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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (9 page)

BOOK: El mundo perdido
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—Quizá como reserva.

—Me parecía que su cara me era conocida. Vaya, si yo estaba allí cuando usted marcó aquel try contra el Richmond... y aquélla fue la mejor carrera en zigzag que vi en toda la temporada. Nunca me pierdo un partido de rugby, si puedo, porque es el más varonil de los deportes que practicamos. Bien, no le pedí que viniese aquí para hablar de deportes. Tenemos que organizar nuestro asunto. Aquí, en la primera página del Times, están las salidas de los barcos. El miércoles de la próxima semana sale un buque de la compañía Booth con destino a Pará, y si el profesor y usted pueden disponer sus cosas, creo que podríamos tomarlo... ¿Eh? Muy bien, lo arreglaré con él. ¿Y qué hay de su equipo?

—Mi periódico se ocupará de ello.

—¿Sabe disparar?

—Más o menos como el término medio de los soldados de la Territorial.

—¡Santo Dios! ¿Tan mal como eso? Es lo último que ustedes, muchachitos–camaradas, se acuerdan de aprender. Son todos como abejas sin aguijón, cuando se trata de defender la colmena. Alguno de estos días van a hacer un mal papel, si alguien se mete por aquí a hurtadillas para llevarse la miel. Pero es que en Sudamérica usted necesitará apuntar derecho, porque a menos que nuestro amigo el profesor sea un loco o un embustero, veremos algunas cosas extrañas antes de regresar. ¿Qué fusil tiene usted?

Cruzó el salón hasta un aparador de roble y cuando lo abrió de par en par pude vislumbrar centelleantes filas de cañones de escopeta, alineadas como tubos de órgano.

—A ver qué tengo disponible para usted en mi propia colección —dijo.

Fue sacando, uno tras otro, cantidades de hermosos rifles, abriéndolos y cerrándolos con un chasquido y un sonido metálico. Luego volvía a colocarlos en sus bastidores acariciándolos tan tiernamente como una madre a sus hijos.

—Éste es un Bland 577 express —dijo—. Con él cacé a ese fulano grandote —echó una mirada al rinoceronte blanco—. Diez yardas más y hubiese sido él quien me agregase a su colección.

De la cónica bala su suerte dependía:

así justa ventaja el más débil tenía.

Espero que conocerá a Gordon, porque él es el poeta del caballo y del fusil y del hombre que a ambos maneja. Vamos a ver, aquí hay una herramienta útil... un 470, mira telescópica, doble expulsor, blanco seguro hasta trescientos cincuenta. Éste es el rifle que usé, hace tres años, contra los conductores de esclavos del Perú. Fui el mayal del Señor en aquellos parajes, se lo aseguro, aunque no lo encontrará escrito en ningún Libro Azul. Hay ocasiones, compañerito, en que cada uno de nosotros debe plantarse en defensa de los derechos humanos y la justicia, porque si no, nunca volverá a sentirse limpio. Por eso hice yo una pequeña guerra por mi cuenta. La declaré yo, la sostuve yo y la terminé yo. Cada una de estas muescas recuerda a un asesino de esclavos que liquidé con este rifle. Una buena serie de ellas, ¿no? Esta grande es por Pedro López, el jefe de todos ellos, que maté en un remanso del río Putumayo. Ah, aquí hay algo que le vendrá bien —tomó un hermoso rifle empavonado y plateado—. Está bien guarnecido con caucho en la caja, muy bien calibrado y con cinco cartuchos por cargador. Puede usted confiarle su vida —me lo entregó y cerró la puerta de su armario de roble—. A propósito —prosiguió, volviendo a su sillón—. ¿Qué sabe usted de este profesor Challenger?

—Nunca lo había visto hasta hoy.

—Bueno, ni yo tampoco. Es gracioso que ambos nos embarquemos con órdenes, bajo sobre sellado, impartidas por un hombre que no conocemos. Me pareció un viejo pajarraco arrogante. Parece que tampoco sus cofrades científicos están muy orgullosos de él. ¿Cómo llegó usted a interesarse en este asunto?

Le relaté brevemente mis experiencias de aquella mañana y él me escuchó atentamente. Luego extendió un mapa de Sudamérica ylo colocó sobre la mesa.

