—No —dijo ella—. Eso sería demasiado fácil —añadió—. ¿Estarás mucho tiempo fuera?
—No lo sé. Tal vez averigüe lo que tengo que averiguar en cuestión de días o tal vez tarde semanas, pero no conseguiré nada a menos que sepa que estás a salvo.
—Me quedaré en mi apartamento. Los seguidores de Rashid velarán por mí. Hay…
—No, no estarías a salvo allí. Y no quiero que ninguno de los seguidores de Rashid conozca tu paradero. Lo más probable es que haya infiltrados en el grupo. No puedes fiarte de nadie. ¿No podrías ir a casa de alguien de tu confianza, alguien en quien ellos no piensen?
Ella reflexionó unos instantes. Irían a buscarla a casa de sus padres y de sus parientes.
—¿Qué tal Megdi? —dijo al fin.
—¿El profesor?
—Sé que puedo confiar en él —repuso Aisha asintiendo con la cabeza—. Y sabe todo lo concerniente a Rashid.
Michael asintió. Le parecía sensato.
—¿Estás segura de poder confiar en él?
—Completamente.
—¿Y crees que aceptará que te quedes en su casa?
—Por supuesto. Vive muy cerca de aquí, en Imad al-Din.
—Estupendo. Luego iremos, en cuanto se calme todo un poco. No te muevas de aquí de momento. Comeremos algo. Nos conviene mantenernos con buen ánimo.
Michael le acarició la mejilla. Tenía la cara fría. Ella no se movió, pero se dejó acariciar como una gata que soportase de mala gana el tacto de su dueño. Michael retiró la mano.
—No podemos permitir que esto se interponga entre nosotros —susurró.
—Rashid solía hablar así —dijo ella—. Tampoco lo entendía.
—¿No entendía qué?
—Que el deber no lo es todo. Que cada uno debe hallar su auténtica vida en los intersticios de las cosas que parecen más importantes. Ésa es la razón de todas estas matanzas, el hecho de que muchas personas den prioridad a las cosas importantes tan a menudo que, con el tiempo, olvidan las pequeñas cosas, cuando son éstas las que alimentan nuestras vidas. Rashid nunca se percató de ello y consiguió que le matasen. Nadim y todos sus fanáticos no ven las cosas que realmente les importan a las personas. Me pregunto qué les dirán a sus esposas y a sus hijos. Y tú, Michael, eres igual que ellos. Tienes que salvar al mundo, no te preocupa lo que les pueda suceder a personas como yo, que lo único que pretendemos es dar sentido a las pequeñas cosas.
—No me preocupa el mundo —replicó él—, me preocupas tú.
Aisha alzó la vista. Estaba pálida y con la cara llena de churretes a causa de las lágrimas. Pero no era miedo lo que sentía, se dijo Michael, ni tampoco ira, sino una incomprensión tan intensa que la tenía perpleja y sin aliento. Temblaba. Hacía frío en la habitación. El invierno se apoderaba de todo.
—¿De verdad? —dijo ella.
En el exterior, la temperatura seguía descendiendo. Soplaba un cortante viento del norte. Olía a escarcha, o a nieve. Los primeros camiones atestados de prisioneros, con sus aterrados rostros ocultos bajo capuchas de tela de saco, circulaban con destino a las cárceles.
Abajo, en la calle, un hombre caminaba lentamente. Alzó la vista y miró hacia la ventana del apartamento de Michael. Luego sacó un cuaderno de un bolsillo y un bolígrafo de otro. Anotó algo y, tras guardar el cuaderno y el bolígrafo, siguió caminando.
Lunes, 29 de noviembre
H
acía una semana que Michael estaba fuera, pero Aisha tenía la sensación de que había transcurrido un mes. Durante el tiempo que llevaban juntos no habían estado sin verse más de un día y llevaba muy mal aquella separación, como si se tratase de un abandono. Pasaba los días en el apartamento de Megdi como un pájaro enjaulado, mirando inquieta una y otra vez, a través de las entornadas ventanas, unas calles que aún no habían recobrado del todo la normalidad.
Megdi iba a la universidad todos los días, como venía haciendo en los últimos treinta años cuando no trabajaba en el museo, y cada tarde volvía con malas noticias. El nuevo régimen no perdía el tiempo y aceleraba los ajustes de cuentas. Había emprendido una operación de «limpieza» en la universidad y en los colegios mayores, lugares que asociaba con la cruzada occidental contra la pureza del islamismo. En la Universidad Americana y en la Universidad de El Cairo, así como en otras instituciones menores de la ciudad, gran parte del personal docente recibió cartas informándoles de que sus servicios ya no eran necesarios. Las Facultades de Sociología, Antropología, Filosofía y Cultura Europea fueron cerradas. Otras, fueron radicalmente reestructuradas para adaptarlas a las exigencias de la nueva ideología. Los profesores de Ciencias Islámicas —Estudios Coránicos, Tradiciones, Hermenéuticas y Jurisprudencia— eran reclutados en las mezquitas y en las Escuelas de Estudios Coránicos de todo el país.
