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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (23 page)

BOOK: El mundo perdido
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—Ya pensamos en eso. Aquí no hay lianas trepadoras que puedan sostenernos.

—Mande buscar cuerdas,
Massa
Malone.

—¿A quién puedo mandar a buscarlas y adónde?

—A la aldea india, señó. La aldea india llena de cuerdas de cuero. El indio está abajo. Envíelo a él.

—¿Quién es él?

—Uno de nuestros indios. Los otros le pegaron y quitaron la paga. Volvió con nosotros. Pronto para llevar carta, traer cuerda... cualquier cosa.

¡Llevar una carta! ¿Por qué no? Quizá podría regresar con ayuda, pero en todo caso podría asegurar que nuestras vidas no se han sacrificado en vano y que las noticias de todo lo que hemos conquistado para la ciencia llegarían a nuestros amigos de la patria. Ya tenía terminadas dos cartas completas. Ocuparía todo el día escribiendo una tercera, que daría cuenta de todas mis experiencias hasta estos momentos. El indio podría llevarlas de regreso al mundo. Ordené a Zambo, por lo tanto, que regresara por la tarde, y pasé toda mi solitaria y miserable jornada registrando todas mis aventuras de la noche pasada. También redacté una nota, que deberá ser entregada a cualquier mercader blanco o al capitán de un vapor que los indios puedan encontrar, rogándoles que se ocupen de que nos sean enviadas las cuerdas, porque de ellos dependen en gran parte nuestras vidas. Arrojaré estos documentos a Zambo cuando llegue al atardecer, y también mi portamonedas, que contiene tres soberanos ingleses. Éstos serán entregados al indio, con la promesa de doblar esa cantidad si regresa con las cuerdas.

De este modo comprenderá usted, mi querido McArdle, de qué modo llega a sus manos esta comunicación y conocerá también la verdad, en caso de que nunca más vuelva a saber de su infortunado corresponsal. Esta noche estoy demasiado fatigado y demasiado deprimido para hacer proyectos. Mañana reflexionaré sobre los medios para mantenerme en contacto con este campamento y además para buscar por todas partes alguna traza de mis infelices amigos.

13. Una escena que no olvidaré jamás

Cuando el sol se ponía y comenzaba aquella melancólica noche, vi la solitaria figura del indio en la vasta planicie que se abría allá abajo ante mí, y lo contemplé, como a una débil esperanza de salvación, hasta que desapareció entre las nieblas del atardecer, que se elevaban teñidas de rosa por el sol poniente entre el río distante y yo.

Estaba ya muy oscuro cuando regresé al fin a nuestro devastado campamento, y mi última visión al irme fue el rojo resplandor de la hoguera de Zambo, único punto de luz en el ancho mundo de abajo, como lo era su presencia leal en mi propia alma ensombrecida. Y, sin embargo, me sentía más contento ahora, como no me había sentido después de aquel golpe aplastante que había caído sobre mí: porque era bueno pensar que el mundo sabría lo que habíamos hecho, de modo que en el peor de los casos nuestros nombres no perecerían con nuestros cuerpos, sino que pasarían a la posteridad asociados al resultado de nuestros trabajos.

Era algo aterrador dormir en aquel fatídico campamento; pero aún era más enervante hacerlo en la maraña de la jungla. Pero no había otra alternativa. Por un lado, la prudencia me avisaba de que me mantuviese en guardia, pero, por el otro, mi exhausta naturaleza me impelía a no hacer nada de esta clase. Trepé a una rama del gran árbol gingko, pero su redonda superficie no me ofrecía una sustentación estable, y seguramente me vendría abajo rompiéndome el cuello en el momento en que me adormeciera. Por lo tanto bajé de nuevo y me puse a meditar sobre lo que debería hacer. Por último, cerré la puerta de la
zareba
, encendí tres fuegos separados en triángulo. Después de haber ingerido una cena reconfortante, me sumí en un profundo sueño, que tuvo un despertar tan sorprendente como bienvenido. Al amanecer, justo cuando despuntaba el día, una mano se posó en mi brazo. Me levanté de golpe, con todos mis nervios vibrando y mi mano tanteando el rifle. Lancé un grito de alegría cuando, en la fría y gris luz de la mañana, vi a lord John arrodillado junto a mí.

