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Authors: Arthur Conan Doyle

El mundo perdido (25 page)

BOOK: El mundo perdido
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—¡Por Dios! —exclamó lord John atusando su bigote con gran perplejidad—. ¿Qué vamos a hacer con esta gente, digo yo? Levántese, muchacho, y aparte su cara de mis botas.

Summerlee se estaba incorporando y estaba cargando su vieja pipa de escaramujo.

—Debemos ponerlos a salvo —dijo—. Usted nos ha arrancado a todos de las fauces de la muerte. ¡Palabra que ha sido una obra bien hecha!

—¡Admirable! —exclamó Challenger—. ¡Admirable! No sólo nosotros como individuos, sino toda la ciencia europea colectivamente, estamos obligados a usted por una profunda deuda de gratitud ante lo que ha hecho. No vacilo en declarar que la desaparición del profesor Summerlee y la mía propia habrían dejado un sensible vacío en la historia moderna de la zoología. Nuestro joven amigo aquí presente y usted han hecho un trabajo estupendo.

Nos brindó la resplandeciente sonrisa paternal de siempre. Pero la ciencia europea se habría sentido algo sorprendida si hubiera podido ver a su hijo dilecto, esperanza del futuro, con su cabeza enmarañada y desaseada, su pecho desnudo y sus ropas hechas jirones. Tenía una de las latas de carne entre sus rodillas y sostenía entre sus dedos un voluminoso trozo de carnero australiano en conserva. El indio levantó la vista hacia él y luego, con un gañido, se prosternó en el suelo agarrándose a la pierna de lord John.

—No te asustes, jovencito —dijo lord John palmeando la desgreñada cabeza que tenía delante—. Challenger, su aspecto lo ha confundido. ¡Y, por Dios, que no me extraña! Bueno, bueno, mocito, él es un ser humano, nada más, igual que todos nosotros.

—¡Verdaderamente, señor! —exclamó el profesor.

—Bueno, Challenger, ha sido una suerte para usted que usted se salga un poco de lo ordinario. De no ser por su gran parecido con el rey...

—A fe mía, lord Roxton, que usted va demasiado lejos.

—Bueno, es un hecho.

—Le ruego, señor, que cambie de tema. Sus observaciones son irrelevantes e ininteligibles. El problema que se nos presenta es: ¿qué vamos a hacer con estos indios? Resulta obvio que deberíamos escoltarlos hasta sus hogares, si supiéramos dónde viven.

—Sobre eso no hay dificultad alguna —dije—. Viven en las cuevas que hay al otro lado del lago central.

—Nuestro joven amigo aquí presente sabe dónde viven. Sospecho que será bastante lejos.

—Unas veinte millas largas —dije.

Summerlee lanzó un gruñido.

—Yo, por mi parte, no podré llegar hasta allí. Todavía estoy escuchando los aullidos de esas bestias siguiendo nuestro rastro. Mientras hablaba, oímos venir desde muy lejos, desde los oscuros recovecos del bosque, el agudo chillido de los monos–hombres. Los indios, de nuevo, lanzaron un débil lamento de temor.

—¡Tenemos que irnos, e irnos rápidamente! —dijo lord John—. Usted ayude a Summerlee, compañerito. Estos indios pueden cargar con nuestras provisiones. Vamos, pues, antes de que puedan vernos.

En menos de media hora habíamos alcanzado nuestro refugio en la maleza y nos habíamos ocultado dentro. Durante todo el día escuchamos las llamadas agitadas de los hombres–monos en dirección de nuestro antiguo campamento, pero ninguno de ellos vino hacia donde estábamos, de modo que los cansados fugitivos, rojos y blancos, gozaron de un largo y profundo sueño. Me hallaba yo adormecido, al anochecer, cuando alguien me tiró de la manga y advertí que Challenger estaba arrodillado junto a mí.

—Señor Malone, usted lleva un diario de todos estos acontecimientos y espera eventualmente publicarlos —dijo solemnemente.

