El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (27 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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El peor aspecto de la elección, para los federalistas, era que la disputa entre Hamilton y Adams continuaba y prácticamente desgarraba al partido por la mitad. Adams, quien carecía de la tortuosidad del político de éxito, conservó en sus puestos a los miembros del gabinete de Washington. Entre ellos, estaba Pickering, como secretario de Estado, aunque Pickering estaba totalmente del lado de Hamilton y no pensaba en absoluto traicionar a su jefe. Aunque Adams sabía que ciertos miembros del gabinete conspiraban con Hamilton, su fría integridad lo obligaba a mantenerlos mientras pensase que realizaban bien sus tareas.

Crisis con Francia

Cuando Adams recibió la investidura, el 4 de marzo de 1797 (y Washington se convirtió en el primer expresidente de la nación), el país se enfrentó con una situación más seria que las querellas partidistas internas.

Francia estaba furiosa por el Tratado de Jay, que parecía mantener a los Estados Unidos comercialmente atado a Gran Bretaña, y por lo que parecía ser una ingratitud de los americanos hacia la ayuda francesa brindada quince años antes.

Por ello, Francia inició un plan de hostigamiento de los barcos americanos, y, en diciembre de 1796, cuando Charles Cotesworth Pinckney, de Carolina del Sur (nacido en Charleston en septiembre de 1746, un hermano mayor de Thomas Pinckney y delegado en la Convención Constitucional) fue enviado a Francia como ministro, el gobierno francés se negó a recibirlo. Se vio obligado a trasladarse a los Países Bajos. Francia, al parecer, había roto las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos el 15 de noviembre.

Esto era algo muy cercano a la guerra, y algunos de los ultrafederalistas estaban dispuestos a considerarlo así. Pero Adams no quería arriesgarse a una guerra antes de haber hecho algún esfuerzo por evitarla. Envió a Europa a dos hombres más, para que se unieran con Pinckney. Uno de ellos era John Marshall, el federalista de Virginia, quien era particularmente valioso para el partido porque era un enemigo a muerte de Thomas Jefferson. El otro era Gerry de Massachusetts, un ardiente demócrata republicano. (Esto creó el precedente de que, en los asuntos exteriores, no se debe ignorar totalmente al partido de la oposición.) Los tres hombres recibieron instrucciones de suavizar las relaciones con Francia. El gobierno francés admitió negociar con ellos; llegaron a París el 4 de octubre de 1797.

Por entonces, el «reinado del terror» que había caracterizado al período más radical de la Revolución Francesa había terminado, y Francia era gobernada por un suave pero muy corrupto «Directorio» de cinco hombres. Su ministro de Asuntos Exteriores era el brillante Charles Maurice de Talleyrand-Périgord, quien tenía, entre sus defectos, un desmedido amor por el dinero y una total disposición a aceptar sobornos.

Tres agentes de Talleyrand se reunieron con los delegados americanos y pronto quedó claro que lo que se necesitaba era dinero. Si los americanos querían la paz, tendrían que pagar por ella.

Los delegados americanos no tenían ninguna autoridad para ofrecer dinero, pero cuando trataban de negociar racionalmente, siempre se llegaba a la cuestión del soborno. Finalmente, uno de los agentes franceses lo dijo sin rodeos y pidió una respuesta.

Pinckney, exasperado, le dio una: «No, no, ni un céntimo». (Más tarde surgió la leyenda de que había dicho: «Millones para la defensa, pero ni un céntimo como tributo.» Pero éste es el tipo de frase que los hombres de relaciones públicas inventan después de los hechos.)

Eso puso fin a la cuestión. Pinckney y Marshall volvieron a su país. Gerry, el demócrata republicano, se quedó un poco más, con la esperanza injustificada de que Francia decidiera ser razonable. Luego, también se marchó.

La estúpida (no puede usarse otra palabra) acción de Francia fue un regalo del cielo para los federalistas. Adams ordenó la publicación de los detalles de la cuestión (sustituyendo los nombres de los tres agentes de Talleyrand por X, Y y Z, por lo que ha sido llamada desde entonces el «asunto XYZ») y los Estados Unidos vibraron de indignación.

Por primera y única vez en su historia, Adams fue, por breve tiempo, un ídolo popular. La canción «Hail, Columbia» fue escrita por entonces, obra de Joseph Hopkinson de Pensilvania (nacido en 1770). En ella, se elogiaba a Washington por su nombre y a Adams llamándolo «el jefe que ahora manda». Fue cantada en todas partes con delirantes aplausos y los demócratas republicanos fueron reducidos a silencio. Ni siquiera Jefferson pudo decir nada.

En la ola de patriotismo que resultó de ello, los federalistas llegaron al pináculo de su poder. En las elecciones de mitad del mandato para el Sexto Congreso, los federalistas ganaron seis escaños más en la Cámara de Representantes, reduciendo los escaños demócratas republicanos de 64 a 42. Aunque perdieron un escaño en el Senado, su mayoría siguió siendo cómoda, de 19 a 13.

