larsa a su suerte. Nuestro amigo suelta un grito de terror, pero al final lo salva su estatura.

Dagge lo agarra bien del jersey, y lo sostiene así hasta que Pierre y yo nos apresuramos a echar una mano.

La escalera aterriza sin ruido sobre la mullida hierba.

Larsa está tumbado en el suelo del desván temblando y respirando agitadamente. Dagge, bastante trastornado, está acurrucado con la cabeza entre las rodillas. Pierre y yo nos sonreímos el uno al otro, contentísimos de que Larsa lo haya conseguido, de que todos lo hayamos conseguido.

—¿Qué ha pasado con la escalera?

Dagge nos está mirando.

Ya sé la respuesta, pero de todas formas echo un vistazo por la ventana.

—Se ha caído al suelo.

—Maldita sea —se queja Larsa—. Ahora no podremos salir.

Empezamos a andar, levantando el polvo acumulado durante años, y nos ponemos todos a toser. La oscuridad es densa como un muro negro.

—A nadie se le ha ocurrido traerse una linterna, ¿verdad? —pregunta Dagge.

Saca el mechero y la llama tiembla con la corriente de aire.

El desván es largo y profundo, como un túnel sin fin. De las vigas del techo cuelgan telarañas blancas como sábanas tendidas al sol. Un escalofrío me recorre el cuerpo.

—Supongo que fue aquí donde se ahorcó —susurra Larsa.

—Cállate —gruñe Pierre detrás de él.

Seguimos adelante despacio, en silencio. Bajo nuestros zapatos algo cruje, como si pisáramos trozos de vidrio, excrementos de rata o insectos muertos. También se oyen otros sonidos, como pisadas de unos pies pequeños que fueran de un lado a otro, resguardándose entre las sombras.

«Ratones», cree Larsa. «Ratas», opino yo, pero espero que sea Larsa quien tenga razón.

De pronto Dagge levanta una mano.

—¡Parad!

Le obedecemos de inmediato. Dagge baja el mechero de manera que se amplía el círculo de luz.

Hay una trampilla en el suelo del desván.

Soltamos un profundo suspiro.

Dagge levanta la trampilla y echa un vistazo hacia abajo.

—Hay una escalera.

Bajamos hasta un pequeño distribuidor en el que se ven dos puertas. Algo más allá distinguimos una escalera. Larsa comprueba la puerta más cercana y le da un empujón con el hombro. Luego asoma la cabeza.

—Trae el mechero.

Dagge se lo da. Larsa alumbra la habitación y suelta un jadeo.

—¿Qué pasa? —pregunta Pierre.

—Mira…

Recoge algo del suelo y lo pone a la luz de la llama. Es una muñeca de porcelana. El vestido de encaje, que en su día fue blanco, está manchado de algo marrón y reseco. Contemplamos fijamente la muñeca, que nos devuelve la mirada con sus ojos de porcelana sin vida.

—La habitación de los niños —dice Pierre en tono sombrío.

—Vaya. —Larsa deja caer la muñeca, que se rompe contra el suelo.

Salimos corriendo hacia la escalera.

—Tenía sangre —murmura Larsa—. Os lo juro. Tenía sangre.

—¡Cierra el pico! —exclama Pierre.

En la escalera reina la más completa oscuridad.

Dagge le da al mechero. Salta la chispa, pero la llama no se enciende.

—¿¡Será posible!?

—¿No funciona? —pregunto, un poco tontamente.

Dagge agita el mechero y lo prueba de nuevo varias veces, hasta que al final lo tira al suelo.

—Tendremos que arreglárnoslas sin mechero.

—Mientras podamos salir… —dice Larsa—. No quiero quedarme mucho rato.

—Bienvenido al club —murmura Dagge.

La escalera se queja y cruje como si hiciera mucho tiempo que no soportaba el peso de una persona. Quizá se le ha contagiado el miedo de nuestros pasos cautelosos.

Llegamos a la planta de abajo y atravesamos el estrecho recibidor, donde Dagge tropieza con algo, tal vez un mueble. Sus tremendas palabrotas relajan la tensión, y los demás nos echamos a reír. Dagge menea la cabeza, no entiende qué nos resulta tan divertido. Encontramos una puerta que conduce a la sala de estar. Unos rayos de luz se filtran por las grietas de la ventana tapiada, lo que basta para despertar en nosotros una nueva esperanza. Dagge empieza a tirar de las maderas y nos acercamos a toda prisa para ayudarle. Tiramos con todas nuestras fuerzas, pero las tablas se niegan a rendirse, ya que las clavaron para que resistieran a las tormentas de otoño y a los vientos fríos del invierno. Nuestros débiles músculos no representan ninguna amenaza para su integridad.

Lo intentamos con el resto de ventanas, pero hallamos la misma resistencia tenaz.

