El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816) (28 page)

BOOK: El nacimiento de los Estados Unidos (1763-1816)
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La afortunada guerra naval no declarada con Francia había, sin embargo, acarreado dificultades. Los esfuerzos dirigidos a construir barcos y ampliar el ejército habían ocasionado, inevitablemente, la elevación de los impuestos. Además, el comercio con Francia había declinado, mientras los británicos, bajo la presión de sus propias necesidades bélicas, continuaban hostigando a los barcos americanos. Los republicanos demócratas, aprovechando estos efectos colaterales indeseables, también utilizaron las Leyes sobre Extranjeros y Sedición para acusar de «tiranía» a los federalistas.

Los republicanos demócratas no tuvieron problema para elegir a sus líderes en 1800. Thomas Jefferson, quien había fundado el partido y lo había conducido desde su nacimiento, era su candidato natural para presidente en 1796 y ahora, nuevamente, en 1800, Para vicepresidente, presentaron a Aaron Burr de Nueva York, un dirigente de la rama norteña del partido.

Aaron Burr había prestado servicios durante la Guerra Revolucionaria, había estado en Quebec con Benedict Arnold y había luchado en la batalla de Monmouth. Después de la guerra, obtuvo éxito como abogado y se convirtió en uno de los más importantes líderes políticos de Nueva York; se oponía en todo punto a Alexander Hamilton. En 1791, derrotó al suegro de Hamilton en una contienda por el escaño senatorial de Nueva York, y en lo sucesivo la querella continuó por todos los medios.

Los federalistas tuvieron muchos más problemas. Podría pensarse que elegirían automáticamente a John Adams para la reelección, pero el acuerdo pacífico de Adams con Francia había ofendido amargamente a los ultrafederalistas. Hamilton hizo todo lo que pudo para tratar clandestinamente de deshacerse de Adams. De algún modo Aaron Burr obtuvo la prueba de lo que Hamilton estaba haciendo y pronto (y regocijadamente) lo hizo público. Hamilton quedó en un aprieto y se volvió a proponer la candidatura de Adams. Para vicepresidente, los federalistas eligieron a Charles C. Pinckney, popular a causa del papel que le cupo en el asunto XYZ.

El 3 de diciembre de 1800, 138 electores se reunieron para votar y Hamilton hizo todo lo posible para que al menos uno de los electores federalistas no votase por Adams, para que Pinckney fuera vicepresidente. Fue peor que inútil; Pinckney perdió un voto (otorgado a John Jay), de modo que el día terminó con 65 votos para Adams y sólo 64 para Pinckney.

Pero eso importaba poco. La mayoría de los electores, 73, eran republicanos demócratas y optaron unánimemente por Jefferson y Burr, 73 votos para cada uno, y el resultado fue un empate para la presidencia, el único en la historia americana. (Es sorprendente que los republicanos demócratas no hubiesen previsto esto.)

No fue verdaderamente un empate, por supuesto, pues todos los electores tenían claramente la intención de votar a Jefferson para la presidencia y a Burr para la vicepresidencia. Pero la Constitución no permitía especificar cada puesto. En caso de que ningún candidato obtuviese la mayoría, la elección tenía que ser decidida «inmediatamente» en la Cámara de Representantes, donde cada Estado tenía un voto.

Los republicanos demócratas se hallaron en una posición totalmente horrorosa. Evidentemente, habían ganado la elección, pero querían a Jefferson, no a Burr, como presidente. Burr tampoco se adelantó a decir que no aceptaría la presidencia. Dejó las cosas como estaban (lo cual Jefferson no le perdonaría).

Si hubiera sido la Cámara recientemente elegida la que tenía que decidir, no habría habido ningún problema. Por primera vez, los republicanos demócratas dominaban el Congreso; en efecto, el Séptimo Congreso, que pronto se reuniría, tenía una mayoría demócrata republicana de 18 a 14 en el Senado y de 69 a 36 en la Cámara. Pero era la vieja Cámara del Sexto Congreso, fuertemente federalista, la que tenía que votar, y los federalistas (o al menos algunos de ellos) eran muy capaces de votar por Burr sencillamente para fastidiar a la oposición.

Durante una semana, hubo un punto muerto en la Cámara, mientras los federalistas asumían el papel de aguafiestas. Pero fue roto por Hamilton, quien se halló en la poco envidiable posición de tener que elegir entre dos enemigos. Odiaba a ambos hombres, pero sabía que Jefferson era un estadista, por equivocadas que fueran sus posiciones desde el punto de vista de Hamilton, mientras que Burr era un intrigante sin principios. Hamilton ejerció su influencia para que algunos de los votos federalistas fueran para Jefferson, y el 17 de febrero de 1801, en la trigésimosexta votación, el empate fue roto y Jefferson fue elegido por el voto de diez Estados contra cuatro.

El suceso hizo evidente que el sistema constitucional para elegir al presidente no funcionaba en el sistema de partidos y que, en adelante, cada elección sería echada a perder por la riña constante dentro de cada partido para ajustar los votos de modo a hacer a un candidato presidente y al otro vicepresidente.

