—¡No digas bobadas! —exclamó Wimsey—. No pierdas la calma. Seguramente son imaginaciones tuyas, o una casualidad.
—No. Me apuesto lo que quieras a que está ahí fuera, en la calle.
—Vale. Entonces le daremos su merecido en cuanto salgamos. Y lo acusaremos de acoso. Pero vamos a olvidarnos de él por un rato. Háblame del general. ¿Cómo lo encontraste la última vez que lo viste?
—Pues bastante bien. De mal humor, para variar.
—Ah, de mal humor. ¿Por qué?
—Asuntos privados —respondió George desabridamente.
Wimsey se maldijo por haber empezado el interrogatorio con tan poco tacto. Lo único que podía hacer era tratar de salvar la situación lo mejor posible.
—La verdad, no sé si no habría que deshacerse indoloramente de todos los parientes a los setenta años de edad —dijo—. O al menos mantenerlos apartados. O a lo mejor esterilizarles la lengua para que no puedan emponzoñar a nadie.
—Ojalá —masculló George—. El viejo… Maldita sea, ya sé que estuvo en Crimea, pero no tenía ni idea de lo que era una guerra de verdad. Pensaba que las cosas podían seguir como hace medio siglo. Me imagino que nunca se comportó como yo. Pero también sé que nunca tuvo que recurrir a su mujer para que le diera dinero suelto, y mucho menos que los alemanes le destrozaran las tripas con los malditos gases. Y encima me venía con sermones… y yo sin poder decir nada, porque, a ver, como era tan viejo, maldita sea…
—Desquiciante, sí —murmuró Wimsey, compasivo.
—Es un asco, tan injusto… —dijo George—. ¿Sabes una cosa? —estalló, súbitamente invadido por un resentimiento más fuerte que su vanidad herida—. Ese viejo monstruo llegó a amenazarme con escamotearme la mísera cantidad de dinero que tenía para dejarme si no «reformaba mi conducta doméstica». Así me hablaba. Como si yo estuviera manteniendo a una amante o algo así. Sé que un día tuve una pelea espantosa con Sheila, pero desde luego no pretendía decir ni la mitad de lo que dije. Ella lo sabe, pero el viejo se lo tomó muy en serio.
—Un momento —lo interrumpió Wimsey—. ¿Te dijo todo eso en el taxi, aquel día?
—Sí. Un largo sermón sobre la pureza y el valor de una buena mujer, dando vueltas alrededor de Regent’s Park. Tuve que prometerle que me reformaría y todo eso. Como si estuviera en el colegio.
—¿Y no mencionó el dinero que iba a dejarle lady Dormer?
—Ni una palabra. No creo que supiera nada.
—Pues yo creo que sí. Acababa de ir a verla, y sé a ciencia cierta que ella le contó el asunto esa tarde.
—¿Ah, sí? Bueno, entonces eso lo explica todo. Yo pensaba que solo quería hacerse el pedante y el duro. Me dijo que el dinero es una gran responsabilidad, y que le gustaría poder pensar que utilizaría debidamente lo que me dejara, y todo eso. Y me restregó por las narices que no hubiera sido capaz de mantenerme a mí mismo (eso fue lo que más me sacó de quicio) y a Sheila. Dijo que tenía que valorar más el amor de una buena mujer, muchacho, y respetarla y todo lo demás. Pero claro, si sabía que iba a caerle medio millón, todo cambia. ¡Diantre! Supongo que se sentiría un tanto angustiado ante la idea de dejárselo a un tipo al que consideraba un vago.
—Me pregunto por qué no mencionaría el asunto.
—Tú no conocías al abuelo. Me apuesto cualquier cosa a que estaba dándole vueltas a la idea de si no sería mejor legarle mi parte a Sheila, y por eso me sermoneó, para ver cómo reaccionaba yo. ¡Viejo zorro! En fin. Hice todo lo posible por causarle una buena impresión, porque en ese momento no quería perder la oportunidad de las dos mil libras, pero creo que no le dejé muy convencido. Sí —añadió con una risita un tanto avergonzada—, quizá fuera mejor que estirase la pata al día siguiente. Si no, a lo mejor me habría dejado con un solo chelín, ¿no?
