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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (17 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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Se abrieron paso entre una maraña de escombros, zanjas y maleza. Aisha tropezó dos veces y tuvo que protegerse con las manos para no darse de bruces. El desierto empezaba allí. Todo estaba abrasado y agostado: un buen emplazamiento para tumbas y monstruosas montañas de piedra.

El exterior de la tumba estaba tal como recordaba haberlo dejado. Su habilidad para encontrar una entrada donde no parecía haberla reforzó el entusiasmo de su acompañante, ya completamente convencido de que le había dicho la verdad. Incluso le parecía oler el tesoro enterrado, el faraónico botín. Y hasta puede que pudiera permitirse un poco de satisfacción sexual para redondear las cosas.

Aisha dejó que pasase primero y él entró, totalmente despreocupado. Las tablas que cubrían el paso habían sido retiradas hacía poco. Ya en el interior, Aisha tardó apenas unos segundos en encontrar una piedra lo bastante grande para hacer lo que se proponía. Una semana antes hubiese sido incapaz de nada parecido, pero en aquellos momentos tenía la sensación de estar en su elemento.

Él permanecía en pie en lo alto de las escaleras, con la lámpara levantada por encima de su cabeza, mirando hacia la oscuridad. Allí, en la entrada de la tumba, le embargó de pronto la inquietud, la aprensión de las viejas supersticiones. Había oído historias de maleficios, historias en las que los muertos se vengaban cruelmente de los ladrones de tumbas. Dejó la lámpara en el suelo, resuelto a no seguir adelante. La obligaría a ella a entrar y sacar el tesoro.

Aisha le asestó un terrible golpe con la piedra en la sien derecha. Él se desplomó y estuvo a punto de rodar escaleras abajo. La lámpara quedó junto a él, proyectando extrañas sombras en las paredes y el techo.

Capítulo
XIX

F
rente a ella se abría un pasadizo recto y estrecho, sin adorno alguno. Originariamente terminaba en una áspera y desnuda pared, como si el pasadizo terminase de verdad allí, como si tras excavar la galería hubiesen desistido por parecerles más seguro practicar el túnel en otro lugar. Pero los ladrones habían descubierto el truco hacía siglos a fuerza de ver muchas galerías similares y los rastros dejados por ellos habían guiado a Aisha y a Megdi hasta el mecanismo que permitía mover la pared, como si de una puerta se tratase, y acceder a un tramo de escalera que conducía a la parte inferior.

Ahora, la pared estaba ya abierta y el tramo de escalera aparecía, negro y amenazador, a los pies de Aisha. Sintió aprensión al saber lo que antes ignoraba; que alguien había estado allí varios años antes. Pero no se trataba de ladrones, sino de asesinos. Era como si temiese que siguieran allí, aguardándola. Llamó a Megdi varias veces, pero, en cuanto el eco se extinguía, el silencio era absoluto.

Cruzó la estrecha abertura sosteniendo en alto la lámpara. La oscuridad la engulló. La luz no contaba allí; un gesto desafiante, a lo sumo. Lo que de verdad importaba era la oscuridad: tinieblas vivientes que alentaban, y vigilaban, y escuchaban; que extendían tangibles dedos, como sombras corpóreas que devorasen la luz y engordasen con ella, para luego dormir, y soñar, y despertar de nuevo.

Aisha contuvo el aliento al pasar junto a un hueco, una profunda cámara que aún no habían medido y en la que no habían entrado. Las paredes de la galería estaban revestidas de oro. Al adentrarse, sus más leves movimientos hacían que paneles enteros de oro puro se desprendieran y cayesen al suelo.

El pasadizo conducía a la antecámara donde habían encontrado las momias. Recordaba aquel momento con claridad, permanecía en su mente tan vivido como un sueño: paredes pintadas, hileras de estatuillas representando divinidades, escenas de recolección y de caza, el Más Allá recibiendo a su último huésped, Osiris observando, las balanzas dispuestas, el corazón de Nejt-harhebi en uno de los platillos, el primer profeta de la casa de Set.

Aisha miró a su alrededor. Alguien había entrado antes que ella. Las paredes estaban rascadas, como cuando los pintores las preparan para pintarlas de nuevo. Habían utilizado un martillo y un escoplo para desprender los paneles con inscripciones jeroglíficas grabadas, dejándolas irreconocibles. Era como si un sacerdote de aquellos tiempos hubiese resucitado, resuelto a borrar el nombre de su enemigo, a arrebatarle la inmortalidad que la pervivencia del nombre le confería.

Durante un largo rato permaneció perpleja y confusa en la pequeña cámara, sin saber qué hacer. Cogió un trozo de yeso, como si pudiera servir para recomponer la cabeza de un dios o una palabra. Pero sabía que la tumba había sufrido daños irreparables, que estaba completamente destruida. Lo que la mortificaba era no saber por qué.

Durante el camino de regreso a la ciudad le estuvo dando vueltas a la cuestión, pero en vano. Dio un gran rodeo por el recinto de las pirámides y llegó al pueblo de Nazlat al-Samman cuando ya había oscurecido.