—Yo creo que cada palabra de cuanto le contó a usted es verdad —dijo muy serio—, y piense que cuando hablo de este modo es porque tengo motivos para ello. Sudamérica es un lugar que amo, y creo que toda ella, desde el Darién hasta Tierra del Fuego, es la porción más grande, rica y maravillosa de este planeta. La gente no la conoce todavía, y no se da cuenta de lo que puede llegar a ser. Yo la he recorrido de punta a punta, arriba y abajo, y pasé dos estaciones secas en estos mismos lugares, como le conté cuando hablaba de la guerra que emprendí contra los tratantes de esclavos. Pues bien: cuando estaba por allá, escuché algunas congojas de esa misma clase... tradiciones de los indios, quizá, pero que tenían algo detrás, sin duda. Cuanto más conozca de ese país, compañerito, más comprenderá que todo es posible... todo. Hay algunas estrechas vías de agua por las que viaja la gente; pero fuera de ellas todo es ignoto. Ya sea por aquí, en el Matto Grosso —señaló una parte del mapa con su cigarro—, o aquí arriba, en este rincón donde tres países se tocan, nada podría sorprenderme. Tal como ese tío dijo esta noche, hay cincuenta mil millas de rutas acuáticas que cruzan una selva cuya extensión es aproximadamente la misma de Europa entera. Podríamos estar, usted y yo, separados por una distancia igual a la que hay entre Escocia y Constantinopla y sin embargo hallarnos en la misma gran selva brasileña. En medio de ese laberinto, los hombres sólo han abierto un sendero aquí y hecho un arañazo allí. Piense que el río crece o desciende por lo menos cuarenta pies, y que la mitad del país es un cenagal que nadie puede atravesar. ¿Por qué una comarca semejante no podría encerrar algo nuevo y maravilloso? ¿Y por qué no habríamos de ser nosotros los hombres que lo descubramos? Además —añadió con su rostro excéntrico y enjuto brillando de deleite—, cada milla de ese territorio ofrece una aventura al deportista. Soy como una vieja pelota de golf. Hace tiempo que me quitaron a golpes toda la pintura blanca. La vida puede darme una tunda ya sin dejarme marcas. Pero un riesgo deportivo, compañerito, eso sí es la sal de la vida. Es algo que hace que merezca la pena vivirla otra vez. Todos nos estamos volviendo demasiado blandos, embotados y confortables. A mí déme las inmensidades desiertas y los vastos espacios abiertos, con un fusil en el puño y algo que merezca la pena descubrir. Yo he probado la guerra, las carreras de caballos con obstáculos y los aeroplanos; pero esta cacería de bestias que parecen una pesadilla de alguien que ha cenado langosta, es para mí una sensación enteramente nueva.

Chasqueó la lengua de gozo ante semejante perspectiva. Quizá me he extendido demasiado a propósito de esta nueva relación amistosa; pero él ha de ser mi camarada durante muchos días, y por eso he tratado de describirlo tal como lo vi por primera vez, con su personalidad exquisitamente arcaica y sus curiosos pequeños trucos de lenguaje y pensamiento. Sólo la necesidad de escribir el informe de la asamblea me arrancó al fin de su compañía. Lo dejé sentado en medio de aquella iluminación rosada, aceitando el cerrojo de su rifle favorito, todavía sonriendo para sus adentros al pensar en las aventuras que nos esperaban. Era muy evidente para mí que, si nos aguardaban peligros, no podría haber encontrado en toda Inglaterra una cabeza más serena y un espíritu más animoso que él para compartirlos.

Aquella noche, cansado como estaba después de los extraordinarios acontecimientos del día, me senté frente a McArdle, el director de noticias, para explicarle toda la situación, que él juzgó lo suficientemente importante como para comunicarla al día siguiente a sir George Beaumont, el director general. Quedó convenido que yo enviaría crónicas completas de mis aventuras en forma de cartas sucesivas dirigidas a McArdle, y éstas serían publicadas por la
Gazette
a medida que llegasen, o reservadas para su publicación posterior, según los deseos del profesor Chafenger, puesto que no podíamos saber, aún, las condiciones que él asignaría respecto a las instrucciones que deberían guiarnos en el viaje a la tierra desconocida. En respuesta a una consulta telefónica, no logramos nada más concreto que una maldición contra la prensa, que concluyó con la observación de que si le notificábamos el nombre de nuestro buque, él nos enviaría todas las instrucciones que creyese conveniente darnos en el momento de la partida. Una segunda pregunta de nuestra parte no obtuvo respuesta alguna, salvo un balido doloroso de su esposa, que quería significar que su esposo estaba ya de un humor iracundo y que nos rogaba que no hiciésemos nada para empeorarlo. Un tercer intento, ya promediado el día, provocó un estruendo terrorífico y el subsiguiente mensaje de la central telefónica, informando que el aparato del profesor Challenger había sido destrozado. Después de esto, abandonamos todo intento de comunicación.