—Estoy aquí solamente como un corresponsal de prensa —contesté.

—Exactamente. Quizá haya escuchado usted algunas fatuas observaciones de lord John Roxton, de las que parecía deducirse que había cierta... cierta semejanza...

—Sí, he escuchado.

—No necesito decirle que cualquier publicidad que se diera a semejante idea, cualquier ligereza en su narración acerca de lo que ocurrió, resultaría altamente ofensiva para mí. —Me mantendré dentro de los límites de la verdad.

—Las observaciones de lord John son frecuentemente fantasiosas en exceso, y es capaz de atribuir las razones más absurdas al respeto que siempre demuestran hasta las razas más subdesarrolladas hacia la dignidad y el carácter. ¿Sigue usted mi razonamiento?

—Por entero.

—Dejo el asunto a su libre discreción.

Y añadió después de una larga pausa:

—En realidad, el rey de los monos–hombres era un ser de gran distinción, una personalidad de notable belleza e inteligencia. ¿No le impresionó así a usted?

—Un ser extraordinario —dije.

Y el profesor, que pareció haberse quitado una gran preocupación, se acostó de nuevo a dormir.

14. Éstas fueron las verdaderas conquistas

Habíamos imaginado que nuestros perseguidores, los monos–hombres, ignoraban por completo nuestro escondrijo de la maleza, pero pronto salimos de nuestro error. No se oía el menor ruido en los bosques..., no se movía una sola hoja de los árboles y todo era paz a nuestro alrededor... Pero nuestra experiencia anterior nos debería haber puesto sobre aviso para advertir con cuánta astucia y paciencia estos seres podían vigilar y esperar hasta que llegaba su oportunidad. No sé qué destino me espera en la vida, pero estoy muy seguro de que nunca estaré tan cerca de la muerte como lo estuve aquella mañana. Pero voy a contárselo en su debido orden.

Todos despertamos exhaustos, después de las terribles emociones y la insuficiente comida del día anterior. Summerlee se hallaba todavía tan débil que tenía que esforzarse para tenerse de pie; pero el viejo estaba lleno de ese áspero coraje que nunca admite la derrota. Celebramos consejo y se acordó que esperaríamos calladamente durante una hora o dos en el lugar donde estábamos, y que luego emprenderíamos el camino cruzando la meseta y contorneando el lago central hasta llegar a las cuevas donde, según mis observaciones, vivían los indios. Confiábamos en el hecho de que podríamos contar con las palabras favorables de los que habíamos rescatado y que ello aseguraría una cálida acogida de parte de sus compañeros. Luego, con nuestra misión cumplida y en posesión de un conocimiento más completo de los secretos de la Tierra de Maple White, volcaríamos todos nuestros pensamientos en el problema vital de nuestro escape y nuestro retorno. Hasta Challenger estaba dispuesto a admitir que para entonces habríamos hecho todo aquello que nos habíamos propuesto al llegar y que nuestro primer deber, desde ese momento en adelante, era volver a la civilización llevando los sorprendentes descubrimientos realizados.

Ahora podíamos observar con más comodidad a los indios que habíamos rescatado. Eran hombres pequeños, nervudos, ágiles y bien conformados, de lacio cabello negro atado en manojo detrás de la cabeza con una tira de cuero, siendo también de cuero sus taparrabos. Sus caras eran lampiñas, bien formadas y cordiales. Los lóbulos de sus orejas, colgando ensangrentados y rasgados, demostraban que habían sido perforados para colocar adornos que sus captores habían arrancado de un tirón. Su conversación, si bien incomprensible para nosotros, era fluida entre ellos, y cuando señalándose unos a otros pronunciaban muchas veces la palabra «Accala», colegimos que ése era el nombre de su nación. A veces, con sus rostros convulsionados por el miedo y el odio, blandían sus puños cerrados hacia los bosques que nos rodeaban y gritaban: «¡Doda, Doda!», que era seguramente su denominación de los enemigos.