—De todos modos, tu hermano te habría ayudado.
—Supongo que sí. La verdad es que Robert es buena persona, si no fuera porque te crispa los nervios.
—¿Ah, sí?
—Es tan insensible… El típico británico sin pizca de imaginación. Estoy convencido de que Robert pasaría de buena gana otros cinco años en guerra y le parecería una broma estupenda. Verás, él tenía fama de no inmutarse por nada. Recuerdo a Robert en aquel agujero repugnante, Carency, con el suelo literalmente podrido de cadáveres… ¡puaj…! cazando ratas enormes, hinchadas, y riéndose como si tal cosa. ¡Ratas! Estaban vivas, putrefactas por lo que habían comido. Pero claro, a Robert lo consideraban un gran soldado.
—Un hombre afortunado —replicó Wimsey.
—Sí. Es como el abuelo. Se llevaban bien. De todos modos, el abuelo se portó bien conmigo. Una mala bestia, pero una mala bestia justa, como dijo aquel. Y tenía debilidad por Sheila.
—Es imposible no quererla —dijo Wimsey con cortesía.
La comida acabó más animadamente de lo que había empezado. Sin embargo, cuando salieron a la calle, George Fentiman se puso a lanzar miradas a su alrededor, inquieto. Un hombre bajito con el abrigo abotonado hasta el cuello y un sombrero flexible calado hasta los ojos miraba distraído el escaparate de una tienda de allí al lado.
George se dirigió hacia él a grandes zancadas.
—¡Oiga! —exclamó—. ¿Qué demonios hace siguiéndome por todas partes? ¡Lárguese! ¿Entendido?
—Creo que se ha confundido, señor —replicó aquel hombre con toda calma—. No lo había visto a usted en mi vida.
—Conque no, ¿eh? Pues yo sí que lo he visto rondando, y si vuelve a hacerlo, tendrá motivos para recordarme. ¿Entendido?
—¡Eh! —gritó Wimsey, que se había quedado hablando con el conserje—. ¿Qué pasa aquí? ¡Eh, un momento!
Pero al ver a Wimsey, aquel hombre se escurrió como una anguila entre el estruendoso tráfico del Strand y se perdió de vista.
George Fentiman se volvió hacia su acompañante con aire triunfal.
—¿Lo has visto? ¡El muy asqueroso! Ha salido disparado como una bala en cuanto lo he amenazado. Es el tipo que me persigue desde hace unos tres días.
—Lamento decírtelo, pero no ha sido por tu destreza, Fentiman —dijo Wimsey—; ha sido mi terrible aspecto lo que lo ha espantado. ¿Qué me pasa? ¿Tengo una facha tan imponente y amenazante como la de Júpiter o es que llevo una corbata espantosa?
—Es igual. El caso es que se ha marchado.
—Ojalá hubiera podido verlo más de cerca, porque esos rasgos suyos tan encantadores me suenan de algo, y de no hace mucho tiempo. ¿Era aquel el rostro que impulsó un millar de naves? Para mí que no.
—Lo único que puedo decir es que como lo vuelva a ver le voy a poner una cara que no lo va a reconocer ni su madre —dijo George.
—No, de ningún modo… Podrías destruir una pista. Es que… un momento… se me ha ocurrido una idea: creo que es el mismo hombre que ha estado haciendo preguntas por el Bellona. ¡Maldita sea! Lo hemos dejado escapar, ¡y yo que lo había rebajado a subalterno de Oliver! Fentiman, si vuelves a verlo, agárralo con todas tus fuerzas. Quiero hablar con él.
Lord Peter adelanta una carta
—¿Diga?
—Hola, ¿Wimsey? ¡Oiga! ¿Hablo con lord Peter Wimsey? ¡Oiga! ¡Querría hablar con lord Peter Wimsey! ¡Oiga!
—He dicho diga. ¿Quién es? ¿Y a qué tanto alboroto?
