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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Aventuras

El mito de Júpiter (3 page)

BOOK: El mito de Júpiter
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De pie a mi lado, el procurador compartía claramente mi melancólico estado de ánimo. La muerte y las neblinosas y grises riberas de los ríos producen el mismo efecto. Éramos hombres de mundo, pero aun así estábamos apenados.

Con una sensación de opresión causada por lo que nos rodeaba, yo no me sentía preparado aún para abordar la muerte de Verovolco.

—Veo que reparaste el puente.

—Sí. Boadicea lo utilizó para llegar al asentamiento de la orilla sur, luego sus tropas trataron de inutilizarlo. —El tono de Hilaris era seco—. El motivo de que, curiosamente, éste parezca estar alineado es porque no es permanente. —Estaba claro que el asunto del puente le hizo gracia—. Falco, me acuerdo del puente que se tendió tras la Invasión y que estaba destinado puramente a servir propósitos militares. No era más que una plataforma hecha con pontones. Más adelante los soportes se hicieron permanentes, pero seguían siendo de madera y los echamos abajo. Se decidió que un buen puente de piedra significaría la permanencia en la provincia, así que se construyó éste.

Participé en la sátira.

—¿Dijiste que tampoco es permanente?

—No. El puente permanente irá en línea recta para conectar con el foro; al llegar, la gente tendrá una vista espléndida, directamente hacia el otro lado del río y colina arriba.

—¿Y para cuándo está previsto el puente permanente? —pregunté con una sonrisa.

—Para dentro de unos diez años, diría yo —me respondió con tristeza—. Mientras tanto tenemos éste, al que podríamos llamar el puente permanente provisional… o el puente provisional permanente.

—¿Y es oblicuo para que mientras construís la versión definitiva al lado podáis seguir teniendo un sitio por el que cruzar?

—¡Correcto! Si quieres cruzar ahora te aconsejo que utilices el transbordador.

Yo levanté una ceja.

—¿Por qué?

—El puente es provisional, no nos ocupamos de su mantenimiento.

Me reí.

Hilaris adoptó entonces una actitud meditabunda. Disfrutaba dando lecciones de historia.

—Me acuerdo de cuando aquí no había nada. Tan sólo unas cuantas cabañas circulares, muchas de ellas al otro lado del agua. Huertos de frutales y bosquecillos a este lado. ¡Por Júpiter que era desolador! Un asentamiento civil cuya existencia se logró luchando después de la invasión por parte de Roma. Pero entonces nos encontrábamos lejos, en Camuloduno, el centro principal de los britanos. Fue terriblemente inconveniente, no te quepa duda. Nuestra presencia causó además una mala sensación; fue el primer lugar que se perdió con la Rebelión.

—Londinium ya tuvo suficiente en la época de Nerón con atraer la energía de Boadicea— rememoré con amargura—. Yo lo vi… Bueno, vi lo que quedó después.

Hilaris hizo una pausa. Había olvidado que yo estaba allí durante la rebelión de los iceni, un chico marcado para toda su vida por aquella cruda experiencia. El testimonio de aquella tormenta de fuego aún perduraba entonces. El recuerdo de los cadáveres y las cabezas cortadas que se arremolinaban en los canales locales nunca moriría. Toda la atmósfera de ese lugar aún me trastornaba. Sin duda me alegraría cuando pudiera marcharme.

En aquella época Hilaris se encontraba también en Britania. Yo era un soldado raso en una desacreditada legión; él, un oficial subalterno del Estado Mayor de élite del gobernador. Nuestros caminos no se hubieran cruzado.

Al cabo de un momento siguió hablando.

—Tienes razón, el puente cambiará las cosas. Antes el río formaba una frontera natural. Los atrebates y los cantii deambulaban por el sur, los tnnovantes y los catuvellauni por el norte. Las tierras que quedan inundadas durante la crecida eran tierra de nadie.

—¿Fuimos los romanos los primeros en hacer uso del pasadizo y de convertir el río en una vía de comunicación?

—Antes de que construyéramos carreteras como es debido era la mejor manera de trasladar los suministros, Marco. El estuario es navegable hasta aquí y al principio los barcos iban más seguros que transportando lentamente las mercancías por todo el territorio. Pueden subir flotando con una marea y luego volver a bajar con la otra. Tras la Rebelión convertimos este lugar en la capital provincial y ahora es una importante base de importación.

—Una nueva ciudad, un nuevo centro administrativo formal…

—¡Y nuevos problemas! —exclamó Hilaris con un inesperado sentimiento.

¿Qué problemas? ¿Acaso ya sabía con lo que estábamos tratando? Parecía dar pie para discutir— la muerte del britano.

—Podría ser que Verovolco —admití— estuviera en ese distrito cercano al río para intentar conseguir un medio de transporte hacia la Galia.

No establecí ninguna conexión manifiesta con los . Fueran cuales fuesen podían esperar.

Hilaris volvió su pulcra cabeza y consideró lo que yo había dicho.

—¿Conocías los movimientos de Verovolco?¿Por qué iba a la Galia?