Los ultrafederalistas, percibiendo el ánimo de la nación, pidieron, exultantes, la guerra. El miembro del gobierno que se destacó en esta demanda fue Timothy Pickering, el secretario de Estado.

Pero Adams se resistió a ir demasiado lejos. Si tenía que haber guerra, que Francia la declarase. La política americana se limitaría a hacer preparativos para la guerra y a defender el país, si era atacado, pero no se haría una formal declaración de guerra.

Se dieron los primeros pasos, en efecto, y se gastaron millones en la defensa. En 1797, se construyeron los primeros barcos de guerra dignos de nota de la armada americana. El
United States
fue botado en Filadelfia, el
Constellation
en Baltimore y el
Constitution
en Boston. Un Ministerio de Marina independiente fue creado el 30 de abril de 1798, y también un cuerpo de infantería de marina. El ejército fue reforzado, y Washington fue llamado nuevamente del retiro para que lo comandase.

Era Hamilton quien realmente quería encabezar el ejército, pero esto Adams no lo permitió en ninguna circunstancia. Pero Washington no quiso asumir el mando a menos que se hiciese a Hamilton su segundo jefe, y Adams tuvo que aceptarlo, lo cual significó que la querella entre Hamilton y Adams se hizo aún más enconada.

Se produjo una guerra naval no declarada entre las dos naciones, en la que durante un año, aproximadamente, barcos franceses y americanos lucharon, cuando se encontraban en alta mar. Cada parte capturó unos 100 barcos del contrario, y la batalla más notable se dio el 9 de febrero de 1799, cuando el Constellation capturó la fragata francesa
L'Insurgente
. En general, el curso de los sucesos fue favorable a los americanos.

En 1799, el Directorio francés fue derrocado por un general de treinta años asombrosamente capaz, Napoleón Bonaparte. Ahora gobernó la nación con el título de «cónsul», y tenía grandiosos planes en los que una inútil guerra con Estados Unidos no tenía cabida alguna. Por ello, cuando Adams intentó reanudar las negociaciones (para horror de los ultrafederalistas) Bonaparte aceptó de buena gana.

El 30 de septiembre de 1800 se firmó el Tratado de Mortfontaine (habitualmente llamado la «Convención de 1800»). Francia convino en recibir un ministro americano y en tratarlo con dignidad. Más aún, se puso fin formalmente a la alianza de 1788, y los Estados Unidos entraron en el nuevo siglo totalmente desembarazados de toda alianza extranjera.

Adams manejó toda la cuestión notablemente bien, sin un fallo, en verdad, pero al hacerlo dividió el Partido Federalista. Los ultrafederalistas se mostraron tan abiertamente en rebelión que Adams tuvo que despedir a Pickering como secretario de Estado y nombrar a John Marshall en su lugar.

Adams no fue tan juicioso en asuntos internos. La oleada de resentimiento contra Francia se endureció hasta constituir un áspero movimiento federalista contra los extranjeros y los disidentes. Los inmigrantes estaban afluyendo a los Estados Unidos y llevaban consigo sus costumbres europeas. Muchos de ellos, particularmente los de origen francés, dieron su apoyo a la causa demócrata republicana.

Los conservadores americanos (como casi siempre desde entonces), pues, recelaron de los «agitadores extranjeros» y los ultrafederalistas vieron en ello la oportunidad para hacer permanente su dominación del país y convertirlo en una república aristocrática, como una especie de Gran Bretaña sin rey.

En el verano de 1798, aprovechando el aumento de los sentimientos antifranceses, el Congreso dominado por los federalistas aprobó una serie de leyes. Una de ellas, aprobada el 18 de junio, aumentaba el requisito de residencia para la naturalización de cinco años (como se había establecido en 1795) a catorce años. Otra ley daba al presidente el derecho de expulsar a extranjeros del país, si los consideraba peligrosos o sospechaba en ellos una inclinación a la traición. Estas dos leyes equivalían a un permiso general al presidente para expulsar a su voluntad a cualquier extranjero durante un período de catorce años después de su llegada. Los «agitadores extranjeros» tendrían que estarse quietos.

Pero ¿qué ocurriría con los que ya eran ciudadanos o habían nacido en los Estados Unidos pero causaban problemas? El 14 de julio de 1798 se aprobó una ley contra la sedición nativa. Se imponían severas penas contra cualquiera, extranjero o ciudadano, que conspirase para oponerse a la ejecución de las leyes, u hostigase a cualquier funcionario federal que tratase de aplicar la ley o que se reuniese en multitudes con el fin de provocar disturbios. Más aún, se imponían penas también por «cualquier escrito falso, escandaloso o malicioso» con la intención de dañar la reputación del presidente, del Congreso o del gobierno federal en general.

