—Les llevaré con ellos, si quieren —respondió Fadwa.
Aisha se mordió el labio. ¿Sería posible que quedase alguien más vivo allí? Michael se sentía más violento que Aisha al pensar en lo que había visto Fadwa. El serio semblante de la niña y su apagada mirada le parecieron un reproche. Se acercó a ella y se agachó. Era una niña menudita, pero él se sintió extrañamente vulnerable a su lado. Ella le miró sin curiosidad y Michael fue incapaz de interpretar la expresión de sus ojos, grandes y negros. Le recordaron los de la joven del tren.
—¿Están muy lejos? —preguntó él.
Fadwa negó con la cabeza.
—Es que tenemos aquí cerca un amigo que está enfermo y tememos perdernos si nos alejamos mucho. No conocemos esta parte de la ciudad.
Fadwa asintió, dando a entender que lo comprendía. Sabía muy bien lo que eran los enfermos. Y lo que era perderse. Más de una vez se había desorientado por las calles, especialmente al principio, cuando los enfermos empezaron a morir y a ella la enviaban de un sitio a otro portando mensajes, a rebuscar comida entre las basuras, a dar noticias sobre quienes seguían vivos o a comunicar su defunción.
—¿De dónde sois? —preguntó la niña.
—De fuera —respondió Michael—. Del otro lado del muro.
—¿Es bonito aquello?
—Sí —mintió él—, muy bonito. ¿No has estado nunca?
—Una vez —contestó la niña—. Cuando era pequeña fuimos en coche, en un coche grande. Recuerdo que era rojo y que olía a miel. Era de un amigo de mi padre —añadió, mirándoles temerosa—. Se han llevado todos los coches y todos los autobuses de aquí.
—¿Por qué?
—No sé. Unos hombres. Policías, con unos uniformes muy raros. Dijeron que ya no necesitábamos coches. Y tenían razón, porque los enfermos no pueden conducir.
Fadwa se interrumpió bruscamente y, por un momento, recobró su aspecto de niña pequeña, de niña perdida y asustada. Luego, reaccionando con mayor entereza que la que mostraban muchas personas mayores, irguió la cabeza.
—Primero iremos a ver a su amigo —dijo—. Así sabré dónde está y podré volverles a llevar.
Una rata pasó a pocos centímetros de las piernas de Fadwa, que no se sobresaltó ni movió un solo músculo. Aisha reparó entonces en que Fadwa llevaba unas botas de hombre que le venían muy grandes.
—Las he rellenado de trapos —dijo la niña—. No son muy cómodas —añadió mientras echaba a andar, cojeando ligeramente. Caminaba junto a ellos, como una mujercita, en la dirección que le indicaban.
Butrus seguía semidespierto.
La fiebre había remitido un poco, pero el dolor no. Estuvieron un rato con él, explicándole su plan. Irían a ver a los padres de Fadwa, que acaso siguiesen aún con vida, y les hablarían de la posibilidad de encontrar un medio para escapar. Si localizaban una farmacia, se proveerían de analgésicos; además, estaban seguros de que Fadwa sabía dónde conseguir algo de comida.
No regresaron por el mismo camino, sino por la sinuosa retícula del gueto, siguiendo a Fadwa por malolientes callejones llenos de putrefactos desperdicios. Basura putrefacta y… algo que impregnaba el aire de un dulzón olor a podrido. Michael y Aisha se taparon la boca con un pañuelo, pero Fadwa, acostumbrada a aquel hedor, siguió adelante como si tal cosa, como si el aire que allí se respiraba fuese normal. En algunos puntos el tufo resultaba casi insoportable.
Sin embargo, mientras caminaban, Fadwa se acercó a Aisha y, sin alzar la vista, hizo que le cogiese la mano. Pese a su aplomo, la pequeña estaba viviendo una pesadilla.
De pronto se detuvo.
—Vivo aquí —dijo.
Era un edificio alto del que brotaba un hedor penetrante. Aisha y Michael se miraron. Todas las ventanas estaban cerradas y en las paredes había oscuros rodales de orín. Unos pocos azulejos del período jedival seguían incrustados en el sucio y agrietado yeso.
Subieron a oscuras por un estrecho tramo de escaleras. Sólo tenues haces de luz penetraban por los resquicios de las mugrientas ventanas de la escalera. En un rellano había un perro muerto con el cuerpo descarnado por las voraces ratas. Fadwa desvió la mirada al verlo. No les dijo que era su perro ni que tenía nombre.
La puerta del apartamento que quedaba a su derecha estaba entreabierta. Fadwa entró. Ellos la siguieron, vacilantes. El hedor era más penetrante en el interior.
Fadwa se excusó por la falta de luz.
—No hay electricidad —dijo—. Teníamos, pero la cortaron el mismo día que se llevaron los coches.
