El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (22 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
11.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras tanto, se efectuaron también las elecciones para las cámaras del Congreso, y se suponía que el 4 de marzo éste se reuniría en Nueva York, que era por entonces la capital de la nación. El presidente y el vicepresidente debían recibir su investidura en esa ocasión.

Pero no pudo ser así. El país era demasiado grande; y los viajes demasiado lentos. Por primera y por última vez en su historia, el Congreso y la presidencia de los Estados Unidos no inauguraron su mandato en el tiempo legal.

Sólo el 6 de abril de 1789 llegaron suficientes congresistas a Nueva York para que el Primer Congreso iniciase sus trabajos. Y transcurrió aún más tiempo desde que el resultado de la votación electoral fue comunicada oficialmente a Washington y Adams, y éstos hicieron sus majestuosos viajes desde sus respectivas casas hasta Nueva York. Sólo el 21 de abril John Adams juró como vicepresidente y sólo el 30 de abril George Washington recibió su investidura como presidente.

Luego, finalmente, los Estados Unidos empezaron a actuar como una verdadera nación, bajo el sistema de gobierno que aún posee, casi dos siglos después.

La organización de la nación

El nuevo gobierno

El Primer Congreso empezó inmediatamente a organizar el gobierno. Creó cinco departamentos ejecutivos al servicio del presidente. Concernían a los Asuntos Exteriores (que pronto cambió su nombre por el de Departamento de «Estado»), el Tesoro, la Guerra, la Justicia y el Correo.

Washington designó uno por uno a los hombres que iban a encabezar esos departamentos. Nombró a Thomas Jefferson, por ejemplo, primer secretario de Estado. Jefferson no pudo ocupar el cargo hasta el 22 de marzo de 1790, por lo que John Jay, que había llevado los asuntos exteriores bajo los Artículos de la Confederación, actuó hasta entonces como secretario.

Alexander Hamilton fue nombrado secretario, del Tesoro, el 11 de septiembre de 1789, mientras Henry Knox, quien había sido secretario de Guerra según los Artículos de la Confederación, permaneció en el cargo bajo la Constitución.

Edmund Randolph de Virginia encabezó el Departamento de Justicia como primer fiscal general, mientras Samuel Osgood de Massachusetts (nacido en Andover en 1748), que había luchado en Lexington y Concord y había formado parte del Congreso Continental, fue el primer director general de Correos.

La Constitución no decía nada en lo concerniente a los consejeros del presidente, pero Washington (quien, para su gloria y el infinito bien de la nación, no tenía ningún apetito de poder) mantuvo consultas regulares con los jefes de sus departamentos y buscó su consejo. Estos hombres, pues, formaron el primer gabinete, sentando un precedente que todos los presidentes han seguido desde entonces.

El Tribunal Supremo, instituido por la Constitución, fue creado por la acción del Congreso el 24 de septiembre de 1789, y Washington nombró a John Jay primer presidente del Tribunal Supremo. Otros cinco jueces fueron nombrados para integrar este organismo. Eran James Wilson de Pensilvania, William Cushing de Massachusetts (nacido en Scituate en 1732), John Blair de Virginía (nacido en Williamsburg en 1732), John Turtledge de Carolina del Sur (nacido en Charleston en 1739) y Robert Harrison de Maryland. Todos eran juristas respetables y capaces.

Además, se crearon tribunales menores que no eran mencionados por la Constitución, tribunales de circuito [tribunales con dos o más sedes en un mismo distrito] y tribunales de distrito, todos provistos de jueces experimentados, de modo que se creó un poder judicial fuerte inmediatamente, para que correspondiese con las fuertes ramas ejecutiva y legislativa del gobierno.

Considerando todo esto, Estados Unidos fue afortunado en que su gobierno constitucional empezase con un conjunto de hombres sumamente capaces en las tres ramas del gobierno. Podría argüirse que nunca la nación volvería a ver un nivel tan homogéneamente alto de capacidad en el gobierno, pero si es así, tanto mejor.

Si tuvo que haber un «mejor», fue bueno que eso sucediese cuando la frágil y joven nación, en sus comienzos, necesitaba más desesperadamente espíritus sabios y manos resueltas.

Quizá el acto más importante del Primer Congreso fue abordar inmediatamente el asunto de la salvaguardia de las libertades civiles, como habían recomendado Massachusetts y otros cuatro Estados en el curso de la lucha por la ratificación. Los federalistas, que dominaban el Primer Congreso, habían prometido introducir los cambios constitucionales necesarios y eran suficientemente sensatos como para comprender que era mejor cumplir con su promesa.

El 25 de septiembre de 1789, el Congreso, a iniciativa de James Madison, adoptó doce declaraciones destinadas a servir como enmiendas a la Constitución y a tener tanta fuerza en la ley fundamental como la Constitución misma. Diez de ellas fueron rápidamente adoptadas por un Estado tras otro, y el 15 de diciembre de 1791 esta «Declaración de Derechos» se convirtió en parte integrante de la Constitución.