—Exiliado. Cayó en desgracia.

—¡Exiliado! —Algunas personas me hubieran preguntado enseguida el porqué.

Administrador pedante como siempre, Hilaris quiso saber—: ¿Se lo has contado al gobernador?

—Todavía no. —Entonces ya no tenía otra opción—. Bueno, Frontino me cae bien. Ya he trabajado antes con él, Gayo, y también en relación con asuntos confidenciales. Pero tú eres el veterano en esta provincia. Era más probable que te lo contara a ti. —Sonreí, y el procurador agradeció el cumplido—.

Es una historia ridícula. Verovolco mató a un oficial. Lo hizo por motivos equivocados, esperaba obtener la protección real, pero había juzgado mal a Togidubno.

—Tú lo desenmascaraste. —Una afirmación, no una pregunta. Hilaris sabía cómo hacía mi trabajo—. ¡Y tú se lo dijiste al rey!

—Tenía que hacerlo. —No había sido nada fácil. Verovolco era el íntimo confidente del rey— Se produjo cierta tensión. El rey es prácticamente independiente y nos encontrábamos en su centro tribal. No fue fácil imponer una solución romana. Afortunadamente Togi desea mantener unas relaciones amistosas, así que al final estuvo de acuerdo en que su hombre tenía que desaparecer. El asesinato es un delito que se castiga con la pena de muerte, pero eso parecía ser lo máximo que podía pedir. Desde nuestro punto de vista, me pareció más conveniente aprobar el exilio que no un juicio público y una ejecución. Fue el pacto que hice: se mandaba a Verovolco a la Galia y nosotros a cambio no decíamos nada del asunto.

—Ingenioso —asintió Hilaris, siempre pragmático. Britania era una provincia sensible desde la Rebelión. Podría ser que el sentimiento tribal no tolerara que un respetado esbirro del rey fuera castigado por matar a un oficial romano. Verovolco lo hizo (de eso estaba seguro) pero al gobernador le hubiese resultado odioso tener que dictar una sentencia de muerte contra la mano derecha del rey, y si Frontino se mostraba indulgente públicamente daría una imagen de debilidad, tanto allí como en Roma.

—¿Verovolco estaba de acuerdo en irse a la Galia?

—No estaba muy entusiasmado.

—¿Londinium no podía ser una alternativa?

—Ningún lugar de Britania. Hubiera declarado formalmente a Londinium zona prohibida si hubiese creído que Verovolco iba a aparecer por aquí.

—¿Y el rey?

Sabía que la Galia era mejor que la habitual isla desierta.

—Pero con Verovolco asesinado en un bar de Londinium bien puede ser que el rey se ponga hecho una fiera —señaló Hilaris con desánimo.

—No cabe duda —dije yo.

Se aclaró la garganta, como si estuviera poco seguro de sí mismo.

—¿Va a sospechar que tú has dispuesto esta muerte?

Me encogí de hombros.

Flavio Hilaris, que ya estaba familiarizado con el modo de actuar de los agentes secretos, se volvió y me miró fijamente. Fue directo.

—¿Lo hiciste?

—No.

No me preguntó si lo hubiera hecho de habérseme ocurrido. Yo me mordí una uña mientras me preguntaba lo mismo.

—Has dicho que Verovolco mató a alguien —sugirió Hilaris: ¿Podría ser que el hecho de morir ahogado fuera una forma de castigo, Marco?

—Es poco probable. —Estaba casi seguro. —No hay nadie que tenga interés en ello. Mató al arquitecto, el director del proyecto para el nuevo palacio del rey.

—¿Qué? ¿A Pomponio? — Como procurador financiero, Hilaris era el que, en última instancia, firmaba la autorización de las facturas para el palacio del rey. Sabía quién era el arquitecto, y sabía que había muerto. También había visto mi resumen de la situación después—. Pero tu informe decía…

—Todo lo que tenía que decir. —Noté una ligera tirantez, como si Hilaris y yo rindiéramos cuentas a distintos señores sobre aquella cuestión—. Yo estaba en la obra para resolver los problemas. Califiqué la muerte del arquitecto de «trágico accidente»… No había necesidad de armar un escándalo diciendo que el asistente de Togi lo había matado. El rey refrenará a su gente y el crimen no volverá a repetirse. Hay un sustituto dirigiendo la obra, y lo está haciendo bien.

Hilaris había dejado que se lo explicara, pero seguía descontento. El informe del que estábamos hablando había sido dirigido al gobernador, pero yo mandé mi propia copia a Vespasiano. Desde el primer momento había tenido la intención de ofrecerle posteriormente al emperador una explicación más precisa, si es que quería oírla. Acabar con esa historia podría ayudarle a preservar las buenas relaciones con su amigo el rey. A mí me daba igual. Me pagaban por los resultados.

