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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (18 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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Pero le preocupaban esas lagunas de la memoria, que la experiencia de aquellos hombres fuese relativamente corta y que incluso los jefes de sección tuviesen que recurrir a los libros, los informes y los recortes de periódico para documentar las misiones.

—Caballeros —prosiguió Haviland—, recordarán que la última vez que nos reunimos fue hace un mes para tratar del informe de Tom Holly sobre la práctica desarticulación de la red de Ronald Perrone en Egipto. En una comunicación privada conmigo, el señor Holly expresó muy adecuadamente su preocupación de que se hubiese producido una filtración aquí, en Vauxhall House. Creo innecesario explicar por qué no se consideró prudente mencionar esta sospecha durante nuestra reunión. Sin embargo, me sorprendería mucho que no hubiesen llegado ustedes a la misma conclusión. A raíz de la carta del señor Holly, ordené a Asuntos Internos que procediese a una investigación. Muy discreta, por supuesto, no hay que alarmarse. Como saben, los muchachos de Asuntos Internos trabajan a conciencia. «No dejar piedra sin remover», creo que es su lema. De manera que se sentirán tan aliviados como me sentí yo cuando les diga que no han descubierto ni rastro de filtración en esta casa.

El director general hizo una pausa para aclararse la garganta. Nunca se sentía cómodo en tales situaciones. Su envarado discurso y retraído talante eran barreras que levantaba para mantener a los demás a distancia. Al fin y al cabo, los subordinados eran eso: subordinados. Le desagradaba la campechanería que se estaba apoderando de Whitehall. Simples bachilleres y graduados de escuelas politécnicas. ¡Pero como ahora a las politécnicas las llamaban universidades! «¡Dios mío!», exclamó para sí con una mueca de desdén.

—Sin embargo —continuó—, acaban de informarnos de que nuestros colegas norteamericanos han sufrido la misma sensible pérdida y, prácticamente, al mismo tiempo. Parece ser que lo mantienen en secreto por lo que llaman «razones de seguridad», aunque la verdad es que habríamos preferido que nos lo hubiesen comunicado antes. Nos habría ahorrado muchos problemas. Habríamos concluido mucho antes que, cualquiera que sea el origen de la filtración, no procede de Vauxhall House, a menos que se hayan producido dos filtraciones simultáneas, conjetura que les confesaré que me parece absurda. De manera que lo que debemos hacer ahora es encontrar un nexo entre las dos redes o, por lo menos, entre el señor Perrone y su colega norteamericano. Le he pedido al señor Holly que inicie una nueva investigación con este fin y quisiera que le prestasen toda su colaboración. Podría necesitar a algunos de sus agentes árabes. Sé que algunos de ustedes están desbordados de trabajo en estos momentos; sin embargo, no me cabe duda de que el trabajo del señor Holly tiene prioridad, habida cuenta de la situación en Egipto. Esto, a su vez, me obliga a pedirles un informe de la situación en cada una de sus secciones para presentar un análisis de la situación general en la reunión de mañana del Comité Conjunto.

La sesión se prolongó durante otras dos horas con detallados informes sobre el creciente impacto de la revolución egipcia en la región. Del país del que nadie sabía gran cosa era del propio Egipto. Las embajadas seguían abiertas, pero sometidas a enormes presiones y estrictas limitaciones en lo que a los movimientos y actividades del personal diplomático se refería. Desde el golpe no habían hecho prácticamente más que rescatar y aconsejar a obreros británicos atrapados en el país. Sacar información de Egipto era casi imposible. Tom Holly se había quedado ciego y sordo, por así decirlo.

Al día siguiente por la tarde tendría lugar la reunión del Comité Conjunto a que se había referido Haviland, con representantes de todos los servicios de inteligencia del Estado.

Hasta que el Comité Conjunto no hubiese deliberado, no se sabría lo que había que decirles a los miembros de la comisión parlamentaria. Esto, a su vez, llegaría considerablemente diluido al Gobierno; y cuando llegase al Parlamento propiamente dicho, no sería prácticamente más que agua de borrajas. Al gran pueblo británico no se le diría más que lo justo, lo que Whitehall considerase imprescindible que supiera o que merecía saber.

Cuando todos se hubieron marchado, Percy Haviland sacó una fina pitillera del bolsillo interior de su chaqueta. Se había impuesto no fumar más que seis cigarrillos diarios. Antes fumaba cinco, pero decidió que era un número demasiado evocador del sistema métrico decimal y optó por la media docena. Encendió un cigarrillo e inhaló el humo profundamente, exhalándolo luego en un largo y fino tirabuzón. Cerró la pitillera y se la volvió a guardar.

Fue hacia la puerta y la abrió. La luz del fluorescente parpadeaba, proyectando un resplandor que producía dolor de cabeza. Al fondo del pasillo, una de las mujeres de la limpieza empezaba su ronda. Estaba pasando la enceradora de uno a otro lado del suelo de linóleo, de color gris pálido, y se oía la queda vibración del artefacto. El largo cordón anaranjado serpenteaba hasta desaparecer en el recodo del pasillo. Durante todas las horas de oscuridad, la mujer de la limpieza iría arriba y abajo por los desiertos pasillos, y al día siguiente el polvo se posaría de nuevo. A Haviland le parecía una perfecta metáfora de todo lo que sucedía en aquel edificio y en todos los edificios como aquél repartidos por el mundo.

