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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (21 page)

BOOK: El mundo perdido
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Sucedió de este modo. La aventura del árbol me había producido una desmedida excitación y me hacía el sueño imposible. Summerlee estaba haciendo la guardia, encorvado junto a nuestra pequeña hoguera; una figura sutilmente arcaica en su angulosidad, con el rifle sobre las rodillas y su puntiaguda barba de chivo oscilando cada vez que cabeceaba de fatiga. Lord John estaba acostado en silencio, arrebujado en el poncho sudamericano que usaba, mientras Challenger roncaba con retumbos y rechinamientos que resonaban en todo el bosque. Brillaba esplendorosamente la luna llena y el aire era de un frescor vigorizante. ¡Qué noche para un paseo! Y entonces, de pronto, se me ocurrió la idea: ¿por qué no? Supongamos que me marcho a hurtadillas, silenciosamente, supongamos que camino hasta el lago central y que regreso a tiempo para el desayuno con algunas informaciones sobre el lugar... ¿no sería contemplado, en tal caso, como un asociado aún más digno de mención? Entonces, si Summerlee ganaba la partida y descubríamos algún medio para escapar, retornaríamos a Londres con información de primera mano acerca del misterio central de la meseta, en el cual yo solo, entre todos los hombres, habría penetrado. Pensé en Gladys y en su «estamos rodeados de heroísmos». Me parecía oír su voz al decir esas palabras. Recordé también a McArdle. ¡Qué artículo a tres columnas para el periódico! ¡Qué base para una carrera! Entonces podría estar a mi alcance una corresponsalía en la próxima guerra mundial. Empuñé un arma —mis bolsillos estaban llenos de cartuchos— y, apartando los arbustos espinosos de la puerta de nuestra zareba, me deslicé con rapidez hacia afuera. Mi última mirada me mostró al inconsciente Summerlee, el más inútil de los centinelas, todavía cabeceando como un estrafalario juguete mecánico frente a los rescoldos de la hoguera.

No había recorrido aún un centenar de yardas cuando me arrepentí profundamente de mi imprudencia. Creo haber dicho en alguna parte de esta crónica que soy excesivamente imaginativo para ser un hombre auténticamente valeroso, pero que tengo un temor invencible a parecer miedoso. Ésta era la fuerza que ahora me empujaba hacia adelante. Aun si mis camaradas no hubiesen notado mi ausencia y no llegasen jamás a saber de mi flaqueza, todavía quedaría en mi alma una intolerable vergüenza interior. Y sin embargo me estremecía ante la situación en que me hallaba y habría dado todo cuanto poseía en aquel momento por obtener una salida honrosa a aquel asunto.

La selva estaba preñada de espantos. Los árboles crecían tan juntos y su follaje se expandía tan profusamente que nada me llegaba de la luz de la luna, salvo que aquí y allá las altas ramas formaban una filigrana enmarañada contra el cielo estrellado. A medida que mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad, aprendieron a distinguir distintos grados de tinieblas entre los árboles... Algunos eran confusamente visibles, en tanto que entre ellos había parches de oscuridad, negros como el carbón, semejantes a bocas de cavernas, de los que me apartaba horrorizado cuando pasaba. Recordé el alarido desesperado del iguanodonte martirizado... aquel grito espantoso que había despertado los ecos del bosque. Recordé también la imagen fugaz de un hocico abotagado, verrugoso y babeante de sangre visto a la luz de la antorcha de lord John. Y ahora estaba en sus cotos de caza. En cualquier momento podía saltar sobre mí de entre las sombras... aquel monstruo horrible y sin nombre. Me detuve, y sacando un cartucho de mi bolsillo, abrí la recámara de mi rifle. Al tocar la palanca, me dio un vuelco el corazón. ¡Había cogido la escopeta en lugar del rifle!