Los resultados que Vespasiano quería consistían en detener el exceso de gastos desenfrenados en una obra de construcción muy cara. Me había mandado a mí, nominalmente, un informante privado, porque era un auditor de primera. Descubrí una enemistad entre el rey como cliente y el arquitecto oficial. Cuando ésta estalló, con fatales resultados, nos encontramos con que no quedaba nadie a cargo de un proyecto de varios millones de sestercios… y con el caos. Verovolco, que era el que había organizado todo ese lío, no era mi britano favorito. Tuvo mucha suerte el condenado de que fuera la Galia el peor castigo que se me ocurriera para él.

—¿Pomponio tenía familia? —Hilaris seguía preocupándose inútilmente por su teoría del castigo.

—En Italia. En Britania tenía un novio que se disgustó bastante, pero trabaja en la obra. Aumentamos sus responsabilidades, eso debería de bastar para que calle. Puedo comprobar que no haya abandonado la zona.

—Mandaré a un mensajero. —Si Hilaris me estaba anulando, lo hacía con tacto … de momento—. ¿Cómo se llama?

—Planco.

—¿Verovolco actuaba solo?

—No. Tenía un compinche. Un supervisor de la mano de obra. Lo arrestamos.

—¿Localización actual?

Gracias a los dioses había sido concienzudo a la hora de atar los cabos sueltos.

—Noviomago. Bajo la responsabilidad del rey.

—¿Castigo?

—Eso no lo sé. —Me sentí entonces como un colegial que no ha hecho los deberes. Puede que Flavio Hilaris fuera el tío de mi mujer, pero si metía la pata me dejaría por los suelos—. Mandúmero sólo había tenido un papel secundario y era un habitante del lugar, así que dejé que Togidubno se encargara de él.

—Mandúmero, dices. —Hilaris me captó enseguida—. Lo averiguaré.

Dejé que siguiera en esa línea. A la larga, yo podía escurrir el bulto y marcharme a Roma. Podría ser que en Roma me acribillaran a preguntas, pero me sentía con ánimos para soportarlo. Hilaris viviría con el legado de aquella matanza de taberna mientras permaneciera en Britania. La conexión real era bastante delicada. Además, una de las casas privadas de la familia de Hilaris se hallaba en Noviomago, a poco más de kilómetro y medio de donde vivía el rey. Al pobre tío Gayo le habían cargado una riña personal entre «malos vecinos», por no decir otra cosa.

—Marco, ¿no crees que el mismo Togidubno ha castigado de esta manera a Verovolco?

—¡Es una idea espantosa! —Sonreí. Hilaris me caía bien, pero las taimadas mentes de los burócratas nunca dejaban de asombrarme—. El rey estaba irritado por la exaltada acción de ese hombre… pero más se irritó conmigo por descubrirlo.

—Bueno, de momento le llevamos cierta ventaja.

—¡Espero que no estés sugiriendo que lo ocultemos! —Propuse satíricamente.

Al oír aquello, Flavio Hilaris pareció realmente escandalizado.

—¡Por todos los dioses, no! Pero sí que disponemos de un poco de tiempo para averiguar lo que pasó… antes de que el rey empiece a asaetearnos con flechas de ballesta. —La utilización de un término propio de un soldado de caballería por parte de aquel hombre tranquilo y culto me recordó que en el tío Gayo, ese hombre amable que manejaba el estilo, había algo más que aquello en lo que la mayoría de la gente reparaba.

Barrunté lo que se avecinaba.—¿Quieres decir que soy yo el que dispone de tiempo para hacerlo?

—Por supuesto. —Me sonrió encantado.

Suspiré.

—Bueno, pues gracias.

—¡Didio Falco, somos muy afortunados al tenerte aquí!

Claro que sí. Aquella situación me resultaba muy familiar, era una situación de la que los clientes se habían aprovechado en el pasado: yo estaba implicado. Había hecho que la víctima abandonara su territorio y, aunque me decía a mí mismo que no era culpa mía que terminara muerto en un bar extraño, me sentía culpable. De manera que estaba atrapado.

IV

—¡Oh, por Juno! Creía que ya habíamos dejado atrás todas esas tonterías —se quejó mi hermana Maya. Todas mis hermanas eran conocidas por despreciar mi trabajo. Puede que Maya se encontrara a casi dos mil kilómetros de casa, pero mantenía las tradiciones del Aventino—. ¡Marco! Tal vez Britania sea una pequeña provincia en el culo del Imperio, ¿pero es que todo lo que ocurre aquí tiene que estar relacionado con todo lo demás?

—Es bastante inusual ahogarse en un tonel de vino —dijo Elia Camila en tono suave.

—¿Qué tonel? —se mofó Maya— . Pensaba que al hombre lo habían empujado a un pozo.

—Es lo mismo. El vino es un producto de importación muy popular. A menudo procede de la zona del río Rhenus en Germania, en enormes barriles de madera que luego van muy bien para recubrir pozos a bajo coste.

Elia Camila, la esposa del procurador, era una mujer calmada e inteligente, madre imperturbable de un manojo de críos extremadamente vivarachos. Al igual que su marido, era más competente y mucho más accesible de lo que aparentaba. La abnegada pareja había nacido para representar al Imperio en el exterior. Eran sensatos; eran justos. Encarnaban las nobles cualidades romanas.

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