Pero la Constitución podía ser enmendada. Lo que se necesitaba era la aprobación por dos tercios por cada cámara del Congreso y por tres cuartos de los Estados. Era un duro obstáculo, que impedía estropear a la ligera la Constitución, pero no imposible de superar. La Ley de Derechos había sido aceptada como las diez primeras enmiendas y, el 8 de enero de 1798, se adoptó una undécima enmienda, por la cual se prohibía al gobierno federal implicarse en el juicio contra un Estado por un ciudadano de otro Estado o nación.

Ahora se preparó otra enmienda en la que se daban cuidadosas instrucciones para la votación presidencial y por las que cada elector debía elegir el presidente y el vicepresidente de manera separada. Fue ratificada y se convirtió en parte de la Constitución como la Enmienda Decimosegunda el 25 de septiembre de 1804. Esto se hizo con antelación a la siguiente elección y nunca volvió a plantearse una situación como la de Jefferson y Burr. (Durante más de sesenta años no se introduciría otra enmienda en la Constitución.)

Los federalistas abandonaron sus cargos con la menor delicadeza imaginable. Leyes creando tribunales y funcionarios legales adicionales fueron rápidamente aprobadas por el moribundo Sexto Congreso federalista, sólo cinco días antes del final del mandato de Adams. Aprovechando esta «Ley Judicial», Adams pasó su último día en el poder nombrando a buenos federalistas para los diversos cargos. El resultado de esto fue que, si bien los republicanos demócratas dominaban las ramas ejecutiva y legislativa del gobierno desde 1801, el poder judicial siguió siendo federalista. Por consiguiente, Jefferson iba a verse envuelto en una desventajosa querella contra el poder judicial durante la mayor parte de su gobierno.

Adams tuvo también ocasión de nombrar un presidente del Tribunal Supremo después de perder la elección. Oliver Ellsworth de Connecticut (nacido en Windsor, en 1745), el segundo presidente, había renunciado por razones de salud. Como tercer presidente del Tribunal Supremo, Adams nombró a John Marshall, el 20 de enero de 1801.

Al hacerlo, Adams seguramente era consciente de que Jefferson y Marshall eran tan enconados enemigos como Hamilton y Burr. Pero con ello Adams hizo más, sin saberlo. John Marshall, un firme federalista, siguió siendo presidente del Tribunal Supremo durante treinta y cuatro años y mantuvo viva la doctrina de un gobierno federal fuerte mediante las decisiones que tomó, decisiones que dieron al Tribunal Supremo el poder que tiene hoy.

El 4 de marzo de 1801 Jefferson fue investido del cargo de presidente de una nación de más de 5.300.000 (según el censo de 1800), en una ceremonia que se caracterizó por la mayor simplicidad.

Con su investidura, se puso fin a la dominación federalista y a todos los intentos para convertir a los Estados Unidos en una república aristocrática. Jefferson hizo que todas las leyes represivas del gobierno de Adams fuesen revocadas y dedicó los mayores esfuerzos para imponer la filosofía del gobierno por todo el pueblo. En verdad, la historia de los Estados Unidos como república democrática comienza con Jefferson, por lo que algunos historiadores hablan de la «revolución de 1800». (No obstante, Jefferson fue suficientemente sabio como para abstenerse de todo intento de invertir la política financiera de Hamilton o de tratar de debilitar el gobierno federal. Se había opuesto a esta política, pero comprendió que era beneficiosa.)

Se tomó juramento a un nuevo gabinete, por supuesto, y sus figuras principales eran James Madison como secretario de Estado y Albert Gallatin como secretario del Tesoro. Este era el mismo Gallatin que había desempeñado un papel importante en la rebelión del whisky, y no cabe sorprenderse de que el nuevo gobierno pronto eliminase el impuesto sobre el whisky.

Jefferson era un pacifista convencido. Su mayor deseo era la paz, reducir el ejército y la armada todo lo posible y gobernar con el método más económico que se pudiese lograr. Desgraciadamente, no podía obtener la paz por sí solo. Europa estaba en las primeras etapas de una serie de guerras entre Napoleón Bonaparte de Francia y todo el resto de Europa, conducida por los británicos. Fue un huracán bélico al que los Estados Unidos fueron arrojados casi impotentes, pero del que Jefferson estaba decidido a sacarlos.

Extrañamente, el peligro inmediato de guerra que se presentó con la investidura de Jefferson involucró algo totalmente distinto, mucho menos importante pero mucho más irritante inmediatamente.

La costa mediterránea sudoccidental estaba ocupada a la sazón por varias naciones musulmanas llamadas los «Estados de Berbería». De oeste a este, eran Marruecos, Argelia, Túnez y Trípoli, y causaban serios daños. Sus barcos atacaban el comercio que se efectuaba por el Mediterráneo, y las potencias europeas pagaban lo que equivalía a «dinero por protección» para mantener a salvo sus barcos. Gran Bretaña o Francia fácilmente podían haber limpiado esos nidos de piratas, si lo hubiesen querido. Pero la guerra habría costado más de lo que valía y, además, ambas potencias estaban ocupadas combatiendo una contra otra. Dejaron que las cosas siguieran como estaban.