Otra vez me arrastró el impulso de volver. Aquí tenía la mejor de las razones para justificar mi fracaso: una razón por la cual nadie podría pensar mal de mí. Y una vez más el estúpido orgullo luchó hasta con la misma palabra fracaso. No podía —no debía— fracasar. Después de todo mi rifle habría resultado tan inútil como la escopeta contra los peligros que pudiera encontrar. Si volvía al campamento para cambiar el arma, dificilmente podía esperar que mi entrada y mi nueva salida pasaran inadvertidas. En tal caso tendría que dar explicaciones y mi intento ya no sería totalmente mío. Tras una pequeña duda, aguijoneé mi valor y proseguí mi camino, con la inútil escopeta bajo el brazo.

La oscuridad de la selva había sido alarmante, pero aún peor era la blanca y desbordante luz de la luna en el abierto claro de los iguanodontes. Escondido entre los arbustos, lo observé con precaución. Ninguna de aquellas grandes bestias estaba a la vista. Tal vez la tragedia acaecida a uno de ellos los había apartado de sus campos de pastoreo. En la noche brumosa y argentada no pude advertir signo alguno de seres vivientes. Por tanto, tomando coraje, lo crucé deslizándome rápidamente, y por entre la maleza del lado opuesto, alcancé de nuevo el arroyo que me servía de guía. Era un acompañante jovial, que fluía entre murmullos y gorgoteos, igual que mi querido y viejo arroyo truchero de West Country donde había pescado de noche durante mi infancia. Mientras siguiese su corriente aguas abajo tenía que llegar necesariamente al lago, y también me guiaría hacia el campamento mientras lo acompañase en sentido opuesto. A menudo lo perdí de vista a causa de la enmarañada maleza, pero siempre tenía al alcance del oído su cristalino chapoteo.

Al tiempo que descendía la pendiente los bosques iban raleando, y los arbustos, con algunos árboles altos, ocupaban el lugar de la selva. Pude hacer, por lo tanto, excelentes progresos y podía ver sin ser visto. Pasé por las cercanías del pantano de los pterodáctilos y, cuando lo hacía, uno de esos grandes animales —tendría por lo menos veinte pies de envergadura— alzó el vuelo desde algún lugar cercano a donde yo estaba, con el seco, quebradizo y correoso batir de sus alas. Cuando cruzaba por la faz de la luna, la luz brilló con claridad a través de las membranosas alas, y parecía un esqueleto volador recortado sobre el fondo de la blanca y tropical radiación del cielo. Me acurruqué muy agachado entre los arbustos, pues sabía por pasadas experiencias que bastaba un solo grito de la bestia para atraer a un centenar de sus repelentes compañeros sobre mi cabeza. Hasta que no se posó de nuevo, no me atreví a seguir mi camino a hurtadillas.

La noche había sido excepcionalmente callada, pero a medida que avanzaba comencé a prestar atención a un ruido sordo y retumbante, un murmullo continuo que venía de alguna parte frente a mí. A medida que yo proseguía mi camino el ruido crecía en volumen, hasta brotar, sin duda, muy cerca de mí. Cuando me detuve, el sonido seguía con igual intensidad, de modo que parecía provenir de una fuente estacionaria. Se parecía al hervor de una olla o al burbujear de un gran caldero. Pronto descubrí su origen, porque en el centro de un pequeño claro hallé un lago —o más bien un lagunajo, pues no era mayor que el tazón de la fuente de Trafalgar Square—, de alguna materia negra, parecida a la brea, cuya superficie subía y bajaba formando grandes ampollas de gas que reventaban. Por encima el aire tremolaba por el calor y el suelo a su alrededor estaba tan caldeado que apenas podía soportar mi mano apoyada en el mismo. Era claro que la gran erupción volcánica que había levantado aquella extraña meseta hacía tantos años aún no había extinguido totalmente sus fuerzas. Ya había visto rocas ennegrecidas y montículos de lava diseminados por todas partes, asomando entre la lujuriante vegetación que los revestía, pero aquella alberca de asfalto en medio de la maleza era el primer indicio que teníamos de la actividad actual en las laderas del antiguo cráter. No tenía tiempo de examinar con mayor amplitud aquello, porque tenía necesidad de darme prisa para regresar al campamento en la mañana.

