Authors: Arthur Conan Doyle
Confieso que tal como Summerlee expuso su tesis, me impresionó como algo enteramente razonable. Hasta Challenger quedó afectado por la consideración de que sus enemigos jamás serían refutados si la confirmación de sus aseveraciones nunca llegaba a quienes habían dudado de él.
—A primera vista, el problema del descenso es formidable —dijo—, pero no dudo sin embargo que el intelecto es capaz de resolverlo. Estoy dispuesto a concordar con mi colega en que no es actualmente aconsejable una estancia prolongada en la Tierra de Maple White, y que la cuestión del regreso tendrá que ser afrontada en breve. Sin embargo, me opongo terminantemente a abandonarla hasta que hayamos realizado por lo menos un examen superficial de esta comarca, y hasta que seamos capaces de llevar con nosotros algo semejante a un mapa.
El profesor Summerlee lanzó un gruñido de impaciencia. —Hemos pasado dos días largos dedicados a la exploración —dijo— y no estamos más enterados de la geografía real de este lugar que cuando empezamos. Es innegable que todo está cubierto de espesos bosques y que llevaría meses penetrarlos y enterarnos de las relaciones entre cada una de sus partes. Sería diferente si hubiese un pico central, pero, hasta donde podemos ver, todo desciende en declive hacia adentro. Cuanto más lejos vayamos, menos probable será que obtengamos una visión de conjunto.
Ése fue el momento en que tuve mi inspiración. Mis ojos se alzaron por casualidad hacia el tronco nudoso del árbol gingko que desplegaba sobre nosotros sus enormes ramas. Ciertamente, si su tronco era mayor que todos los demás, lo mismo sucedería con su altura. Si el margen de la meseta era verdaderamente su parte más elevada, ¿por qué este árbol gigantesco no habría de constituir una verdadera torre vigía que dominase todo el país? Y bien: desde mis correrías salvajes de mozalbete, allá en Irlanda, fui un osado y hábil trepador de árboles. Mis camaradas podrían ser mis maestros escalando rocas, pero yo sabía que era insuperable entre las ramas. Si lograba colocar mis piernas en el más bajo de estos gigantescos vástagos, sería verdaderamente raro que no pudiese abrirme camino hasta la copa. Mis camaradas quedaron encantados con mi idea.
—Nuestro joven amigo —dijo Challenger inflando las rojas manzanas de sus carrillos— es capaz de ejercicios acrobáticos que serían imposibles para un hombre de más sólida y posiblemente más dominante apariencia. Aplaudo su determinación.
—¡Por Dios, compañerito, ha dado usted en el clavo! —dijo lord John dándome palmadas en la espalda—. ¡No puedo entender cómo no pensamos antes en eso! Sólo nos queda una hora de luz, pero si lleva su libro de notas quizá pueda ser capaz de hacer un boceto preliminar del lugar. Si ponemos estas tres cajas de municiones debajo de la rama, yo puedo fácilmente alzarlo hasta ella.
Se puso de pie sobre las cajas mientras yo me colocaba de frente al tronco. Ya estaba levantándome suavemente cuando Challenger saltó hacia adelante y me dio tal empujón con su enorme mano que prácticamente me proyectó dentro del árbol. Me abracé con ambas manos a la rama y bregué fuerte con mis pies hasta que logré apoyar encima de ella primero mi cuerpo y después mis rodillas. Había tres excelentes vástagos que nacían del tronco, por encima de mi cabeza, que parecían tres anchos peldaños de escalera, y más allá una maraña de ramas convenientemente situadas, de modo que pude trepar hacia arriba con tal rapidez que pronto perdí de vista el suelo y no vi más que follaje debajo de mí. Aquí y allá encontraba un impedimento, y una vez tuve que trepar por una enredadera hasta nueve o diez pies, pero hice excelentes progresos y la voz retumbante de Challenger parecía llegar hasta mí desde una gran distancia hacia abajo. De todos modos, el árbol era enorme, y mirando hacia arriba no pude apreciar ningún claro entre las hojas por encima de mi cabeza. Sobre una de estas ramas por la cual me estaba arrastrando había una especie de mata tupida, parecida a un arbusto aéreo parásito. Apoyé la cabeza por su costado para ver qué había detrás y estuve a punto de caer del árbol de la sorpresa y el horror que me produjo lo que contemplé.
Una cara me miraba con fijeza... a una distancia de uno o dos pies solamente. El ser al cual pertenecía estaba agazapado detrás de la mata parásita y se había puesto a mirar alrededor al mismo tiempo que yo. Era un rostro humano... o por lo menos era mucho más humano que el de cualquier mono que yo hubiera visto. Era largo, blancuzco y cubierto de granos, con la nariz achatada y la mandíbula inferior protuberante, con una pelambre tosca y cerdosa alrededor de la barbilla. Los ojos, bajo unas cejas espesas y gruesas, eran bestiales y feroces, y cuando abrió la boca para gruñirme algo que sonaba como una maldición, observé que tenía dientes caninos, curvos y afilados. Por un instante leí el odio y la amenaza en aquellos ojos malignos. Luego, con la rapidez de un relámpago, se llenaron de una expresión de temor abrumador. Hubo un crujido de ramas rotas cuando se sumergió desatinadamente en la maraña del follaje. Vislumbré el reflejo de un cuerpo peludo semejante al de un cardo rojizo y luego desapareció entre un torbellino de hojas y ramas.