La Primera Enmienda prohibía al Congreso violar la libertad de religión, de expresión y de prensa, así como obstruir el derecho de reunión o de presentar quejas. La Segunda prohibía al Congreso violar el derecho del pueblo a portar armas.

La Tercera Enmienda prohibía el alojamiento de soldados en casas sin el consentimiento de los propietarios (una de las quejas prerrevolucionarias contra Gran Bretaña), y la Cuarta prohibía las búsquedas e incautaciones no razonables (otra de las quejas).

La Quinta Enmienda prohibía llevar a juicio a las personas dos veces por el mismo delito, u obligar a una persona a testificar en contra de sí misma o el encarcelamiento o las confiscaciones sin un adecuado proceso legal.

La Sexta Enmienda aseguraba a los individuos los juicios rápidos; la Séptima Enmienda el juicio por jurados; la Octava Enmienda protegía a la persona contra las fianzas excesivas o los castigos crueles y desusados.

La Novena Enmienda explicaba cuidadosamente que el hecho de que se mencionasen ciertos derechos específicamente no significaba que los derechos no menciona dos fuesen negados específicamente.

La Décima Enmienda protegía especialmente a los Estados, no a los individuos, pues declaraba que todo derecho no concedido específicamente al gobierno federal por la Constitución quedaba reservado para los Estados.

Tan pronto como la Declaración de Derechos fue sometida a los Estados, Carolina del Norte reconsideró su negativa a ratificar la Constitución. Convocó una Convención y, el 21 de noviembre de 1789, se convirtió en el décimo segundo Estado que ratificó la Constitución, por 184 votos a favor y 77 en contra. Sólo el 29 de mayo de 1790 la terca Rhode Island (amenazada con poner barreras arancelarias contra ella) finalmente se unió al resto de la nación y fue el décimo tercer Estado que ratificó la Constitución, y aún entonces por 34 votos a favor y 32 en contra. La formación de la nación, regida por la Constitución, quedó finalmente completada, y ocurrió que sus estadísticas fueron presentadas al público el mismo año. En 1790 se realizó y publicó el primer censo de los Estados Unidos, y se dispuso efectuar en lo sucesivo uno de tales censos cada diez años.

En 1790 la joven nación tenía una población de 3.929.214 habitantes, bastante homogéneamente distribuidos entre los siete Estados al norte de la línea Mason-Dixon y los seis Estados situados al sur de ella. Era una nación rural, pues sólo 1/30 de su población vivía en ciudades. La ciudad más grande, Filadelfia, tenía una población de 42.444 habitantes. Le seguía Nueva York, con 38.131, y en tercer lugar venía Boston, con 18.038.

El número de esclavos negros en la población era un poco menos de 700.000, o sea, el 18 por 100 del total.

De ellos, 300.000 estaban en el Estado de Virginia, de modo que por aquel entonces su población estaba com puesta en un 40 por 100 por esclavos negros. Los Estados al norte de la línea Mason-Dixon tampoco carecían aún de esclavitud. Había 40.000 esclavos negros en los Estados septentrionales, la mitad de ellos en Nueva York. Sólo Massachusetts no tenía esclavos en 1790.

Las nuevas finanzas

El miembro más capaz y más activo de esa primera administración sumamente activa y capaz era Alexander Hamilton, el secretario del Tesoro. Comprendía que los Estados Unidos no podrían progresar mucho sin la ayuda financiera de las naciones europeas. Para obtener dinero del exterior cuando lo necesitase, la nación tenía que hacerse de crédito; esto es, dejar bien en claro que el dinero tomado en préstamo sería devuelto con intereses.

La mejor manera de lograr esto era hacerse cargo de las deudas que la nación ya tenía. Los Estados Unidos habían acumulado una deuda de casi doce millones de dólares con las naciones europeas (principalmente con Francia y los Países Bajos) en el curso de la Guerra Revolucionaria, y cuarenta millones de dólares con diversas personas y organizaciones del interior mismo de los Estados Unidos.

Hamilton sugirió, en un informe al Congreso el 14 de enero de 1790, que los Estados Unidos aceptasen la plena responsabilidad por toda la deuda, exterior y doméstica, y que emitiesen nuevos bonos como garantía de reintegro, bonos que podían cambiarse por los viejos certificados emitidos por el Congreso Continental en todo su valor original. Los nuevos bonos tenían un interés del 6 por 100.

Hamilton también propuso que los Estados Unidos asumiesen toda la deuda de los Estados individuales. Había dos razones por las cuales estuvo a favor de esta medida. En primer lugar, el crédito de los Estados Unidos no tendría una base suficientemente estable si el gobierno central pagaba sus deudas pero los Estados individuales no. En segundo lugar, el gobierno central se fortalecería si los hombres de negocios de la nación invertían en él, y no en los Estados individuales.