Volvió a su despacho y cogió el teléfono. Al cabo de unos instantes le contestaron.

—¿Gordon? Soy Percy. Ya se han marchado todos. Te agradecería que vinieses un momento. Sólo a charlar un poco. Me parece que hemos encontrado a la mujer de Hunt.

III

… y habrá sangre en toda la tierra de Egipto

Éxodo, 7,19

Capítulo
XXI

17, Shari al-Ruwayi

Al-Azbakiyya

El Cairo

30 de noviembre de 1999

21 de Shaban de 1420

Querido Michael:

Es muy tarde y estoy sola. Esta noche hay estrellas por primera vez en una semana. He subido a la azotea a contemplarlas. ¿Dónde estás cuando te necesito, Michael? He llamado al hotel, al número que me diste. Me han dicho que ya no estabas, que has dejado el hotel. ¿Vas a marcharte de Egipto sin ni siquiera decirme adiós? No, tú nunca harías eso, pero tal vez te hayas visto obligado a irte; quizá se hayan presentado en plena noche en tu habitación y te hayan metido en un avión. Suelen hacerlo. Se cuentan muchas historias así en voz baja en los mercados. Estoy asustada, Michael. Estoy sola y asustada.

No he visto a Megdi desde esta mañana y cada hora que pasa temo más por él. Estoy de nuevo en mi apartamento, aunque sé que no es un sitio seguro. Trato de localizar a Megdi por teléfono, pero no contesta.

Estoy en la azotea. Tengo frío y estoy asustada. ¿Por qué no estás aquí esta noche? Abajo, en la calle, no se ve ni un alma. Nadie ríe ni llora. Todo es silencio. Silencio y miedo.

No son sólo palabras, Michael. Hablan completamente en serio cuando se refieren a destruir la
jahiliyya
y a la purificación. No hay nada ni nadie que quede a salvo. Las calles están esta noche más silenciosas que nunca. Nos hemos convertido en un pueblo acobardado; eso, los que no marcan el paso y rezan.

Déjame que te cuente lo que ha pasado, lo que he visto…

Mientras escribía, tarareaba quedamente una canción que cantaba en la cama por las noches de niña,
anta umri
, («Eres mi vida»), una balada popular de Umm Kulthum. Después de cantarla, la oscuridad parecía mitigarse a su alrededor y se veía aupada a un lugar seguro, en lo alto, muy lejos de la dormida ciudad, a un lugar casi tan lejano como las estrellas. Ahora, veinte años después, alzaba la vista de la carta que tenía en el regazo y veía la oscuridad como una inmensa torre que se alzara en espiral desde los tejados y azoteas hacia el cielo y más allá. Ya no había ningún lugar seguro.

Cuando era pequeña toda la familia dormía en la azotea las noches de verano. Incluso en invierno, ella subía a menudo para estar sola y contemplar las estrellas que se recortaban en un cielo más negro que la obsidiana. Y aquella noche, acaso por puro dolor, había sentido el impulso de subir a contemplar las mismas estrellas, como si su permanencia pudiera arrumbar la amenazadora realidad. Pálidas rosas asomaban de las jardineras del borde de la azotea. No olían. La noche no exhalaba perfume alguno. Su impulso la había desorientado. Las estrellas estaban demasiado lejanas para servirle de nada.

No hago más que estremecerme; estremecerme y pensar en todo lo perdido, en el vacío que dejará, en todo lo estúpido y absurdamente malgastado. Me sucedió lo mismo cuando descubrí a Rashid. Lo sabían, claro. Confiaban en que fuera yo quien retirase las vendas al cadáver o se confabularon para que ocurriera así. Fue su regalo, su advertencia. Aún recuerdo aquel instante, el momento en que retiré la última venda.

Llevaba traje, un traje oscuro, su mejor traje de Armani deformado por las vendas. Era como si hubiese viajado por el túnel del tiempo, Michael; no tenía por qué estar allí. Esa impresión era la que daba; la de alguien que hubiese retrocedido miles de años para morir y ser enterrado en la tumba de otro. No se trataba de eso, por supuesto. Había muerto en su propio tiempo. Como todos; todos morimos en nuestro propio tiempo. ¿Te he dicho que te quiero? ¿Que moriré si no estás conmigo?

