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Authors: Magnus Nordin

Tags: #Intriga, #Terror, #Policíaco

El misterio de la casa abandonada (6 page)

BOOK: El misterio de la casa abandonada
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Pero finjo que no sé nada. No he oído que mi hermano fume hachís ni tampoco se lo he visto fumar. Mi madre no insiste, pero añade que ella no sabe mucho de drogas, y me pregunta qué aspecto tiene una persona que está colocada, cómo se comporta. En sus tiempos sólo se utilizaba alcohol (es justo la palabra que emplea: utilizar) y el hachís era cosa de los músicos de jazz. Por lo menos eso era lo que había leído.

Le pregunto si ha hablado con mi hermano.

No, no. No quiere acusarlo de nada antes de tener pruebas suficientes. Su respuesta por lo menos revela una cosa: cuenta con que mi hermano va a mentir. ¿Significa esto que sabe que él no es tan inocente como a veces le quiere hacer creer? No lo sé, pero lo sospecho. Mi madre no ha hablado con mi padre y me pide que yo tampoco lo haga. Tan familiar que era el asunto, y al final resulta que soy el único de nuestra familia en quien confía.

Después me cuenta otra cosa.

Ayer por la noche, cuando estaba poniendo orden en el garaje, encontró una bolsa con cervezas. Estaba escondida detrás de la mesa de ping-pong. ¿No sería cosa mía? Le digo que hay una edad mínima para poder comprar cerveza y que ni siquiera un dependiente ciego se creería que yo tengo dieciocho años.

Dejo que ella misma saque la conclusión de mi respuesta. No añado nada más y mi madre no formula más preguntas.

Justo a la hora de la cena aparece mi hermano. Los ojos le brillan como las bolas de un árbol de Navidad y en sus labios aflora una sonrisa bobalicona, como si le pareciera tremendamente divertido comer salchichas escuchando las explicaciones de mi padre sobre los defectos de la nueva reorganización de su empresa.

Desde luego, a mí no me engaña, y la verdad es que no sé si consigue engañar a mis padres. En cualquier caso, nadie dice nada.

3

En el
Libro Guinness de los Récords
leo que un chaval se enganchó ciento treinta y una pinzas de la ropa en la cara. Es el récord del mundo. Me pregunto cuántas pinzas tendría el récord anterior. Sobre todo me pregunto cómo se le ocurrió la idea.

Desde luego, hay gente muy rara.

—Debe de hacer un daño que no veas —dice Larsa.

—Los hay que harían cualquier cosa para salir en ese libro —murmura Pierre.

Otro tío consiguió meterse en la boca doscientas diez cañitas a la vez. Las mantuvo en la boca durante diez minutos.

—Imagina que se las hubiera tragado —se ríe Larsa.

—Comprenderás que no se puede uno tragar doscientas diez pajas —replica Pierre.

—¿Cómo lo sabes? ¿Es que lo has probado?

—No, pero se puede intentar. Larsa posee el récord mundial de tragar cañitas. Vete a saber lo que pasa luego con esas cañitas.

Ni Dagge consigue contener la risa.

—Ja, ja, qué divertido —protesta Larsa.

—Pues sí, ¡es tronchante! —exclama Pierre.

Esta noche hemos decidido que nos quedaremos a dormir en el Nido de Águilas por primera vez desde hace varias semanas. A ninguno le apetecía pasar la noche en la cabaña después del susto de la casa encantada. Esto no significa que lo hayamos olvidado, sólo que hemos conseguido reprimir los recuerdos. Quizás el pacto haya ayudado. Por lo que yo sé, no hemos vuelto a hablar de la casa desde entonces.

Empieza a anochecer. Cerramos la puerta para que no entren los mosquitos, que siempre son un tormento en las noches de verano. Dagge enciende la linterna y la cuelga de un gancho en el techo.

—Cuenta un chiste verde —le pide Pierre a Larsa.

—No, cuenta tú una historia de miedo —contesta este último.