Todo esto era bastante serio, pero lo más preocupante eran las noticias de detenciones de profesores y estudiantes dentro y fuera de los recintos universitarios. Detenciones y, según muchos informes, ejecuciones. Megdi tanteó discretamente el terreno en el museo para ver si se hacían averiguaciones acerca de Aisha; pero, por lo visto, ella no atraía aún la atención de las autoridades. Su ausencia del trabajo no había pasado inadvertida y tendría que decidir en seguida si se reincorporaba o no. Prolongar excesivamente su ausencia podía dar la impresión de que, por una u otra causa, se sentía culpable.
Una mañana, Aisha salió a telefonear a Michael al Cecil Hotel, donde él se alojaba. Mantuvieron una conversación intrascendente que les reconfortó. Nada le comentó él de su misión. Era imposible saber qué teléfonos estaban pinchados.
Megdi había ido a la universidad, como de costumbre. Debía pronunciar a las diez una conferencia sobre la vicerregencia Kushite, pero a las diez y media estaba ya de regreso en el apartamento.
—Soy yo, Aisha —dijo al entrar—. Soy Ayyub. He vuelto antes.
Al asomarse al pasillo, Aisha se detuvo en seco. El profesor estaba apoyado en la puerta, con los ojos cerrados, muy abatido. Respiraba entrecortadamente y estaba muy agitado. Tenía la blanca cabellera alborotada y una manga de la chaqueta rasgada, como si se hubiese visto envuelto en una pelea. Abrió los ojos al oír a Aisha.
—Nos echan —musitó con voz grave y apenas inteligible.
Aisha nunca lo había visto así. Lo cogió del brazo y le ayudó a caminar hasta el salón.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué te han hecho?
Él se dejó caer en una silla y se venció hacia delante, hundiendo la cara entre las manos.
—¿Estás bien, Ayyub? ¿Quieres que llame a un médico?
Él negó con la cabeza lentamente y fue enderezándose.
—Pon la radio —dijo.
Formaba parte de las precauciones que habían decidido tomar. Cuando él no estaba, Aisha debía mantener un silencio absoluto y no hacer el menor ruido. Cuando él estaba en casa, hablaban sólo susurrando o en voz muy baja, con la radio puesta. Aisha sintonizó una emisora que emitía un programa de piezas clásicas para el
oud
. Las canciones populares estaban prohibidas.
—He tenido una discusión —dijo—. Una polémica con un grupo de
muhtasibin
. ¡Policía Religiosa! ¡Qué idea más absurda! Algunos eran ex alumnos míos. Increíble. ¿Recuerdas a Salim Ahmad?
Escribió su tesis de licenciatura sobre Nubia, hace unos cinco años.
Ella lo recordaba y asintió.
—Iba con ellos. Y debe de ser uno de los líderes, por lo que vi —dijo el viejo profesor temblando, lívido—. Me ha dicho que yo era un enemigo de Dios porque me he pasado la vida resucitando el pasado.
Jahiliyya
lo ha llamado, la «Edad de los Bárbaros», anterior al islam. Que yo la glorificaba otorgándole un esplendor que no merecía, desenterrando los cuerpos de reyes infieles, preservando imágenes de falsos dioses en urnas de cristal para que el pueblo las vea y las venere. Me ha recordado lo que hizo el Profeta al conquistar La Meca, destrozando los ídolos de la Kaaba. Ha afirmado que ellos harán lo mismo y esta vez sin compasión.
Aisha se sentó junto a Megdi, abatida, percatándose de la gravedad de la situación.
—¿Qué has querido decir con que «nos echan»?
—Del departamento —repuso él mirándola, angustiado—. La arqueología se ha convertido en una disciplina prohibida. Es decir, no exactamente; fomentarán la arqueología islámica, pero los estudios sobre
jahiliyya
deben cesar —balbució, como si su lengua se rebelase contra las palabras—. Cerrarán el museo, y todo lo que contiene lo venderán o lo destruirán.
—Pero…
—Todo, Aisha. Todo aquello que tanto nos ha costado recuperar o conservar. Los antiguos yacimientos quedan al margen, aunque me temo que se proponen destruir algunos.
—¿Destruirlos? ¿Qué sentido tendría eso? No irán a…
—Hablan de borrar del país todo rastro de
jahiliyya
y de todo cuanto sea antiislámico. Física y mentalmente. Cualquiera sabe lo que son capaces de hacer. Tienen una visión muy estrecha del mundo.
Aisha le sirvió una generosa copa de coñac. Megdi bebió con avidez y empezó a relajarse.
—Vamos a tener que olvidarnos de estas cosas —dijo levantando la copa tras tomar un sorbo—. Están tirando todo el alcohol que hay en Egipto a las cloacas. Las ratas deben de estar trompas.
Aisha meneó la cabeza y se echó a reír.
—Qué va, Ayyub —dijo—. ¿No ves que todas las ratas andan por las calles?
—No debes decir esas cosas, Aisha. Te puedes buscar un buen lío.
—Creo que ya me he metido en uno —dijo ella paseando la mirada por la estancia, convertida para ella en una prisión.