Y ahora, pacientes lectores míos, ya no puedo dirigirme a ustedes en forma directa. De ahora en adelante (si es que en realidad llega a ustedes una continuación de este relato) tendrá que ser únicamente a través del periódico que represento. Entrego en manos del director del mismo este informe de los sucesos que han conducido a una de las más notables expediciones de todos los tiempos, de modo que, si no vuelvo más a Inglaterra, quede algún testimonio de lo acontecido. Escribo estas últimas líneas en el salón del transatlántico
Francisca
, de la compañía Booth, y el práctico las llevará al desembarcar a manos de McArdle. Dejadme esbozar, antes de cerrar mi libro de notas, un último cuadro: un cuadro que es el último recuerdo que llevo conmigo de la vieja patria. Es una mañana húmeda brumosa de finales de primavera; cae una lluvia tenue y fría. Por el muelle vienen caminando tres figuras envueltas en impermeables y se dirigen a la pasarela del gran paquebote, en el que ondea el
bluepeter
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. Los precede un porteador que empuja una carretilla cargada de maletas, mantas de viaje y cajas de rifles. El profesor Summerlee, una larga y melancólica figura, camina arrastrando los pies y lleva la cabeza inclinada, como quien está ya profundamente compadecido de sí mismo. Lord John Roxton camina aprisa y su rostro delgado y ávido asoma resplandeciente entre su gorra de caza y su bufanda. Por mi parte, me siento feliz de que hayan quedado atrás los bulliciosos días de preparativos y las angustias de los adioses; no dudo de que eso se advierte en mi talante. Súbitamente, cuando estábamos a punto de subir al navío, sentimos un grito a nuestra zaga. Es el profesor Challenger, que había prometido asistir a nuestra partida. Corre detrás de nosotros, con la cara roja, resoplando, irascible.

—No, gracias —dice—; preferiría no subir a bordo. Sólo tengo que decirles unas pocas palabras que muy bien pueden decirse aquí mismo donde estamos. Les ruego que no se figuren que estoy en deuda con ustedes de alguna forma por este viaje que van a emprender. Deseo que comprendan que para mí es un asunto completamente indiferente, y me niego a tomar en consideración el más mínimo vestigio de obligación personal. La verdad es la verdad y nada de cuanto ustedes puedan informar puede afectarla en modo alguno, aunque quizá excite las emociones y apacigüe la curiosidad de una cantidad de gente incapaz. En este sobre lacrado van mis instrucciones, que les servirán de información y guía. Lo abrirán cuando lleguen a una ciudad situada junto al Amazonas y que se llama Manaos, pero no deben hacerlo hasta la fecha y hora escritas en el sobre. ¿Está claro lo que quiero decir? Dejo enteramente confiado a su honor el estricto cumplimiento de mis condiciones. No, señor Malone, no pongo restricción alguna a su correspondencia, puesto que el objeto de su viaje es la elucidación de los hechos; pero le pido que no dé usted detalles acerca del punto exacto de destino y que no se publique nada hasta su regreso. Adiós, señor. Ha hecho usted algo para mitigar mis sentimientos hacia la repulsiva profesión a la cual por desgracia pertenece. Adiós, lord John. Según creo la ciencia es un libro cerrado para usted, pero podrá congratularse ante los campos de caza que le aguardan. Podrá, sin duda, describir en la revista
Field
cómo pudo matar al dimorphodon volador. Y adiós a usted también, profesor Summerlee. Si todavía es capaz de adelantar por sí mismo, cosa que, francamente, dudo mucho, regresará a Londres convertido en un hombre más sabio.

Con esto, giró sobre sus talones y un minuto después pude ver, desde la cubierta, su figura rechoncha, de baja estatura, avanzando con su paso saltarín camino del tren de regreso. Y bien: nos hallamos ya muy internados en el Canal. Suena por última vez la campana para recoger el correo y despedimos al práctico. Ya estamos en camino; el buque surca la vieja ruta. Dios bendiga a los que dejamos atrás y nos traiga de vuelta sanos y salvos.