—¿Qué sucede? —gritó Roxton desde abajo—. ¿Le ocurre algo malo?
—¿No lo vieron ustedes? —exclamé con mis brazos aferrados a la rama y todos mis nervios trepidando.
—Hemos oído un estrépito, como si su pie hubiese resbalado. ¿Qué fue?
Estaba tan conmovido por la súbita y extraña aparición de ese mono–hombre que dudé ante la posibilidad de bajar otra vez y narrar la experiencia a mis compañeros. Pero había llegado tan alto por el gran árbol que me pareció humillante volver sin haber llevado a cabo mi misión.
Hice una larga pausa, no obstante, para recobrar mi aliento y mi valor, y luego continué mi ascenso. Una vez apoyé todo mi peso sobre una rama podrida y quedé columpiándome por unos instantes con las manos, pero en lo principal fue una escalada muy fácil. Poco a poco el follaje se fue aclarando a mi alrededor y comprendí, al sentir el viento sobre mi rostro, que ya había sobrepasado a todos los árboles del bosque. Pero estaba decidido, sin embargo, a no mirar a mi alrededor hasta alcanzar el punto más alto; de modo que seguí trepando hasta que la rama extrema de la copa se curvó bajo mi peso. Entonces me afirmé en una horqueta conveniente y, balanceándome con seguridad, me hallé contemplando el más maravilloso panorama del extraño país en que nos encontrábamos.
El sol estaba justamente rozando la línea del horizonte por el oeste, y el atardecer era especialmente brillante y claro, de modo que toda la extensión de la meseta se ofrecía ante mi vista. Vista desde esa altura, se presentaba como un óvalo de unas treinta millas de largo por unas veinte de ancho. Su conformación general era la de un embudo poco profundo, que descendía en declive por todos sus lados hasta un lago bastante grande que había en su centro. El lago debía de tener unas diez millas de circunferencia y se extendía muy verde y hermoso a la luz del atardecer, con una espesa orla de cañaverales en sus orillas y su superficie quebrada por algunos amarillos bancos de arena que brillaban como el oro al suave resplandor del sol. En los bordes de aquellas manchas arenosas se veían cantidades de objetos largos y oscuros, demasiado gruesos para ser caimanes y demasiado largos para ser canoas. Con mis gemelos pude ver claramente que estaban vivos, pero no pude imaginar cuál podría ser su naturaleza.
Desde el lado de la meseta en que estábamos descendían las tierras boscosas, con ocasionales claros que se desplegaban hacia el lago central en una extensión de cinco o seis millas. Pude ver a mis mismos pies el calvero de los iguanodontes y, más lejos, una abertura redonda entre los árboles señalaba la ciénaga de los pterodáctilos. Sin embargo, por la parte que quedaba frente a mí, la meseta presentaba un aspecto muy diferente. Allí, los riscos basálticos del exterior se reproducían por el interior, formando una escarpa de unos doscientos pies de altura, con una pendiente boscosa por debajo. A lo largo de la base de estos riscos rojizos, a cierta altura sobre el suelo, pude ver con ayuda de mis prismáticos una cantidad de agujeros negros, que debían ser las bocas de cuevas, según conjeturé. En la entrada de una de ellas resaltaba débilmente algo blanco, pero no pude descubrir qué era. Me puse a dibujar el mapa de la comarca hasta que el sol se puso y estuvo demasiado oscuro para distinguir los detalles. Luego descendí hasta donde me esperaban ansiosamente mis compañeros, al pie del gran árbol. Por una vez fui el héroe de la expedición. Sólo a mí se me había ocurrido la idea y yo solo la había llevado a cabo; y aquí estaba el mapa que podía salvarnos de un mes de ciegos tanteos entre peligros desconocidos. Cada uno de ellos me estrechó solemnemente la mano. Pero antes de que discutieran los detalles de mi mapa tenía que contarles mi encuentro con el monohombre entre el ramaje.
—Ha estado ahí todo el tiempo —dije.
—¿Cómo lo sabe usted? —preguntó lord John.
—Porque en ningún momento me abandonó la sensación de que algo maligno estaba observándonos. Se lo mencioné a usted, profesor Challenger.
—En efecto, nuestro joven amigo me dijo algo por el estilo. Además, él es el único de nosotros que posee ese temperamento celta que puede hacerlo sensible a tales impresiones.
—Toda la teoría de la telepatía... —comenzó a decir Summerlee mientras llenaba su pipa.