Abd al-Ghaffar, su capataz en varias excavaciones, le dio de cenar y la llevó a El Cairo en la destartalada camioneta que utilizaba para recoger a sus peones. Sabía que ya no habría más trabajo para él ni para sus hombres; cuando Aisha le preguntó qué iban a hacer, se limitó a encogerse de hombros y decir que lo que Dios quisiera. Aisha pensó que ojalá lo que quisiera Dios fuese algo mejor que lo que querían quienes decían actuar en su nombre.

El capataz la dejó en el museo. Era una remota esperanza, pero pensó que acaso Megdi estuviese allí. Lloviznaba. Sin turistas, el museo casi parecía cómico. Cómico y triste, como una iglesia sin fieles.

Fue directamente a su despacho. La puerta de la secretaría del departamento estaba abierta de par en par y había una luz encendida. Aisha asomó la cabeza.

—¿Fatna? ¿Eres tú? Soy yo, Aisha.

La secretaria alzó la vista, sobresaltada. Estaba de pie en el centro del despacho, rodeada de montañas de papeles.

—Doctora Manfaluti…, ¿está usted bien? Creíamos que le había ocurrido algo.

Aisha entró y cerró la puerta.

—Estoy bien, Fatna —dijo—. Me pareció que era más prudente… no aparecer en unos días. Hasta que todo se calmase. ¿Qué haces?

—Nos han dicho que tenemos que marcharnos mañana. ¿Se ha enterado?

—Sí, ya lo he oído —respondió, sin dar más explicaciones—. ¿Qué haces con todos esos documentos?

—Hay que quemarlos. Hay que quemarlo todo. Gamal lo lleva a la caldera de la calefacción. Debe ser reducido a cenizas.

A Aisha se le encendió la sangre. ¿Reducido a cenizas? Notas, informes, archivos irreemplazables acumulados a lo largo de generaciones.

—Pero… —musitó Aisha.

—No hay nada que hacer. Todos nos opusimos. Pero…, no se puede ni imaginar cómo son esos
muhtasibin
. No piensan como usted y como yo.

Aisha paseó la mirada por las vacías estanterías y los archivadores que tenía a sus pies. Ellos llenarían aquellas estanterías con sus libros de leyes, sus polvorientos volúmenes de tradiciones, sus ilegibles sermones y sus impenetrables trabajos de teología. Se estremeció. Se sentía tan triste como furiosa e impotente.

—¿Has visto al profesor Megdi? —preguntó Aisha.

Fatna negó con la cabeza.

—¿No le has visto en todo el día?

—No, no ha estado aquí. Hoy tiene clase en la Universidad, pero creo que también van a cerrar su facultad.

—Ya. Gracias, Fatna.

Aisha se volvió, disponiéndose a salir, pero vaciló y se volvió hacia Fatna.

—Y tú, ¿qué vas a hacer, Fatna? ¿Adonde irás?

—La verdad es que no lo sé. Mi padre dice que me buscará un esposo, que de todas formas ya iba siendo hora de que me casara. Es la única alternativa ahora. Ah, por cierto, doctora Manfaluti… —añadió, vacilante—, hace unos días unos hombres preguntaron por usted. Les dije…, que no sabía dónde estaba.

—¿Quiénes eran? ¿Te lo dijeron?

—Me parece que eran miembros de la Policía Religiosa, pero no estoy segura. Ha cambiado todo tan de pronto. No sabe una quién es quién.

—Gracias, Fatna. Y ten cuidado.

—Sí, y usted también.

Aisha se dirigió a su despacho. La puerta no estaba cerrada con llave. Incluso antes de abrir adivinó lo que encontraría, pero aun así le sorprendió ver la saña con que lo habían arrasado, la misma con la que destruyeron la tumba. No quedaba nada, ni un documento, ni una fotografía; ni uno solo de los archivos de su investigación sobre la cámara superior de la tumba, la única que habían documentado hasta entonces.

Llevaba allí todo el día, pero su guardia ya casi había terminado. Dentro de una hora más o menos podría ir a tomar un café y un poco de tarta. Le hubiese gustado beberse una cerveza o, mejor aún, tener a una mujer, pero sus nuevos jefes eran muy quisquillosos y aún no sabía muy bien cómo reaccionarían, de manera que se comportaba con prudencia. Poco a poco, como antes; sopesando hasta dónde podía llegar sin que lo advirtiesen.

Si jugaba bien sus cartas, podría dejar las calles y conseguir un empleo de oficinista, como siempre había querido. Aquella gente funcionaba con un puñado de expresiones piadosas. Un
sala'llah
por aquí y un
astaghfaru'llah
por allá, y no tardaría en manejarlos a su antojo. Además, tenía otras bazas. El holandés era oro puro si uno sabía tratarle.

Pero en aquellos momentos estaba hastiado, cansado; tenía frío y lo único que quería era un café. La mujer llevaba días sin aparecer; en realidad, no había aparecido nadie. Era evidente que le había visto las orejas al lobo y se había quitado de en medio. No era un decir, no, aunque no se pudiese expresar tal cosa en público. Verdaderos lobos humanos había por todas partes.