Era él ... y, con todo, no era él. Cuando lo había dejado era una persona de talante sereno, maneras correctas y pulcritud en el vestir. Ahora estaba pálido, con ojos extraviados, respirando a boqueadas, como si hubiera corrido rápido y muy lejos. Su rostro delgado estaba ensangrentado y arañado, su ropa le colgaba en andrajos y había perdido el sombrero. Lo contemplé asombrado, pero él no me dio oportunidad para hacer preguntas. Al mismo tiempo que hablaba iba cogiendo cosas de entre nuestros depósitos.

—¡Rápido, compañerito! ¡Rápido! —exclamó—. Ahora cada momento cuenta. Agarre los rifles... los dos. Yo tengo los otros dos. Y ahora todos los cartuchos que pueda reunir. Llene sus bolsillos. Ahora, algo de comida. Media docena de latas será suficiente. ¡Ya está bien! No se demore en hablar ni en pensar. ¡Dése prisa o estamos perdidos!

Aún semidormido e incapaz de imaginar el significado de todo aquello, me vi corriendo alocadamente por el bosque detrás de lord John, llevando un rifle bajo cada brazo y un montón de alimentos en las manos. Corría escabulléndose por entre lo más espeso del monte bajo, hasta que llegó a una densa mata de arbustos. Se arrojó dentro, sin cuidarse de las espinas, y se echó en el corazón del matorral, empujándome para que me colocase a su lado.

—¡Eso es! —jadeó—. Creo que aquí estamos a salvo. Tan seguro como el destino que ellos van a ganar el campamento. Va a ser su primera idea. Pero lo que hemos hecho los confundirá.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté cuando hube recobrado el aliento—. ¿Dónde están los profesores? ¿Y quién nos persigue?

—Los monos–hombre —exclamó—. ¡Por Dios, qué bestias! No levante la voz porque tienen el oído muy aguzado... y la vista muy penetrante, también, pero su olfato es muy débil, hasta donde pude juzgar. Por eso, no creo que puedan descubrirnos husmeando. ¿Dónde estuvo usted, compañerito? ¡De buena se salvó!

En pocas frases y con voz susurrante le conté lo que había hecho.

—Eso es bastante malo —dijo cuando oyó lo del dinosaurio y el pozo—. No es un sitio muy apropiado para una cura de reposo, ¿eh? Pero yo no tenía idea de sus posibilidades hasta que esos demonios se apoderaron de nosotros. Una vez caí en manos de los caníbales papúas, pero ellos son unos caballeros comparados con esta caterva.

—¿Y cómo sucedieron las cosas? —pregunté.

—Fue a la mañana temprano. Nuestros doctos amigos empezaban a moverse. Ni siquiera habían comenzado a discutir. De pronto, empezaron a llover monos. Caían tan abundantes como las manzanas de un árbol. Supongo que se habían ido reuniendo en la oscuridad hasta que el gran árbol que se extendía sobre nuestras cabezas estuvo repleto de ellos. Yo le disparé a uno de ellos en la barriga, pero antes de que supiéramos dónde estábamos nos habían puesto de espaldas en el suelo, con los brazos abiertos. Yo los llamo monos, pero llevaban garrotes y piedras en las manos y farfullaban entre ellos en alguna jerigonza. Por fin nos ataron las manos con lianas trepadoras, y por ende están mucho más adelantados que cualquier animal que yo haya visto en mis andanzas. Monos–hombres, eso es lo que son: «Eslabones perdidos»; y ojalá que siguieran perdidos. Se llevaron a su camarada herido, que sangraba como un cerdo, y se sentaron a nuestro alrededor. Y si alguna vez he visto en una cara la fría determinación de matar, fue en las suyas. Eran fulanos muy grandes, grandes como un hombre y mucho más fuertes. Tienen unos extraños ojos grises y cristalinos, bajo unas cejas peludas y rojizas. Permanecieron sentados, así, deleitándose, deleitándose con su caza. Challenger no es un gallina, pero hasta él se sentía acobardado. Se las arregló para ponerse de pie y les dijo a gritos que acabaran con aquello y se fueran. Creo que lo inesperado de todo esto le había hecho perder un poco la cabeza, porque los insultaba y maldecía como un lunático. No les hubiera dicho tantas palabrotas ni si se tratase de un grupo de esos periodistas que suelen ser sus favoritos.