7. Mañana nos perderemos en lo desconocido

No quiero aburrir a quienes se internen en esta narración con un relato del confortable viaje que disfrutamos a bordo del buque de la Booth, ni tampoco voy a hablar de nuestra estancia de una semana en Pará (salvo que quiero dejar constancia de la gran amabilidad de la Compañía Pereira da Pinta al ayudarnos a reunirnos con nuestro equipaje). Sólo quiero aludir brevemente a nuestro trayecto aguas arriba por un río ancho, de lenta corriente con aguas color de arcilla, a bordo de un vapor que era casi tan grande como el que nos había transportado a través del Atlántico. Finalmente cruzamos los estrechos de Obidos y arribamos a la ciudad de Manaos. Allí fuimos rescatados de los limitados atractivos de la posada local por el señor Shortman, representante de la British and Brazilian Trading Company. En su hospitalaria
fazenda
[13]
pasamos el tiempo hasta el día en que estaríamos autorizados a abrir la carta con las instrucciones del profesor Challenger. Pero antes que llegue a relatar los sorprendentes sucesos de esa fecha, desearía esbozar un retrato más definido de mis camaradas en esta empresa y de los colaboradores que ya habíamos congregado en Sudamérica. Hablaré sin reservas, señor McArdle, y dejo a su discreción el uso que quiera dar a mis materiales, ya que este informe ha de pasar por sus manos antes que sea dado a conocer en el mundo.

Los logros científicos del profesor Summerlee son harto bien conocidos para que me moleste en recapitularlos. Está mejor preparado para una expedición tan ruda como ésta de lo que uno podría imaginar a primera vista. Su cuerpo alto, enjuto y correoso es insensible a la fatiga y ningún cambio en el ambiente que lo rodea afecta a su carácter seco, medio sarcástico y, a menudo, carente de toda simpatía. A pesar de que tiene ya sesenta y seis años, jamás le he oído expresar algún disgusto ante las ocasionales penalidades con que nos hemos enfrentado. Yo había conceptuado su presencia como un estorbo para la expedición, pero en realidad ahora estoy convencido de que su capacidad de resistencia es tan grande como la mía. En cuanto a su temperamento, es naturalmente agrio y escéptico. Nunca ha ocultado, desde el principio, su creencia de que el profesor Challenger es un completo farsante, que nos hemos embarcado todos en una empresa quimérica y absurda, y que lo más probable es que sólo cosechemos desilusiones y peligros en Sudamérica y el correspondiente ridículo en Inglaterra. Éstos eran los puntos de vista que vertió en nuestros oídos durante todo nuestro viaje de Southampton a Manaos, ilustrando sus peroraciones con apasionados visajes de sus descarnadas facciones y sacudidas de su rala perilla, que se parecía a la barba de un chivo. Desde que desembarcamos, ha obtenido algún consuelo en la belleza y variedad de insectos y pájaros que pululan a su alrededor, porque su devoción por la ciencia es absoluta y la siente de todo corazón. Se pasa los días merodeando por los bosques, con su escopeta y su red de cazar mariposas, y ocupa sus veladas en clasificar y montar los muchos ejemplares que ha adquirido. Entre sus particularidades menores se pueden contar su descuido en el vestir, la falta de limpieza en su persona, la extremada distracción en todos sus hábitos y su afición a fumar en una corta pipa de escaramujo, que rara vez está fuera de su boca. Durante su juventud participó en varias expediciones científicas (estuvo con Robertson en Papuasia) y la vida en campamentos y canoas no es para él ninguna novedad. Lord John Roxton tiene algunos puntos en común con el profesor Summerlee y otros en que constituyen una verdadera antítesis uno del otro. Es veinte años más joven, pero similar en el físico, descarnado y enjuto. En cuanto a su apariencia, ya la he descrito, me parece, en la parte de mi narración que dejé en Londres. Es extremadamente aseado y meticuloso en sus hábitos, viste siempre cuidadosamente, con trajes de dril blanco y altas botas protectoras de color castaño, y se afeita al menos una vez al día. Como la mayoría de los hombres de acción, es lacónico en el hablar y se sumerge fácilmente en sus propios pensamientos, pero siempre estápronto a responder a una pregunta o a participar en las conversaciones, con un lenguaje algo excéntrico y medio humorístico. Su conocimiento del mundo, y de Sudamérica en especial, resulta sorprendente; cree de todo corazón en las posibilidades de nuestra expedición, sin que le desanimen las mofas del profesor Summerlee. Tiene una voz suave y unos modales serenos, pero detrás de sus relampagueantes ojos azules acecha una capacidad para estallar en ira furiosa e implacable resolución, tanto más peligrosas cuanto que las refrena. Hablaba poco de sus hazañas en el Brasil y en Perú, pero fue una revelación para mí descubrir la excitación que causó su presencia entre los indígenas ribereños, que lo consideraban su campeón y protector. Las proezas del jefe Rojo, como le llamaban, se habían vuelto legendarias entre ellos, pero los hechos reales, por lo que pude saber, eran ya bastante sorprendentes.

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