—Tenemos que encontrar algo para romperlas —sugiere Dagge.

Empezamos a buscar. La habitación es bastante pequeña, y los únicos muebles son una mesa cubierta con un mantel sucio y lleno de pequeños agujeros, un par de sillas y un balancín. Contra la pared hay un reloj de pie, con el péndulo parado. En un gran armario, Dagge encuentra unas velas, pero sin el mechero de momento no podemos utilizarlas. Tampoco encuentra nada para romper las tablas.

—Vamos a ver en la cocina —sugiere Dagge.

—¿Y dónde está la cocina? —pregunta Pierre.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

Dagge se lleva a Pierre, que lo acompaña de mala gana.

No me importa quedarme. Detrás de las ventanas cerradas hay luz; me acerco a ellas e intento distinguir un retazo de cielo o al menos una brizna de hierba movida por el viento, pero lo único que veo son unas zarzas que me llevan a pensar en una alambrada.

Larsa se agacha y se pasa la mano por el pelo. No puede dejar de pensar en la muñeca de porcelana.

—Te juro que era sangre. Tiene que ser de alguno de los niños a los que mataron.

Yo no sé si lo que tenía la muñeca era realmente sangre, o más bien algún tipo de mancha de humedad.

De lo que sí estoy seguro es de una cosa: Pierre no hablaba por hablar.

Esta casa está maldita.

7

Se oyen unos ruidos y Larsa se levanta de golpe. Sus ojos resplandecen en la oscuridad.

—¿Qué ha sido eso?

—Seguramente Pierre o Dagge, que habrán tropezado.

—¿Seguro?

—¿Qué otra cosa iba a ser?

—Ratas, quizás. O un zorro.

—Venga ya. Habrán sido Dagge y Pierre.

—¿Cuánto tiempo hace que se han ido? No llevo la cuenta, ni siquiera tengo reloj. Pero parece que hayan pasado horas.

Los ruidos se repiten. Larsa y yo nos miramos.

—Es que está muy oscuro y no ven nada.

—Un zorro —insiste Larsa.

Estoy tiritando. De pronto se siente frío en la habitación, como si hubieran abierto una ventana. Acerco la mano a una rendija entre los tablones, pero no noto ninguna corriente de aire. Voy a la otra ventana y hago lo mismo. Nada. Sin embargo, es innegable que tengo la piel de gallina y que se me han puesto los pelos de punta.

En cambio, Larsa no parece notar nada. No sé si eso es buena o mala señal.

—¡Jopé, sí que tardan!

Ahora descubro que los rayos de luz han disminuido en el suelo y ya no me alcanzan los pies. Empieza a anochecer.

—¿Estáis ahí?

Dagge y Pierre entran en la habitación.

—¿Habéis encontrado algo?

Pierre niega con la cabeza.

—Nada. La cocina está vacía, igual que los armarios y los cajones.

—Buf, que frío hace —exclama Dagge.

Asiento en silencio. Dagge entiende que estoy tan desconcertado como él.

—Lo intentamos con la puerta principal —explica, moviendo la cabeza—. Está cerrada con llave.

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —pregunta Larsa.

—Salir por donde hemos entrado.

—¿Sin escalera?

—Si atamos nuestros cinturones, podríamos descolgarnos.

—Yo no llevo cinturón —objeta Larsa.

—Entonces habrá que encontrar otra solución.

Se oyen unos ruidos y Larsa respira hondo.

—¿Qué ha sido eso? —pregunta ahora Pierre.

—Antes ya se ha oído lo mismo. Creíamos que erais vosotros.

—Qué va. —Dagge levanta la vista—. Es como si viniera del piso de arriba.

—¡Vale ya! —se queja Larsa.

Dagge se lleva el índice a los labios.

—Silencio.

Todos nos callamos. El ruido suena diferente, o a lo mejor Larsa y yo no nos habíamos fijado lo suficiente. Ahora distingo perfectamente de qué se trata: son pasos. Allí arriba hay alguien.

No decimos nada durante un buen rato, como si esperáramos que el ruido desaparezca si dejamos de hablar de él. Pero los pesados pasos no se detienen y van en una dirección concreta.

Hacia la escalera.

—¡Yo no me quedo aquí ni un segundo más!

Larsa se lanza contra la ventana, apoya el pie en la pared y tira de la tabla, gritando y maldiciendo a aquel trozo de madera. Los demás nos quedamos quietos, como fascinados por el ruido.

Ya han llegado a la escalera. El crujido de la madera vieja se mezcla con las palabrotas de Larsa.

Se produce un ruido sordo y damos un respingo. Larsa está sentado en el suelo. Asombrado, mira fijamente el pedazo de madera que tiene en la mano, partido por la mitad.

—¡No sabes cuánto te quiero, Larsa! —le exclama Pierre.

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