De pronto alzó la vista. La mujer que bajaba por la escalera del museo se parecía a la de la descripción. Debía de haber entrado mientras él se tomaba un descanso para ir a orinar. No podían pretender que se lo hiciera encima, ¿verdad? Además, nadie se iba a enterar. Al pasar bajo una farola le pareció reconocerla. Sí, quizá fuera ella.

Salió de entre las sombras del rincón donde permanecía oculto y empezó a seguirla sigilosamente, tan de cerca como le fue posible.

Capítulo
XX

Londres

Martes, 30 de noviembre

I
nglaterra estaba sumida en las sombras. Las profundas sombras, la densa oscuridad, la crudeza del pleno invierno en una época chapucera. No había fogatas en lo alto de las lomas, ni brillantes luces en los oscuros centros urbanos, las calles comerciales o las desprotegidas —e improtegibles— zonas residenciales, siempre silenciosas. En el tejer y destejer del gris del cielo, las alas de los mirlos se empapaban con las primeras lluvias de la noche. La gente se quedaba en casa, midiendo sus vidas por el goteo del agua que rezumaba de los aleros.

Veían las consabidas series; incluso reposiciones de las más célebres porque no había mucho donde escoger. Nadie vitoreaba a los héroes ni abucheaba a los villanos. Dejaban transcurrir la vida sentados frente al televisor. Sus sueños de amor, sus esperanzas de orden y su temor a la violencia pasaban ante ellos como peces en un acuario.

En el Támesis, las luces de los embarcaderos aparecían difusas, semiveladas por la niebla. El río discurría inquieto por su cauce, impaciente por salir de la ciudad. Solitarios paseantes deambulaban por la orilla sin esperar nada ni a nadie. No había turistas; apenas llegaba nadie de fuera. La mitad de las farolas estaban rotas. Un grupo de juerguistas iba en una barca. Nadie les saludó al pasar. El río y la noche se los tragaron como si nunca hubiesen existido: luces que cabeceaban, voces broncas y descorchar de botellas.

La alta torre de vidrio y cemento de Vauxhall House se alzaba por encima de las calles como un buque anclado. En la novena planta se veían luces tras unas ventanas sin cortinas. Tras finalizar la jornada, el personal administrativo se había marchado a casa dejando un retén de operadores de radio, empleados del Departamento de Cifra, mensajeros y personal de limpieza de la máxima confianza.

Desde la novena planta se veía un amplio panorama por encima de los tejados de la Tate Galery hasta Belgravia. Desde allá arriba, la ciudad parecía apacible, casi hermosa, casi resucitada. Los edificios de las distintas cámaras del Parlamento se veían como miniaturas. Uno podía sentirse un dios allá arriba, con el mundo a sus pies.

El director general no se sentía un dios; no se sentía nada. En todo caso, una desangelada elevación, mortificado por la duda de si su vida tenía algún sentido. Había dedicado treinta años de su vida a proteger a Inglaterra de enemigos externos, mientras Inglaterra se complacía en la autofagia, devorándose por dentro. Le dio la espalda a la ventana y a la noche y miró hacia el despacho, hacia la larga mesa y los que se sentaban alrededor.

—Caballeros —dijo—, gracias por venir. Siento haberles convocado a esta reunión con tan poca antelación. Sé que muchos de ustedes están realizando un trabajo importante, pero les aseguro que era totalmente necesario.

Todos asintieron con la cabeza. Percy Haviland había convocado una reunión de los jefes de las secciones de Oriente Próximo, el norte de África, la zona del golfo Pérsico y Pakistán, además de los jefes de sección de países específicos, como Egipto, Turquía, Siria, Israel, Arabia Saudí, Irak e Irán. No había observadores.

Haviland llevaba ya diez años como director general, mucho tiempo para cualquiera. En cierto modo, consideraba que su nombramiento había sido un error. Él era un combatiente de la Guerra Fría que se había curtido contra la Stasi y el KGB, primero en el Departamento de Exteriores y de la Commonwealth, y luego en Century como jefe de la sección de Alemania Oriental, Polonia y, finalmente, Rusia. Su nombramiento coincidió casi exactamente con el final de la Guerra Fría, la caída del muro de Berlín y el resurgimiento de Oriente Próximo como principal foco de los acontecimientos internacionales. Dos años después se produjo la Guerra del Golfo y en la actualidad se sentía como el domador de una fiera cuya naturaleza nunca había llegado a dominar.

¿Estarían ellos en condiciones de domarla?, se preguntó. Al mirarles, le pareció curioso que ninguno de ellos fuese lo bastante viejo para recordar lo de Suez o lo del Pacto de Bagdad; por lo menos, no para recordarlo profesionalmente. Eran todos veteranos de la revolución iraní y de la Guerra del Golfo. Los mayores estaban ya en activo cuando la retirada de Aden. Conocían Oriente Próximo, por supuesto. Hablaban con fluidez árabe, hebreo, turco y persa. Pasaban los fines de semana con profesores de Oxbridge y por las noches asistían a cursos y conferencias en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos. Eran miembros de la Asociación Británica de Estudios de Oriente Próximo y de media docena de organizaciones similares.

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