—Es demasiado vasta para que la discutamos ahora —dijo Challenger con decisión—. Y ahora dígame —añadió con el aire de un obispo dirigiéndose a los alumnos de una escuela dominical—. ¿Pudo observar si esa criatura podía cruzar su pulgar sobre la palma de la mano?
—No, verdaderamente.
—¿Tenía cola?
—No.
—¿Los pies eran prensiles?
—No creo que pudiera huir tan rápidamente por entre las ramas si no se pudiese agarrar a ellas con los pies.
—Hay en Sudamérica, si mi memoria no falla (usted puede controlar mi observación, profesor Summerlee), unas treinta y seis especies de monos, pero el mono antropoide es desconocido. Está claro, sin embargo, que existe en esta región y que no es la variedad velluda del gorila, que nunca se ha observado fuera de África y Oriente —yo, mientras lo miraba, me sentía inclinado a añadir que había visto a un primo hermano suyo en el zoo de Kensington—. Éste es un tipo barbado y descolorido, y esta última característica apunta al hecho de que pasa sus días en una reclusión arbórea. La cuestión que debemos afrontar es la de si se aproxima más al mono o al hombre. En este último caso, podría aproximarse a lo que el vulgo ha llamado «el eslabón perdido». La solución de este problema es nuestro deber más inmediato.
—Nada de eso —dijo Summerlee abruptamente—. Ahora que, gracias a la inteligencia y actividad del señor Malone (no tengo más remedio que citar sus palabras), hemos conseguido nuestro mapa, nuestro deber único e inmediato es salir sanos y salvos de este espantoso lugar.
—Los efectos debilitadores de la civilización —gruñó Challenger.
—Los efectos de la tinta de imprenta de la civilización, señor. Nuestra tarea debe ser la de dejar constancia de lo que hemos visto, y dejar a otros una exploración más amplia. Todos ustedes estuvieron de acuerdo con esto antes de que el señor Malone nos trajera el mapa.
—Bien —dijo Challenger—. Admito que mi ánimo estará más a gusto cuando esté seguro de que el resultado de nuestra expedición ha sido comunicado a nuestros amigos. En cuanto a cómo lograremos bajar de este lugar, no tengo aún la menor idea. Sin embargo, jamás me enfrenté hasta ahora con ningún problema que mi inventiva no haya sido capaz de resolver, y les prometo que mañana volcaré mi atención al problema de nuestro descenso.
Y así quedó el asunto por el momento. Pero aquella noche, a la luz de la hoguera y de una única bujía, quedó elaborado el primer mapa del mundo perdido. Cada detalle de los que había anotado someramente desde mi torre de vigía fue dibujado en su lugar aproximado. El lápiz de Challenger quedó en suspenso sobre la gran mancha vacía que señalaba el lago.
—¿Cómo lo llamaremos? —preguntó.
—¿Por qué no aprovecha la oportunidad de perpetuar su propio nombre? —dijo Summerlee con su habitual toque de acritud.
—Confío, señor, en que mi nombre será reclamado por la posteridad debido a otras y más personales razones —dijo Challenger severamente—. Cualquier ignorante puede inmortalizar su insignificante recuerdo colocando su nombre a una montaña o a un río. Yo no necesito un monumento semejante.
Summerlee, con una retorcida sonrisa, estaba a punto de asaltarlo con una nueva agresión cuando lord John se apresuró a intervenir.
—A usted le toca, compañerito, bautizar el lago —dijo—. Usted lo vio primero, y por Dios que si elige llamarlo «Lago Malone», nadie con mayores derechos para hacerlo.
—Sin duda. Dejemos que sea nuestro joven amigo quien le ponga un nombre —dijo Challenger.
—Pues entonces —dije sonrojándome, pero me atreví a decirlo— bauticémoslo Lago Gladys.
—¿No cree que Lago Central sería un nombre más descriptivo? —señaló Summerlee.
—Yo preferiría Lago Gladys.
Challenger me miró con simpatía y sacudió su gran cabeza con burlona desaprobación:
—Los muchachos serán siempre muchachos —dijo—. Sea pues Lago Gladys.
He dicho ya —o quizá no lo he dicho, porque la memoria me ha hecho bromas pesadas durante estos días— que resplandecía de orgullo cuando hombres de la talla de mis tres camaradas me agradecían por haber salvado —o por lo menos aliviado en parte— la situación. Como el más joven del grupo, no solamente en años sino también en experiencia, carácter, conocimientos y todo aquello que contribuye a forjar un hombre, había quedado desde el principio en un cono de sombra. Y ahora era la mía. La idea me enfervorizó. ¡Ay, que siempre el orgullo anticipa la caída! Esa cálida sensación de confianza en mí mismo, a la que se añadía una medida de autosatisfacción, iban a arrastrarme, esa misma noche, a la más espantosa experiencia de mi vida, a una conmoción que aún me pone enfermo cada vez que la recuerdo.