Naturalmente, había que hallar el dinero para pagar todas estas deudas, y Hamilton sugirió para tal fin la venta de tierras occidentales, así como el establecimiento de impuestos federales en la forma de impuestos sobre el consumo y aranceles más elevados. Tales impuestos, cuando fueron establecidos por Gran Bretaña, habían provocado la Revolución, pero ahora la situación era diferente. En primer término, era un Congreso americano, no un Parlamento británico, el que los establecía. En segundo término, la idea de Hamilton era que el aumento del comercio exterior y de los préstamos exteriores a que daría origen la obtención de crédito incrementaría tanto la prosperidad que los nuevos impuestos serían fáciles de pagar.

En apariencia, todo esto sonaba bien, pero había objeciones, y bastante razonables. El pago de la deuda externa no podía discutirse, pero el pago, en su totalidad, de la deuda interna tenía su aspecto injusto.

Muchos granjeros, veteranos y pequeños hombres de negocios habían recibido certificados de deuda del Congreso Continental por materiales que el Congreso había comprado pero que nunca había pagado. Los retuvieron mientras pudieron, pero cuando llegaron tiempos difíciles, vendieron los certificados por el dinero en efectivo que necesitaban a personas que tenían dinero disponible. Naturalmente, la compra de esos certificados era muy especulativa, porque podía resultar que el gobierno americano los repudiase y no los pagase nunca.

Por ello, los especuladores pagaban por los certificados mucho menos de su valor nominal. Un hombre en apuros que tenía un trozo de papel que teóricamente valía cien dólares lo vendía por diez dólares en efectivo. Este era dinero que al menos tenía cuando lo necesitaba. El especulador podía perder diez dólares si el gobierno repudiaba la deuda o ganar noventa dólares si la aceptaba.

Ahora Hamilton propuso que el gobierno pagase en su totalidad las viejas deudas, y los especuladores se regocijaron. Todos los granjeros y otras personas en dificultades que se habían visto obligados a vender sus certificados fueron perjudicados. Eran ellos quienes habían tratado con el gobierno y esperado el pago, y ahora era a otros a quienes se pagaba. Parecía injusto, y muchos de los líderes del gobierno hicieron oír sus voces en defensa de los pobres. Sugirieron que el pago total debía hacerse a los que recibieron primero los certificados; que se pagase menos a los especuladores.

Hamilton se opuso a esto. Tenía simpatías por la clase mercantil acomodada, a la que consideraba formada por miembros capaces y valiosos de la sociedad. Si un hombre pobre carecía de fe suficiente en el gobierno para retener sus certificados, ¿no era falta suya? Y para el gobierno, discriminar entre unos poseedores y otros sería un mal negocio y perjudicaría su crédito.

El problema dividió al Partido Federalista. Thomas Jefferson y James Madison pensaban que la espina dorsal de la nación la constituían los granjeros, no los hombres de negocios, y anhelaban impedir la concentración de la riqueza y el poder en unos pocos. Mientras que Hamilton (respaldado por Washington, quien admiraba mucho al joven hombre) deseaba ver a los Estados Unidos gobernados por la «mejor gente», Jefferson y Madison tenían ideas democráticas y querían que los Estados Unidos estuviesen gobernados por todos.

Jefferson y Madison también se opusieron al deseo de Hamilton de poner aranceles altos. Al elevar los precios de los artículos manufacturados extranjeros, Hamilton esperaba obligar a Estados Unidos a apelar a los artículos manufacturados domésticos. Esto fortalecería la industria americana a expensas de los granjeros, quienes tendrían que pagar precios más altos por productos manufacturados inferiores. Hamilton pensaba que esto sería beneficioso a largo plazo, cuando los Estados Unidos se convirtiesen en una nación industrial, pero Jefferson y Madison querían que Estados Unidos siguiese siendo una nación de pequeños granjeros independientes, pensando que sólo así podían mantenerse las virtudes cívicas y evitar la corrupción de las grandes ciudades y de los malos gobiernos.

En tiempos modernos, diríamos que Hamilton y Washington eran conservadores, y Jefferson y Madison liberales.

Unos y otros tuvieron adeptos. Los seguidores de Hamilton y Washington, que estaban a favor de un gobierno central fuerte que tuviese el control de las finanzas de la nación, aún se llamaban a sí mismos federalistas. Los partidarios de Jefferson y Madison, quienes ahora pensaban que el péndulo se inclinaba demasiado en dirección de la centralización y deseaban una república más democrática, llegaron a llamarse a sí mismos «republicanos demócratas». Este fue el comienzo del sistema de partidos en Estados Unidos.

Other books

Baking by Hand by Andy King
Dying for Dinner Rolls by Lois Lavrisa
A Christmas Carol by Charles Dickens
Bound in Darkness by Cynthia Eden