Una vez que Estados Unidos se hizo independiente, los barcos americanos ya no podían protegerse con la bandera británica. Tenían que pagar, a su vez, el dinero por la «protección». Más aún, los Estados de Berbería, comprendiendo que Estados Unidos estaba más distante y era más débil que Gran Bretaña y Francia, pedían mayores sobornos de los que esperaban de las grandes potencias.

Bajo Washington y Adams, el gobierno americano bufó de cólera, pero pagó entre veinte y treinta mil dólares por año a cada uno de los Estados de Berbería. No era más ni menos que un tributo, pese al hecho de que el pueblo americano, por aquel entonces, proclamaba sonoramente, en otro contexto, que pagaría millones para la defensa pero ni un céntimo como tributo.

Lo peor de todo era que los Estados de Berbería no veían ninguna razón para cumplir los tratados. Cobraron lo que el tráfico produciría y el 14 de mayo de 1801, diez semanas después de la investidura de Jefferson (quizá contando con la ansiedad de éste por mantener la paz), el gobernante de Trípoli repudió el tratado y declaró la guerra a los Estados Unidos.

Con renuencia, Jefferson autorizó la acción contra Trípoli y empezó a reforzar la armada. Actuó lenta y suavemente, siempre con la esperanza de que no se llegaría a combatir en serio, pero en 1803 tuvo que enviar una escuadra de barcos americanos al Mediterráneo bajo el mando del comodoro Edward Preble (nacido en Portland, Maine, en 1761).

El 31 de octubre de 1803 los tripolitanos dieron un golpe. Un barco americano, el Philadelphia, había encallado en el puerto y los tripolitanos, después de capturar y encarcelar a la tripulación, trataron de utilizar el barco.

Para evitar la humillación de que los tripolitanos combatiesen con un barco americano, Preble, el 16 de febrero de 1804 envió un destacamento al mando del teniente Stephen Decatur (nacido en Sinnepuxent, Maryland, el 5 de enero de 1779) al puerto de Trípoli. Bajo la hábil conducción de Decatur, los hombres abordaron el barco, lo incendiaron y volvieron sin sufrir pérdidas. Luego la escuadra americana puso a Trípoli bajo un estrecho bloqueo y empezó a bombardearla.

Entre tanto, un aventurero americano, William Eaton (nacido en Woodstock, Connecticut, el 23 de febrero de 1764), con diez soldados de la infantería de marina de los Estados Unidos y algunos árabes reclutados en Egipto, marchó al oeste desde el Nilo y atacó a la ciudad tripolitana de Derna, a unos 800 kilómetros al este de Trípoli. El 27 de abril de 1805, con el apoyo del bombardeo por barcos americanos situados frente a la costa, la tomó.

Trípoli ya tenía suficiente. El 4 de junio de 1805 se firmó un tratado por el que el gobierno americano quedaba libre de la obligación de pagar tributo, aunque admitía pagar un rescate por los marinos americanos capturados. Entonces fue retirada la escuadra naval americana y correspondió al gobernante de Trípoli cumplir con el tratado, lo que sólo hizo, desde luego, cuando quiso. Los otros tres Estados de Berbería siguieron como antes.

No fue realmente una guerra ni una victoria, pero los barcos americanos habían emprendido la acción mientras que las potencias europeas no lo habían hecho, y la llevaron a cabo bien, considerando la lejanía de los Estados Unidos y la renuencia del gobierno. Fue la primera guerra ofensiva librada por los Estados Unidos contra hombres que no eran indios. Fue la primera aventura ultramarina de la nación.

Los infantes de marina no olvidaron su primera brillante hazaña. El himno de los Infantes de Marina comienza así: «Desde las mansiones de Moctezuma hasta las costas de Trípoli…»

La nación se duplica

La Guerra de Trípoli apenas podía ser considerada como algo más que una molestia secundaria cuando se la comparaba con las elevadas ambiciones del cónsul francés Napoleón Bonaparte. Bonaparte tenía sueños de alcance mundial que no eran realistas. Entre otras cosas, soñaba con renovar el Imperio Francés en América del Norte perdido cuarenta años antes. Así, después de acabar la insignificante guerra contra Estados Unidos mediante la Convención de 1800, se volvió sobre España al día siguiente.

El 1 de octubre de 1800 Bonaparte obligó a la débil España a aceptar el Tratado de San Ildefonso, por el cual España cedía a Francia el territorio aún llamado Luisiana (véase
La Formación de América del Norte
), es decir, aproximadamente, todo el territorio regado por los tributarios occidentales del río Mississippi, un territorio que tenía más o menos el tamaño de los Estados Unidos de la época. Restablecía la posición de Francia en el continente norteamericano, al menos como posibilidad futura, pues Bonaparte, por el momento, no hizo nada para hacer efectiva la transferencia.

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