Fue un paseo espantoso y que me acompañará en tanto conserve la memoria. En los grandes calveros del bosque que iluminaba la luna me escurría por entre las sombras de sus márgenes. Avanzaba arrastrándome entre los matorrales, deteniéndome con el corazón palpitante cada vez que oía (como sucedió a menudo) el crujido de ramas rotas por el paso de algún animal salvaje. De vez en cuando asomaban por un instante grandes sombras que desaparecían enseguida... grandes, silenciosas sombras que parecían rondar con patas almohadilladas. Cuán a menudo me detuve con la intención de volver... Pero otras tantas veces mi orgullo pudo vencer mi temor y me empujó de nuevo en pos del objetivo que deseaba alcanzar.

Al fin (mi reloj señalaba la una de la madrugada) vi el resplandor del agua entre los claros de la maleza y diez minutos después me hallaba entre las cañas, en las orillas del lago central. Estaba muerto de sed: me tendí en el borde y bebí un largo sorbo de sus aguas, que eran puras y frescas. En aquel sitio se abría un ancho sendero donde se veían muchas huellas de pisadas; era con seguridad uno de los abrevaderos de los animales. Junto a la orilla del agua había un enorme y aislado bloque de lava. Trepé por él y me tendí en su cima, desde donde obtenía una excelente vista en todas direcciones.

Lo primero que observé me llenó de sorpresa. Cuando describí el panorama que se vislumbraba desde la copa del gran árbol, dije que en el risco más alejado pude ver un cierto número de manchas negras que parecían bocas de cuevas. Ahora, al alzar la mirada hacia el mismo risco, vi discos de luz en todas direcciones: manchas rojizas claramente definidas que se parecían a los ojos de buey de un transatlántico en medio de la oscuridad. En el primer momento pensé que podrían ser los resplandores de la lava producida por alguna erupción volcánica; pero esto era imposible. La actividad volcánica se desarrolla en el fondo de las cavidades y no en lo alto de las rocas. ¿Entonces, cuál podría ser la alternativa? Era insólito, pero sin embargo tenía que ser así. Las manchas rojizas tenían que ser reflejos de hogueras encendidas en el interior de las cuevas... hogueras que sólo la mano del hombre podía haber encendido. Había, pues, seres humanos en la meseta. ¡Qué gloriosa justificación cobraba mi exploración! ¡Ésta sí era una noticia que merecía llevarse de regreso a Londres!

Durante mucho tiempo permanecí echado sobre la roca y observando aquellas rojas y palpitantes manchas de luz. Estimo que estarían a unas diez millas de donde yo las observaba, pero aun desde esa distancia era posible advertir cómo, de tanto en tanto, centelleaban o se oscurecían cuando alguien pasaba delante de ellas. ¡Qué no hubiera dado por trepar hasta allá arriba, atisbar lo que sucedía adentro y llevar a mis camaradas alguna información sobre el aspecto y las características de la raza que vivía en un lugar tan extraño! Por el momento aquello estaba fuera de la cuestión, aunque por cierto ya era imposible que abandonásemos la meseta sin haber logrado algún conocimiento preciso sobre aquel punto.

El Lago Gladys —mi propio lago— se extendía ante mí como una lámina de azogue, con la luna reflejándose llena de luminosidad en su centro. Era poco profundo, pues en muchos lugares vi asomar bajos blancos de arena sobre las aguas. Por todas partes, sobre la quieta superficie, pude advertir señales de vida: a veces eran simples círculos y arrugas en el agua; otras, la espalda arqueada y de color pizarroso de algún monstruo que pasaba. Una vez, sobre un amarillo banco de arena, vi un ser que se parecía a un enorme cisne, con un cuerpo desmañado y un largo y flexible cuello, que se arrastraba por la orilla. De pronto se zambulló y durante algunos momentos pude ver el curvado cuello y la cabeza lanceolada ondulando sobre las aguas. Luego se sumergió y no volví a verlo.

Pronto tuve que arrancar mi atención de aquellas imágenes distantes para devolverla a lo que estaba sucediendo a mis propios pies. Dos animales semejantes a grandes armadillos habían bajado hasta el abrevadero y estaban agazapados al borde del lago, con sus largas y flexibles lenguas parecidas a cintas rojas que se hundían y retiraban lamiendo el agua. Un gigantesco ciervo de ramificados cuernos, un magnífico animal con presencia de rey, bajó con la hembra y dos cervatillos y se puso a beber entre los dos armadillos. No hay ciervos como éste en ninguna parte del mundo actual, porque los alces o antas que he visto apenas le llegarían a los cuartos delanteros. Luego, lanzó un resoplido de advertencia y se alejó con su familia por entre las cañas, en tanto los armadillos también se aprestaban a correr en busca de refugio. Un recién llegado, el más monstruoso de los animales, llegaba bajando por el sendero.