—¿Qué opina usted de ellos, Challenger? —preguntó lord John—. Para mí hay algo que está muy claro, y es que ese hombrecito con la parte delantera de su cabeza afeitada es uno de sus jefes.

Era patente que aquel hombre se mantenía apartado de los demás y que éstos nunca se atrevían a dirigirse a él sin dar muestras de profundo respeto. Parecía el más joven de todos, y sin embargo su ánimo era tan altivo y orgulloso que en cierta ocasión que Challenger le puso su manaza sobre la cabeza saltó como un caballo espoleado y se apartó del profesor con un rápido relampagueo de sus ojos oscuros. Luego se llevó la mano al pecho y manteniéndose firme con gran dignidad pronunció la palabra «Maretas» varias veces. El profesor, sin inmutarse, agarró del hombro al indio que tenía más cerca y comenzó a dar una conferencia sobre él, como si fuese un ejemplar conservado en su clase.

—El tipo de este pueblo —dijo a su manera retumbante—, ya sea juzgado por su capacidad craneana, por su ángulo facial o por cualquier otra prueba, no puede ser considerado en un bajo nivel; por el contrario, debemos colocarlo a considerable altura en la escala, por encima de otras tribus sudamericanas que podría mencionar. Ninguna hipótesis puede explicarnos la evolución de una raza semejante en este lugar. Por ejemplo, es tan grande el abismo que separa estos monos–hombres de los animales primitivos que han sobrevivido en esta meseta que es inadmisible pensar que pueden haberse desarrollado donde los hemos encontrado.

—Entonces, ¿de dónde demonios cayeron? —preguntó lord John.

—Ésa es una pregunta que sin duda será vehementemente discutida en todas las sociedades científicas de Europa y América —contestó el profesor—. Mi propia interpretación del asunto, cualquiera sea su mérito —al decir estas palabras hinchó enormemente el pecho y miró con insolencia a su alrededor—, es que la evolución ha avanzado, bajo las peculiares condiciones de este país, hasta la etapa de los vertebrados, mientras sobreviven los tipos primitivos que viven en compañía de los recién llegados. Por eso hallamos animales tan modernos como el tapir, un animal que tiene un árbol genealógico muy largo, con el gran ciervo y el oso hormiguero, en unión con las formas de reptiles del tipo jurásico. Hasta ahí está muy claro. Y ahora aparecen los monos–hombres y los indios. ¿Qué puede pensar una mente científica de su presencia? Yo sólo puedo dar razón de ello a través de una invasión desde el exterior. Es posible que existiera en Sudamérica un mono antropoide, que en épocas remotas haya encontrado el camino a este lugar y que haya desarrollado aquí un tipo de animales como los que hemos visto, algunos de los cuales —aquí me miró fijamente— eran de un aspecto y una conformación que, si hubieran estado acompañados de la correspondiente inteligencia, hubieran dado prestigio, no tengo dudas, a cualquier raza viviente. En cuanto a los indios, no me cabe duda de que son inmigrantes más recientes del mundo de abajo. Acosados por el hambre o por invasiones de conquista, hallaron un camino para subir hasta aquí. Enfrentados a unos seres feroces que nunca habían visto antes, buscaron refugio en las cuevas que nuestro joven amigo ha descrito. Empero, deben haber tenido que luchar ásperamente para sostenerse contra las bestias feroces y en especial contra los monos–hombres, que los mirarían como intrusos y les harían la guerra sin piedad, con una astucia de que carecen las bestias más grandes. De ahí que su número parezca ser limitado. Bien, caballeros, ¿creen que les he descifrado satisfactoriamente el enigma o hay algún otro punto que desean que les aclare?