—Bien, ¿y qué hicieron ellos?

Yo escuchaba con el ánimo en suspenso la extraña historia que mi compañero me susurraba al oído, mientras durante todo el tiempo sus ojos agudos vigilaban en todas direcciones y su mano mantenía empuñado su rifle amartillado.

—Pensé que había llegado el fin para todos nosotros, pero en lugar de matarnos pareció que aquel discurso les había hecho variar sus intenciones. Todos ellos farfullaban y charlaban entre sí. Entonces, uno de ellos se puso de pie junto a Challenger. Sonríase si quiere, compañerito, pero palabra de honor que parecían parientes. Nunca lo habría creído si no lo hubiese visto con mis propios ojos. Este viejo mono–hombre, que era el jefe, parecía una especie de Challenger rojizo, con todos y cada uno de los rasgos peculiares de belleza que adornan a nuestro amigo, sólo que un poco más destacados.

Tenía el cuerpo breve, los hombros anchos, el pecho abombado, sin cuello, la gran chorrera rojiza que formaba la barba, las cejas muy pobladas, la mirada de «¡qué quieres, maldita sea!» en sus ojos: en fin, todo el catálogo. Cuando el mono–hombre se colocó al lado de Challenger y le puso su manaza en el hombro, la impresión era completa. Summerlee estaba un poquito histérico y se puso a reír hasta las lágrimas. Los monos–hombres rieron también (o por lo menos charlaron en su endemoniado cacareo) y luego se dispusieron a conducirnos a través del bosque. No quisieron tocar nuestras armas y las cosas (supongo que las consideraron peligrosas), pero se llevaron todos los víveres sueltos. Summerlee y yo fuimos tratados con rudeza durante la jornada (mis ropas y mi piel lo demuestran), porque nos hicieron caminar en linea recta a través de los matorrales; su propia piel no era afectada, ya que está curtida como el cuero. Pero Challenger estaba muy bien. Cuatro de ellos lo transportaban sobre sus hombros, e iba como un emperador romano. ¿Qué es eso?

Se oía a la distancia un extraño ruido tintineante parecido a unas castañuelas.

—¡Allí van! —dijo mi compañero, poniendo cartuchos en el segundo de sus rifles Express de dos cañones—. ¡Cargue todos los suyos, compañerito–camarada, porque no nos vamos a dejar prender con vida, y no lo piense más! Ése es el bochinche que hacen cuando están excitados. ¡Por Dios! Van a tener algo con qué excitarse si nos descubren. No será como en
La última resistencia de los Grey
. Como cantaba cierto cabezota: «
Aferrando sus rifles en sus rígidas manos, en medio de un círculo de muertos y moribundos
». ¿Puede oírlos ahora?

—Muy alejados.