Algo podía decirse a favor de estas «Leyes sobre Extranjeros y Sedición», como fueron llamadas. El gobierno federal aún era joven e inexperto, y existía un verdadero peligro de que pudiese ser despedazado si no había límites por parte de los partidistas políticos. Y éstos no se ponían límites. Era un período de elocuencia calumniosa y de una violencia fácil de provocar.

Aunque era claro que esas leyes violaban la libertad de expresión y de prensa establecida por la Primera Enmienda a la Constitución, habrían despertado menos resentimiento si se las hubiese puesto en práctica de una manera no partidista. Pero los federalistas, juzgando erróneamente el temperamento del país, procedieron a hacer de las leyes un arma política. Cientos de extranjeros fueron expulsados, pero todos ellos simpatizaban con los republicanos demócratas. Setenta individuos fueron puestos en prisión de acuerdo con la Ley de Sedición, todos ellos republicanos demócratas.

Los republicanos demócratas, bajo líderes como Jefferson y Madison, cuyo prestigio los ponía por encima de todo reproche, reaccionaron violentamente y hallaron fácil comparar la situación de ese momento con la que había imperado bajo Jorge III. El resultado fue que, si bien los federalistas parecían más poderosos que nunca al poner en vigor esas leyes, estaban perdiendo terreno entre el pueblo.

La oposición demócrata republicana fue tan lejos que las legislaturas estatales de Kentucky y Virginia aprobaron resoluciones, a fines de 1798, en las que se denunciaba a las Leyes sobre Extranjeros y Sedición en términos que hacían recordar a los de James Otis y Patrick Henry de treinta años antes.

Las Resoluciones de Kentucky (redactadas por Jefferson) y las Resoluciones de Virginia (redactadas por Madison) afirmaban que las Leyes sobre Extranjeros y Sedición eran inconstitucionales, y que el gobierno federal, al ponerlas en práctica, estaba empeñado en una actividad ilegal.

Ambos conjuntos de resoluciones, particularmente las aprobadas en Kentucky, adoptaban la posición de que, cuando el gobierno federal emprendía acciones ilegales e inconstitucionales, correspondía a los gobiernos estatales intervenir y, presumiblemente, prohibir la ejecución de esas leyes dentro de sus límites.

Ni Kentucky ni Virginia, en realidad, trataron de hacerlo, y ambos Estados proclamaron su completa lealtad a la Unión, pero esta teoría según la cual los Estados eran soberanos y tenían derecho a juzgar las acciones del gobierno federal, siguió siendo una firme creencia de muchos. Esta idea de «derechos de los Estados» iba a surgir una y otra vez en la historia de la nación.

La doctrina de los derechos de los Estados, por la cual cada Estado era, en definitiva, el amo en su territorio, ciertamente hubiera destruido a la Unión si realmente se la hubiera aplicado, y no sólo proclamado, y llegaría el tiempo en que esto estuvo a punto de ocurrir.

Mas por el momento las crecientes pasiones fueron acalladas por la noticia de que George Washington había muerto.

El 12 de diciembre de 1799 cogió una laringitis después de exponerse a caballo, de manera poco juiciosa, a la acción de un día frío y nevoso. Si se le hubiera dejado tranquilo, con calor y reposo, indudablemente se habría recuperado. Pero los médicos se metieron con él y, siguiendo la práctica médica de la época, le aplicaron cuatro sangrías intensas y lograron matarlo. Murió el 14 de diciembre.

Henry Lee de Virginia (nacido en el condado de Prince William el 21 de enero de 1756), quien había sido un jefe de caballería durante la Guerra Revolucionaria y por ende era llamado «Harry de la Caballería Ligera», y que ahora era congresista después de haberse desempeñado como gobernador de su Estado, escribió un elogio de Washington. Fue leído en una sesión del Congreso del 19 de diciembre, y en él aparece un pasaje en el que se declara que Washington fue «el primero en la guerra, el primero en la paz y el primero en los corazones de sus compatriotas». Esta frase ha estado asociada a Washington desde entonces. También se lo llama comúnmente el «Padre de este país», expresión que Henry Knox fue el primero en aplicarle, en 1787.

La lucha por la paz

El empate presidencial

La pausa que produjo la muerte de Washington no duró mucho y, en 1800, la nación estaba dispuesta para la batalla. Los federalistas tenían su carta más fuerte en la manera como habían enfrentado a Francia. Como para simbolizar el nuevo prestigio ganado por el gobierno federal, en el mismo verano en que Francia se echó atrás, la sede del gobierno fue transferida a la nueva ciudad de Washington, D. C. John Adams fue el primer presidente que ocupó la Casa del Ejecutivo en esta ciudad. El Congreso se reunió allí por primera vez el 17 de noviembre de 1800.

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