Por un instante me pregunté dónde había podido ver aquel cuerpo desmañado, aquella espalda arqueada con una orla de flecos triangulares y esa extraña cabeza de pájaro que se mantenía cerca del suelo. Y entonces recordé. ¡Era el estegosaurio... el mismo animal que Maple White había conservado en su álbum de dibujos y que había sido el primer objeto que atrajo la atención de Challenger! Allí estaba... y quizá era el mismo ejemplar que había visto el artista americano. El suelo se estremecía bajo su tremendo peso y sus sorbos de agua resonaban en la noche tranquila. Durante cinco minutos estuvo tan cerca de mi roca que alargando mi mano habría podido tocar el hediondo rastrillo ondulado que tenía sobre su dorso. Después se alejó pesadamente y se perdió entre los pedruscos del camino.

Al mirar mi reloj vi que eran las dos y media, o sea, que ya era tiempo sobrado para que iniciase el viaje de regreso. No había dificultades en cuanto a la dirección que debía tomar para volver, porque a lo largo del viaje de ida había tenido el arroyuelo a mi izquierda, y éste desembocaba en el lago a un tiro de piedra del peñasco sobre el cual había estado tendido. Partí, pues, alegremente, porque sentía que había hecho un buen trabajo y llevaba a mis compañeros una excelente colección de noticias. Por encima de todas, naturalmente, la obtenida ante la vista de las cuevas con sus fuegos, y la certeza de que alguna raza troglodítica las habitaba. Pero también podía hablar de las experiencias recogidas en el lago central. Podía probar que estaba lleno de extraños seres y que había visto algunas formas terrestres de vida primitiva que no habíamos hallado anteriormente. Mientras caminaba iba reflexionando acerca de que pocos hombres en el mundo podrían haber pasado una noche más extraña o que hubiera añadido tantas cosas al conocimiento humano durante su transcurso.

Trajinaba pendiente arriba dando vueltas en mi mente a estos pensamientos y había alcanzado ya un punto que debía estar a medio camino de nuestro campamento cuando un ruido extraño a mis espaldas me trajo de vuelta a la conciencia de mi propia posición. Era algo que parecía mitad ronquido y mitad gruñido, profundo, sordo y extremadamente amenazador. Evidentemente, alguna extraña criatura andaba cerca de mí, pero nada se veía y por lo tanto seguí mi camino con mayor rapidez. Llevaría avanzada media milla poco más o menos cuando de pronto se repitió el ruido, siempre detrás de mí, pero más fuerte y más amenazador que antes. Mi corazón pareció detenerse cuando me asaltó de golpe la idea: aquella bestia, fuera lo que fuese, me estaba siguiendo a mí. Sentí un escalofrío y mi cabello se erizó ante esa idea. Que aquellos monstruos se despedazaran entre sí era parte de su singular lucha por la existencia, pero que se volviesen contra el hombre moderno, pudieran seguir deliberadamente su rastro y hacerlo su presa, como si no fuese la especie dominante de la humanidad, era un hecho aterrador y que daba vértigo. Volví a recordar el hocico baboseante de sangre que había visto a la luz de la antorcha de lord John, como una horrible visión surgida del más profundo círculo del infierno de Dante. Me detuve con las rodillas entrechocándose y clavé los ojos asustados en el parche de luz lunar que había detrás de mí. Todo era quietud en un paisaje de ensueño. Claros de luz plateada y las manchas oscuras de los arbustos... Nada más pude ver. Y entonces surgió otra vez del silencio, inminente y amenazador, aquel gruñido profundo y gorgoteante, más fuerte y más cerca que antes. No cabía dudar por más tiempo. Algo venía siguiendo mi rastro y se me acercaba minuto a minuto.

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