—Soy yo, el comandante Fentiman. ¿Eres Wimsey?
—Sí, Wimsey al habla. ¿Qué pasa?
—No te oigo.
—¿Cómo vas a oírme si no paras de gritar? Soy Wimsey. Buenos días. Apártate unos centímetros del auricular y habla en tono normal. Y no digas «¡Oiga!». Si quieres volver a llamar a la telefonista, aprieta el auricular suavemente dos o tres veces.
—¡Cállate! ¡He visto a Oliver!
—¿Sí? ¿Dónde?
—En Charing Cross, subiéndose al metro.
—¿Has hablado con él?
—No… Es desesperante. Estaba yo sacando el billete cuando lo vi atravesar la barrera. Salí corriendo tras él, pero maldita sea, se me pusieron varias personas por en medio. Había un tren de la línea del Circle parado en el andén. Se metió de golpe en un vagón y cerraron las puertas. Me abalancé, gritando y haciendo señas con la mano, pero el tren salió pitando. La cantidad de palabrotas que pude soltar…
—No me extraña. Qué rabia.
—Pues sí, una rabia tremenda. Cogí el siguiente tren…
—¿Para qué?
—Pues no sé. Pensé que a lo mejor lo veía en el andén de alguna estación.
—No, si la esperanza es lo último que se pierde. ¿No se te ocurrió preguntar para dónde había comprado el billete?
—Pues no. Además, quizá lo había comprado en la máquina.
—Probablemente. Bueno, ya está hecho. A lo mejor vuelve a aparecer. ¿Estás seguro de que era él?
—Sí, por Dios. Imposible que me equivocara. Lo habría reconocido en cualquier sitio. Solo quería que lo supieras.
—Gracias mil. Me da muchos ánimos. Al parecer, Charing Cross es uno de sus lugares favoritos. También llamó desde allí la noche del diez.
—Ya.
—Voy a decirte lo que creo que deberíamos hacer, Fentiman. El asunto se está poniendo bastante serio. Te propongo que vayas a la estación de Charing Cross a vigilar. Puedo poner a un detective…
—¿Un policía?
—No necesariamente. Un detective privado nos vendría bien. Podríais ir juntos a la estación durante una semana, por ejemplo, a vigilar. Tendrás que hacerle una descripción de Oliver al detective, lo mejor que puedas, y os turnaréis en la vigilancia.
—¡Caray, Wimsey! Eso llevaría mucho tiempo. He vuelto a mi alojamiento de Richmond y, además, tengo mis obligaciones.
—Sí… Bueno, mientras estés cumpliendo con tus obligaciones, el detective puede vigilar.
—Es una pesadez, Wimsey.
No parecía muy contento.
—Es medio millón de libras, pero si a ti no te importa…
—Claro que me importa, pero no creo que dé ningún resultado.
—Es posible, pero merece la pena intentarlo. Y mientras tanto haré que vigilen Gatti’s.
—¿Gatti’s?
—Sí. Allí lo conocen. Enviaré a alguien para…
—Pero si ya no va por allí.
—Bueno, pero a lo mejor vuelve algún día. No tiene por qué no volver. Sabemos que está en la ciudad, que no se ha marchado del país ni nada de eso. Daré a entender a la dirección que se le requiere para un asunto urgente de negocios, para no poner las cosas desagradables.
—No les va a hacer ninguna gracia.
—Pues que se aguanten.
—Vale, pero vamos a ver… Yo me encargo de lo de Gatti’s.
—No funcionará. Queremos identificarlo en Charing Cross. El camarero o cualquiera puede identificarlo en Gatti’s. ¿No dices que lo conocen?
—Claro que lo conocen, pero…
—Pero ¿qué? Ah, por cierto, ¿con qué camarero hablaste? Charlé con el jefe de camareros ayer, y al parecer no sabía nada del asunto.
—No… no era el jefe de camareros. Era otro. El regordete, moreno…
—De acuerdo. Ya lo buscaré yo. Entonces, ¿te vas a encargar de Charing Cross?