—Esa pequeña banda no logrará nada, pero supongo que sus partidas de búsqueda están por todo el bosque. Bien: le estaba contando la historia de nuestras desgracias. Rápidamente nos llevaron a su poblado, que tiene alrededor de mil chozas de ramas y hojas, en una gran arboleda cercana al borde del farallón. Está a tres o cuatro millas de aquí. Las asquerosas bestias me palparon por todo el cuerpo, y me siento como si nunca más pudiera estar limpio otra vez. Nos ataron (el fulano que me manipulaba sabía atar como una marinero) y allí quedamos tendidos boca arriba cerca de un árbol, mientras un gran bruto armado de un garrote montaba guardia junto a nosotros. Cuando digo «nosotros» quiero decir Summerlee y yo. El viejo Challenger estaba subido a un árbol, comiendo piñas y pasándolo estupendamente. Tengo el deber de reconocer que se las ingenió para conseguirnos algunas frutas, y con sus propias manos aflojó nuestras ligaduras. Si usted lo hubiese visto sentado en lo alto de aquel árbol, en plena intimidad con su hermano gemelo... y cantando con su retumbante voz de bajo
Repicad, locas campanas
(porque cualquier clase de música los pone de buen humor), habría sonreído. Pero como usted comprenderá, nosotros no estábamos muy predispuestos a la risa. Dentro de ciertos límites, ellos se inclinaban a dejarle hacer lo que quisiese, pero a nosotros nos tenían con la rienda corta. Era un gran consuelo para todos nosotros el saber que usted andaba suelto y que tenía bien guardados nuestros archivos.

»Y ahora, compañerito, le diré algo que lo va a sorprender. Dice usted que ha visto señales de vida humana, fuegos, trampas y todo lo demás. Y bien: nosotros hemos visto a los indígenas en persona. Eran unos pobres diablos, unos hombrecitos con cara de abatimiento, que tenían hartos motivos para estar así. Al parecer los seres humanos ocupan un lado de la meseta, allá enfrente, donde usted vio las cuevas, y los monos–hombres dominan este lado. Entre todos ellos hay una guerra sangrienta y constante. Ésta es la situación, hasta donde pude entenderla. Bueno, ayer los monos–hombres se apoderaron de una docena de humanos y los trajeron prisioneros. En su vida oirá usted una cháchara y un griterío semejantes. Los hombres eran unos camaradas pequeñitos y cobrizos y tenían tantas mordeduras y zarpazos que apenas podían caminar. Los monos–hombres mataron a dos de ellos allí mismo (a uno le arrancaron prácticamente el brazo); fue algo completamente bestial. Eran unos chicos animosos y apenas si lanzaron un gemido. Pero a nosotros nos dejó literalmente enfermos. Summerlee se desmayó y el mismo Challenger tuvo gran trabajo para sostenerse firme. Creo que ya se han esfumado, ¿no es cierto?

Escuchamos atentamente, pero sólo las llamadas de los pájaros turbaban la profunda paz de la selva. Lord John volvió a su relato.

—Creo que se ha escapado usted de milagro, compañeritocamarada. Probablemente la captura de esos indios les hizo borrar de la memoria la presencia de
usted
, porque de otro modo hubieran vuelto al campamento, fatalmente, y le habrían cogido allí. Naturalmente, como usted dijo, nos habían estado vigilando desde el principio encaramados en aquel árbol y sabían perfectamente que faltaba uno de nosotros. No obstante, sólo podían pensar en su última redada; por eso fui yo y no una pandilla de monos quien le despertó esta mañana. Bueno, después tuvimos otro asunto horripilante. ¡Dios mío! ¡Qué pesadilla fue todo aquello! ¿Recuerda aquella gran franja de cañas aguzadas, allá abajo, donde encontramos el esqueleto del norteamericano? Bien: está exactamente debajo del poblado de los monos–hombres y por allí hacen saltar a sus prisioneros. Creo que si buscamos encontraremos montones de esqueletos en ese lugar. Tienen una especie de campo de desfiles en la cima y el despeñamiento se hace con las ceremonias apropiadas. Uno a uno, los pobres diablos tienen que saltar, y el juego consiste en ver si sencillamente se hacen pedazos contra el suelo o si quedan ensartados en las cañas. Nos llevaron a ver la ceremonia y toda la tribu se alineó en el borde. Cuatro indios saltaron y las cañas los atravesaron como agujas de coser a un pedazo de mantequilla. No es raro que hayamos encontrado el esqueleto del pobre yanqui con las cañas creciendo entre sus costillas. Era horrible... mas diabólicamente interesante. Todos mirábamos fascinados a los que daban la zambullida, aun cuando pensásemos que el próximo podía ser nuestro turno en el trampolín.

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