—No me acuerdo de ninguna —responde Pierre.

—Venga. Siempre te sabes alguna.

En la frente de Pierre aparece una arruga de concentración.

—Vale, ¿habéis oído la historia de la momia?

Nos acercamos a la luz. La de la momia no la sabemos.

—Esta historia es completamente verídica. Me la contó Raffe, el que va a sexto. A él se la había contado su primo. Ocurrió hace más o menos diez años. Una noche el primo de Raffe salió a pasear al perro por el camino de siempre, la pista forestal iluminada. ¿Sabéis donde digo?

Asentimos en silencio.

—De pronto el perro empezó a ladrar. El primo de Raffe intentó calmarlo, pero el perro parecía haberse vuelto loco.

—¿Cómo se llama?

—¿El perro?

—No, hombre, el primo de Raffe. ¿No tiene nombre?

—Vale, pongamos que se llama Stickan. De pronto el pri… Stickan vio una figura vestida de blanco que corría por el bosque. Primero no se dio cuenta de quién era, pero cuando se acercó un poco, por poco se muere del susto: la figura estaba envuelta en vendas.

—¿Tenía quemaduras? —pregunta Larsa.

Dagge le da un empujón.

—¿Quieres cerrar el pico?

—El tío del vendaje se detuvo y lo miró. Los ojos le brillaban como brasas.

—Como Jack el Saltarín —susurra Larsa.

Intentamos pasar de él. Pierre continúa.

—Aterrado, Stickan salió corriendo. Cuando llegó a casa se lo contó a sus padres, pero como era de esperar, ellos no le creyeron. Bueno, la cuestión es que ese mismo verano habían puesto una película de miedo en la tele que se llamaba
La maldición de la momia
. Naturalmente, los padres de Stickan pensaban que él se lo había imaginado todo. A pesar de ello, decidió confiar en sus amigos, pero ellos tampoco lo creyeron. Stickan no se rindió. A la noche siguiente les pidió a sus amigos que lo acompañasen hasta la pista forestal. No vieron momias, pero sí otra cosa: un trozo de trapo blanco colgado de una rama. O mejor dicho, una venda rota.

—¡Caray! —murmura Larsa.

—¡Impresionante!

—¡Shhh! —interviene Dagge. Está escuchando junto a la puerta—. ¿No lo habéis oído?

—No empieces, Dagge —protesta Larsa.

—¡No, lo digo en serio! —insiste él.

Dagge estira el brazo para coger el bate de béisbol, que siempre tenemos apoyado contra la puerta, por si acaso… Lo seguimos con la mirada mientras entreabre la puerta y mira al exterior. Vuelve la cabeza apoyando el índice sobre los labios. Ha visto a alguien.

Abre la puerta de par en par y asoma la cabeza, sujetando el bate con las dos manos. Tiene los músculos en tensión y los puños blancos de tanto apretarlos. Lo miramos angustiados.

Nos hace una señal con la cabeza.

—Tenemos visita.

—Mi hermano —murmuro yo.

Dagge dice que nos quedemos quietos y se interna en la oscuridad de la noche con cautela.

En la colina no abundan los escondites: algunos enebros secos, algunos pinos nudosos, matorrales de brezo y poco más. Dagge se sienta en cuclillas y escucha. Está completamente quieto, al acecho. El viento silba en nuestros oídos.

Algo se mueve en un matorral de brezo, pero no es el viento, que ahora ha amainado. Dagge se levanta, agarra el bate con fuerza y avanza rápidamente dos pasos. Levanta el palo y grita:

—¡Te vas a enterar!

Vamos corriendo hacia allá.

El intruso no se mueve, tumbado en el suelo.

Dagge lo toca con el pie como si fuera un animal atropellado en la cuneta.

—¡Arriba!

Levanta la cabeza. En la cara sucia del que está en el suelo aparece una sonrisa.

Dagge baja el bate, decepcionado.

—Vaya, eres tú.