Por el oeste, a menos de un kilómetro, el río se estremecía en sus propias tinieblas. Aisha distinguía un charco de agua más allá de las chabolas de Bulaq, la apenas iluminada periferia del barrio. En realidad, pocas luces se veían en la ciudad. Los cines, los clubes nocturnos, los restaurantes y los grandes hoteles habían sido cerrados o amenazados con el cierre. En cuanto oscurecía, nadie se aventuraba en coche por Sahara City; las parejas no paseaban de la mano a orillas del Nilo. Ni en sueños siquiera, ni siquiera en sueños…

Frente a ella, a su izquierda, una luz roja parpadeaba en lo alto de la Torre de El Cairo, como señal para los aviones que volaban bajo. A su derecha se veía el rosario de luces del puente Seis de Octubre, que unía la isla de Gezira con el resto de la ciudad. Acababan de rebautizar el puente. Ahora se llamaba Kubri Sayyid Qutb, en honor al escritor y mártir fundamentalista. Unas calles más allá, en el tejado de la mezquita Omar Pachá, un llamativo anuncio luminoso exhibía el nombre de Dios en letras verdes de más de un metro. De vez en cuando, el nombre parpadeaba. ¿Parpadearía Dios? ¿Vendría y se marcharía como la luz, tejiendo y destejiendo galaxias? ¿Qué sucedería si su nombre se apagara para siempre, tragado por las tinieblas como todo lo demás?

Unas cuantas luces; después, oscuridad y, más allá, el desierto aguardando a que muriese la ciudad. Aisha se estremeció. Algo se avecinaba, lo palpaba en el aire, algo siniestro.

¿Llevas cuidado, amor mío? ¿Rezas por la noche? Ya sé que no eres creyente, pero me parece que aun así deberías rezar. Yo le rezaría a tu Virgen si supiese que me va a escuchar; le rezaría a cualquiera si supiese que va a escucharme. Nuestro Dios tiene noventa y nueve nombres. Los sufíes dicen que los nombres son cien, que hay uno secreto. Dicen lo que se les antoja sobre Dios. Ya ves lo que podrá importarle a Él. A veces creo que yo también tengo un nombre secreto, que no sólo lo tiene Dios. Podrían matarme por pensar una cosa así.

Le pusieron una larga tira de tela blanca, de algodón de la mejor calidad, para vendarle los ojos en los últimos momentos. Quizá rezó, invocando el nombre secreto. No debió de encontrarlo. Uno de ellos escribió unas palabras árabes en la venda:
mawt al-jahiliyya
(«mueran los tiempos de la ignorancia»). ¿Es así como debo traducirlo? ¿O quizá «muerte en estado de ignorancia»? Me parece que lo primero es más correcto. Tú lo entiendes, claro; lo entiendes mejor que yo.

Después lo quemamos, por supuesto, con todo lo demás. Incluso los huesos y la venda blanca con la declaración de guerra. Porque eso es lo que era, ¿no? Una declaración de guerra. ¿Cómo lo llamarías tú si no, Michael? ¿Odio? ¿Quiebra de la comprensión? ¿Un amor enfermizo, quizá? Acaso todo eso junto, Michael. Tanto en tan pocas palabras. Butrus lo metió todo en el horno y lo quemó. Las palabras también. También las quemó.

Ojalá estuvieses aquí conmigo. Ojalá pudiera abrazarte, oír tu voz.

Te envío esta carta por correo a tu hotel. Quizá les hayas dejado una dirección para que te remitan la correspondencia. A lo mejor vuelves dentro de unos días o a lo mejor nunca recibes esta carta, pero regresas a El Cairo y vamos a tomar café y
baklava
a Groppi's. Tal vez ya estés aquí y tal vez esta noche no sea más que un sueño.

Ah, lo olvidaba: ya no está permitido que los hombres y las mujeres coman juntos. Ni en Groppi's, ni en Fishawi's, ni en ninguna parte. Las prohibiciones aumentan de día en día: «Haced esto, no hagáis aquello». Estamos totalmente acobardados. Vamos con pies de plomo. Debemos guardarnos incluso de nuestros pensamientos y nuestros sueños. Es como un cáncer, Michael; como un cáncer que devorase la ciudad. O un virus. Una epidemia vírica. Por favor, escribe, Michael. Ven, por favor.

Aisha.

Dejó el bolígrafo. La carta y la tablilla en la que la apoyaba cayeron al suelo. Se levantó y se ciñó un poco más el chal a los hombros. Luego fue caminando lentamente hacia el borde de la azotea. Se asió firmemente a la barandilla como si temiera que un golpe de viento pudiera arrojarla al vacío. Sin apenas mover los labios volvió a tararear la canción de antes, otras estrofas, con la sensación de ser la única persona viva en la ciudad, hasta que el silencio se apoderó también de ella, acallándola. Cerró los ojos y por su mente desfilaron recuerdos que no eran del todo recuerdos, sueños que no eran del todo sueños.

Capítulo
XXII

Alejandría

Miércoles, 15 de diciembre

V
io aletear una ave marina contra el fuerte viento antes de caer como aturdida al mar embravecido. El viento, las aguas encrespadas, el sabor a sal del aire y las olas verdes rizándose; las embarcaciones ancladas en el puerto oriental y el horizonte sumergido en un oscuro y peligroso baño púrpura, como una acuarela; el cielo cayendo, los gansos a merced del cambiante viento, la Blanca Novia del Mar rodeada, dorada, enjoyada por un breve instante, antes de oscurecer; el eco del pasado en el borroso espejo del presente, el cabeceo de embarcaciones de distintos colores en el atrafagado puerto, Qaitbay enmielada por el sol poniente.

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