El profesor Summerlee estaba demasiado deprimido para argüir, pese a que sacudía violentamente la cabeza como muestra de un desacuerdo general. Lord John sólo se rascó las ralas guedejas de su cabello, señalando que no podía sostener una lucha porque no peleaba en el mismo peso o categoría. Por mi parte, desempeñé mi habitual
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de llevar las cosas a un nivel estrictamente prosaico y útil, señalando que faltaba uno de los indios.

—Fue a recoger agua —dijo lord Roxton—. Le proveímos de una lata vacía de carne y se fue.

—¿Al viejo campamento? —pregunté.

—No, al arroyo. Está allí, entre los árboles. No deben ser más de un par de centenares de yardas. Pero ese vagabundo se está tomando su tiempo, por cierto.

—Iré a ver si lo encuentro —dije.

Cogí mi rifle y me fui caminando despaciosamente en dirección al arroyo dejando a mis amigos que se esforzasen en preparar el escaso desayuno. Opinará usted que fue una imprudencia abandonar el refugio de nuestro amigable bosquecillo, aun para recorrer una distancia tan corta, pero debe recordar que estábamos a muchas millas del Pueblo de los Monos, y por lo que sabíamos hasta entonces las bestias no habían descubierto nuestro asilo. En todo caso, con un rifle en mis manos no les tenía miedo. Aún no sabía a cuánto llegaban su astucia y su vigor.

Alcanzaba a oír el murmullo de nuestro arroyo en algún lugar por delante de mí, pero entre él y yo había una maraña de árboles y maleza. Cruzaba entonces por esta parte, que quedaba fuera de la vista de mis compañeros, cuando debajo de uno de los árboles divisé una cosa cobriza acurrucada entre los arbustos. Al aproximarme quedé espantado al ver que era el cuerpo muerto del indio desaparecido. Yacía sobre un costado, con sus miembros estirados hacia arriba y su cabeza retorcida en un ángulo completamente forzado, hasta dar la impresión de que estaba mirando en línea recta por encima del hombro. Lancé un grito para avisar a mis amigos de que algo malo ocurría y corrí hasta que me incliné sobre el cuerpo. Seguramente mi ángel guardián estaba en ese instante muy cerca de mí, porque ya fuese a causa de algún temor instintivo o porque hubo un apagado roce de hojas, lancé una mirada hacia arriba. De entre el espeso follaje verde que colgaba a poca altura sobre mi cabeza dos brazos largos y musculosos, cubiertos de vello rojizo, descendían lentamente. Un instante más y aquellas grandes manos cautelosas me habrían rodeado el cuello. Di un salto hacia atrás, pero a pesar de mi rapidez aquellas manos fueron aún más rápidas. A causa de mi súbito brinco, erraron el apretón fatal, pero una de ellas me agarró por la nuca y la otra por mi cara. Levanté las manos para proteger mi garganta y un momento después la enorme zarpa se deslizó por mi rostro y se cerró por encima de ellas. Me alzaron del suelo fácilmente y sentí una presión intolerable que forzaba mi cabeza más y más hacia atrás, hasta que el dolor sobre mi columna cervical fue mayor del que podía soportar. Comencé a perder el sentido, pero aún trataba de separar la mano de mi barbilla forzándola hacia afuera. Al mirar hacia arriba vi una cara horrenda, con unos fríos e inexorables ojos de color celeste que se fijaban en los míos. Había algo de hipnótico en estos ojos terribles. Ya no podía luchar por más tiempo. Cuando la bestia sintió que se debilitaba mi resistencia a su apretón, dos blancos caninos brillaron por un instante a cada lado de su boca soez y aumentó aún más la presión de su garra sobre mi barbilla, mientras continuaba empujándola arriba y hacia atrás. Una niebla tenue y opalescente se formó ante mis ojos y resonaban en mis oídos pequeñas campanillas de plata. Muy lejos y apagado llegó a mis oídos el estampido de un rifle y sentí débilmente el golpe que recibí al caer a tierra, donde quedé sin sentido ni movimiento.

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