—Sí, claro… Si crees que va a servir de algo…
—Pues sí. Bueno, voy a localizar a un detective y ya os arreglaréis entre vosotros.
—Muy bien.
—¡Hasta pronto!
Lord Peter colgó y se quedó sentado unos momentos, con sonrisa burlona. Después se dirigió a Bunter.
—Bunter, no tengo por costumbre hacer profecías, pero ahora sí que voy a hacerlo, a predecir la suerte con las cartas o leyendo la palma de la mano. Cuidado con el desconocido de piel oscura, y esas cosas.
—¿Sí, milord?
—Cruza la palma de la mano de la gitana con plata. Veo al señor Oliver. Lo veo haciendo un viaje por el agua. Veo problemas. Veo el as de picas… boca abajo, Bunter.
—¿Y después qué, milord?
—Nada. Miro el futuro y veo un vacío. La gitana ha hablado.
—Lo tendré en cuenta, milord.
—Hazlo. Si mi predicción no se cumple, te regalaré una cámara de fotos. Y ahora voy a ver a ese individuo que se hace llamar Sleuths Incorporated, para que ponga a alguien bueno en Charing Cross, y luego iré a Chelsea, y no sé cuándo volveré. Será mejor que te tomes la tarde libre. Déjame preparados unos bocadillos o algo, y no me esperes si llego tarde.
Wimsey despachó rápidamente el asunto con Sleuths Incorporated y después se dirigió a un agradable estudio de Chelsea que daba al río. Abrió la puerta, que tenía un pulcro rótulo, «Señorita Marjorie Phelps», una joven de aspecto grato, con el pelo rizado y una bata azul con grandes manchas de arcilla.
—¡Lord Peter! ¡Qué agradable sorpresa! Pase.
—¿No molesto?
—No, no. ¿Le importa que siga trabajando?
—Por supuesto que no.
—Si quiere hacer algo realmente útil, podría poner agua a hervir y buscar algo de comer. Es que quiero terminar esta figura.
—Muy bien. Me he tomado la libertad de traer un tarro de miel de Hybla.
—¡Qué ideas tan exquisitas tiene! De verdad, creo que es usted una de las personas más encantadoras que conozco. No dice estupideces sobre arte, no quiere que le cojan de la mano y sus pensamientos siempre se encaminan hacia la comida y la bebida.
—No se precipite. No quiero que me cojan de la mano, pero he venido aquí con un objetivo.
—Muy razonable. La mayoría de las personas vienen sin ninguno.
—Y se quedan interminablemente.
—Así es.
La señorita Phelps ladeó la cabeza y contempló con mirada crítica la pequeña bailarina que estaba modelando. Había creado un estilo propio de estatuillas de barro, que se vendían bien y a buen precio.
—Es muy interesante —dijo Wimsey.
—Un tanto cursi, pero es un pedido especial, y no puede una ponerse exigente. A propósito, he hecho algo para usted, como regalo de Navidad. Échele un vistazo, y si le parece insufrible, lo romperemos juntos. Está en el aparador.
Wimsey abrió el aparador y sacó una figurita de unos veinte centímetros de altura. Representaba a un joven con la bata suelta, absorto en la lectura de un libro enorme. Era un retrato realista. Wimsey se echó a reír.
—Es estupendo, Marjorie. Un modelado muy delicado. Me encanta. Espero que no lo multiplique demasiado, ¿no? Quiero decir, no lo venderán en Selfridge’s, ¿verdad?
—No. Voy a evitarle esa vergüenza, pero había pensado en regalarle uno a su madre.
—Le gustará a más no poder. Muchas gracias. Por una vez, estaré deseando que llegue la Navidad. ¿Hago unas tostadas?
—¡Desde luego!
Wimsey se acuclilló contento ante la estufa de gas mientras la escultora continuaba con su trabajo. Té y estatuilla estuvieron listos casi al mismo tiempo y, arrojando la bata, la señorita Phelps se desplomó aparatosamente en un maltrecho sillón junto al fuego.