La pequeña localizó un cabo de vela y una caja de cerillas. Alumbrándose con la tenue llama, les condujo hasta la sala de estar. Olía a cerrado y estaba llena de polvo. Había latas vacías y platos sin fregar en el mugriento suelo. Varias botellas de Coca-Cola vacías emitían apagados destellos sobre una mesita. En un rincón, un televisor destrozado emitía también un tenue brillo. La antena estaba doblada y retorcida. Encima del televisor había una muñeca con un brazo roto, y un rojo y sucio sapo que parecía un ídolo en un templo consagrado a la mugre. Había arañas por todas partes. Sus densas telas vestían la estancia.
—¿Tienen hambre? —preguntó Fadwa.
Michael iba a decir que no, porque la sola idea de la comida le producía náuseas, pero Aisha le atajó.
—Iré a la cocina con Fadwa —dijo—. Prepararemos una buena comida —añadió dirigiéndole a Michael una intencionada mirada—. Tú echa un vistazo por aquí.
Fadwa fue a buscar otro cabo de vela, lo encendió y se lo dio a Michael. Luego, cogida de la mano de Aisha, la guió hasta la estancia contigua. Michael siguió unos instantes donde estaba y luego se adentró en un pasillo.
La cocina estaba peor que la sala de estar. Había cazuelas, sartenes, restos de comida y de piezas de vajilla por todo el suelo. Las paredes estaban llenas de grasa y había signos evidentes de que se había producido un incendio que lograron sofocar.
Aisha se volvió hacia Fadwa. A la niña le temblaba el labio inferior. Estaba a punto de romper a llorar, de derramar unas lágrimas que no recordaba cuánto tiempo llevaba conteniendo.
—Yo… he intentado que estuviese limpio —balbució—. Al principio, cuando mamá… cayó enferma…, yo limpiaba y… Fawziy— ya y Samih me ayudaban. Luego…, luego a ellos también se pusieron enfermos. Estaban todos en cama y yo… no tenía a nadie que me ayudara. Nadie venía…, y estaba… sola.
El llanto brotó al fin, incontenible, de manera tan aparatosa que incluso Aisha, que ya se lo temía, se sorprendió. Sollozos, lágrimas, un llanto indescriptible, sin consuelo posible. Aisha la rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí, notando que también a ella se le llenaban los ojos de lágrimas. Instantes después se encontró en el mismo estado que aquella niña, llorando por todo lo que había perdido, por todo cuanto había perseguido sin lograr alcanzarlo jamás.
Oyeron un ruido detrás de ellas. Aisha alzó la vista. Michael estaba en la puerta. Nunca olvidaría la mirada de sus ojos, una terrible y espantosa mirada que hacía innecesarias las palabras. Él la miró a su vez, y a Fadwa. Luego se hizo a un lado, presa de un violento acceso de náuseas.
L
as lágrimas les facilitaron las cosas. Dejaron a Fadwa tan abatida que fue incapaz de resistirse cuando la obligaron a salir de allí. La falta de sueño y el pánico le habían debilitado enormemente. Era casi un milagro que no hubiese contraído la peste o cualquier otra infección, a través de los alimentos y del agua que le habían permitido sobrevivir.
Aisha le quitó el polvo a la muñeca rota y se la dio a la niña. Aunque ya era demasiado mayor para jugar con muñecas, ésta se aferró a ella como si de un talismán se tratase.
Su madre había sido la primera en morir; la siguieron sus dos hermanos mayores, Rashid y Jalil, y después su padre, su hermana y el hermano menor, por este orden. Fadwa lo contó entre sollozos, incapaz de seguir ignorando la realidad de lo sucedido.
—¿Te queda vacuna, Michael? Creo que deberíamos inyectarle una dosis.
Ambos se habían vacunado la noche anterior.
—Debe de tener un sistema inmunológico fortísimo —dijo Michael negando con la cabeza—. Existe el riesgo de que la vacuna la ponga en peligro, incluso de que desencadene la misma infección que ha venido combatiendo. Tenemos antibióticos. Es mejor que, al primer síntoma de infección que muestre, le administremos antibióticos.
Aisha no pareció muy convencida. La habían educado en la creencia de que las vacunas eran una especie de Santo Grial, un curalotodo, pero le apretó la mano a Fadwa y sonrió.
—Tenemos medicamentos —le dijo—. Aunque te pongas enferma, no tienes por qué preocuparte.
Fadwa no dijo nada. Les condujo por un laberinto de callejas hasta un pequeño bazar. Las tiendas habían sufrido los efectos del pillaje, probablemente muy al principio, aunque era imposible saber si habían sido los propios vecinos o los
muhtasibin
. Al fondo había una farmacia, más destrozada que las otras tiendas. Encontraron un pequeño frasco de morfina bajo un montón de cajas de cartón vacías. No había mucho más que pudiera serles de alguna utilidad.
Fadwa les condujo entonces a una tienda de ultramarinos que estaba unas puertas más adelante. El tendero había muerto montando guardia en su establecimiento. Seguía allí, tendido en el suelo, detrás del alto mostrador de madera. No era más que huesos y carne seca envueltos en harapos. Fadwa les mostró un viejo y enorme frigorífico donde había botellas de Coca-Cola. Cogieron unas cuantas y las metieron en una bolsa de compra, de plástico, que encontraron. Michael cogió también latas de alubias y de lentejas de un estante alto al que Fadwa no había podido llegar.