Estamos tan sorprendidos como Dagge. Yo había creído que era mi hermano y siento un gran alivio al ver que sólo es Jonas.

—¿Nos has seguido? —pregunta Dagge.

—Ajá.

—¿Has estado aquí todo el rato?

Nos sonríe.

—Me habría gustado oír el final de la historia de la momia —comenta.

—Olvídalo. —Dagge sacude la cabeza—. Vete.

Jonas parece decepcionado. No es difícil adivinar por qué. «Os invité a mi casa. Os dejé ver a mi pitón. Os bañasteis en mi piscina». Bajo la mirada, un poco avergonzado. Pero pienso: «Podrías haber preguntado. No era necesario que nos espiases».—¿Estás sordo? —se impacienta Dagge.

—¿Así me pagáis por mi hospitalidad?

Dagge lo empuja apoyándole el bate en el pecho.

—Escucha, pijo sabihondo. No te hemos pedido que nos invitaras. No te hemos pedido que vinieras por aquí. Lárgate, ¿quieres?

Jonas sigue en pie, resoplando.

—No vuelvas a hacerlo.

—¿Te refieres a esto?

Jonas retrocede un paso, cuando Dagge lo empuja de nuevo con el bate. Esperamos su reacción. Jonas se está enfadando. No parece que tenga muchas posibilidades contra Dagge, pero ya se sabe que las apariencias engañan. En ese cuerpo enclenque igual se esconde un maestro del kung-fu.

—Venga, déjalo en paz, Dagge —dice Larsa. Dagge lo mira fijamente mientras Larsa añade—: Ahora ya ha descubierto nuestro refugio.

—Eso no quiere decir que sea amigo mío —objeta Dagge.

—¿Y si se chiva? —pregunto.

—No soy ningún chivato —asegura Jonas—. No pienso irme de la lengua.

Dagge se acerca al chaval, tanto que las puntas de sus narices casi se rozan. Un esquimal, interpretando mal el gesto, hubiera pensado que era una declaración de amor.

—¿Qué pretendes?

—Quiero oír la historia de la momia.

—Eres un auténtico incordio, ¿lo sabes?

—Yo también sé historias. Si es que os cansáis de las de Pierre…

—No queremos oír tus dichosas historias.

—¿Os he hablado de
Sultán
?

—¿
Sultán
?

—Era un dóberman que teníamos cuando vivíamos en Dallas.

—Son unos perros verdaderamente crueles —interviene Larsa—. Los nazis los tenían…

—Cierra el pico, Larsa.

—Yo sí que quiero oírlo.

Dagge se vuelve hacia mí y hacia Pierre.

—¿Y vosotros?

Pierre se encoge de hombros, a la defensiva. Yo murmuro algo así como que tampoco pasa nada si Jonas se queda. La verdad es que Jonas me da un poco de pena. Acaba de mudarse, no tiene amigos. Además, no olvidemos que nos bañamos en su piscina.

Dagge aprieta los dientes.

—Está bien. La mayoría decide.

Se echa el bate al hombro y se encamina a la cabaña.

Cuando Jonas ocupa su lugar, tenemos que apretujarnos aún más que antes, pero no nos quejamos. Ahora es nuestro invitado.

—Cuenta lo de
Sultán
—le insta Larsa.

—¿Y la momia? —pregunta Pierre.

—La verdad es que ya estoy cansado de tus historias.

—Vale —empieza Jonas—. Mi padre compró a
Sultán
a un veterano de guerra que trabajaba con él.
Sultán
había sido entrenado por los Boinas Verdes para vigilar a los prisioneros de guerra, así que era un auténtico demonio. Una vez, cuando estábamos de viaje, entró un ladrón en casa. En la verja había un cartel que decía «
CUIDADO CON EL PERRO
», pero o bien el ladrón no sabía leer, o bien pasó del aviso y saltó la verja. Sólo teníamos alarma dentro de la casa, pero dejábamos suelto a
Sultán
en el jardín. Cuando volvimos a casa al día siguiente encontramos a
Sultán
vigilando al tío. Al ladrón, quiero decir.