—¿Y no te podría ayudar tu joven amigo? —preguntó Megdi—. No soy tan tonto como para no adivinar que debe de tener contactos en lugares útiles. ¿Por qué no hace que su gente te saque de Egipto? Siempre hay medios.
—¿Su gente?
—Los británicos. ¿No irás a decirme que no estarían encantados de tenerte? En cuanto se organice un movimiento de oposición viable en Europa, podrías serles inmensamente útil. Podrías ayudar a que se formase un ala moderada. ¿Por qué no lo piensas?
—Ya sabes que no es eso lo que quiero —repuso ella desviando la mirada—. En cuanto a los británicos, o a cualesquiera otros, ¿quién sabe lo que quieren? Si creen que pueden sacar provecho de este régimen, lo dejarán seguir adelante y cualquiera que cause problemas será devuelto a casa en el primer vuelo. La nueva legislación europea en materia de inmigración permite desembarazarse fácilmente de estorbos políticos.
—Podrías pedir asilo político. Pocas personas pueden aducir argumentos tan sólidos como los tuyos.
—La solidez de mis argumentos dependería de cuál fuese la política exterior vigente —replicó Aisha negando con la cabeza—. Podrían acogerme hoy y expulsarme mañana.
—¿Y por qué no os casáis, tú y el señor Hunt?
—Ya sabes que eso es imposible.
—¿Por qué? ¿Por Rashid?
Aisha asintió.
—Eso equivale a adoptar una postura política.
—Puede. Pero no quiero hablar más de ello, Ayyub. Es demasiado pronto para tomar una decisión.
—Quizá no puedas permitirte el lujo de reflexionar mucho tiempo.
—Lo siento. Encontraré otro sitio donde alojarme. Esto no hace sino complicarte las cosas.
—No he querido decir eso. Sabes perfectamente que puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras. Me gusta tenerte en casa. Y si nos ceñimos a las normas que nos impusimos, nadie sospechará que estás aquí. Lo que he querido decir es que las cosas tienen pinta de empeorar. Quedarte aquí no hace sino demorar una solución definitiva.
—Lo sé. Pero ¿qué me dices de ti? ¿Qué vas a hacer tú ahora? ¿Cómo vas a vivir? ¿Te han ofrecido una pensión?
—¿Sabes lo que me ha dicho ese granuja de Salim Ahmad? —le preguntó Megdi riendo—. Que debería comprar unos cepillos y unas cajas de betún y hacerme limpiabotas, que así sería útil a la sociedad por una vez en mi vida.
—¿Y no le has preguntado para qué hizo él su tesis?
—Así empezó la discusión.
—Y, de manera inmediata, ¿qué vas a hacer? ¿Tienes algo pensado?
—Ya lo creo —respondió el profesor levantándose y cogiendo la chaqueta de la silla donde Aisha la había dejado.
Megdi miró con expresión pesarosa la manga rasgada y luego se puso la chaqueta.
—Voy a Gizeh —dijo—. Les he oído decir algo sobre no sé qué «trabajo» en las pirámides. Después de lo que han dicho sobre lo de destruir los yacimientos antiguos, me gustaría ver por mí mismo lo que se proponen.
—Estás loco. No puedes ir allí. El yacimiento estará acordonado.
—Es posible, pero he de verlo por mí mismo. Si quieren destruir los monumentos, alguien tiene que dar la alarma, desencadenar una protesta internacional a través de la UNESCO.
—Iré contigo.
—Ni hablar. Yo solo podré arreglármelas; si vinieses conmigo, tendríamos problemas los dos. Quédate aquí. Cuando haya visto lo que pasa, hablaremos sobre qué hacer —dijo, apagando la radio y besando a Aisha en la mejilla.
Al salir Megdi y cerrar la puerta, ella quedó sumida en un opresivo silencio, abrumada por sus pensamientos. Sólo oía a lo lejos, por las calles, los sigilosos pasos de Dios deambulando por la ciudad en busca del pecado.
A
las dos de la tarde, Megdi aún no había regresado y Aisha empezó a inquietarse. Le conocía demasiado bien para pensar que hubiese corrido riesgos inútiles, pero, tal como estaban en aquel momento las cosas, hacía falta muy poco para que le detuviesen a uno y le llevaran ante un tribunal revolucionario.
A las dos y media, Aisha se decidió a salir del apartamento. A través de la radio se habían difundido bandos con nuevas normas para la indumentaria de las mujeres. Megdi le había traído una túnica que le llegaba a los tobillos y un pañuelo negro para la cabeza. Tensa y algo amedrentada, Aisha se dispuso a coger un taxi.
Tardó un buen rato en encontrar un taxista que quisiera llevar a una mujer sola hasta el moderno barrio de Gizeh, al otro lado del río. Tendría que seguir a pie el resto del camino hasta las pirámides, «como todo el mundo» en palabras del taxista. No se le ocurrió preguntar qué quería decir. El taxista la dejó en el límite occidental de la ciudad, no muy lejos de Shari al-Ahram, la amplia avenida turística donde se alineaban numerosas salas de fiestas y que conducía a las pirámides. Le pagó lo que le pidió —una «tarifa» exorbitante— y enfiló hacia la avenida.