De regreso, cruzaron una placita flanqueada por elevados edificios. Era una plaza muy oscura y, desde allí, el cielo parecía de otro planeta. De las plantas superiores de los edificios pendían pancartas blancas que llegaban hasta el suelo y mostraban, en grandes letras, versículos del Corán, talismánicos versículos repetidos como mantras.
Al principio, el vecindario llevaba a sus muertos allí con la intención de incinerar los cadáveres. En el centro de la plaza se alzaba una enorme pira, un informe montón de madera y miembros chamuscados. Un tenue olor a queroseno seguía impregnando el aire, mezclado con otros olores más nauseabundos.
Fueron orillando el centro de la plaza y en seguida se adentraron en otro laberinto de desiertos callejones. Fadwa se movía por ellos con total desenvoltura. Sólo por un instante dio muestras de temor o aprensión. Acababan de doblar la esquina de una calle donde había una
bamman
, unos antiguos baños públicos que databan de mediados del siglo XIX. Justo al lado estaba el ancho enrejado de la boca del sistema de albañales. Fadwa retrocedió al verlo y cruzó corriendo por delante, como si temiera que se abriese y se la tragase. De nuevo se encontraron caminando por sinuosas y estrechas calles, hasta que fueron a parar a aquella en la que habían pasado la noche.
Encontraron a Butrus dormido. Se sentaron junto a él y le observaron, procurando no despertarle. Seguía febril e inquieto y gemía en sueños. Al moverse se hizo daño en el hombro y se despertó.
Le administraron una fuerte dosis de morfina, con una de las jeringuillas que Michael llevaba. Surtió efecto en seguida.
Michael abrió las latas con su cortaplumas y se dieron un atracón de legumbres. Tenían que coger la comida con los dedos. Aisha procuraba no pensar en el tendero, cuyo cuerpo estaba a sólo unos pasos de las latas. Michael comió muy poco. Su estómago aún no se había recuperado del efecto producido por el espectáculo que había visto en casa de Fadwa.
Mientras comían, Michael le habló a Aisha de al-Qurtubi, repitiéndole lo que el padre Gregory le había contado. Le resumió lo esencial de su conversación, sus estudios después de convertirse al islam y la fundación de Ahl al-Samt. Y también le contó lo que Verhaeren le había dicho aquella noche, y lo que él dedujo a la luz de los archivos de Paul.
—Creo que Verhaeren no tenía muy claro si al-Qurtubi está loco o no. Parece que, al principio, se daba por satisfecho con ser el líder de Ahl al-Samt; pero, por lo visto, no tardó en parecerle poco, demasiado… localista. Pensó en otras cosas. O alguien vería la posibilidad de utilizarle y le empujaría. Eso no está muy claro. En 1989, al-Qurtubi empezó a estudiar genealogía. Su propia genealogía, para ser exacto. Procede de una aristocrática familia de Córdoba. De ahí su nombre árabe, al-Qurtubi: el Cordobés. Aunque su verdadero nombre es Leopoldo Alarcón y Mendoza. En realidad, la familia procedía de Granada y alcanzó notoriedad a principios del siglo XVII. Eran moriscos, es decir, musulmanes aparentemente convertidos al cristianismo tras la caída de Granada en 1492, pero que seguían fieles al islam, en secreto. Uno de sus antepasados fue uno de los cabecillas de la sublevación de los moriscos de 1569. Todo esto fue convenientemente olvidado y, en este siglo, los Alarcón y Mendoza son unos respetables hijos de la Iglesia, a la que han dado obispos y cardenales.
Michael hizo una pausa. Fadwa comía lentamente a su lado, desentendida de lo que él decía. En su mundo nada de todo aquello tenía sentido.
—En 1989 —prosiguió Michael—, al-Qurtubi se hizo con un documento. Era un pergamino conservado desde los tiempos en que su familia seguía fiel al islam, la fe que, por puro azar o capricho del destino, había elegido él. Se trataba de una aljamía, un documento escrito en castellano con caracteres arábigos. Como su familia había olvidado hacía tiempo el alfabeto árabe, no habían podido descifrarla y quedó en simple y curiosa reliquia. Para al-Qurtubi, en cambio, no ofrecía la menor dificultad. La mayoría de las aljamas no son más que manuales de leyes islámicas, biografías del Profeta o comentarios del Corán, ese tipo de textos útiles para la acosada minoría que vivía bajo la Inquisición y que necesitaba instruirse. Pero la de al-Qurtubi era muy distinta. Era una detallada historia de su familia. No voy a cansarte con detalles. Lo importante es que al-Qurtubi descubrió que era el último descendiente de los califas Omeyas de España. Esto, a su vez, le emparentaba por línea directa con los primeros califas sucesores del Profeta.
Aisha se estremeció y posó la mano distraídamente en la cabeza de Fadwa, acariciando su enmarañada y sucia melena, mientras se preguntaba qué sentido tenía todo aquello para ella y la niña.