»El muy desgraciado estaba tieso como un palo, parecía uno de esos mimos que hacen de estatuas. Enseguida llamamos a la policía y cuando llegaron mi padre ordenó a
Sultán
que se apartase del ladrón. En el momento en que el perro salió corriendo hacia mi padre, el hombre cayó en el césped desmayado. Por lo visto había estado así toda la noche, casi doce horas, sin moverse. Tuvo suerte, porque si hubiera movido un solo dedo,
Sultán
le hubiera arrancado la nariz en menos que canta un gallo.

—¡Vaya! —exclama Larsa—. Habría que tener un perro así.

—Cómo no —dice Dagge en tono mordaz.

Jonas lo acepta con una sonrisa.

—¿Puedo quedarme a dormir? —pregunta Jonas al cabo de un rato.

Dagge le lanza una mirada sombría.

—Estaremos muy apretujados.

—No importa.

—¿No estás acostumbrado a dormir más cómodo?

—He estado en peores situaciones.

—¿Cuándo? —pregunta Larsa.

Entonces nos explica lo del huracán en Costa Rica.

Casi todos los días nos reunimos en casa de Jonas, donde nos bañamos y tomamos el sol en la terraza. Su madre nos sirve refrescos y bollos, y Pierre no puede evitar mirarle el escote. Vamos a saludar a
Jack
, pero no nos atrevemos a tocarla, ni siquiera cuando Jonas nos asegura que ya le ha dado de comer. Yo por lo menos no he podido olvidar la horrible merienda del ratón. Las tardes las pasamos en el Nido de Águilas. Jonas nos entretiene con historias que no son inventadas, como las de Pierre, sino verdaderas, reales. Jonas ha estado en todas partes y lo ha visto todo. Habla inglés y español con fluidez, pero también un poco de malasio y árabe, y nos enseña algunas palabrotas en esas lenguas. No nos cansamos de oír sus historias, como tampoco nos cansamos de su piscina.

Uno que sí se ha hartado es Dagge. Nunca nos acompaña a casa de Jonas y apenas lo vemos por el Nido de Águilas. Está enfadado y juega al billar.

Yo sé lo que le pasa. Dagge tiene envidia de Jonas y de su actitud desenvuelta, de sus increíbles historias y de su vida de lujo. Y está enfadado porque Jonas se ha infiltrado en nuestro grupo. Pero, claro, eso no lo reconocería ni en sueños. El rey de Rosenhill siempre será Dagge, y no un forastero, por muchas palabras extranjeras que sepa, por muchos países en los que haya vivido, por muchos huracanes a los que haya sobrevivido. ¡Qué se habrá creído!

Un día Jonas nos quiere enseñar una cosa. Vamos a su habitación. Corre la tapadera de cristal del terrario y mete la mano. Saca una bolsa de tela de debajo de una piedra. De la bolsa saca un montón de billetes enrollados, sujetos con una goma gruesa, y nos los enseña.

—Mis ahorros —dice sonriendo.

—¿Es todo tuyo? —pregunta Larsa.

—Hasta el último céntimo.

—¿Cuánto hay?

—Unas cinco mil, más o menos.

Larsa silba.

—¡Venga ya!

—He ahorrado las pagas del mes.

—¿Cuánto te dan al mes?

—Trescientas.

—¡A mí sólo me dan cincuenta! —exclama Larsa—. ¡Qué injusticia!

—¿Para qué estás ahorrando? —pregunta Pierre.

—Para la libertad.

—¿La libertad?

Jonas mete el rollo de billetes donde estaba y pone la piedra encima. Chasquea la lengua con aire satisfecho.

—Más seguro que en el banco.

Nos cambiamos y vamos hacia la piscina. Jonas me agarra un brazo. Larsa y Pierre se paran también.

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